Prodigioso en verdad fue el hecho que me aconteció en mi juventud. Vivía por entonces en Damasco de Siria, donde estudiaba mi arte, cuando, cierto día, hallándome en casa, llegóse ante mí un mameluco de la casa del sahib y me dijo: «¡Ven a hablar con mi señor!». Le seguí, pues, a la casa del virrey y al entrar en el gran salón, en uno de sus extremos vi un lecho de cedro recubierto de oro sobre el que yacía un joven enfermo, bello por demás, de una belleza imposible de hallar quien la sobrepujara. Me senté a su cabecera y rogué a los cielos por su restablecimiento; hízome el joven una señal con los ojos y yo le dije: «¡Oh mi señor, hónrame con tu mano y que la salud sea contigo!»[79]. Me alargó él entonces su mano izquierda, lo cual me sorprendió, y me dije: «Por Alá, que es bien extraño que un apuesto mozo como este, vástago de una ilustre casa, hasta tal punto carezca de buenos modales. ¡No será sino orgullo y engreimiento!». No obstante, le tomé el pulso y le prescribí un medicamento y seguí visitándole durante diez días, al cabo de los cuales encontróse restablecido y fue a bañarse al hammam[80], a resultas de lo cual el virrey me obsequió con una hermosa túnica de gala y me nombró superintendente del hospital que hay en Damasco[81], Acompañé al joven a los baños, que habían sido reservados en su totalidad para su uso exclusivo; entraron los criados con él y le despojaron de sus vestiduras dentro del baño y al quedarse desnudo pude ver que la mano derecha le había sido amputada recientemente y que esa era la causa de su dolencia. Quedé estupefacto ante tal descubrimiento y sentí una gran piedad por el doncel; contemplando más detenidamente su cuerpo pude apreciar sobre él las cicatrices dejadas por un flagelo y sobre las que habíanse aplicado ungüentos. Quedé turbado ante esa visión y mi pesar se reflejó en mi rostro. El mancebo me miró como haciéndose cargo y dijo: «¡Oh médico de los tiempos, no te asombres de mi caso! Tan pronto como salgamos de los baños te contaré mi historia.» Hicimos luego nuestras abluciones y de regreso a su casa tomamos unas ligeras viandas y descansamos un rato, al cabo del cual me preguntó: «¿Qué te parecería solazarte echando una ojeada al salón de banquetes?», y yo le respondí: «Sea como dices». Entonces dio orden a los esclavos de que trasladasen las alfombras y almohadones necesarios y asaran un cordero y nos sirviesen frutas. Obedecidas que fueron sus órdenes, nos pusimos a comer y él se valía para ello de su mano izquierda. Al cabo de un rato le dije: «Cuéntame ahora tu historia». «¡Oh médico de los tiempos!», replicó, «escucha lo que me ha sucedido. Has de saber que nací en Mosul, donde murió mi abuelo dejando nueve hijos, de los que mi padre era el mayor. Hiciéronse mayores y tomaron esposa todos, pero ninguno fue bendecido con progenie excepto mi padre, a quien la Providencia tuvo a bien otorgarle mi persona. Me crié, pues, entre mis tíos, que en mí se gozaban sobremanera, hasta alcanzar mi edad viril. Cierto día, viernes por más señas, fui a la mezquita de Mosul con mi padre y mis tíos e hicimos nuestra oración con el resto de los congregados, a cuyo término todo el mundo salió del templo a excepción de mi padre y mis tíos, que permanecieron sentados hablando de los prodigios que acontecían en remotos países y de maravillosas visiones de exóticas ciudades». Por último, refiriéndose a Egipto, uno de mis tíos dijo: «Los viajeros nos cuentan que no hay sobre la faz de la tierra nada más bello que El Cairo y su Nilo». Estas palabras encendiéronme el anhelo de ver El Cairo. Mi padre dijo: «Quien no ha visto El Cairo no ha visto el mundo. Su arena es dorada y su Nilo un maravilloso don; sus mujeres son bellas como huríes, figuritas de bellísimas formas; sus casas son suntuosos palacios; su agua es suave y ligera[82] y su lodo es deleitoso y medicina sin par, hasta el punto en que cantó el poeta con esta rima:
La crecida del Nilo[83] os prodiga hoy su dádiva / Y sólo vosotros tenéis ganancia y beneficio.
