EL PESCADOR Y EL JINNI

Ha llegado a mis oídos, ¡oh magnánimo rey!, que había un pescador ya bien entrado en años que tenía esposa y tres hijos y hallábase además sumido en la pobreza. Tenía por costumbre echar su red cuatro veces al día y nada más. Cierta jornada, encaminóse en pleno mediodía a la orilla del mar, donde, tras depositar su cesto y aligerarse de ropa, se introdujo en las aguas, arrojó la red y aguardó a que esta tocara fondo. Reunió entonces los cabos y tiró de ella, hallándola muy pesada; aunque puso todo su empeño no consiguió sacarla; tomó entonces los cabos, clavó una estaca en tierra y amarró a ella la red. Desnudóse luego y se zambulló en las aguas donde estaba la red y no cesó en su laborioso esfuerzo hasta que la hubo llevado a tierra. Gozóse con ello y volviendo a vestirse fuese hacia la red, en la cual halló un asno que había destrozado las mallas. Al ver aquello, en su aflicción exclamó: «¡No hay Majestad y no hay Poder sino en Alá el Glorioso, el Grande!» Luego dijo: «Una extraña clase de pan cotidiano es esta», y comenzó a recitar en improvisados versos:

Oh, tú que te afanas en las tinieblas de la noche entre peligros y congojas, / A tu cuota de afanes por el pan de cada día no bastan todos tus esfuerzos.

¿No has visto al pescador perseguir en el mar / Su pan, mientras brillan levemente las estrellas como en una intrincada madeja?

Presto se zambulle a despecho del embate de las olas. / Con mirada anhelante contempla por un tiempo la henchida red,

Gozándose al fin de la nocturna ganancia, lleva a su hogar un pescado / Cuya boca ha quedado atrapada y abierta en dos por el garfio del Destino.

Cuando este su pescado vende un hombre que ha pasado las horas nocturnas / Indiferente al frío, a la humedad y a las tinieblas, a las que se halla resignado como toda holgura y regalo.

Alaba al Señor que a este otorga y a aquel otro niega sus deseos / Y que asigna a uno el afán y la captura de la presa y a otro el comerse los pescados[1].

Luego dijo: «¡Ánimo y a ello! Cuento con Su benignidad, ¡insallah!» Y prosiguió de este modo:

Cuando seas presa del Destino Adverso adopta / La resignación del alma noble: es tu supremo gesto.

No te lamentes ante las creaturas; sería el lamento / Del más piadoso ante el más despiadado.

El pescador, tras contemplar el asno muerto, lo liberó de las mallas y escurrió y desplegó la red. Luego se metió en el agua diciendo: «¡En el nombre de Alá!», la echó y tiró de ella, pero tomóse pesada y más firmemente asentada en el fondo que la primera vez. Pensó que ahora sí que habría peces en ella, la amarró sólidamente y quitándose las ropas se metió en el agua, se zambulló y tiró de ella hasta llevarla a tierra firme. Entonces halló en su interior una gran tinaja de barro repleta de barro y cieno; al verlo, sintióse sobremanera atribulado y comenzó a declamar estos versos[2]:

Cesad, oh aflicciones del mundo / Y perdonad si no queréis cesar.

Fui en busca de mi pan cotidiano / Y hallo que debo pasarme sin pan.

Pues ni mi arte me procura cosa alguna / Ni el Destino me depara ganancia.

¡Cuántos necios alcanzan las Pleiades / Mientras las tinieblas sojuzgan al prudente y al laborioso!

Imploró el perdón de Alá y arrojando la tinaja escurrió la red, la dejó limpia y volvió al mar por tercera vez a echarla y esperó a que se hundiera. Tiró luego de ella y halló que contenía trozos de ollas de barro y cristales rotos; entonces empezó a recitar estos versos:

El ha dispuesto que no puedas dar ni retener el pan cotidiano / Y que la pluma ni el papel te garanticen que hallarás el pan cotidiano.

Pues de alegría y de pan cotidiano tendrás lo que el Destino se digne concederte; / Es esta tierra un aciago y estéril suelo mientras aquella colma de gozo al labriego.

Los dardos del Tiempo y de la Vida derriban a muchos hombres de valía / Mientras elevan en grado sumo a sujetos de innoble espíritu.

¡Ven, Muerte! pues, ya que la Vida no vale un adarme; / Cuando baja en picado el halcón hiende los vientos el ánade.

No te asombre ver a los del alma y espíritu elevados. / En la pobreza y elevarse por designio de la Fortuna a muchos villanos indignos.

Volará este pájaro por todo el mundo de este a oeste / Y verá aquel otro satisfechos todos sus deseos sin jamás abandonar su nido.

Alzando luego sus ojos al cielo dijo: «¡Oh Dios mio![3] tú sabes en verdad que sólo echo mi red cuatro veces al día[4]; ya van tres y no me has concedido cosa alguna. Así, pues, esta vez, Dios mío, dame mi pan de cada día.» Luego, habiendo invocado el nombre de Alá[5], lanzó de nuevo su red y esperó a que se hundiera y asentara; después tiró de ella pero no pudo extraerla pues se había enganchado en el fondo. Contrariado, exclamó: «¡No hay Majestad y no hay Poder sino en Alá!» y comenzó a recitar:

Baldón para este mundo miserable, así Dios lo quiera / Debo ser subyugado por la aflicción y la miseria.

Aunque el hombre esté colmado de alegrías cuando la mañana alborea / Apurará la copa del infortunio antes de alcanzar las vísperas.

Con todo, soy uno de los que el mundo, al ser interrogado / «¿Quién disfruta la mayor ventura?», diría a menudo: «¡Es él!».

Se despojó luego de sus vestiduras y zambulléndose junto a la red trabajó arduamente hasta llevarla a tierra. Abrió entonces las mallas y halló dentro una vasija de cobre amarillo[6] con forma de pepino que evidentemente contenía algo y cuya boca estaba amordazada con una tapadera de plomo, estampada con el sello del anillo de nuestro señor Salomón, hijo de David (¡Que Alá acoja a ambos en su seno!). Congratulóse el pescador al verlo y dijo: «Si lo vendo en el mercado de calderos me valdrá diez dinares de oro». La sacudió y al advertir que era pesada prosiguió: «Quiera el cielo que sepa lo que hay dentro. Pues debo y quiero abrirlo y ver lo que contiene y guardármelo en la bolsa y luego ir a venderla en el mercado de calderos». Y tomando un cuchillo lo aplicó al plomo hasta desprenderlo de la vasija; depositó entonces el jarrón en el suelo y lo sacudió a fin de que cayera lo que había dentro. No halló cosa alguna, de lo que se maravilló sobremanera.

Pero al instante brotó de la vasija una humareda que formó una espiral en el éter (de lo que nuevamente se asombró sobremanera) y que fue desparramándose por la superficie de la tierra hasta que, al poco, habiendo alcanzado su máxima altura, el espeso vapor se condensó y quedó convertido en un efrit de enorme tamaño cuyo penacho tocaba las nubes y cuyos pies se apoyaban en tierra. Era su cabeza como una cúpula, sus manos como horquillas, largas sus piernas como mástiles y su boca tan grande como una caverna; sus dientes eran como grandes rocas, sus fosas nasales como tinajas, sus ojos como dos faros y su aspecto fiero y amenazador. Al ver al efrit, al pescador le temblaron los ijares, los dientes le castañetearon, la boca se le quedó seca y quedóse sin saber qué hacer. En esto, el efrit le miró y exclamó: «No hay otro Dios que el Dios y Salomón es el profeta de Dios», añadiendo al poco: «Oh, Apóstol de Alá, no me quites la vida; jamás me opondré a tí de palabra ni pecaré contra tí con mis actos»[7]. Dijo el pescador: «Oh, Marid[8], has dicho Salomón, el Apóstol de Alá, y Suleimán murió hace algunos milenios y ochocientos años[9] y ahora estamos en los últimos días del mundo. ¿Qué cuento es ese y cuál es tu propia historia y cuál es la causa de que te metieran en ese pepino?». Al oír el espíritu maligno las palabras del pescador, dijo: «No hay otro Dios que el Dios; ¡regocíjate, oh pescador!». El pescador dijo: «¿Por qué me invitas a regocijarme?», y aquel replicó: «Porque has de morir de ominosa muerte en esta misma hora». El pescador dijo: «Por tus buenas noticias merecerías que el Cielo te retirase su protección, oh, tú, lejano[10]. ¿A causa de qué has de darme muerte y qué es lo que he hecho para merecer la muerte, yo, que te he liberado del jarrón y te he rescatado de las profundidades del mar y te he traído a tierra firme?». El efrit replicó: «Pídeme tan sólo qué tipo de muerte quieres morir y la forma de sacrificio en que he de sacrificarte». Repuso el pescador: «¿Cuál es mi crimen y a causa de qué tal castigo?». Dijo el efrit: «Oye mi historia, oh, pescador», y aquel respondió: «Cuenta y sé breve en tu relato, porque en verdad que tengo el corazón en un puño»[11]. Dijo entonces el jinni: «Has de saber que soy uno de los heréticos jann y que pequé contra Salomón, hijo de David (¡la paz con los dos!), junto con el famoso Sakhr al-Jinni[12], por lo que el profeta envió a su ministro Assaf, hijo de Barkhiyá, a prenderme, y este wazir me llevó, en contra de mi voluntad, y me condujo cautivo ante él en condición de suplicante. Al verme, Salomón invocó la protección de Alá y me comminó a abrazar la Verdadera Fe y a obedecer sus mandatos, pero yo me negué, así que mandó traer este pepino[13], me encerró dentro y lo tapó con plomo sobre el cual estampó el Nombre del Altísimo y dio órdenes al jann de que me llevara y me arrojase a lo más profundo del océano. Allí moré durante un centenar de años, durante los cuales me decía: ‘A aquel que me libere le haré rico para siempre’. Pero transcurrió todo el siglo sin que nadie me liberase y entré en las segundas diez décadas diciendo: ‘Para aquel que me libere yo abriré los tesoros de la tierra’. Pero nadie me liberó y así pasaron cuatrocientos años. Entonces dije: ‘A aquel que me libere le satisfaré tres deseos’. Pero nadie me liberó. De modo que me encolericé sobremanera y me dije: ‘A aquel que me libere a partir de ahora le daré muerte y le permitiré elegir la muerte de que quiera morir’, y puesto que tú me has liberado te doy a elegir la clase de muerte que quieras». El pescador, oídas las palabras del efrit, dijo: «¡Oh, Alá, por cuyo milagro has permanecido a salvo hasta que yo he venido a liberarte!», y añadió: «Perdóname la vida al igual que Alá perdonó la tuya y no me des muerte para que Alá no envíe a alguien que te dé muerte a ti». Replicóle el contumaz: «Nada puede evitarlo; debes morir; así, pues, pídeme como un favor la clase de muerte que deseas tener». Pese a esta reafirmación el pescador se dirigió una vez más al efrit diciendo: «Perdóname la vida en generosa recompensa por haberte liberado»; y el efrit: «Con toda seguridad que no te habría dado muerte si no fuera porque me has liberado». «¡Oh, supremo efrit», dijo el pescador, ’yo te he hecho el bien y tú me correspondes con el mal! En verdad que no mentía el viejo proverbio al decir:

Nosotros les procuramos riquezas y ellos pagaron nuestras riquezas con maldades / ¡Por mi vida!, que tal es la obra del malvado.

Aquel que favorece a sujetos indignos / Le acontecerá lo que le aconteció al prójimo de Ummi-Amir[14].

Al oír el efrit aquellas palabras contestó: «Ya basta de charla; tengo que darte muerte». Tras lo cual el pescador se dijo para sí: «Este es un jinni y yo soy un hombre a quien Alá ha concedido un ingenio aceptablemente agudo, así que ahora voy a pensarme cómo conseguir su destrucción mediante mis tretas y mi inteligencia, aunque no sea más que porque sólo se aconseja de su malicia y su petulancia»[15]. Empezó por preguntarle al efrit: «¿En verdad estás resuelto a matarme?», y al recibir por toda respuesta: «Desde luego», exclamó: «Pues, en el Nombre Más Excelso, grabado en el sello de Salomón, el hijo de David, (¡la paz sea con ambos bienaventurados!), si te hago una pregunta, ¿me contestarás la verdad?». El efrit replicó: «Sí», pero al oír la invocación del Nombre Más Excelso sintióse turbado en su interior y dijo un tanto trémulo: «Pregunta y sé breve». Dijo el pescador: «¿Cómo te metiste en esta vasija, donde apenas si cabe una de tus manos, no, ni siquiera uno de tus pies, y cómo se hizo tan grande como para caber entero?». El efrit replicó: «¡Cómo!, ¿es que no crees que yo estaba ahí dentro todo entero?», y el pescador repuso:

«Nunca ni en modo alguno te creeré hasta que te vea dentro con mis propios ojos»; el perverso espíritu se estremeció[16] al instante y se convirtió en vapor que se comprimió y fue introduciéndose en la vasija poco a poco hasta que todo él estuvo dentro y entonces, ¡ved!, el pescador tomó a toda prisa la sellada tapa de plomo y cerró la boca de la vasija y le gritó al efrit diciendo: «¡Pídeme como un favor la clase de muerte que deseas tener! Por Alá que te arrojaré al mar[17] ahí delante y me construiré aquí una morada y a todo el que venga le advertiré de que no pesque y le diré: ¡En estas aguas moraba un efrit que concedió como último deseo una selección de muertes y clases de matanza al hombre que le había salvado!».

El efrit, cuando oyó al pescador decir esto y se vio en el limbo, pensó en escapar, pero se lo impedía el sello de Salomón; supo entonces que el pescador le había engañado y le había ganado en astucia y se tornó humilde y sumiso y empezó a decir dócilmente: «Sólo bromeaba contigo». Pero el otro contestó: «Mientes, oh, el más vil de los efrits y el más inmundo y ruin», y se encaminó con la vasija hacia la orilla del mar, el efrit gritando: «No, no», y él gritando «Sí, sí». Entonces, el espíritu perverso, bajando la voz y suavizando el tono de sus palabras, humildemente dijo: «¿Qué intentas hacer conmigo, oh, pescador?». «Voy arrojarte de vuelta al mar», respondió, «al que has tenido por morada y hogar durante mil ochocientos años y allí te dejaré hasta el día del juicio. ¿No te dije: Perdóname y Alá te perdonará y no me des muerte para que Alá no te dé muerte a tí?; pero desdeñaste mis súplicas, y si no hubieras tenido la intención de portarte conmigo de un modo inmisericorde Alá no te hubiera puesto en mis manos, y soy más astuto que tú». Dijo el efrit: «Déjame salir y te haré rico». Dijo el pescador: «¡Mientes, maldito! Este asunto entre tú y yo es como el del wazir del Rey Yunán y el sabio Dubán»[18]. «¿Y quién era el wazir el Rey Yunán y quién era el sabio Dubán y cuál es su historia?», dijo el efrit, por lo que el pescador empezó a decir:

Cuento del wazir y del sabio Dubán

Has de saber, oh, efrit, que en los días de antaño, en una época ha mucho tiempo ya ida, un rey llamado Yunán reinaba sobre la ciudad de Fars, del país de Roum[19]. Era un gobernante rico y poderoso que tenía ejércitos y guardias y aliados en todas las naciones de los hombres; pero su cuerpo padecía una lepra que pócimas y hombres de ciencia fracasaban en curar. Bebió elixires, tragó polvos, usó ungüentos, pero nada de ello le trajo alivio y ninguno de entre la hueste de sus médicos acertó a conseguir su curación. Por último, llegó a su ciudad un eficiente curandero de avanzada edad, el sabio Dubán, el eminente. Era este hombre muy leído en libros griegos, persas y romanos, árabes y sirios y diestro en el arte de la astronomía y en el arte de la medicina, tanto de su teoría como de su práctica; había experimentado con todos aquellos que habían sanado y con los que padecían en su cuerpo; era conocedor de las virtudes de todas las plantas, hierbas y matojos y de sus efectos benéficos y nocivos, y entendía la filosofía y había llegado a comprender todas las especialidades de la ciencia médica y otras ramas del árbol de la sabiduría. Este físico llevaba tan sólo unos pocos días en la ciudad cuando oyó hablar de la enfermedad del rey y de todos sus sufrimientos corporales a causa de la lepra con que Alá le afligía y de cómo todos los doctores y sabios habían fracasado en procurarle la salud. A causa de ello permaneció toda la noche sentado en profunda meditación y cuando se alzó la aurora y surgió la mañana y renació la luz y el sol saludó al Benigno[20] cuyas perfecciones adornan el mundo, vistió sus ropas más galanas y llegándose hasta el Rey Yunán besó la tierra a sus plantas; después hizo votos por la perduración de su honor y su prosperidad con el lenguaje más florido y dióse a conocer diciendo: «Oh, Rey, hasta mí ha llegado noticia de lo que te ha acontecido a causa de lo que hay en tu persona y de cómo toda la hueste de físicos se ha mostrado incapaz de ponerle coto y ¡mira! yo puedo cúrate, ¡oh, Rey!, ¡y ni siquiera te haré beber cosa alguna ni te ungiré con ungüento!». El Rey Yunán, al oír estas palabras, dijo con inmensa sorpresa: «¿Y cómo lo harás? Si me devuelves la salud te cubriré de riquezas a tí y a los hijos de tus hijos y te haré suntuosos presentes y todo cuanto desees será tuyo y serás mi compañero de libación[21] y mi amigo». Luego, el Rey le revistió con un atuendo de gala y cortésmente le rogó y le preguntó: «¿De veras puedes curarme de este mal sin drogas ni ungüentos?», y él respondió: «¡Sí! Yo te sanaré sin los dolores y las penalidades de la medicina». Quedó el rey maravillado sobremanera y dijo: «Oh, médico, ¿cuándo ocurrirá esto que me dices y en cuántos días tendrá lugar? ¡Apresúrate, oh, hijo mío!». Replicó aquél: «Oigo y obedezco; la curación será mañana». Dicho esto se retiró de su presencia y alquiló una casa en la ciudad para mejor acomodo de sus libros y pergaminos, sus medicinas y sus raíces aromáticas. Se puso luego a la tarea de seleccionar las drogas y los componentes más adecuados y fabricó un bastón hueco por dentro y con una empuñadura al exterior y para el que hizo una pelota, ambas cosas realizadas con un arte consumado. Al día siguiente, cuando estaban ya dispuestos para su uso y ninguna otra cosa era precisa, llegóse hasta el rey y besando el suelo entre sus manos le invitó a que cabalgara hasta el campo de equitación[22] para jugar a la pelota con el mazo. Todo el séquito le acompañaba. Emires y chambelanes, wazires y señores del reino, y antes de sentarse se llegó a él el sabio Dubán y alargándole el bastón le dijo: «Toma esté mazo y empúñalo tal como yo; ahora, lánzate hacia la planicie y bien inclinado sobre tu caballo golpea la pelota con todas tus fuerzas hasta que tu palma esté húmeda y tu cuerpo transpire; entonces penetrará la medicina a través de tu palma y empapará a toda tu persona. Cuando hayas terminado de jugar y sientas los efectos de la medicina vuelve a tu palacio y haz la ablución de ghusl[23] en el baño hamman y túmbate allí hasta quedar dormido; de este modo quedarás curado; y ahora, que la paz sea contigo». Así que el Rey Yunán tomó el bastón de manos del sabio y lo agarró firmemente; luego, montando en su corcel, lanzó la pelota por delante de sí y galopó tras ella hasta alcanzarla, golpeándola con todas sus fuerzas. Y durante todo el tiempo su mano empuñaba el bastón y no cesó de golpear la pelota hasta que la mano estuvo bien húmeda y su piel, al transpirar, embebió la medicina de la madera. Supo entonces el sabio Dubán que la droga había penetrado en su persona y le invitó a volver al palacio y meterse en el hamman sin más dilaciones; así, pues, el Rey Yunán regresó inmediatamente y ordenó que le dejaran libre el baño. Así lo hicieron con rapidez los encargados de tender los tapices y apresuráronse los esclavos y tuviéronle a punto el cambio de ropa al rey. Penetró este en el baño y procedió a una ablución larga y detenida; vistióse después en el hamman y cabalgó luego hasta su palacio, donde se tumbó y quedó dormido. Esto en cuanto se refiere al rey Yunán, mas por lo que respecta al sabio Dubán, regresó a su casa y durmió como de costumbre y cuando alboreó la mañana acudió al palacio y solicitó audiencia. Ordenó el rey que le franquearan la entrada; luego, tras besar el suelo entre sus manos, con solemne entonación, recitó estos versos en alusión al rey:

Gozosa es la elocuencia cuando su señor te pregona / Mas tórnase plañidera si otro hombre tal título reclama.

Oh, señor del más soberbio porte, cuyos esclarecedores rayos / Disipan las nieblas de la duda que siempre vela las más afamadas hazañas.

¡Que tu rostro nunca deje de refulgir como la aurora y el alba de la mañana / Y nunca muestre el rostro del Tiempo inflamado con el ardor de la cólera!

Tu gracia nos ha dispensado dones que son como / Nubes grávidas de lluvia que se derrama copiosamente sobre las colinas circundadas de calveros.

Has prodigado tu abundancia a extremos tales / Que has conquistado al Tiempo las cimas a que tu grandeza apuntaba.

Al terminar el sabio de recitar el rey se levantó con presteza y le echó los brazos al cuello; después, le hizo sentarse a su lado y ordenó que le revistieran con una suntuosa túnica, pues había acontecido que cuando el rey abandonó el hamman miró su cuerpo y no halló en él rastro de lepra: la piel estaba tan limpia como la plata virginal. Regocijóse sobremanera por ello, su pecho se ensanchó de gozo[24] y sintióse plenamente feliz. De inmediato, estando el día ya avanzado, se presentó en su salón de audiencias y sentóse en el trono de su realeza, a partir de cuyo instante congregáronse en su presencia sus chambelanes y proceres y junto con ellos el sabio Dubán. Al ver al alquimista el rey le elevó hasta él con todo honor y le hizo sentar a su lado; luego, las bandejas repletas de alimentos proveyeron de las más delicadas viandas y el físico comió con el rey y no se apartó de su lado en todo el día. Además, a la caída de la tarde entregó al físico Dubán dos mil piezas de oro junto con la habitual túnica de honor y un sinfín de otros presentes y le despidió camino de su casa en su propio corcel. Cuando se hubo marchado el sabio, el rey Yunán manifestó una vez más su asombro ante el arte del alquimista diciendo: «Este hombre ha medicado mi cuerpo por fuera sin ungirme con ungüento alguno; ¡por Alá, que esto sí que es consumada pericia! Voy a honrar a este hombre con recompensas y distinciones y a tenerle por compañero y amigo para el resto de mis días». El rey Yunán pasó la noche gozoso y feliz porque su cuerpo había recuperado la salud y se había librado de tan perniciosa dolencia. Por la mañana, el rey salió del serrallo y sentóse en su trono y los magnates quedaron en pie en torno suyo y los emires y wazires sentáronse según su costumbre a su derecha y a su izquierda. Requirió entonces al sabio Dubán, que entró y besó el suelo ante él, tras lo cual el rey le alzó y le saludó, y sentándole a su lado comió con él y le deseó larga vida. Además, hízole ataviar y le colmó de presentes y no cesó de conversar con él hasta la llegada de la noche. Luego, el rey le asignó en concepto de salario cinco túnicas de gala y mil dinares[25]. El físico regresó a su casa lleno de gratitud hacia el rey. Cuando amaneció el nuevo día el rey acudió a su salón de audiencias y sus señores y nobles congregáronse en torno suyo, y sus chambelanes y ministros, como lo blanco del ojo circunda a lo negro[26]. El rey tenía un wazir entre sus wazires de una extrema fealdad, una visión de mal agüero; sórdido, mezquino, envidioso y perverso. Cuando este ministro vio que el rey colocaba al físico junto a sí y le ofrecía todos aquellos presentes, sintió una gran envidia de él y planeó causarle algún mal, según el dicho acerca de esto: «La envidia anida en todos los seres», y el dicho: «La crueldad se esconde en todos los corazones; la fuerza la revela, la debilidad la oculta». Entonces el ministro llegóse hasta el rey y besando el suelo entre sus manos dijo: «Oh, rey del siglo de todos los tiempos, tú, en cuyo favor he crecido hasta la edad viril, tengo un consejo importante que ofrecerte y si me lo guardara sería un bastardo y no un hombre bien nacido; así, pues, si tú me ordenas que lo manifieste, lo haré al instante». Dijo el rey (y hallábase turbado por las palabras del ministro): «¿Cuál es tu consejo?». Dijo aquel: «Oh, glorioso monarca, el viejo sabio dejó dicho: ‘El que no mira al término no tiene a la Fortuna por amiga’. Y en verdad que últimamente he visto al rey por un rumbo muy distante del acertado; pues ha prodigado su largueza hacia su enemigo, hacia alguien cuyo objetivo es la decadencia y la ruina de su reino: a ese hombre le ha dispensado su favor, honrándole con excesivo honor y convirtiéndole en un íntimo. A causa de ello siento temor por la vida del rey». El rey, que hallábase muy turbado y con el color demudado, preguntó: «¿De quién sospechas y hacia quién apuntas?», y el ministro respondió: «¡Oh, rey, si estás dormido, despierta! Estoy refiriéndome al físico Dubán». El rey replicó: «¡Caiga sobre ti la ignominia! Se trata de un verdadero amigo que me ha procurado mayor bien que cualquier otro hombre, porque me curó con algo que cogí en la mano y curó mi lepra, con la que habían luchado en vano todos los físicos; en verdad que se trata de un hombre como no podría hallarse otro en nuestros días, ¡no, ni en todo el mundo, desde el más lejano oriente hasta el occidente más remoto! Y es de un hombre tal de quien dices esas cosas tan graves. A partir de este día le asigno sueldo y gajes fijos, mil piezas de oro al mes, y sería una bagatela compartir con él mi reino. Por fuerza debo sospechar, oh, wazir, que ha tomado posesión de ti el maligno espíritu de la envidia hacia este físico y maquinas empujarme a que yo le dé muerte, después de lo cual habría de arrepentirme amargamente, como se arrepintió el rey Sindibad de haber matado a su halcón». Dijo el wazir: «Perdóname, oh, rey de los tiempos, ¿cómo ocurrió eso?». Y el rey comenzó el cuento de

