LAS AVENTURAS DE BULUKIYA

Sabe, oh Hasib, que hubo una vez en la ciudad de El Cairo un rey del Banu Isra’il, sabio y piadoso, que estaba encorvado por la mitad de tanto dedicarse a los libros del saber y que tenía un hijo llamado Bulukiya. Era ya viejo y débil y hallábase próximo a la muerte cuando sus nobles y lugartenientes llegáronse a él a rendirle pleitesía y les dijo: «Vosotros, los míos, sabed que está ya al caer la hora de mi partida de este mundo hacia el otro y que no tengo otro encargo que haceros salvo encomendar a vuestro cuidado a mi hijo Bulukiya». Y luego dijo: «¡Doy testimonio de que no hay más dios que el Dios!», y exhalando un suspiro abandonó este mundo, ¡la misericordia de Alá sea con él! Tendiéronle, le lavaron y le dieron sepultura con un cortejo de gran pompa. Invistieron luego sultán a su hijo Bulukiya en su lugar y gobernó el reino con justicia y el pueblo tuvo paz en su era. Ocurrió cierto día que Bulukiya se adentró por el lugar donde su padre guardaba sus tesoros, a fin de inspeccionarlo, y al hallar un compartimento interior y algo que parecía una puerta, la abrió y se metió por ella. Y he aquí que se encontró en un pequeño aposento que tenía una columna de mármol blanco en su centro, encima de la cual había un cofrecito de ébano; abrió este y encontró en su interior otro cofrecito de oro dentro del cual había un libro. Al leer el libro halló que era un relato de la vida de nuestro señor Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) y de cómo sería enviado en el fin de los tiempos[113] y sería señor de los primeros profetas y de los últimos. Al leer la descripción de su persona, el corazón de Bulukiya fue presa de amor por Mahoma, de modo que convocó al instante a todos los notables de los Hijos de Israel, a los cohens o adivinos, los escribas y los sacerdotes y les dio a conocer lo que decía el libro, leyéndoles fragmentos de él, y añadió: «Oh mis buenas gentes, tengo que sacar a mi padre de su sepultura y quemarle». Los vasallos preguntaron: «¿Por qué quieres quemarle?», y él respondió: «Porque me ocultó este libro y no me lo dio a conocer». El anciano rey lo había extractado de los Torah o Pentateuco y de los libros de Abraham y lo había encerrado en su cámara del tesoro y ocultado a todo ser viviente. Los otros replicaron: «Oh rey, tu padre está muerto, su cuerpo está en el polvo y su destino está en las manos de su Señor. No le saques de su tumba». Supo dé este modo que no le consentirían que hiciese aquello y tras despedirse de ellos presentóse a su madre y le dijo: «En una cámara del tesoro de mi padre he encontrado un libro que contiene una descripción de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!), un profeta que será enviado al final de los tiempos y mi corazón ha quedado cautivo de amor por él. En consecuencia, he resuelto errar por la tierra hasta encontrarle; de no ser así, moriré del anhelo de su amor». Se despojó luego de sus vestiduras y se vistió con una túnica de piel de cabra y unas toscas sandalias y dijo: «Oh madre mía, no me olvides en tus oraciones». Derramó ella abundantes lágrimas sobre él y dijo: «¿Qué va a ser de nosotros sin ti?», pero Bulukiya respondió: «No puedo soportarlo por más tiempo y encomiendo mi destino y el tuyo en las manos de Alá que es Todopoderoso». Emprendió luego el camino a pie hasta Siria sin tener conocimiento alguno de sus gentes y llegado que hubo a la orilla del mar halló un bajel en el que se embarcó como tripulante. Navegaron hasta llegar a una isla en la que Bulukiya bajó a tierra junto con el resto de la tripulación, pero apartándose de los demás se sentó debajo de un árbol y el sueño hizo fácil presa en él. Al despertar buscó el barco pero se encontró con que se había hecho a la vela sin él y en la isla vio serpientes, tan grandes como camellos y palmeras, que repetían los nombres de Alá (¡enaltecido y ensalzado sea!) y del bienaventurado Mahoma (¡a quién el Señor bendiga y guarde!), proclamando la Unicidad y glorificando al Glorioso, ante lo cual quedó Bulukiya en extremo maravillado. Al verle, volviéronse todas en tropel hacia él y una de ellas le dijo: «¿Quién eres y de dónde vienes y a dónde vas y cómo te llamas?». Y él dijo: «Me llamo Bulukiya y soy de los hijos de Israel y habiendo sido arrebatado por el amor a Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) voy en su busca. Pero, ¿quiénes sois vosotras, oh nobles criaturas?». Respondieron aquellas: «Somos habitantes del infierno Jahannam y Alá el Todopoderoso nos creó para castigo de los kafires». «¿Y cómo vinisteis a parar aquí?», preguntó Bulukiya, y le contestaron: «Sabe, oh Bulukiya, que el hervor del infierno[114] es de tal magnitud que respira dos veces al año, espirando en verano e inspirando en invierno, de aquí el calor del verano y el frío del invierno. Cuando exhala nos arroja de sus membranas y somos engullidos nuevamente cuando inhala». Bulukiya inquirió: «Decidme, ¿hay serpientes más grandes que vosotras en el infierno?», y le respondieron: «A decir verdad nosotras somos arrojadas con el aire espirado debido a nuestra pequeñez, pues en el infierno hay serpientes tan grandes que si la mayor de nosotras pasara por delante de sus narices ni lo notarían[115]. Y Bulukiya volvió a preguntar: «Vosotras cantáis las alabanzas de Alá e invocáis el nombre de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!), ¿cómo habéis llegado a tener conocimiento de Mahoma?» Y la respuesta fue: «En verdad, oh Bulukiya, que su nombre está escrito en las puertas del Paraíso y, a no ser para él, Alá no hubiera creado los mundos[116] ni el Paraíso, ni el cielo ni el infierno ni la tierra, pues Alá creó todas las cosas que existen sólo a causa suya y ha unido su nombre al Suyo propio en todas partes. Por eso amamos a Mahoma, ¡a quién Alá bendiga y guarde!». Oír la plática de las serpientes no hizo sino inflamar aún más el amor de Bulukiya por Mahoma y anhelar más vivamente su visión, de modo que se despidió de ellas y se encaminó a la orilla del mar, en cuya ribera halló un barco anclado en la playa en el que se embarcó como marinero, y navegaron y navegaron sin pausa hasta llegar a otra isla. Allí bajaron a tierra y al cabo de un rato de andar encontraron serpientes grandes y pequeñas, en número incalculable por ser alguno salvo el Todopoderoso Alá, y entre ellas había una serpiente blanca, más diáfana que el cristal, sentada sobre una áurea bandeja a lomos de otra serpiente del tamaño de un elefante. Esta, oh Hasib, era la Reina de las Serpientes, no otra que yo. Hasib preguntó entonces: «¿Y cuál fue tu actitud hacia él?», y la reina dijo: «Sabe, oh Hasib, que al ver a Bulukiya le saludé con el salam y él me devolvió el saludo y luego le dije: ¿Quién y qué eres, qué peregrinar es el tuyo, de dónde vienes y a dónde vas?». Bulukiya me respondió: «Soy de los Hijos de Israel; mi nombre es Bulukiya y ando errante por el amor de Mahoma, cuya descripción he leído en las escrituras reveladas y voy en su busca. Pero, ¿quiénes sois tú y esas serpientes que te rodean?», y yo le contesté: «Oh, Bulukiya, soy la Reina de las Serpientes y cuando alcances a encontrarte con Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) transmítele mi saludo». Luego Bulukiya se despidió de mí y prosiguió su camino hasta llegar a la Ciudad Santa, que es Jerusalén.