El Nilo es el caudal de mi llanto por la separación / Y nadie sino yo siente la nostalgia.
Además, su atmósfera es templada y henchida de fragancias aún más deliciosas que el aroma del áloe; ¿y cómo habría de ser de otro modo siendo la Madre del Mundo? Alá se digne honrar a aquel que compuso estos versos:
Si abandono El Cairo y sus delicias, / ¿Dónde iré a encontrar tan gozosos parajes?
¿Habré de partir de este lugar cuyas gratas fragancias / Llenan de gozo las almas y claman por su alabanza?
¿Donde cada palacio, como otro Edén, / Muestra alfombras y cojines ricamente trabajados?
Una ciudad que cautiva la vista y embruja hasta el júbilo, / Donde el santo y el pecador se dan la mano y cada cual disfruta su locura.
Donde el amigo halla al amigo unidos por la Providencia, / En jardines cual vergeles y laberintos de palmeras.
¡Pueblo de El Cairo, si por designio de Alá / Debo partir, seguiré junto a vosotros en mi pensamiento!
No susurréis El Cairo al oído del Céfiro / Para que no nos despoje de él como de la fragancia de sus jardines[84].
Y si contemplas su suelo con tus propios ojos y todo el ornato de sus flores, toda clase de ellas en un tejido de encaje, y las islas del Nilo y cuán considerables son su extensión y excelente panorama, y si diriges la vista hacia el Estanque Abisinio[85], tu mirada no se volverá de la escena vacía de maravilla, pues en parte alguna podrías contemplar otra vista tan adorable; y en verdad que los dos brazos del Nilo encierran el verdor más lujuriante[86], a semejanza de como lo blanco del ojo rodea lo negro o como las filigranas de plata circundan a la crisolita. Y dotado por la divinidad estaba el poeta que al Nilo referidas dijo estas coplas:
Junto al Estanque Abisinio, ¡oh día divino! / En el crepúsculo matutino y el refulgente sol,
El agua prisionera en sus muros de verdor / Como destellos de un alfange ante los ojos que se evaden,
Y nosotros sentados en el jardín mientras desagua / En suave corriente, con recamadas riberas teñidas de la más vistosa vistosidad.
La corriente es conmovida por las manos de las nubes; / También nosotros, conmovidos, nos reclinamos sobre nuestras esteras.
Haciendo circular el vino puro, y aquel que nos abandona / Nunca se repondrá de la caída que su infortunio le asigna:
Trasegar largos tragos de grandes y desbordantes tazones, / Administrar la única medicina de los sedientos: el vino.
¿Y qué hay que pueda compararse con el Rasas, el Observatorio, y sus encantos, de los cuales, todo el que los contempla, al aproximarse dice: ¡En verdad que este lugar ha sido distinguido con toda clase de excelencias!? Y si hablas de la Noche de la Plenitud del Nilo[87], ¡regala y reparte el arco iris![88] Y si contemplas el Jardín al atardecer, con las frías sombras deslizándose a lo alto y a lo ancho, una maravilla que de contemplarla te arrastraría hacia Egipto en éxtasis. Y si te hallases en El Cairo a la orilla del río[89], cuando el sol se oculta y la corriente se reviste su cota de malla y su loriga[90] sobre los otros ropajes, desearías ser trasladado prestamente a una nueva vida por su apacible céfiro y sus vastas umbrías». De este modo habló, y los demás procedieron a hacer sus propias descripciones de Egipto y el Nilo. Escuchando sus relatos mi pensamiento se obsesionaba con todo aquello y cuando, tras satisfacer su apetito, levantáronse todos y siguieron su camino, me acosté a dormir aquella noche pero el sueño no llegaba a causa del violento anhelo por Egipto, y ni la comida ni la bebida me satisfacían. Algunos días más tarde mis tíos hicieron sus preparativos para emprender un viaje de negocios a Egipto y le lloré a mi padre hasta que accedió a disponer mercancías para mí y consintió en que les acompañara, adivirtiéndoles sin embargo: «No le