El rey Sindibad y su halcón

Se dice (¡pero Alá es omnisciente!)[27] que hubo un rey entre los reyes de Fars muy aficionado a juegos y diversiones, especialmente a las carreras y a la caza. Había criado un halcón al que portaba sobre el puño incluso por las noches y siempre que iba de caza llevaba consigo a esta ave y mandó hacer para él un vasito de oro que llevaba colgado de su cuello para darle de beber. Cierto día en que el rey se hallaba tranquilamente reposando en su palacio, ¡mirad!, su halconero mayor irrumpió ante él y le dijo: «Oh, rey de los tiempos, hoy es un día perfecto para la cetrería». Dio el rey las órdenes precisas y partió llevando al halcón en el puño y marcharon alegremente hasta que llegaron a un wady[28], donde formaron un círculo de redes de caza. Al poco, una gacela fue a caer en las redes y el rey dijo: «A cualquiera que permita que la gacela salte sobre su cabeza y se escape, a ese hombre haré matar sin remedio». Andaban estrechando las redes en torno a la gacela cuando esta surgió junto al lugar en que se hallaba el rey y plantándose sobre sus cuartos traseros inclinó la frente sobre el pecho, como si fuera a besar la tierra delante del rey. Arqueó este sus cejas en señal de reconocimiento al animal, cuando súbitamente dio aquel un gran salto sobre la cabeza del rey y lanzóse camino del desierto. Entonces el rey se volvió hacia su séquito y, al ver que se hacían guiños y le señalaban, preguntó: «Wazir, ¿qué dicen esos hombres?» y el ministro respondió: «Dicen que has proclamado que harías matar a cualquiera que permitiese que la gacela le saltara sobre la cabeza». Dijo el rey: «¡Por vida de mi cabeza! Voy a perseguirla y la traeré de vuelta». Y partió al galope tras las huellas de la gacela y no perdió la senda hasta las estribaciones de una cadena de montañas donde la presa había buscado refugio. Entonces el rey le azuzó al halcón, que al instante la alcanzó, y, abalanzándose sobre ella, le clavó las garras en los ojos, aturdiéndola y cegándola[29], y el rey tomó su mazo y descargó tal golpe que rodó por tierra el animal. Desmontó entonces y, tras degollarla y desollarla, la colgó del pomo de la silla. Era la hora de la siesta[30] y el desnudo terreno aparecía abrasado y reseco y no se veía agua por parte alguna y estaba el rey muy sediento, al igual que su caballo; tras cierta búsqueda en torno, halló un árbol que manaba agua, como si fuera manteca líquida, por sus ramas. Inmediatamente, el rey, que calzaba guantes de piel para protegerse de los tósigos, tomó el vaso del cuello del halcón, lo llenó de agua y lo puso delante del pájaro, y he aquí que el halcón lo golpeó con sus garras y derramó el líquido. El rey lo llenó por segunda vez en el chorro, pensando que el halcón tenía sed; pero inmediatamente el halcón lo golpeó con sus garras y lo volcó; entonces el rey montó en cólera contra el halcón y llenando el vaso por tercera vez se lo ofreció a su caballo; pero el halcón lo volcó con una sacudida de sus alas. El rey dijo: «¡Que Alá te confunda, la más funesta de las cosas que vuelan! Me has impedido beber y te has privado a ti mismo y al caballo». Y dio al halcón un golpe con su espada y le cortó las alas; pero el ave levantó la cabeza y por señas le dijo: «Mira lo que cuelga de ese árbol». El rey alzó la mirada al efecto y alcanzó a ver una camada de víboras, cuyo veneno al gotear había tomado por agua; arrepintióse al instante de haberle cortado las alas a su halcón y montando en su caballo emprendió el regreso con la gacela muerta hasta llegar a su campamento, de donde había partido. Arrojóle su presa al cocinero diciendo: «Toma y ásala», y se sentó en una silla con el halcón aún en el puño, cuando súbitamente el ave dio una boqueada y quedó muerta, al ver lo cual el rey estalló en un llanto de pesar y remordimiento por haber causado la muerte a aquel halcón que le había salvado la vida. Y esto fue lo que le ocurrió al rey Sindibad, y seguro estoy de que si hiciera yo lo que tú deseas habría luego de arrepentirme, al igual que aquel hombre que mató a su papagayo. El wazir dijo: «¿Y cómo fue eso?». Y el rey principió a decir:

Cuento del marido y el papagayo[31]

Cierto individuo, comerciante a comisión, había contraído matrimonio con una mujer muy hermosa, de una belleza, una gracia, una armonía de formas y un encanto perfectos, por lo que siempre estaba loco de celos y se las arreglaba para no tener que emprender viajes. Como al cabo presentárase una ocasión que le obligaba a separarse de ella, fuese al mercado de aves y por cien piezas de oro compró un papagayo hembra que llevó a su casa para que le hiciera de dueña, en la esperanza de que, a su regreso, le informara de cuanto había acaecido durante su ausencia, pues era el ave observadora y sagaz y jamás olvidaba cuanto veía y oía. Su hermosa mujer habíase enamorado de un joven turco[32] que la visitaba y ella le agasajaba de día y yacía con él de noche. Emprendió el marido su viaje y cumplido el objeto del mismo regresó a su casa; al instante hízose traer el papagayo y le interrogó acerca de la conducta de su consorte mientras él se hallaba en lejanas regiones. Y el papagayo le dijo: «Tu esposa tiene un amante que ha pasado con ella todas las noches durante tu ausencia». En consecuencia, el marido fuése hasta la mujer presa de violenta cólera y le propinó una severa paliza capaz de dejar a gusto a cualquiera. La mujer, sospechando que una de las esclavas le había ido con el cuento al amo, a todas llamó e interrogó bajo juramento y todas juraron haber guardado el secreto, pero no así el papagayo, y añadieron: «Y le hemos oído con nuestros propios oídos». Entonces la mujer ordenó a una de las esclavas que se pusiera con un molinillo de mano debajo de la jaula y que le diera a la manivela, a una segunda que derramara agua por encima de la cubierta de la jaula y a una tercera que se moviera sin cesar por todas partes con un espejo de bruñido acero originando vivos reflejos durante toda la noche. A la mañana siguiente, cuando el marido regresó a su casa después de haber estado divirtiéndose con uno de sus amigos, se hizo traer al papagayo ante sí y le preguntó que había ocurrido mientras él estaba fuera.

«Perdóname, mi amo», respondió el pájaro, «nada he podido oír ni ver a causa de la gran oscuridad, los truenos y los relámpagos que ha habido toda la noche». Habida cuenta de que se encontraban en pleno verano, quedóse el amo estupefacto y exclamó: «¡Pero si estamos en pleno tammiz[33] y no es esta época de lluvias y tormentas!». «Ay, por Alá», replicó el pájaro, «con estos ojos he visto cuanto te ha dicho mi lengua». El hombre, pues, ignorante del ardid y sin olerse el engaño, fue presa de inmensa cólera y deduciendo que su esposa había sido acusada injustamente, alargó la mano y sacando al papagayo de la jaula lo arrojó contra el suelo con tal ímpetu que lo dejó muerto en el acto. Algunos días más tarde, una de sus esclavas le confesó toda la verdad[34], aunque no la creyó hasta que vio al joven turco salir de su alcoba; esgrimió entonces la espada[35] y le dio muerte de un tajo en el pescuezo y lo mismo hizo con la adúltera; y de este modo, ambos abrumados con el pecado mortal, fueron a parar al fuego eterno. Supo entonces el mercader que el papagayo le había dicho la verdad de cuanto había visto y afligióse de su pérdida con gran pesadumbre, cuando ya su aflicción de nada le servía.

El ministro, al escuchar las palabras del rey Yunán, replicó: «Oh monarca, encumbrado en dignidad, ¿qué daño le he hecho yo o qué perversidad he visto en él para maquinar su muerte? Nunca haría esto sino para servirte y pronto verás que es cierto; y si aceptas mi consejo te salvarás, en caso contrario perecerás, como le ocurrió al wazir que traicionó a su joven príncipe». El rey preguntó: «¿Cómo ocurrió eso?», y el ministro comenzó así:

Cuento del príncipe y la ogresa

Cierto rey que tenía un hijo sobremanera inclinado a la caza y a las carreras ordenó a uno de sus wazires que no se apartase de él dondequiera que fuese. Cierto día, el joven salió de caza acompañado por el ministro de su padre y conforme avanzaban juntos apareció ante su vista un animal salvaje. El wazir le gritó al hijo del rey: «¡Adelante, a por la noble presa!» Salió el príncipe en su persecución hasta perderse de vista y luego la pieza se perdió en la selva. Hallábase el príncipe desorientado y sin saber por qué camino regresar cuando he aquí que se encontró ante él una joven dama sumida en llanto. Preguntóle el hijo del rey: «¿Quién eres?», y ella respondió: «Soy hija de un rey de reyes de Hind y viajaba en una caravana por el desierto, me venció el sopor y me caí de mi montura inadvertidamente; he quedado separada de mi gente y me hallo penosamente aturdida.» El príncipe, al oír estas palabras, sintió gran compasión de ella y tras montarla a la grupa de su caballo siguieron viaje, hasta llegar a unas antiguas ruinas[36], momento en que la joven le dijo: «Oh mi amo, quisiera atender una demanda de la naturaleza». La depositó, pues, junto a las ruinas y tanto empezó a demorarse que, al cabo, el hijo del rey empezó a pensar que no hacía más que perder el tiempo; siguió tras ella sin ser advertido y hallóse con que era una ghúlah[37], que estaba diciéndole a su prole: «Oh retoños míos, hoy os traigo para cenar a un joven[38] hermoso y rollizo», a lo que ellos respondieron: «Tráenosle enseguida, madre, para atiborrarnos con él». El príncipe, al escuchar la conversación, túvose por muerto y le temblaron las ijadas de miedo, así que dio media vuelta y se dispuso a huir. Reapareció entonces la ghúlah y al verle presa de tan afligido pavor (pues todos los miembros le temblaban) exclamó: «¿De qué tienes miedo?», y él replicó: «He tropezado con un enemigo a quien temo en demasía». La ghúlah le preguntó: «¿No has dicho: Soy hijo de un rey?» y el joven contestó: «Eso nada cambia». Entonces ella dijo: «¿Por qué no le entregas a tu enemigo la cantidad de dinero precisa para complacerle?», y el joven dijo: «No va a quedar satisfecho con mi bolsa sino con mi vida; le temo mortalmente y me siento agobiado». A lo que ella replicó: «Si te hallas en tan gran zozobra como crees, invoca contra él la ayuda de Alá, que con toda seguridad te protegerá de su vileza y su perversidad a las que tanto temes». El príncipe entonces elevó su mirada al cielo y exclamó: «¡Oh Tú que respondiste al menesteroso cuando clamó a Tí y disipaste su zozobra! ¡Oh Dios mío, concédeme la victoria sobre mi enemigo y apártale de mí pues Tú eres el Todopoderoso sobre todas las cosas!» La ghúlah, al oír su plegaria, alejóse de él y el príncipe volvió a la casa de su padre y le contó lo sucedido con el wazir. Ordenó el rey que el ministro se presentara ante él y en el mismo lugar y hora le hizo matar. «De modo semejante, oh rey, si persistes en confiar en ese alquimista perecerás de la más horrible de las muertes. En verdad que aquel a quien has encumbrado y a quien has convertido en íntimo tuyo causará tu destrucción. ¿No has visto cómo ha sanado el mal de tu cuerpo mediante algo que tú has blandido con tu mano? ¡Asegúrate que no te destruya con algo asido de igual modo!» El rey Yunán replicó: «Dices verdad, wazir, bien podría suceder como sugieres, oh mi bien aconsejado ministro, y acaso este sabio ha venido a mí como espía con intención de matarme, pues ciertamente que si me ha curado mediante algo que he asido con la mano también puede matarme con alguna cosa que me dé a oler. Oh ministro, ¿qué debemos hacer con él?», y el wazir contestó: «Envía a por él en este mismo instante y requiérele a tu presencia y cuando venga hazle degollar y de este modo te verás libre de su iniquidad y búrlale antes de que él te burle a ti». «Nuevamente has hablado con justeza, oh wazir», dijo el rey, y a continuación hizo llamar al sabio, que acudió con ánimo placentero, pues no sabía lo que el Misericordioso había decretado para él; como dijo cierto poeta a modo de ilustración:

Oh tú que temes al Destino, sigue tu ruta sosegado; / Confíalo todo a Aquel que creó el mundo y aguarda.

Lo que el Destino dijo «Sé» por fuerza debe ser, oh mi señor; /Y a salvo estás de lo que el Destino no ha dispuesto.

El físico Dubán, al entrar, dirigióse al rey con estos versos:

Si me quedo corto en mi gratitud y no te doy las gracias día tras día,/ ¿Para quién he compuesto mi prosa y mi poesía, para quién mi palabra y mi canto?

Me has prodigado tus generosos dones antes de que yo los implorase, / Has prodigado las no solicitadas dádivas sin pretexto ni dilación.

¿Cómo recatarme en mis alabanzas a ti, cómo dejar de loar / Tu munificencia, ya en lo recóndito como en la más patente ostentación?

Aún más, siempre agradeceré tus mercedes, pues tus favores / Serán siempre ligeros para mi pensamiento y mi lengua por pesados que sean sobre mis hombros.

Y dijo aún más del mismo tenor:

¡Desecha el pesar y no te angusties, / Encomienda tus penurias al Destino y al Hado!

Disfruta plenamente del Presente / Y deja que el Pasado quede bien olvidado:

Pues todo aquello que acaso parezca lo peor / Engendrará tu ventura si Alá así lo quiere.

Alá hará cuanto desee / Y no te opongas a su voluntad.

Y aún más:

Todas las cosas terrenas confíalas al Único Sutil Omnisciente. / Despójate de todo cuanto te ata a lo mundano.

Aprende sabiamente que nada logras por tu voluntad. / Sino por la voluntad de Alá, Rey de reyes.

Y por último:

Feliz y dichoso, olvida todos tus pesares / El pesar ha consumido siempre los más sagaces corazones.

El juicio no es más que locura en el débil esclavo; / Evítalo y estarás a salvo por siempre.

Díjole el rey por toda respuesta: «¿Sabes por qué te he mandado llamar?», y el sabio replicó: «¡Sólo Alá el más Sublime conoce lo que está oculto!» Mas el rey continuó: «Te he mandado llamar para darte muerte y acabar contigo». El sabio Dubán quedó sobremanera atónito ante esta insólita alocución y preguntó: «Oh rey, por qué quieres darme muerte y qué mal te he hecho yo?», a lo que el rey replicó: «Mis hombres me han dicho que eres un espía enviado aquí con la intención de matarme; y ya ves, yo voy a darte muerte antes de que tú me la des a mí». Hizo luego entrar a su verdugo con la gran espada y le dijo: «Córtale la cabeza a este traidor y líbranos de sus perversas acciones». Pero el sabio le dijo: «Perdóname y Alá te perdonará; no me des muerte y Alá no te dará muerte a tí». Y le repitió esas mismas palabras, las que yo te he dicho a tí, oh efrit, pese a lo cual no querías dejarme ir y estabas decidido a darme muerte. Por su parte, el rey Yunán replicóle tan sólo: «No me sentiré a salvo si no es dándote muerte, pues del mismo modo que me curaste dándome una cosa que tomé en la mano no estaré seguro de que no me matarás mediante algo que me des a oler o por cualquier otro medio». A esto dijo el físico: «Así, pues, oh rey, esta es tu paga y tu recompensa; sólo devuelves mal por bien», y el rey replicó: «No hay remedio para tí; debes morir y sin demora». Cuando el físico estuvo convencido de que el rey iba a darle muerte sin más dilaciones rompió a llorar y deploró el bien que había hecho a quienes no lo merecían. Como ya alguien dijo a este respecto:

Carente de saber y talento es Maymunah[39], / Cuyo padre excede en saber a todos los talentos.

No debe el hombre andar por el lodo, el polvo y el barro / Si no es con gran aviso, pues en otro caso caerá y resbalará.

En esto apareció el verdugo con el alfange, vendó los ojos al sabio Dubán y desenvainó el acero y dijo al rey: «Con tu venia», mientras el médico lloraba y exclamaba: «Presérvame y Alá te preservará; no me des muerte y Alá no te dará muerte», y comenzó a recitar:

He sido benigno y no me he librado, otros fueron crueles y se vieron libres, / Mi benignidad sólo me condujo a la morada de la perdición.

Si sobrevivo, jamás seré benigno; si muero, malditos sean / Quienes sigan mi ejemplo y que su benignidad les traiga maldiciones.