Había entonces en aquella ciudad un hombre muy versado en todas las ciencias, especialmente en geometría y astronomía y matemáticas, así como en magia blanca[117] y en espiritismo, y había estudiado el Pentateuco y los Salmos y los libros de Abraham. Su nombre era Affan y en algunos de sus libros había descubierto que cualquiera que llevara el anillo de sellar de nuestro señor Salomón, hombres y bestias, jinni y aves y todas las cosas creadas, habían de obedecerle. Asimismo, había descubierto que nuestro señor Salomón fue sepultado en un féretro que había sido trasladado milagrosamente más allá de los Siete Mares hasta el lugar de su sepultura y que nadie, mortal o espíritu, podía arrancar el anillo del dedo de Salomón, y que navegante alguno había podido surcar los Siete Mares sobre los que el féretro había sido trasladado. Asimismo, por la lectura descubrió que había una hierba entre las hierbas de la que si se exprime su jugo y con él se unge los pies se podría caminar sobre la superficie de cualquiera de los mares creados por Alá el Todopoderoso sin mojarse las plantas, pero nadie lograría obtener esa hierba sin tener a su lado a la Reina de las Serpientes. Cuando Bulukiya llegó a la ciudad santa postróse de inmediato a cumplir sus devociones y glorificar al Señor y mientras estaba ocupado en eso llegóse hasta él Affan y le saludó como a Verdadero Creyente. Al ver que leía el Pantateuco y adoraba al Todopoderoso dirigióse a él diciendo: «¿Cómo te llamas, hombre, y de dónde vienes y a dónde vas?», a lo que respondió: «Me llamo Bulukiya, soy de la ciudad de El Cairo y vago errante en busca de Mahoma, ¡a quien Alá bendiga y guarde!». Entonces Affan le dijo: «Ven conmigo que yo te daré alojamiento». «Oír es obedecer», replicó Bulukiya. El devoto le llevó de la mano a su casa, en la que le hizo entrar con todos los honores e inmediatamente le dijo: «Cuéntame tu historia, oh hermano mío, y cómo llegaste a saber de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) como para que tu corazón se sintiera arrebatado por amor a él y te impulsara a ponerte en camino y tratar de hallarle, y por último dime quién te ha guiado en tu ruta». Bulukiya entonces le relató su historia íntegramente, ante la cual Affan, casi perdido el sentido a causa del asombro, le dijo: «Consígueme un encuentro con la Reina de las Serpientes y yo te llevaré junto a Mahoma, pese a que la época de su misión aún queda lejana. Todo lo que hemos de hacer es persuadir a la reina y llevarla en una jaula hasta cierto monte en que crecen muchas hierbas y, mientras la tengamos con nosotros, las hierbas hablarán con habla humana y revelarán sus virtudes por voluntad de Alá el Altísimo. Pues he sabido por mis libros que hay una hierba que aquel que exprima su jugo y se unja los pies con él podrá caminar sobre cualquier mar que Alá Topoderoso haya creado sin mojarse las plantas de los pies. Cuando encontremos la hierba mágica dejaremos a la reina que se vaya y entonces nos ungiremos los pies con el elixir y cruzaremos los Siete Mares para llegar al sepulcro de nuestro señor Salomón. Luego le quitaremos el anillo del dedo y reinaremos igual que reinó él y haremos realidad todos nuestros deseos. Nos adentraremos en el Océano de las Tinieblas[118] y beberemos el Agua de la Vida y así el Todopoderoso nos permitirá quedarnos hasta el Fin de los Tiempos y nos reuniremos con Mahoma, ¡a quién Alá bendiga y guarde!». Al oír estas palabras Bulukiya replicó: «Oh Affan, yo te conseguiré un encuentro con la Reina de las Serpientes y te mostraré de inmediato su morada». Affan construyó entonces una jaula de hierro y provisto de dos cántaros, el uno lleno de vino y el otro de leche, se embarcó junto con Bulukiya y navegaron hasta llegar a la isla, donde bajaron a tierra y echáronse a andar. Affan montó la jaula, colocando en su interior los dos cántaros y dejándola dispuesta con una trampa, tras lo cual Bulukiya y él se ocultaron. Al poco apareció la Reina de las Serpientes (o sea, yo) y se puso a examinar la jaula. Al percibir el aroma de la leche descendió del lomo de la serpiente que la transportaba en la bandeja y metiéndose en la jaula se bebió la leche. Se acercó luego al cántaro de vino y se lo bebió también, de resultas de lo cual quedó su cabeza aturdida y al poco se durmió. Affan, al verlo, corrió y cerró la jaula tras ella, se la puso en la cabeza y se encaminó hacia el barco junto con Bulukiya. Al cabo de un rato despertóse la serpiente y al encontrarse dentro de una jaula sobre la cabeza de un hombre y viendo a Bulukiya caminar junto al porteador le dijo: «Esta es la recompensa de los que no atacan a los hijos de Adán», a lo que Bulukiya replicó: «Oh reina, nada temas de nosotros, pues no te haremos daño alguno. Tan sólo te queremos para que nos ayudes a encontrar la hierba que majada y exprimida destila un elixir que untado en los pies confiere la facultad de caminar sin mojarse las plantas sobre cualquiera de los mares creados por Alá el Todopoderoso, y cuando la encontremos te devolveremos al lugar del cual procedes y te dejaremos que sigas tu camino». Dicho esto, Affan y Bulukiya se internaron en los montes donde crecen las hierbas y, como iban con la reina, todas las plantas, al pasar, les hablaban y declaraban sus virtudes, con la venia de Alá el Altísimo. Según iban en esto y las hierbas les hablaban a derecha e izquierda, he aquí que una planta habló y dijo: «Yo soy la hierba que buscáis y todo el que me cosecha y exprime y unge sus pies con mi jugo andará sobre todos los mares creados por Alá el Todopoderoso y no se mojará las plantas». Al oír esto Affan se bajó la jaula de la cabeza y tras coger una cantidad de hierba que les bastara para ambos, la exprimió y con su jugo llenó dos redomas, que guardaron para usarlo en el futuro, y con lo restante se untaron los pies. Cargaron luego con la jaula de la Reina de las Serpientes y viajaron día y noche hasta llegar a la isla, donde abrieron la jaula y dejaron libre a aquella (o sea, yo). Una vez que me hallé en libertad les pregunté para qué querían aquel elixir y ellos me respondieron: «Tenemos intención de ungirnos los pies y cruzar los Siete Mares hasta el lugar en que está sepultado nuestro Señor Salomón[119] y tomar el anillo de su dedo». Yo les dije: «¡Lejos, muy lejos de vuestro alcance está el llegar a poseer ese anillo!», por lo que ellos me preguntaron: «¿Por qué?», y yo respondí: «Porque Alá el Todopoderoso otorgó a nuestro señor Salomón el presente de ese anillo y le distinguió de ese modo, por lo cual este le habló a Alá en estos términos: ‘Oh, señor, concédeme un reino que nadie pueda alcanzar después de mí, pues en verdad que Tú eres el Otorgador de reinos’[120]. Así, pues, ese anillo es para vosotros». Y añadí: «Más os habría valido haber cogido esa otra hierba que todo el que la coma no