permitáis entrar en El Cairo, mas permitidle que venda sus mercancías en Damasco». Me despedí, pues, de mi padre y partimos de Mosul y viajamos de un tirón hasta Alepo[91], donde permanecimos algunos días. Continuamos luego nuestra marcha hasta llegar a Damasco, que nos pareció un paraíso, abundosa en árboles y arroyos y en aves y en frutos de todas clases. Nos establecimos en uno de los khans, donde mis tíos se quedaron un tiempo mercadeando, y vendieron y compraron también por mi cuenta, dejándome cada dirham un beneficio de cinco, lo que me complació grandemente. Una vez terminado este comercio me dejaron solo y ellos se encaminaron a Egipto, quedándome yo en Damasco, donde habíale alquilado a un joyero una mansión[92] de cuyas bellezas la gente se hacía lenguas. Allí estuve, comiendo y bebiendo y gastándome mis dineros hasta cierto día en que, hallándome a la puerta de mi casa, he aquí que se acercó una dama ataviada con los más costosos ropajes, mis ojos jamás los vieron más ricos. Le hice un guiño[93] y ella se introdujo en la casa sin vacilar. Yo entré con ella y eché los cerrojos de la puerta tras de ambos; luego se quitó ella el velo del rostro y la almejía y descubrí entonces que era como una estampa de la luna, de rara y extraordinaria hermosura, y en mi corazón anidó el amor por ella. Así que me levanté y llevé una bandeja con los más delicados manjares y frutos y todo cuanto la ocasión requería y comimos y retozamos y bebimos hasta que el vino se nos subió a la cabeza. Juntos yacimos la más dulce de las noches y por la mañana le ofrecí diez piezas de oro. Su rostro se tornó ceñudo, frunció el entrecejo y agitada por la cólera exclamó: «¡La ignominia sobre tí, mi dulce compañero! ¿Acaso crees que codicio tu dinero?» Se introdujo luego la mano en el seno y de su túnica[94] sacó quince dinares y depositándolos ante mí dijo: «¡Por Alá, a menos que los tomes nunca volveré a tí!», de modo que los acepté, y añadió: «¡Oh amado mío!, espérame dentro de tres días, en que estaré de nuevo contigo entre la puesta del sol y el anochecer y con esos dinares prepara para nosotros la misma diversión que anoche». Y dicho esto se despidió de mí y se marchó y todos mis sentidos se fueron con ella. Volvió al tercer día, vestida de tejidos con hilos de oro en su trama y ataviada con ropajes y adornos más espléndidos que la primera vez. Yo había preparado ya todo antes de que ella llegase y la comida se hallaba dispuesta; comimos y bebimos y yacimos juntos, tal como hiciéramos la otra vez, hasta la mañana, en que me entregó otras quince piezas de oro y me prometió volver nuevamente a los tres días. Por consiguiente, lo dispuse todo para ella y a la hora convenida se presentó aún más ricamente vestida que la primera y la segunda ocasiones y me dijo: «¡Oh mi señor! ¿no soy hermosa?». «¡Sí, por Alá que lo eres!», respondí, y ella prosiguió: «¿Me das permiso para traer a una joven más hermosa que yo y menor en edad para que retoce con nosotros y así tú y ella podréis reír y pasarlo bien y alegrar su corazón, pues ha estado muy triste durante mucho tiempo y me ha pedido que la sacara de casa y le permitiese pasar conmigo una noche fuera?» «¡Sí, por Alá!», repliqué. Y bebimos hasta que el vino se nos subió a la cabeza y dormimos hasta la mañana, en que me dio otros quince dinares diciendo: «Añade alguna cosa a la provisión habitual, habida cuenta de la joven que vendrá conmigo». Luego se marchó. Al cuarto día dispuse la casa como de costumbre y apenas puesto el sol he aquí que llega acompañada de otra damita totalmente envuelta en su almejía. Entraron ambas y tomaron asiento y al verlas repetí aquellos versos:
¡Cuán dilecto es nuestro día y cuán afortunado nuestro sino / Cuando lejos está el cínico con su maligna lengua!