morirá hasta el Primer Clarín[121] que no esta que habéis arrancado, pues de esta manera en modo alguno llegareis a ver cumplidos vuestros deseos». Muy apesadumbrados quedaron al oír esto, tras lo cual se fueron. Esto es todo cuanto a ellos se refiere. En cuanto a mí (prosiguió la Reina de las Serpientes), fui en busca de mi hueste y la hallé en un estado lastimoso; las más fuertes entre ellas habíanse debilitado mucho y las más débiles habían perecido. Al verme se alegraron sobremanera y me rodearon mientras me preguntaban: «¿Qué te ha sucedido y dónde has estado?», así que les referí cuanto me había acaecido, tras lo cual congregué a todas mis huestes y regresé con ellas al Monte Kaf, lugar en que suelo pasar el invierno, al igual que paso el verano en este sitio en que me ves, oh Hasib Karim al-Din. Esta es, pues, mi historia y cuanto me ha sucedido. Maravillado quedó Hasib ante lo que había oído y replicó: «De tu magnanimidad imploro que des orden a uno de tus siervos para que me conduzca a la superficie de la tierra, a fin de que pueda reunirme con mi gente», a lo que ella replicó: «Oh Hasib, no debes abandonarnos hasta que llegue el invierno y debes ir con nosotras al Monte Kaf y solazarte con la visión de las montañas, las arenas, los árboles y los pájaros que glorifican al Único Señor, el Victorioso y contemplar los marids, los efrit y los jinni, cuyo número nadie sino Alá el Todopoderoso conoce». Estas palabras tuvieron el efecto de hacer que Hasib se sintiera irritado y mortificado, y al cabo replicó: «Cuéntame de Affan y Bulukiya. Después de que se despidieran de ti y partieran, ¿llegaron a cruzar los Siete Mares y arribaron al lugar donde está sepultado nuestro señor Salomón?; y si así fue, ¿consiguieron apoderarse del anillo?». Y la reina prosiguió el relato de este modo: «Has de saber que después de despedirse sobre las aguas recorrieron los mares, gozando con las maravillas de las profundidades, sin parar hasta que atravesaron los Siete Mares y llegaron a la vista de un monte que elevaba su imponente altura sobre la atmósfera, cuyas piedras eran esmeraldas y cuya arena era almizcle, y todo él era atravesado por un arroyo rumoroso. Regocijáronse al poner los pies en él, diciéndose el uno al otro: «En verdad que aquí tenemos cumplidos nuestros deseos». Cruzaron los pasos de la montaña y prosiguieron su camino hasta divisar en la lejanía una caverna coronada por una gran bóveda, fulgurante de luz. Dirigieron sus pasos hacia ella y en su interior pudieron contemplar un trono de oro incrustado con toda clase de gemas y a su alrededor escabeles cuyo número nadie sabe salvo Alá el Todopoderoso. Y sobre el trono vieron tendido cuán largo era a nuestro señor Salomón, revestido con ropajes de seda verde entretejida en hilos de oro y recamada de joyas y piedras preciosas; tenía la mano derecha cruzada sobre el pecho y en su dedo medio hallábase el anillo, cuyo brillo excedía al de cualquiera de las joyas que allí había. Al momento, Affan se puso a enseñarle a Bulukiya gran cantidad de conjuros y sortilegios y le dijo: «Repite estos conjuros y no dejes de recirtarlos hasta que yo haya cogido el anillo». Se acercó luego al trono pero, cuando estaba junto a él, he aquí que una enorme serpiente surgió de debajo del mismo y le dirigió tan terrible alarido que todo aquel lugar retumbó por entero y de sus fauces brotaron chispas al decir: «¡Fuera de aquí o eres hombre muerto!». Pero Affan arreció en sus conjuros y no se avenía a dejarse asustar de ese modo. Entonces la serpiente le lanzó un bufido tan fiero que apareció como si todo aquel lugar albergara un incendio y le dijo: «¡Ignominia sobre ti! ¡Si no retrocedes te aniquilaré!». Bulukiya, al oír estas palabras, abandonó la cueva, pero Affan, que no se resignaba a esta contrariedad, se abalanzó sobre el profeta, alargó la mano hacia el anillo, lo atenazó y trató de sacarlo del dedo de nuestro señor Salomón; mas he aquí que la serpiente lanzó nuevamente su hálito sobre él y le dejó convertido en un montón de cenizas; en cuanto a Bulukiya, cayó desvanecido. Entonces, el Señor (¡glorificada sea Su Majestad!) ordenó a Gabriel que descendiera a la tierra y pusiera a Bulukiya a salvo antes de que la serpiente le lanzara su hálito. Bajó Gabriel sin tardanza y al ver a Affan reducido a cenizas y a Bulukiya en pleno paroxismo, sacó a este del trance, le saludó e inquirió: «¿Cómo llegaste aquí?». Bulukiya le relató su historia de principio a fin y añadió: «Has de saber que no vine aquí sino por el amor de Mahoma (¡a quien Alá bendiga y guarde!), de quien Affan me informó que será enviado al Fin de los Tiempos, así como que tan sólo se reunirán con él aquellos que pervivan hasta los últimos días bebiendo el Agua de la Vida, por medio del sello de Salomón. Así que le acompañé hasta aquí, donde pasó lo que pasó. Pero ahora que he escapado al fuego es mi deseo que me informes dónde puedo encontrar a Mahoma». Gabriel le dijo: «¡Serénate, oh Bulukiya, pues el tiempo de la venida de Mahoma está aún muy lejano!». Ascendió luego al cielo y Bulukiya quedó sumido en llanto y arrepentido de cuanto había hecho, rememorando las palabras que yo le había dicho: «No está en la mano del hombre apoderarse de ese anillo». Bajó luego de la montaña y regresó presa de gran confusión a la orilla del mar y pasó allí la noche, maravillado de las montañas, los mares y las islas que había en torno suyo. Cuando se alzó la mañana se ungió los pies con el elixir de la hierba, se introdujo en el agua y viajó sobre la superficie de los mares días y noches, atónito ante los terrores del océano y los prodigios y maravillas de las profundidades, hasta que llegó a una isla como quien arriba al Jardín del Edén. Pisó tierra y hallóse en una isla extensa y placentera; al recorrerla, vio lleno de asombro que la arena era azafrán y la grava era cornalina y metales preciosos; los setos eran jazmineros y la vegetación estaba formada por los árboles más hermosos y los arbustos aromáticos más admirables; sus matorrales eran áloes de Comorin y Sumatra y los cañaverales eran de cañas de azúcar. Por todas partes había rosas, narcisos, amarantos, alhelíes, manzanilla y lirios blancos y violetas y otras flores de toda clase y colorido. En verdad que aquella isla era un lugar delicioso por demás, vasta en extensión y abundosa en dones, todo un compendio de belleza material y espiritual. Las aves gorjeaban en la espesura con tonos mucho más melodiosos que un canto del Korán y sus notas habrían consolado a un amante afligido por los anhelos. Allí la gacela retozaba despreocupada y feliz y los bóvidos vagaban libremente por la llanura. Los árboles eran de la más encumbrada talla; los arroyos fluían espléndidos; de los manantiales brotaban aguas frescas y claras y todo en derredor era una delicia para la vista y para el espíritu.

Quedó Bulukiya maravillado ante todos estos encantos de la isla, pero advirtió que se había extraviado de la ruta que anteriormente siguiera con Affan. Anduvo errante por todo el lugar y solazóse con todo cuanto se ofrecía ante su vista hasta que llegó la noche, momento en que trepó a un árbol para dormir. Llevaba apenas un momento sentado, considerando las bellezas del lugar, cuando he aquí que el mar sufrió una conmoción y emergió a la superficie una gran bestia que emitió tan horrísono alarido que todo cuanto había sobre la isla retumbó. Mientras Bulukiya la contemplaba desde el árbol, admirado de su enorme tamaño, la bestia fue seguida inmediata y súbitamente por una multitud de bestias marinas que eran su fiel réplica, cada una de ellas con una joya que refulgía como una luminaria sobre la garra delantera, con lo cual había en la isla una luz como la del día a causa del resplandor de las gemas. Al cabo de un rato surgieron del interior de la isla animales salvajes terrestres en número tal que nadie salvo Alá el Altísimo puede saber. Entre ellos, distinguió Bulukiya leones, panteras, linces y otras fieras, y todas estas bestias de la tierra convergieron hacia la orilla del mar, reuniéndose con las bestias marinas y conversaron entre ellas hasta que asomó el día y se separaron y cada uno se fue por su lado. Aterrado estaba Bulukiya por todo lo que había visto; descendió del árbol y encaminándose a la ribera se ungió los pies con el jugo de la hierba y una vez más partió sobre la superficie de las aguas. Durante días y noches caminó por el Segundo Mar, hasta llegar a un contrafuerte montañoso que se extendía a lo largo de una interminable hendidura, cuyas piedras eran de hierro magnético y donde había animales tales como leones, liebres y panteras. Adentróse en tierra justo al pie de un monte y vagó de una parte a otra hasta el anochecer, en que se dejó caer junto a la orilla del mar al abrigo de unos montículos para comer algo del pescado seco que el mar habría arrojado sobre la arena. Al poco, una vez terminado su yantar, he aquí que una enorme pantera se arrastró pronta a atacarle y devorarle, en vista de lo cual se apresuró a untarse los pies con el mágico elixir y corriendo hacia el agua se internó a toda prisa en el Tercer Mar, en plenas tinieblas, pues la noche estaba negra y el viento soplaba proceloso. No se detuvo en su carrera hasta llegar a otra isla, en cuya tierra se adentró y donde encontró árboles que tenían frutos jugosos y secos[122]. Cogió algunos de esos frutos y los comió y cantó las alabanzas de Alá el Todopoderoso, hecho lo cual dio un placentero paseo por la isla hasta la caída de la tarde, momento en que se tumbó a dormir. Apenas rompió el día comenzó a explorar el lugar y no cejó en este quehacer durante diez días, tras lo cual regresó a la ribera, se ungió los pies y se internó en el Cuarto Mar. Durante muchas noches y muchos días caminó sobre él, hasta llegar a una tercera isla, de arenas blancas, sin rastro de árboles ni matojos. La recorrió brevemente, pero tras llegar a la conclusión de que los únicos habitantes eran unos halcones que tenían sus nidos en la arena se embadurnó los pies nuevamente y se echó a andar por el Quinto Mar, caminando día y noche hasta llegar a una pequeña isla cuyas montañas y terrenos eran como de cristal. Veíanse allí esas vetas de las que se extrae el oro y había también unos árboles portentosos como no había visto iguales en todo su errar pues sus flores tenían el color del oro. Internóse en la isla y estuvo caminando por puro placer hasta que llegó la noche y las flores empezaron a brillar como estrellas en medio de la oscuridad. Quedóse maravillado al contemplar aquello y dijo: «Sin duda las flores de esta isla son de esas que se marchitan bajo los efectos del sol y caen a tierra, donde el viento las comprime y se acumulan bajo las rocas, originando así el elixir[123] que la gente recoge para hacer oro». Durmió en aquel lugar toda la noche y al salir el sol se ungió otra vez los pies y desde aquella ribera viajó por el Sexto Mar noches y días, hasta llegar a una quinta isla. Al internarse en ella halló, tras caminar una hora aproximadamente, dos montañas cubiertas de numerosos árboles cuyos frutos eran como cabezas de hombres colgadas por los cabellos y otros frutos eran como pájaros verdes colgados por las patas; había también una tercera especie cuyos frutos eran como áloes; si una sola gota de su jugo caía sobre un hombre, este ardía como una hoguera; y había otros árboles cuyos frutos lloraban y reían, además de otros muchos prodigios que pudo contemplar allí. Después regresó a la orilla del mar y como hallara un árbol de gran talla se quedó sentado bajo sus ramas hasta la hora de la cena y luego se encaramó al follaje para dormir. Hallábase meditando acerca de las maravillosa obra de Alá cuando he aquí que las aguas se agitaron y de entre ellas emergieron las hijas del mar y cada sirena llevaba en la mano una joya refulgente como la mañana. Salieron a tierra, congregándose bajo los árboles y se sentaron y danzaron, jugaron y se divirtieron en tanto Bulukiya holgábase en contemplarlas y se maravillaba de sus cabriolas, que se prolongaron hasta la mañana, momento en que retornaron al mar y desaparecieron. Descendió entonces del árbol Bulukiya y tras untarse los pies partió sobre la superficie del Séptimo Mar, por el que viajó dos meses enteros sin tener el menor atisbo de tierra, isla, continente, bajío o ribera algunas, hasta llegar al límite de sus fuerzas, por lo que llegó a padecer un hambre extrema, viéndose obligado a atrapar peces del mar y comérselos crudos, empujado por la hambruna. Siguió así hasta que un día, al principiar la tarde, arribó a la sexta isla, en la que crecían los árboles y discurrían los arroyos; se puso a recorrerla mirando a derecha e izquierda hasta que llegó junto a un manzano y alargó la mano para tomar uno de los frutos; en ese mismo instante una voz le gritó desde el árbol diciéndole: «Si te arrimas a este árbol y cortas algún fruto de él yo te cortaré a ti en dos pedazos». Buscando con la mirada alcanzó a ver a un gigante de cuarenta codos de alto; quedó aterrado ante tal visión y retiróse un tanto de aquel árbol. Luego le dijo al gigante: «¿Por qué me prohíbes comer de este árbol?», a lo que el gigante replicó: «Porque tú eres un hijo de Adán y tu padre Adán olvidó su alianza con Alá y pecó contra El al comer del árbol». Bulukiya le dijo: «¿Qué cosa eres tú y a quien pertenece esta isla con sus árboles y cómo te llamas?». El gigante dijo: «Me llamo Sharahiya y árboles e isla pertenecen al rey Sakhr[124]; yo soy uno de sus guardias y tengo a mi