Cuando el amor y el deleite y el torbellino de la cabeza / Mandan el buen juicio a paseo, ¡el mejor don del vino!
Cuando la luna llena brilla entre el velo de las nubes / Y las ramas oscilan con su fulgente verdor,
Cuando el rosa intenso se refugia en la mejilla más fresca / Y Narciso[95] abre sus amartelados ojos,
¡Cuando el gozo con aquellos a quienes amo es tan dulce, / Cuando la amistad con aquellos a quienes amo es completa!
Me sentía feliz al contemplarlas y encendí las velas después de recibirlas con alegría y deleite. Despojáronse ellas de sus pesadas prendas de abrigo y la nueva joven se descubrió el rostro y entonces pude ver que era como la luna en su plenitud, jamás había contemplado nada tan bello. Luego me levanté y puse ante ellas viandas y frutas y bebidas y comimos y libamos, y yo estuve dándole los bocados a la recién llegada y apurando su copa y bebiendo con ella, hasta que la primera dama, que en su interior iba acumulando unos celos rabiosos, me preguntó: «Por Alá, ¿no es más deliciosa que yo?», a lo que respondí: «¡Sí, por el Señor!». «Es mi deseo que te acuestes con ella esta noche, pues yo soy tu amante pero ella es nuestro huésped». «¡Sobre mi cabeza y sobre mis ojos!». Entonces ella se levantó y extendió las alfombras para formar nuestro lecho[96] y yo tomé a la joven y yacimos juntos aquella noche hasta la mañana, en que me desperté y me sentí húmedo, de sudor pensé. Me incorporé y traté de levantar a la joven, pero al sacudirla por los hombros mis manos se tornaron púrpura de sangre y su cabeza rodó de la almohada. Los sentidos se me nublaron al ver aquello y exclamé en alta voz: «¡Oh Todopoderoso protector, dispénsame Tu protección!». Luego, al descubrir que la habían decapitado, me levanté de un salto y lo vi todo negro. Busqué a la dama, mi antigua amante, pero no pude dar con ella. Supe así que había sido ella quien había asesinado a la jovencita por celos[97] y dije: «¡No hay Majestad y no hay poder sino en Alá, el Glorioso, el Grande! ¿Qué debo hacer ahora?». Reflexioné durante un rato y al cabo, despojándome de mis ropas, cavé un hoyo en medio del patio y deposité en él a la joven asesinada con sus joyas y sus adornos de oro, y, tras rellenarlo con la tierra, coloqué nuevamente las losas de mármol[98] del pavimento. Luego hice el ghusl o ablución completa[99] y me vestí con ropas purificadas; después, tomando el dinero que me quedaba, cerré la casa y, armado de valor, fui a ver al propietario, le pagué la renta de un año y le dije: «Me dispongo a reunirme con mis tíos en El Cairo». Partí al instante, viajando hacia Egipto, y me presenté ante mis tíos, que se alegraron conmigo, y supe que ya habían terminado de vender sus mercancías. Preguntáronme: «¿A qué se debe el que hayas venido?», y yo respondí: «Ansiaba volver a veros», pero no les dije que no tenía dinero alguno. Permanecí con ellos un año disfrutando de las delicias de El Cairo y de su Nilo[100] y disipando el resto de mi dinero en comilonas y libaciones hasta que llegó el momento de la partida de mis tíos, en que me separé de ellos y me oculté. Buscáronme ellos e hicieron averiguaciones, mas al no tener noticias mías se dijeron: «Se habrá vuelto a Damasco». Después de su partida salí de mi escondite y me quedé en El Cairo otros tres años, hasta que todo mi dinero se agotó. Ahora bien, había enviado todos los años la renta de la casa de Damasco a su propietario, hasta que a la postre no me quedó sino lo justo para pagar el alquiler de un año y me hallé en la indigencia, de modo que me trasladé a Damasco y me afinqué en la casa, cuyo dueño, un joyero, se alegró de verme, y lo encontré todo cerrado. Abrí las estancias reservadas y saqué vestiduras y otras cosas de las que tenía necesidad y, bajo la alfombra que me había servido de lecho y sobre la que me había acostado aquella noche en que la joven fue decapitada, hallé un collar de oro recamado con diez gemas de extraordinaria belleza. Lo tomé, y tras limpiarlo de sangre lloré durante un rato contemplándolo. Permanecí luego en la casa durante dos días y al tercero fui al hammam y me cambié de ropa. Por aquellos momentos ya no tenía dinero; entonces Satán me inspiró la tentación por la que el Decreto del Destino había de cumplirse. Al día siguiente llevé el collar al bazar y se lo entregué a un agente que me sugirió que me sentara en la tienda del joyero, mi casero, y me rogó que tuviera paciencia hasta que el mercado estuviese más concurrido[101], momento