cargo sus dominios», añadiendo a continuación: «¿Pero quién eres tú y de dónde vienes?». Bulukiya le contó su historia de principio a fin y Sharahiya le dijo: «¡ten buen ánimo!», y luego le dio de comer. Bulukiya comió hasta que no pudo más y despidiéndose del gigante reemprendió su camino y no cesó de caminar por montañas y arenosos desiertos durante diez días, al cabo de los cuales vio en la lejanía una nube de polvo suspendida en el aire como un dosel y encaminándose hacia ella alcanzó a escuchar un gran clamor, gritos y sollozos y estrépito de contienda. Pronto llegó a un wady tan vasto que habrían sido precisos dos meses para atravesarlo, y al mirar hacia el lugar de donde procedía el griterío vio una multitud de jinetes enzarzados en fiera batalla y la sangre que corría en riada como si fuera un torrente. El vocerío de los combatientes era como una tempestad y todos iban armados con lanzas, espadas y mazas de hierro, con arcos y flechas, y todos combatían con encarnizada furia. Sintió un gran pavor al contemplar aquello, a la par que una cierta confusión acerca de la actitud más conveniente a adoptar; hallábase aún sumido en esa duda cuando he aquí que los combatientes advirtieron su presencia, se separaron y dejaron de combatir. Luego, algunos de los integrantes de aquella tropa llegáronse hasta él, admirados de que se encontrará allí, y uno de los jinetes le dijo: «¿Quién eres y de dónde vienes, y a dónde te diriges y quién te ha enseñado el camino por el que has llegado a nuestro país?». Y Bulukiya contestó: «Soy de los hijos de Adán y partí de mi casa enajenado por el amor de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!), pero he extraviado el camino», y el jinete replicó: «Nunca hasta ahora habíamos visto a un hijo de Adán ni había llegado ninguno a esta tierra». Y estaban todos maravillados de Bulukiya y de lo que decía. «Pero, ¿qué sois vosotros, oh criaturas?», preguntó este; y el jinete le respondió: «Somos de los jann», a lo que aquél replicó: «Oh caballero, ¿cuál es la causa de que luchéis entre vosotros y dónde moráis, y cómo se llaman este valle y este país?». El jinete contestó: «Nuestra morada es el País Blanco y todos los años Alá el Todopoderoso nos ordena que vengamos aquí y hagamos la guerra a los jann incrédulos e infieles». Bulukiya inquirió: «¿Dónde está el País Blanco?», y el jinete respondió: «Se encuentra allende el Monte Kaf y se precisan setenta y cinco años de viaje para llegar desde este lugar, al que llaman la Tierra de Shadad, hijo de Ad; estamos aquí para hacer la Guerra Santa, y no tenemos otra ocupación, cuando no estamos combatiendo, que glorificar y santificar a Dios. Tenemos también un jefe, el gran rey Sakhr, y debes acompañarnos ante su presencia, a fin de que pueda gozar del placer de contemplarte». Iniciaron, pues, la marcha (y Bulukiya con ellos) hacia el lugar en que moraban, donde Bulukiya pudo ver una multitud de espléndidas tiendas de seda verde, en número tal que nadie salvo Alá puede saber, y en medio de todas ellas había un pabellón de satén rojo, de varios miles de codos de perímetro, con cordones de seda azul y clavijas de oro y plata. Pasmado quedó Bulukiya al verlo; siguió al paso de sus acompañantes hasta llegar a él y resultó ser el pabellón real. Introdujéronle a presencia del rey Sakhr, a quien Bulukiya halló sentado sobre un magnífico trono de oro rojo adornado con perlas y engastado de gemas; los reyes y príncipes de los jann estaban a su derecha, y a su izquierda estaban sus cancilleres, emires y dignatarios y muchos otros. Al verle, el rey ordenó que le fuera presentado, como así hicieron, y Bulukiya acercóse a él y le saludó, después de besar el suelo ante él. El rey le devolvió el saludo y le dijo: «Acércate a mí, oh mortal», y Bulukiya aproximóse a él. Luego, el rey, tras dar la orden de que le colocaran un sitial a su lado, le mandó sentar y le preguntó: «¿Quién eres?», a lo que Bulukiya respondió: «Soy un hombre, uno de los hijos de Israel». «Cuéntame tu historia», exclamó entonces el rey Sakhr, «y ponme en antecedentes acerca de cuanto te ha sucedido y de cómo has venido a parar a mi país». Así, pues, Bulukiya le hizo un relato de cuanto le había ocurrido en sus correrías, quedando el rey maravillado de lo que oía. Ordenó luego el rey a sus criados que sirvieran comida y desplegaron estos las mesas y sobre ellas pusieron mil quinientas fuentes de oro rojo, de plata y de cobre, algunas de las cuales contenían veinte camellos estofados y otras cincuenta y aun otras contenían cincuenta cabezas de carneros, a la vista de lo cual quedó Bulukiya sobremanera pasmado. Luego comieron todos, y Bulukiya con ellos, hasta quedar ahítos, y volvió a dar gracias a Dios Todopoderoso, tras lo cual despejaron las mesas y sirvieron las frutas, de las que comieron todos, glorificando el Nombre de Alá e invocando Su bendición para Su profeta Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!). Admirado estaba Bulukiya al oírles hacer mención de Mahoma y dirigió estas palabras al rey Sakhr: «Siento vivos deseos de hacerte tres preguntas», a lo que el rey replicó: «Pregunta lo que quieras», y Bulukiya prosiguió: «Oh rey, ¿quién eres, cuál es tu origen y cómo has llegado a saber de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) para acercarte a él y amarle?». El rey Sakhr le respondió: «Oh Bulukiya, en verdad que Alá creó el fuego en siete estratos, cada uno encima del otro y distante del más próximo un viaje de mil años. Al primero le llamó Jahannam[125] y lo destinó a castigo de los que ofendieren a los verdaderos creyentes; al segundo lo llamó Lazá y lo destinó a los incrédulos; el nombre del tercero es Jahím y lo destinó a Gog y Magog[126]; el cuarto se llama Sa’ír y está destinado a la hueste de Iblis; el quinto se llama Sakar y fue dispuesto para aquellos que descuidan la oración; el sexto se llama Hatamah y está destinado a los judíos y los cristianos; el séptimo se llama Háwiyah y fue dispuesto para los hipócritas. Tales son los siete estratos». Bulukiya dijo: «Según eso, el Jamannam es el que entraña un menor tormento, puesto que es el de más arriba». «Sí», dijo el rey Sakhr, «el más soportable de todos es el Jamannam; sin embargo, hay en él mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada ciudad setenta mil fortalezas de fuego, en cada fortaleza setenta mil casas de fuego, en cada casa setenta mil lechos de fuego y en cada lecho setenta mil clases de tormentos. En cuanto a los otros infiernos, nadie salvo Alá el Altísimo sabe el número de las clases de tormentos que en ellos hay». Al oír esto cayó Bulukiya presa de un desmayo y al volver en sí rompió a llorar y dijo: «Oh rey, ¿qué será de mí?», y el rey Sakhr dijo: «No temas; has de saber que aquellos que aman a Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) no arderán en el fuego, pues han sido liberados por causa de él, y el fuego se alejará de aquellos que pertenecen a su Fé. En cuanto a nosotros, el Todopoderoso Creador nos hizo del fuego, pues lo primero que hizo en el Jahannam fue a dos de los de su hueste, a los que llamó Khalit y Malit. Khalit fue creado con forma de león, con un rabo como de tortuga y tan largo como un viaje de veinte años, terminado en un miembro masculino, en tanto que Malit era como un lobo entrepelado cuyo rabo estaba provisto de un órgano femenino. Luego, el Todopoderoso ordenó a los rabos que se aparejasen y copulasen y procrearan, y de ellos nacieron serpientes y escorpiones, cuya morada es el fuego, para que Alá atormente con ellos a los que allí arroje; y crecieron y se multiplicaron. Después, Alá ordenó a los rabos de Khalit y Malit que se aparejasen y copulasen una segunda vez y el rabo de Malit concibió del rabo de Khalit y parió catorce hijos, siete varones y siete hembras, que crecieron y se casaron unos con otros. Fueron todos obedientes a su Señor, excepto uno que le desobedeció y fue convertido en un gusano, que es Iblis (¡la maldición de Alá caiga sobre él!). Iblis era un querubín, pues había servido a Alá hasta que fue elevado a los cielos y querido[127] con especial solicitud por el Misericordioso. Sin embargo, cuando el Señor creó a Adán (¡la paz sea con él!) ordenó a Iblis que se prosternara ante él pero este rehusó, así que Alá le expulso del cielo y le maldijo[128]. Este Iblis tuvo progenie, y su linaje son los demonios; en cuanto a los otros seis varones, sus hermanos mayores, son los ancestros de los jann verdaderos creyentes y nosotros somos sus descendientes. Esta es, oh Bulukiya, nuestra procedencia»[129]. Quedó Bulukiya maravillado ante las palabras del rey y dijo: «Oh rey, te suplico que des orden a uno de tus guardias para que me lleve de vuelta a mi país natal». «Nada podemos hacer», respondió Sakhr, «sino por mandato de Alá el Todopoderoso. Sin embargo, si deseas dejarnos y regresar a tu casa, te haré montar en una de mis yeguas y haré que te lleve hasta el más remoto confín de mis dominios, donde encontrarás las huestes de otro rey, el sublime Barakhiya, que, al verla, reconocerá a la yegua, te desmontará de ella y nos la enviará de vuelta. Esto es cuanto puede hacer por ti, nada más». Al oír Bulukiya estas palabras rompió a llorar y dijo: «Hazlo como desees». El rey Sakhr, pues, hizo llevar a la yegua y montando sobre ella a Bulukiya le dijo: «Guárdate de desmontar de la yegua o de darle golpes o de gritarle a la cara, pues en tal caso te procurará la muerte; por el contrario, estáte tranquilo sobre su lomo hasta que ella se detenga; desmonta entonces y sigue tu camino», y Bulukiya dijo: «Oigo y obedezco», y a continuación montó en la yegua, que emprendió la marcha. Cabalgó un buen rato entre las hileras de tiendas hasta llegar a las cocinas reales, donde contempló los grandes calderos, en cada uno de los cuales había cincuenta camellos, colgados sobre hogueras que ardían vivamente bajo ellos. Detúvose allí y los contempló con creciente estupor, hasta que el rey Sakhr, pensando que pudiera pasar hambre, dio orden de que le llevaran dos camellos cocidos y los ataran en la grupa de la yegua, cosa que hicieron. Luego Bulukiya se despidió de todos y prosiguió la marcha hasta llegar a los confines de los dominios del rey Sakhr, donde la yegua se paró y Bulukiya desmontó y empezó a sacudirse el polvo del viaje cuando he aquí que una partida de hombres se acercó a él y, al reconocer a la yegua, la llevaron junto con Bulukiya ante su rey, Barakhiya. Pronunció Bulukiya su saludo y el rey se lo devolvió y le hizo sentar junto a sí en el interior de un espléndido pabellón, en medio de sus tropas, campeones y principales de los jann vasallos suyos, alineados a derecha e izquierda, tras lo cual ordenó que sirvieran la comida y todos comieron hasta saciarse y dijeron la Alhamdolillah. Presentáronles luego las frutas y, una vez que hubieron comido algunas, el rey Barakhiya preguntó a su invitado: «¿Cuándo te despediste del rey Sakhr?», y Bulukiya respondió: «Hace dos días», y Barakhiya replicó: «¿Sabes cuánto tiempo de viaje has hecho en estos dos días?». «No», dijo aquel, y el rey prosiguió: «Has hecho un viaje de setenta meses; además, cuando montaste en la yegua, se asustó de ti, sabiendo que eras un hijo de Adán; por eso le ataron a la grupa esos dos camellos, a modo de lastre para afirmarla». Al oír esto quedó Bulukiya maravillado y dio gracias a Alá Todopoderoso por hallarse a salvo. Concluyó el rey: «Cuéntame tus aventuras y qué te trajo a nuestros dominios». Así que Bulukiya le contó su historia de principio a fin y quedó el rey maravillado al oír sus palabras y retuvo junto a sí a Bulukiya por dos meses. En cuanto a Hasib Karim al-Din, tras quedar maravillado con la historia que le contara la Reina de las Serpientes, dirigióle a esta su ruego: «Imploro de tu gracia y tu bondad que comisiones a uno de tus súbditos para que me conduzca hasta la superficie de la tierra y pueda regresar junto a mi familia», pero ella respondió: «Oh Hasib, sé que lo primero que harás una vez que vuelvas a ver la faz de la tierra será saludar a tu familia y luego irás al hamman a bañarte y el momento en que termines tus abluciones será el de mi fin, pues eso será la causa de mi muerte», a lo que Hasib replicó: «Te prometo que no volveré a entrar en el hamman mientras viva; cuando venga obligado a lavarme, lo haré en mi casa». Y la reina habló de este modo: «No confiaría en ti aún cuando me hicieras cien juramentos, ya que no podrás abstenerte del baño, y sé que eres un hijo de Adán, para quien no hay juramento sagrado. Tu padre Adán hizo un pacto con Alá el Altísimo, que amasó a lo largo de cuarenta mañanas la arcilla con que le modeló e hizo que sus ángeles se postraran ante él, pese a lo cual olvidó su promesa y violó su juramento, desobedeciendo el mandato de su Señor». Enmudeció Hasib al escuchar tales palabras y rompió en amargo llanto y no cesó de llorar por espacio de diez días, al cabo de los cuales habló así a la reina: «Te ruego me informes acerca del fin de las aventuras de Bulukiya», ante lo cual la reina retomó su narración del siguiente modo:

Sabe, oh Hasib, que Bulukiya, después de permanecer dos meses con el rey Barakhiya, despidióse de él y prosiguió su camino a través de páramos y durante gran cantidad de días con sus noches, hasta llegar a una elevada montaña, a la que ascendió. Ya en la cima, vio a un espléndido ángel que estaba prosternado glorificando los nombres de Alá e invocando bendiciones sobre Mahoma. Ante él había una tablilla de barro recubierta con caracteres, unos blancos y otros negros[130], sobre la que tenía fija su mirada, y tenía las dos alas desplegadas en toda su envergadura, la una hacia el horizonte occidental y la otra hacia el oriental. Bulukiya se acercó y saludó al ángel, que le devolvió el salam y añadió: «¿Quién eres y de dónde vienes, y a dónde te diriges y cuál es tu historia?». Por consiguiente, Bulukiya le repitió su historia de principio a fin, quedando el ángel sobremanera maravillado, y Bulukiya concluyó: «A cambio, te ruego que me des a conocer el significado de esta tablilla y lo que en ella está escrito y cuál es tu ocupación y cómo te llamas». El ángel contestó: «Me llamo Miguel y soy el encargado de las mutaciones del día y la noche, y esa es mi ocupación hasta el día del Juicio Final». Asombrado quedó Bulukiya ante la enormidad de su estatura, su aspecto y sus palabras, y despidiéndose de él prosiguió su camino, día y noche, hasta llegar a una vasta pradera que estaba cruzada por siete arroyos y era abundosa en árboles. Quedó impresionado por su belleza y observó que en uno de sus recodos había un gran árbol debajo del cual estaban cuatro ángeles. Acercóse, pues, a ellos y vio que el primero tenía la apariencia de un hombre, el segundo la apariencia de una bestia salvaje, el tercero la apariencia de un pájaro y el cuarto la apariencia de un toro, todos ocupados en glorificar a Alá Todopoderoso diciendo: «¡Oh Dios mío y Dueño mío y Señor mío, Te imploro, por Tu verdad y por el rango de Tu profeta Mahoma (¡las bendiciones y la paz sean con él!) que dispenses Tu misericordia y otorgues Tu perdón a todas las cosas creadas con mi apariencia, pues eres Todopoderoso sobre todas las cosas!». Maravillado quedó Bulukiya al oír aquello, pero continuó su viaje hasta llegar a otra montaña y, tras ascender a ella, halló en la cima a un ángel majestuoso que, prosternado, santificaba y glorificaba a Dios e invocaba bendiciones sobre Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) y vio que el ángel continuamente abría y cerraba las manos y extendía y recogía los dedos. Acercóse a él y le saludó y el ángel le devolvió el saludo y le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí. Bulukiya le contó sus aventuras, incluyendo el haber extraviado el camino, y a su vez le rogó que le dijera quién era él, cuál era su ocupación y qué monte era aquél. El ángel habló así: «Sabe, oh Bulukiya, que este es el Monte Kaf, que circunda al mundo entero, y todos los países que ha hecho el Creador están en mi poder. Cuando el Todopoderoso decide visitar un país con terremotos, hambres, abundancias, masacres o prosperidad, me ordena ejecutar sus mandatos y yo los ejecuto sin moverme de mi sitio, pues has de saber que mis manos se asientan entre las raíces de la tierra». Entonces Bulukiya preguntó: «¿Y ha creado Alá otros mundos distintos a este que se halla dentro del Monte Kaf?». El ángel respondió: «Sí, ha creado un mundo blanco como la plata, cuya enorme extensión nadie conoce salvo El, y lo ha poblado con ángeles, cuya comida y cuya bebida son alabarle y santificarle e invocar continuas bendiciones sobre Su profeta Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!). Todos los jueves por la noche[131] vienen a esta montaña y adoran a Alá en congregación hasta la mañana, y aplican la futura recompensa de sus alabanzas y letanías a los pecadores de la fe de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) y a todos los que hacen la ablución ghusl, y este es su cometido hasta el día de la Resurrección». Bulukiya volvió a preguntar: «¿Y Alá ha creado otros montes allende el Monte Kaf?», a lo que el ángel respondió: «Sí, allende este monte, a quinientos años de viaje, hay una cordillera de montañas de nieve y hielo, que es lo que mantiene alejado del mundo el calor del Jahanam, que de otro modo lo consumiría de inmediato. Asimismo, allende el Monte Kaf hay cuarenta mundos, cada uno del tamaño de este multiplicado por cuarenta, unos de oro, otros de plata y otros más de cornelina. Cada uno de estos mundos tiene su propio color y Alá los ha poblado de ángeles, que no saben de Eva ni de Adán ni del día ni de la noche y no tienen otra ocupación que cantar Sus alabanzas y santificarle y hacer profesión de Su Unidad y proclamar Su Omnipotencia y suplicarle por los seguidores de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!). Y sabe también, oh Bulukiya, que las tierras fueron creadas en siete estratos, una sobre otra, y que Alá ha creado a uno de sus ángeles, cuya estatura y atributos nadie sino Alá conoce, que soporta los siete estratos sobre sus hombros. Debajo de este ángel creó Alá una gran roca y debajo de la roca un toro, y debajo del toro un enorme pez, y debajo del enorme pez un inmenso océano[132]. En cierta ocasión Dios le habló a Isa (¡la paz sea con él!) de este pez e Isa dijo: ‘Oh Señor, muéstrame ese pez para que pueda contemplarlo’. Así que el Todopoderoso ordenó a un ángel que tomara a Isa y le mostrara el pez. El ángel tomó a Isa y le llevó al mar donde el pez tiene su morada y le dijo: ‘Contempla, oh Isa, el pez’. Miró Isa pero nada veía al principio, cuando de repente el pez salió disparado como un rayo. La visión hizo que Isa cayera desvanecido y cuando volvió en sí Alá le habló a modo de inspiración diciéndole: ‘Oh Isa, ¿has visto el pez y te has enterado de cuál es su longitud y cuál su anchura?’, a lo que Isa respondió: ‘Por tu honor y tu gloria, oh Señor, no he visto pez alguno; pero junto a mí ha pasado un toro que medía el largo de tres días de viaje y no sé qué clase de toro es ese’. Y Alá replicó: ‘Oh Isa, lo que has visto y que tenía el largo de tres días de viaje y pasó junto a tí no era sino la cabeza del pez[133], y sabe que todos los días creo cuarenta peces como ese’. Y al oír esto quedó Isa maravillado del poder de Alá el Todopoderoso». Bulukiya tornó a preguntar: «¿Qué ha hecho Alá bajo ese mar que contiene al pez?», y el ángel respondió: «Bajo el mar creó el Señor un vasto abismo de aire, bajo el aire fuego y bajo el fuego una enorme serpiente llamada Falak: y si no fuera por temor al Altísimo, esta serpiente, con toda seguridad, se tragaría todo lo que tiene encima: aire, fuego y el ángel con su carga, sin sentirlo. Cuando Alá creo a esta serpiente le dijo a modo de inspiración: ‘Voy a darte algo para que me lo guardes, así que abre la boca’. La serpiente respondió: ‘Haz cuanto desees’, y abrió la boca y Dios colocó el infierno en su buche diciendo: ‘Guárdalo hasta el Día de la Resurrección’. Cuando llegue ese momento el Todopoderoso enviará a sus ángeles con cadenas para que se lleven el infierno y lo tengan amarrado hasta el día en que se congreguen todos los hombres. Ese día el Señor ordenará al infierno que abra sus puertas y brotarán de él llamaradas más altas que montañas». Bulukiya, al escuchar tales designios, rompió a llorar con amargo llanto y despidiéndose del ángel prosiguió su marcha hacia occidente, hasta llegar a la vista de dos criaturas que estaban apostadas ante una gran puerta cerrada. Al aproximarse pudo ver que uno de los guardianes tenía figura de león y el otro de toro. A ambos saludó Bulukiya y ellos le devolvieron el salam y le preguntaron quién y de dónde era y a dónde se dirigía, a lo que Bulukiya respondió: «Soy de los hijos de Adán y voy errabundo por el amor de Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!) y he extraviado el camino». Luego les preguntó quiénes eran y qué puerta era aquella ante la que estaban apostados, y ellos contestaron: «Somos los guardianes de esta puerta que ves y no tenemos otra ocupación que alabar y santificar a Alá e invocar bendiciones sobre Mahoma (¡a quién Alá bendiga y guarde!)». Admirado quedó Bulukiya, que tornó a inquirir: «¿Qué hay al otro lado de la puerta?», y ellos le respondieron: «No lo sabemos». Entonces Bulukiya habló de este modo: «Yo os conjuro, por la certeza de nuestro glorioso Señor; abridme la puerta para que pueda ver qué hay al otro lado», pero ellos le replicaron: «No podemos, y de todo lo creado nada puede abrir esta puerta excepto Gabriel, el Leal, con quien la paz sea siempre». Entonces Bulukiya elevó su voz en súplica a Alá diciendo: «Oh Señor, envíame a tu mensajero Gabriel, el Leal, para que me abra esta puerta y pueda yo contemplar lo que hay al otro lado». Y el Todopoderoso prestó oídos a su ruego y ordenó al arcángel que descendiese a la tierra y le abriera la puerta de la Reunión de los Dos Mares. Gabriel descendió y tras saludar a Bulukiya le abrió la puerta diciendo: «Franquea esta puerta, pues Alá me ordenó que te la abriera». Así lo hizo Bulukiya y Gabriel cerró la puerta detrás de él y voló de regreso al cielo. Cuando Bulukiya se encontró al otro lado pudo contemplar un vasto océano, mitad salado y mitad dulce, en todo su derredor circundado por hileras de montañas de un rojo rubí, sobre las que vio a los ángeles entonando alabanzas al Señor y glorificándole. Ascendió Bulukiya hasta ellos y les dirigió su saludo, que ellos le devolvieron, y luego les preguntó por aquel mar y aquellas montañas. Los ángeles le respondieron de este modo: «Este lugar se halla situado bajo el Arsh o paraíso empíreo y este océano origina los flujos y reflujos de todos los mares del mundo, y nosotros tenemos encomendado el distribuirlos y encauzarlos a las diversas partes de la tierra, lo salado a lo salado y lo dulce a lo dulce[134], y esa es nuestra ocupación hasta el Día del Juicio. En cuanto a las hileras de montañas, sirven para poner límites y contener a las aguas. Pero tú, ¿de dónde vienes y a dónde te diriges?». Refirióles Bulukiya su historia y les preguntó acerca del camino a seguir. Aconsejáronle ellos que atravesara la superficie del océano que tenía ante sí, por lo que Bulukiya se ungió los pies con el elixir de la hierba que aún le quedaba y tras despedirse de los ángeles se puso en marcha sobre la faz de los mares y corrió sobre las aguas días y noches seguidos.

He aquí que en medio de su caminar encontró a un hermoso joven que viajaba en su misma dirección y al que saludó, recibiendo a cambio el saludo del otro. Tras reemprender la marcha observó que cuatro ángeles de elevada talla marchaban también sobre la superficie de las aguas y su movimiento era como un relámpago cegador; detúvose, pues, en su trayectoria y cuando llegaron a su altura les saludó diciendo: «Os requiero, en nombre del Todopoderoso, el Glorioso, a que me digáis vuestros nombres y a dónde os dirigís». El primer ángel replicó: «Mi nombre es Gabriel, y mis compañeros se llaman Israfíl, Mikaíl y Azraíl. En oriente ha aparecido un poderosísimo dragón que ha devastado mil ciudades y devorado a sus habitantes, en vista de lo cual Alá Todopoderoso nos ha ordenado que vayamos a por él, le capturemos y le arrojemos al Jahannam». Maravillado quedó Bulukiya ante la enorme estatura de los ángeles y prosiguió su camino, al igual que antes, días y noches, hasta poner pie en una nueva isla. Llevaba un rato recorriéndola cuando alcanzó a ver a un apuesto joven de resplandeciente rostro que lloraba y se lamentaba sentado entre dos estrechos túmulos sepulcrales. Bulukiya le saludó y el otro le devolvió el saludo y el primero preguntó: «¿Quién eres y qué sepulcros son esos que hay ahí erigidos y cuál es tu congoja?». El joven miró a Bulukiya y lloró tan desconsoladamente que empapó sus vestiduras y luego dijo: «Has de saber, oh hermano, que mi historia es asombrosa y extraordinaria. Pero me gustaría que te sentaras a mi lado y primero me dijeras tu nombre y aventuras y quién eres y qué te trae aquí; luego yo te narraré, a mi vez, mi historia». Sentóse, pues, Bulukiya junto al otro y le relató cuanto le había ocurrido desde la muerte de su padre[135] y añadió: «Esta es toda mi historia, y sólo Alá sabe lo que ha de sucederme a partir de ahora». Cuando el joven hubo oído la historia exhaló un suspiro y dijo: «¡Oh tú, desdichado! ¡Qué pocas cosas has visto en tu vida comparado conmigo! Has de saber, Bulukiya, que, a diferencia de ti, yo he visto a nuestro señor Salomón en vida suya y he visto cosas sin cuento. En verdad que mi historia es insólita y mi caso bien singular, y me gustaría que te quedaras conmigo para contarte mi historia y hacerte saber cómo he llegado a estar sentado en este lugar».

Habiendo oído hasta este punto, Hasib interrumpió otra vez a la Reina de las Serpientes y le dijo: «Oh reina, que Alá sea contigo, dame tu venia para partir y ordena a uno de tus siervos que me conduzca hasta la superficie de la tierra y te juro que nunca en toda mi vida entraré en el hammam». Pero ella le dijo: «Eso es algo imposible y no daré crédito a juramento alguno». Al oír esto Hasib estalló en llanto y todas las serpientes lloraron por su causa e intercedieron por él ante su reina diciendo: «Te lo suplicamos, ordena que una de nosotras le conduzca hasta la superficie de la tierra y él te jurará no entrar en toda su vida al baño». Al escuchar Yamlaykha (pues tal era el nombre de la reina) la apelación de las serpientes, volvióse hacia Hasib y le hizo pronunciar un solemne juramento, tras lo cual dio orden a una de las serpientes de que le condujera a la superficie de la tierra.