en que se llevó la joya y la ofreció en venta, de manera reservada y sin que yo tuviera conocimiento de ello. El collar valía al menos dos mil dinares pero el corredor volvió y me dijo: «Este collar es de cobre, una imitación de los que hacen los franceses[102] y me han ofrecido mil dinares por él». «Sí», contesté, «sabía que era de cobre, ya que fue hecho para cierta persona a modo de chanza; luego lo ha heredado mi esposa y ahora queremos venderlo; así, pues, ve y acepta los mil dinares». Al oír esto el corredor supo que el asunto era sospechoso, por lo que llevó el collar al síndico del bazar y el síndico se lo llevó al gobernador, que era además prefecto de la policía, y le dijo con gran falsía: «Este collar me había sido robado de mi casa y hemos hallado al ladrón en indumento de mercader». Antes de que pudiera darme cuenta la guardia me había rodeado y hecho preso, llevándome ante el gobernador, el cual me interrogó acerca del collar. Le conté la misma historia que le había contado al agente pero él se rió y me dijo: «Esas palabras no son ciertas». Luego, sin saber lo que me estaba sucediendo, la guardia me despojó de mis vestiduras y se abalanzaron sobre mis costillas con varas de palma, hasta que debido a lo intenso del vapuleo confesé: «Yo lo robé», diciéndome para mí: «Será mejor para tí que admitas haberlo robado que no enterarles que su propietaria fue asesinada en tu casa, porque en ese caso te darán muerte para vengarla». Tomaron nota, pues, de que yo lo había robado y me cortaron la mano y me escaldaron el muñón en aceite hirviendo[103] y me desvanecí del dolor; diéronme vino a beber y me recobré y tras recoger mi mano me encaminaba a mi acogedora casa cuando mi casero me dijo: «Oh hijo mío, habida cuenta de lo que te ha ocurrido debes abandonar mi casa y buscarte otro alojamiento, ya que has quedado convicto de robo. Eres un joven gentil, pero ¿quién se apiadará de ti después de esto?». «Oh señor», le dije, «concédeme dos o tres días hasta que encuentre otro lugar», y él respondió: «Sea», y se fue dejándome solo. Regresé a la casa y rompí en llanto y me decía: «¿Cómo voy a volver junto a mi gente con la mano mutilada y sin que ellos sepan que soy inocente? Tal vez después de esto quiera Alá servirse disponer algún consuelo para mí». Y lloré con un llanto inagotable. La aflicción me abrumó y permanecí en vivo desaliento durante dos días; mas al tercer día mi casero se presentó de improviso ante mí y con él algunos de los guardias y el síndico del bazar que me había acusado falsamente del robo del collar. Me adelanté hacia ellos y pregunté: «¿Qué sucede?», pero me ataron las manos sin decir una palabra y me echaron al cuello una cadena diciendo: «El collar que tenías en tu poder ha resultado ser propiedad del wazir de Damasco, que es asimismo el virrey». Y añadieron: «Lo habían echado de menos de su casa desde hace tres años, al igual que a la menor de sus hijas». Al oír estas palabras se me encogió el corazón y me dije a mí mismo: «¡Ahora sí que tu muerte es segura! Por Alá, tengo que contarle mi historia al wazir y luego, si es su deseo, que me dé muerte o si le place que me perdone». Me llevaron, pues, a la casa del wazir y me pusieron en sus manos. Al verme me miró por el rabillo del ojo y dijo a los presentes: «¿Por qué le habéis cortado la mano? Este hombre es un desdichado y no ha cometido falta alguna; en verdad que os habéis equivocado al cortarle la mano». Al oír esto sentí mi corazón aliviado y presintiendo mi alma algo bueno en todo aquello le dije: «Por Alá, mi señor, no soy un ladrón, pero me calumniaron con vil calumnia y me azotaron en medio del mercado ordenándome que confesara hasta que, a causa del dolor de los golpes, mentí contra mí mismo y confesé el robo, pese a ser totalmente inocente de él». «No temas», dijo el virrey, «no te ocurrirá ningún daño». Ordenó luego que metieran en la cárcel al síndico del bazar y a este le dijo: «Paga a este hombre la indemnización que le corresponde por su mano y si lo demoras te haré ahorcar y confiscaré todas tus propiedades». Y llamó luego a sus guardias, que se lo llevaron a rastras, dejándome a solas con el wazir. A una orden suya soltáronme la cadena de mi cuello y me desataron las manos y me miró y dijo: «Oh hijo mío, sé sincero conmigo y dime cómo llegó a tus manos este collar». Y repitió aquellos versos:
La verdad es lo que mejor te cuadra, aunque la verdad / Te lleve a arder en el fuego espantable.
«Por Alá, oh mi señor», respondí, «no te contaré sino la verdad». Le relaté entonces cuanto había pasado entre la primera dama y yo y cómo aquella me había llevado a la segunda y la había matado por celos y se lo referí con todo detalle. Al oír mi relato movió la cabeza de un lado a otro y se dio golpes con la mano derecha sobre la izquierda[104] y colocándose el pañuelo sobre el rostro lloró un rato y luego repitió:
Contemplo cuán abundantes son las aflicciones del mundo / Y a mundanos enfermos de hastío y dolor.
Siempre hay uno que separa a dos que están unidos / Y los que no se separan son muy pocos.
Volvióse luego hacia mí y dijo: «Sabe, hijo mío, que la mayor de las jóvenes, la primera en llegarse hasta tí, era una hija mía a la que mantuve celosamente guardada. Cuando creció la envié a El Cairo y la casé con un primo suyo, hijo de mi hermano. Después de algún tiempo su marido murió y ella regresó, pero había aprendido la lascivia y la zafiedad de las gentes de El Cairo[105]; así te visitó cuatro veces y por último te llevó a su hermana menor. Eran dos hermanas muy unidas y cuando la mayor tuvo aquella aventura le reveló el secreto a su hermana, que sintió el deseo de salir con ella. De modo que te pidió permiso y la llevó a tu casa; luego volvió sola y al hallarla llorando le pregunté por su hermana, más ella me dijo: «Nada sé de ella». Sin embargo, no tardando mucho le contó a su madre lo sucedido reservadamente y su madre me lo contó a mí. Luego no cesaba de llorar y decir: «¡Por Alá, estaré llorando por ella hasta el día de mi muerte!». No cesó en su duelo hasta que su corazón no pudo más y murió; «y así es como ha ocurrido todo. Ve, pues, hijo mío, lo que ha acontecido. Ahora quiero que no me rechaces lo que voy a ofrecerte y ello es que deseo casarte con la menor de mis hijas, que es virgen y nacida de otra madre[106] y no quiero de tí pago alguno sino que, por el contrario, te asignaré un subsidio y vivirás conmigo en mi casa como si fueras mi hijo». «Que así sea», respondí yo; «¿cómo había yo de esperar tan buena fortuna?». Envió de inmediato a por el kazi y unos testigos e hizo redactar el contrato matrimonial con su hija y entré en ella. Más aún, me consiguió del síndico del bazar una gran suma de dinero y me dispensó su favor. Durante este año llegáronme noticias de que mi padre había muerto y el wazir despachó un correo, con cartas portadoras de la firma real, para que enviaran el dinero que había dejado mi padre y ahora vivo con todo solaz. Y así fue como me cortaron la mano. «Maravillado quedé al oír esta historia (prosiguió el judío) y permanecí con él tres días, transcurridos los cuales me pagó una fortuna y partí de allí viajando hacia el Este hasta llegar a tu ciudad, que encontré agradable para vivir, por lo que establecí aquí mi residencia.