«¿Es este», continuó Yubán, «todo el pago que obtengo de tí? Lo que me concedes se parece al regalo del cocodrilo», a lo que el rey dijo: «¿Qué historia es esa del cocodrilo?», y el médico replicó: «Me es imposible contártela en esta situación; que Alá sea contigo, guárdame, así como tú esperas que Alá te guarde». Y lloró con incontenible llanto. Entonces, uno de los favoritos del rey se puso en pie y dijo: «Oh rey, concédeme la sangre de este médico. Nunca le hemos visto cometer ofensa alguna hacia ti ni hacer otra cosa que sanarte de una enfermedad que había confundido a todos los físicos y hombres de ciencia». Y el rey a su vez: «Tú ignoras la causa de mi sentencia de muerte para este médico, y héla aquí: si le perdono me condeno a una muerte cierta, pues aquel que me curó de tal enfermedad mediante una cosa que tomé en mi mano es seguro que puede darme muerte mediante algo que vaya a mi nariz, y temo que me mate por dinero, pues lo más probable es que sea un espía cuyo único propósito al venir aquí ha sido maquinar mi destrucción. Así que no hay remedio: debe morir, y sólo así tendré a salvo mi propia vida». De nuevo exclamó Dubán: «Guárdame y Alá te guardará; y no me des muerte y Alá no te dará muerte». Mas todo era en vano. Entonces, oh efrit, cuando el médico tuvo por cierto que el rey iba a acabar con su vida, dijo: «Oh rey, si mi muerte es irremediable, concédeme algún tiempo para ir a mi casa a fin de cumplir ciertas obligaciones y dar instrucciones a mi gente y a los vecinos acerca del lugar donde han de enterrarme y repartir mis libros de medicina. Entre ellos hay uno, la más rara de las rarezas, que quiero ofrecerte como presente; consérvalo como un tesoro entre tus tesoros». «¿Qué hay en ese libro?», preguntó el rey, a lo que el sabio contestó: «Verdaderos arcanos, y el menor de sus secretos es que, si inmediatamente después de cortarme la cabeza abres tres hojas y lees tres líneas de la página que queda a tu izquierda mi cabeza hablará y responderá a cualquier pregunta que te dignes formular». Quedó el rey sobradamente maravillado y estremeciéndose[40] de gozo ante tal novedad dijo: «Oh físico, ¿de veras quieres decir que, después de que te haya cortado la cabeza, ésta hablará?» Respondió aquel: «Así es, oh rey», y el rey dijo: «¡En verdad que es algo sorprendente!», y de inmediato le envió a su casa estrechamente custodiado y Dubán atendió a sus quehaceres con prontitud. Al día siguiente llegóse a la sala de audiencias del rey, donde los emires y wazires, chambelanes y nababs, grandes y señores del estado se habían congregado, confiriendo al salón cortesano una alegría semejante a la de un jardín lleno de flores. Y he aquí que el médico se adelantó y plantóse ante el rey con un viejo y ajado volumen y un pequeño estuche de metal lleno de un polvillo como el que se utiliza para los ojos[41]. Sentóse luego y dijo: «Dadme una bandeja»; lo hicieron así y luego derramó el polvillo sobre aquella y lo extendió formando una fina capa y por último habló así: «Oh rey, toma este libro, pero no lo abras hasta que haya caído mi cabeza; colócala entonces sobre esta bandeja y haz que la aprieten contra el polvillo y en seguida la sangre dejará de manar. Entonces será el momento de abrir el libro». El rey tomó luego el libro e hizo una seña al verdugo, que se levantó y cortó la cabeza al médico y colocándola en medio de la bandeja la apretó sobre el polvillo. La sangre dejó de manar y el sabio Dubán abrió los ojos y dijo: «¡Abre ahora el libro, oh rey!». Hízolo así el rey y encontróse con que las hojas estaban pegadas, así que se llevó el dedo a los labios para humedecerlo, de modo que pudo pasar con facilidad la primera hoja y del mismo modo la segunda y la tercera, pasando cada hoja con gran esfuerzo; cuando ya había pasado seis hojas las miró y halló que nada había escrito en ellas y dijo: «¡Oh físico, nada hay escrito aquí!». Y Dubán respondió: «Pasa aún más», y el rey pasó otras tres del mismo modo. Ahora bien, el libro estaba envenenado y no pasó mucho tiempo antes de que el veneno penetrara en su organismo y le hiciera desplomarse en medio de violentas convulsiones y gritando: «¡El veneno ha hecho su efecto!». Entonces el sabio Dubán empezó a improvisar:

Muchos han gobernado con vil y tiránico imperio / Pero bien pronto pasaron como si nunca hubieran sido.

Así quedaron en paz con la justicia: han sido crueles / Y la Fortuna ha sido cruel con ellos, devolviéndoles anatema y ponzoña.

Y se eclipsaron como la mañana y la lengua de las cosas repite: / «Esto es a cambio de aquello, y no descargues tu rencor sobre los designios de la Fortuna.»

Apenas la voz cesó de hablar cuando el rey se desplomó muerto. «Quiero ahora, oh efrit, hacerte ver que si el rey Yunán hubiera preservado la vida al sabio Dubán, Alá se la hubiera preservado a él; pero se negó a ello y decretó la muerte del otro, por lo que Alá le dio muerte a él. Así también contigo, oh efrit; si me hubieras dispensado, Alá te habría dispensado a ti; pero nada te complacía más que mi muerte, de modo que yo te daré muerte a ti encerrándote en este jarrón y luego te arrojaré al mar». Entonces el marid rugió con estruendo: «¡Qué Alá sea contigo, oh pescador; no lo hagas! Perdóname y perdona mis pasadas acciones y así como he sido yo tiránico sé tú generoso, pues según el proverbio entre los conocidos proverbios: ‘Oh tú, que has hecho el bien a quien te hizo el mal, repara con largueza los desmanes del malhechor’ y no hagas conmigo lo que hizo Umanah con Atikah’»[42]. El pescador preguntó: «¿Qué pasó entre esas dos?», y el efrit respondió: «No es momento de contar historias y además yo me encuentro prisionero; pero déjame libre y te contaré ese relato». El pescador dijo: «Ya basta de palabrería; nada podrá evitar que te devuelva al mar y no habrá forma de que salgas de él por siempre jamás. En vano me puse bajo tu amparo[43] y me humillé en llanto, mientras que tú sólo te proponías matarme a mí, que no te había ofendido en modo alguno para merecer semejante trato; más bien, lejos de ofenderte con alguna aviesa acción, no procuré sino tu bien, liberándote de tu prisión. Ahora sé que eres un malvado al hacerme lo que me hiciste y sé que cuando te haya devuelto al mar pondré sobre aviso a cuantos pudieren pescarte de lo que me ha acontecido contigo y les aconsejaré que vuelvan a arrojarte al mar, para que mores bajo estas aguas hasta que la Consumación de los Tiempos te ponga fin». Pero el efrit gritó estentóreamente: «¡Déjame libre! Es esta una noble ocasión para la generosidad y haré contigo un pacto y una promesa de no hacerte daño alguno jamás; más aún, yo te ayudaré a poner fin a tu indigencia». Aceptó el pescador sus promesas respecto a ambos extremos y tras hacerle empeñar firmemente su palabra y pronunciar un solemne juramento por Alá el Más Grande procedió a abrir el receptáculo. Al instante se elevó la columna de humo hasta salir por completo; fue luego espesándose y una vez más convirtióse en un efrit de aspecto horripilante que de inmediato le pegó una patada a la vasija y la envió al mar volando. El pescador, al ver el trato que tocaba al recipiente, se tuvo por muerto seguro y se meó en sus ropas, diciéndose a sí mismo: «Este ha jurado en vano», pero hizo de tripas corazón y exclamó: «Oh efrit, Alá ha dicho[44]: ‛Cumple tus tratos, pues se te exigirá el cumplimiento de tus tratos’. Me has hecho un voto y has pronunciado un juramento de ser leal conmigo y así Alá será leal contigo, pues en verdad que es un dios celoso, que da tregua al pecador pero no le deja escapar. Te digo lo que le dijo el sabio Dubán al rey Yunán: ¡Guárdame y Alá te guardará!». El efrit rompió a reír y echo a andar a grandes zancadas, diciendo al pescador: «Sígueme»; y el hombre se echó a andar tras él a una prudente distancia (pues no estaba muy seguro de poder escapar) hasta que dejaron atrás los suburbios de la ciudad. Cruzaron luego unas tierras incultas y más allá de ellas se adentraron en un extenso páramo y he aquí que en mitad de él hallábase una laguna montaraz. El efrit se metió en las aguas hasta llegar al centro y ordenó al hombre que echara sus redes y sacara la pesca. El pescador contempló las aguas y se quedó atónito al ver en ellas peces de variados colores, blancos y rojos, azules y amarillos; no obstante, echó la red y al sacarla vio que había atrapado cuatro peces, uno de cada color. Congratulóse sobremanera por ello y más aún cuando el efrit le dijo: «Llévaselos al sultán y pónlos ante su presencia; lo que te diere luego hará de ti un hombre rico. Y ahora acepta mis excusas pues, por Alá, que no conozco en este momento ninguna otra manera de serte útil, toda vez que he permanecido en el mar durante dieciocho veces cien años y no he contemplado la faz de la tierra hasta hace una hora; pero es mi deseo que no pesques aquí más que una vez cada día». Luego, el efrit se despidió de él diciendo: «Alá quiera que volvamos a vernos»[45], y golpeó la tierra con un pie y el suelo se abrió y se lo tragó. El pescador, maravillado en extremo por cuanto le había sucedido con el efrit, tomó los peces y se encaminó a la ciudad y tan pronto como llegó a su casa llenó de agua un lebrillo de barro y los echó en él, con lo que los peces empezaron a agitarse y removerse. Se colocó luego el lebrillo sobre la cabeza y se encaminó al palacio del rey (tal como le había dicho el efrit) y depositó el pescado en su presencia y el rey quedó sobremanera maravillado al verlo, pues jamás en su vida había visto peces de aquella especie o traza. Dio, pues, esta orden: «Entregad este pescado a la esclava extranjera para que los cocine ahora mismo», refiriéndose a la joven sierva que el rey de Roum le había enviado tan sólo tres días antes, por lo que aún no había podido probar sus habilidades como cocinera. Así, pues, el wazir le llevó el pescado a la cocinera y le ordenó que los friera[46], diciendo: «Muchacha, el rey manda que te diga esto: Te he reservado, oh aflicción mía, para un día que sea muy especial; muéstranos, pues, en este día, tu delicada habilidad y tu sabroso cocinar, pues este plato de pescado es un regalo enviado al sultán y evidentemente una rareza». El wazir, tras hacerle puntualmente el encargo, volvió junto al rey, quien le ordenó que entregara cuatrocientos dinares al pescador. Así lo hizo y el hombre se los guardó en el seno y partió corriendo hacia su casa, dando tumbos, cayendo y levantándose y pensando que todo aquello era un sueño. Compró rápidamente todo lo que necesitaba su familia y finalmente llegó junto a su esposa radiante de alegría. Esto, en cuanto a él respecta, pues por lo que se refiere a la joven cocinera, tomo el pescado, lo limpió y lo puso en la sartén, untándolo con aceite, hasta que estuvo hecho por un lado. Los dio luego la vuelta y he aquí que la pared de la cocina se abrió de arriba a abajo y de ella surgió una joven de bellísimas formas y rostro ovalado, de una belleza perfecta, con los párpados ornados de kohl[47]. Su vestido era un velo de seda orlado con flecos y borlas azules; de cada oreja le colgaba un gran arete; un par de brazaletes adornaba sus muñecas; en sus manos veíanse anillos con engastes de gemas de incalculable valor y esgrimía en una mano una larga varilla de junco que introdujo en la sartén diciendo: «¡Oh pez, oh pez! ¿eres fiel a tu compromiso?» Al ver esta aparición la joven cocinera cayó desvanecida. La joven repitió sus palabras una segunda y una tercera vez, hasta que al cabo los peces alzaron la cabeza de la sartén y tras decir con voz articulada «¡Sí, sí!», comenzaron a recitar a un solo clamor:

¡Regresa y yo también regresaré! ¡Manténte fiel y yo también me mantendré! / ¡Y si gustosa desertas te daré el mismo pago hasta que nuestros llantos sean parejos!

Tras lo cual la joven volcó la sartén y se fue por donde había venido y la pared de la cocina se cerró tras ella. Cuando la cocinera volvió en sí vio que los cuatro peces estaban negros como el carbón y exclamando: «El asta se rompió al primer envite»[48], volvió a caer desmayada al suelo. Mientras se hallaba en este estado llegó el wazir a por los peces y al verla que yacía inerte e ignorante de lo ocurrido la empujó con el pie y dijo: «¡Lleva el pescado al sultán!». Recuperándose ya de su desmayo, echóse la joven a llorar y le informó de cuanto había ocurrido. Quedó el wazir sobremanera maravillado y exclamando: «¡Esto no es sino un asunto verdaderamente insólito!», envió a por el pescador y le dijo: «Oh pescador, es preciso que nos traigas cuatro peces como los que trajiste antes». Así, pues, el hombre regresó al pequeño lago y echó la red y al sacarla a tierra, ¡oh maravilla!, había en ella cuatro peces exactamente iguales que los primeros. Se los llevó presuroso al wazir, que a su vez llegóse con ellos a la cocinera y le dijo: «Levántate y fríe estos en mi presencia, de modo que pueda yo contemplar ese acontecimiento». La joven se levantó y limpió el pescado y lo puso en la sartén sobre el fuego; apenas había transcurrido un corto rato cuando la pared se abrió de arriba a abajo y apareció la joven con el mismo atuendo que antes y portando en la mano la vara que introdujo en la sartén nuevamente diciendo: «¡Oh pez, oh pez! ¿eres fiel a tu compromiso?». Y he aquí que los pescados levantaron la cabeza y repitieron: «¡Sí, sí!», y recitaron estos versos:

¡Regresa y yo también regresaré! ¡Manténte fiel y yo también me mantendré! / ¡Y si gustosa desertas te daré el mismo pago hasta que nuestros llantos sean parejos!

Después, la joven volcó la sartén con la varita y se fue por donde había llegado y la pared se cerró tras ella; entonces el wazir exclamó: «Esto es algo que no se le puede ocultar al rey». Así que fue y le contó a este lo que había sucedido, ante lo cual el rey dijo: «No hay más solución sino que yo vea eso con mis propios ojos». Envió luego a buscar al pescador y le ordenó que trajera otros cuatro peces como los primeros y que llevara con él a tres hombres como testigos. El pescador aportó el pescado inmediatamente y el rey, tras ordenar que le fueran entregadas cuatrocientas piezas de oro, se volvió hacia el wazir y le dijo: «¡Levanta y fríe aquí los peces, delante de mí!». El ministro, contestando: «¡Oír es obedecer!», ordenó que le llevaran la sartén, echó en ella el pescado ya limpio y lo puso sobre el fuego. Al poco, ¡oh maravilla!, la pared se abrió de arriba a abajo y surgió un esclavo negro del tamaño de una enorme roca o de un superviviente de la tribu Ad[49], portando en la mano una verde rama de árbol y con horrísonos gritos y terribles tonos dijo: «¡Oh pez, oh pez! ¿sois todos fieles a vuestro antiguo compromiso?», a lo cual los peces alzaron las cabezas de la sartén y dijeron: «¡Sí, sí!, somos fieles a nuestro voto» y nuevamente recitaron los versos:

¡Regresa y yo también regresaré! ¡Manténte fiel y yo también me mantendré! / ¡Y si gustosa desertas te daré el mismo pago hasta que nuestros llantos sean parejos!

Después, el gigante de ébano se acercó a la sartén y la volcó con la estaca y se fue por donde había llegado. Luego que se hubo desvanecido de la vista, examinó el rey el pescado y hallándolo negro y achicharrado como el carbón quedóse totalmente estupefacto y le dijo al wazir: «En verdad es este un asunto sobre el que no cabe el silencio y en cuanto a los peces es seguro que en alguna aventura maravillosa se hallan implicados». De modo que hízose traer al pescador y le interrogó diciendo: «¡Ignominia sobre ti, ciudadano! ¿De dónde proceden esos peces?», y el pescador contestó: «De un pequeño lago situado entre cuatro cumbres que se halla tras aquella montaña que se avista desde tu ciudad». Siguió el rey: «¿A cuántos días de marcha?», y el otro: «¡Oh sultán y señor nuestro, media hora a pie!». Admiróse el rey y ordenando de inmediato a sus hombres que se pusieran en marcha y a sus jinetes que montaran, puso al frente, marchando delante como guía, al pescador, que maldecía al efrit para sus adentros. Una vez que hubieron remontado la montaña descendieron hacia un gran desierto que no habían visto en toda su vida y el sultán y sus regocijados hombres se maravillaron sobremanera ante el claro que había entre las cuatro montañas y el lago y sus peces de cuatro colores, rojo y blanco, amarillo y azul. El rey plantóse lleno de asombro ante el lugar y preguntó a sus huestes y a todos los presentes: «¿Hay entre vosotros alguien que haya visto alguna vez antes de ahora esta masa de agua?», y todos respondieron: «¡Oh rey de los tiempos, jamás nuestros ojos se posaron sobre ella en todos nuestros días!». Preguntaron incluso a los más viejos habitantes que hallaron, hombres bien cargados de años, pero todos y cada uno replicaron: «Jamás vimos una laguna como esta en tal lugar». Así, pues, el rey dijo: «Por Alá que no regresaré a mi capital ni me sentaré en el trono de mis antepasados hasta saber la verdad acerca de este lago y de sus peces». Dio orden después a sus hombres de que desmontaran y vivaquearan por toda la montaña, lo cual hicieron aquellos. Llamó luego a su wazir, un ministro de gran experiencia, sagaz, de agudo ingenio y ducho en toda clase de asuntos, y le dijo: «Tengo intención de hacer cierta cosa de la que quiero informarte. Mi corazón me dice que me ponga en camino yo solo esta noche y desentrañe el misterio de este lago y de sus peces. Tú te sentarás a la puerta de mi tienda y dirás a los emires y wazires, nababs y chambelanes, en resumen, a todo el que te pregunte: ‘El sultán se encuentra indispuesto y me ha ordenado que no deje entrar a nadie’[50], y ten cuidado de que nadie se entere de mi propósito». El wazir nada pudo oponer. Luego el rey se cambió de ropas y ornamentos y terciándose la espada sobre el hombro avanzó por un sendero que ascendía uno de los montes y marchó todo el resto de la noche hasta que alboreó la mañana y no cesó de caminar hasta que el calor se le hizo agobiante. Descansó durante un rato tras la larga caminata y reemprendió la marcha poco después, viajando toda la segunda noche hasta el alba, momento en que súbitamente un punto negro apareció en la lejanía. Gran alborozo le produjo tal visión y se dijo a sí mismo: «Por fortuna, alguien habrá que me desvele el misterio del lago y sus peces». Acercóse rápidamente al objeto oscuro y halló que era un palacio construido con piedra negruzca y recubierto de hierro y en tanto una de las hojas de la puerta estaba abierta la otra se encontraba cerrada. Afianzóse el ánimo del rey al plantarse ante la puerta y llamó con un suave toque, mas como no oyó la menor respuesta dio un segundo golpe y un tercero, pero no hubo señal alguna. Golpeó entonces con todas sus fuerzas, mas ni aún así obtuvo respuesta, lo que le indujo a decir: «Sin duda está deshabitado». Así, pues, hizo acopio de valor y se lanzó audazmente a través de la puerta principal al interior del gran salón y una vez allí dijo a grandes voces: «¡Hola, gentes del palacio! ¿Tenéis alguna provisión de alimentos?». Repitió su pregón una segunda vez y una tercera pero ni aún así obtuvo respuesta, de modo que armándose de valor y con gran presencia de ánimo se introdujo por el vestíbulo hasta el mismo corazón del palacio sin hallar un ser viviente. Todo estaba revestido de seda tachonada de oro y los tapices colgaban sobre los vanos de las puertas. En el medio había un espacioso patio desde el cual veíanse cuatro aposentos abiertos, todos con sus altas gradas, un aposento enfrente de otro. Gracias a un amplio dosel quedaba el patio en sombra y en su centro había una fuente de surtidores con cuatro figuras de león en oro rojo que arrojaban por la boca un agua clara como las perlas y diáfana como las gemas. Había aves sueltas por todo el palacio y sobre ellos se extendía una red de hilo de oro que les impedía alejarse en su vuelo; en suma, había de todo excepto seres humanos. Quedó el rey sumamente maravillado ante todo aquello pero sintió tristeza en el corazón porque no hubiera quien le diese razón del desierto, el lago, los peces, las montañas y el propio palacio. Un instante después, apenas se hubo sentado bajo el umbral y sumídose en honda reflexión cuando se hizo presente una voz, como surgida de un corazón consumido de dolor, que entonaba estos versos:

Oculté cuánto sufrí por él[51], pero surgió a la luz / Y el sueño nocturno huyó de mis párpados y se trocó en noche desvelada.

¡Oh mundo! ¡Oh Destino! Contén tu mano y cesa en tu injuria y tu daño; / Mira y contempla mi desventurado espíritu en el dolor y el espanto.

¿No te mostrarás compasivo con la altiva juventud que se perdió en el sendero / Del Amor y cayó desde la riqueza y la fama hasta la más baja y vil ralea?

Celoso estaba yo del hálito del Céfiro cuando él como tú alentaba; / Pero cuando el Destino se abate ciega la humana visión[52].

¿Qué hará el desventurado arquero que, cuando afronta al enemigo / Y tensa su arco para disparar, la saeta halla su cuerda desaparejada?

Cuando la congoja y la inquietud tan pesadamente abruman a la juventud[53] de alma generosa, / ¿Cómo escapará a su Sino y a dónde podrá huir del Hado?

Cuando el rey oyó esta voz lastimera se puso en pie, y siguiendo su sonido halló un tapiz tendido sobre la puerta de uno de los aposentos; lo alzó y vio tras él a un joven sentado sobre un lecho situado a un codo de altura sobre el pavimento. Era de aspecto agradable, de bien formado cuerpo y elocuente en el ornato; su frente era como una blanca flor, rosa brillante sus mejillas y en una de ellas una peca como una mota de ámbar gris; incluso como dejó escrito el poeta:

Un joven de fina cintura por cuyos bucles y cejas / El mundo se reparte en luz y tinieblas. De toda la creación ni espectáculo más bello / Ni visión más insólita han captado tus ojos.

Una mota avellanada tiene asiento en el trono de su mejilla / Del más rosado púrpura, bajo un ojo de azabache[54].

Regocijóse el rey y le dirigió su saludo, mas el joven permaneció sentado con su caftán de seda púrpura con oro de Egipto y su corona tachonada de gemas de todas clases; su rostro, sin embargo, estaba triste, con las huellas del sufrimiento. Devolvió el saludo regio en la forma más ceremoniosa, y añadió: «Oh mi señor, tu dignidad exigiría que me levantase ante ti y mi solo valimiento es implorar tu perdón»[55], a lo que el rey dijo: «Estás excusado, oh joven; mírame pues como huésped tuyo, venido hasta aquí con un objetivo especial. Quisiera que me iluminaras con los secretos de ese lago y de sus peces, y de este palacio y de tu soledad en él, y de la causa de tus gemidos y lamentos». Al escuchar estas palabras el joven rompió a llorar con un inconsolable llanto[56], hasta que su seno quedó empapado con sus lágrimas y comenzó a recitar:

Dile a aquel que despreocupado duerme que, en tanto vuela el dardo de la Fortuna, / ¿Cuán bajo cae este mudable mundo y cuán alto se eleva?

Aun cuando tus ojos queden sellados por el sueño, los ojos del Todopoderoso no duermen. / ¿Quién ha encontrado siempre un tiempo propicio o al Hado bajo la misma apariencia?

Llegado a este punto exhaló un prolongado suspiro y siguió recitando:

Confía tus cuitas a El, el Señor que creó al hombre. / Desecha el lamento y la aflicción y cultiva el regocijo del ánimo.

No indagues en el pasado o en cómo y por qué llegó a pasar. / Todo lo humano es designio del Hado y del Destino.

Quedó el rey maravillado y le preguntó: «¿Qué es lo que te hace llorar, oh joven?», y este respondió: «¿Cómo no habría de llorar, siendo cual es mi situación?». Así diciendo alargó la mano y se levantó los faldones de la túnica y hete aquí que su mitad inferior, hasta los pies, tenía la consistencia de la piedra, mientras que desde el ombligo hasta el extremo de sus cabellos era un hombre. El rey, al ver cuál era su apuro, afligióse con sentida aflicción y lleno de compasión exclamó: «¡Ay de mí, ay de mí! En verdad, oh joven, que derramas dolor sobre mi dolor. Estaba decidido a preguntarte solamente por el misterio de los peces; ahora me siento tan impelido a conocer tu historia como la de aquellos. ¡Mas no hay Majestad y no hay Poder sino en Alá el Glorioso, el Grande![57] No pierdas tiempo, oh joven, y cuéntame enseguida toda tu historia». Y el joven dijo: «Ten prestas tus lágrimas, tu vista y tu discernimiento», y el rey: «¡Están todos a tu servicio!», por lo cual el joven comenzó: «En verdad que es portentosa y maravillosa mi vicisitud y la de esos peces, y si fuese grabada con buril en el rabillo del ojo sirviera de advertencia para todos los que deben ser advertidos». «¿Cómo es eso?», preguntó el rey, y el joven comenzó su relato.

Cuento del príncipe hechizado

Sabe, pues, oh mi señor, que antaño mi padre fue rey de esta ciudad y su nombre era Mahmud, declarado Señor de las Islas Negras y dueño de lo que hoy son esas cuatro montañas. Gobernó durante setenta años, tras los cuales fuese a la gracia del Señor y yo reiné en su lugar como sultán. Tomé por esposa a una prima mía, la hija de mi tío paterno[58] y a tal extremo me amaba que cuando yo me ausentaba no comía ni bebía hasta que no me veía de nuevo. Durante cinco años convivió conmigo, hasta cierto día en que fue al baño hammann y yo di orden al cocinero de que se apresurara a disponer todo lo necesario para nuestra cena. Entré luego en este mismo palacio y me tendí sobre el lecho en que solía dormir y di orden a dos de mis doncellas de que me abanicaran el rostro, la una sentada a mi cabecera y la otra a mis pies. Mas sentíame turbado e inquieto por la ausencia de mi esposa y no podía dormir, y aunque mis ojos estaban cerrados mi mente y mis pensamientos estaban bien despiertos. Al poco, oí a la esclava que estaba a mi cabecera decirle a la que estaba a mis pies: «¡Oh Masúdah, cuán digno de lástima es nuestro amo y cómo su juventud se echa a perder y cuán penoso que sea traicionado por nuestra ama, la execrable ramera!»[59], a lo que la otra replicó: «En verdad que sí. Alá maldiga a todas las mujeres infieles y adúlteras. Pero un amo como el nuestro, tan bellamente dotado merece algo mejor que esta ramera que duerme por ahí todas las noches». Entonces, la que se sentaba a mi cabecera dijo: «Y nuestro amo es mudo o es que sólo sabe hacer gorgoritos, pues que nada le pregunta», y la otra: «¡La ignominia sobre tí! ¿Habría de saber nuestro amo de sus correrías y se lo iba a permitir? No. Aún más: ¿acaso no le pone ella una droga en la copa que le ofrece todas las noches antes de dormir, no pone bangah[60] en ella? Así, se queda él dormido y no se entera de adónde va ella ni de lo que hace. Pero nosotras sabemos que, después de darle el vino drogado, se viste con sus mejores galas, se perfuma y se aleja de él y está fuera hasta el amanecer; retoma después a él y quema una tableta debajo de su nariz y despierta él de su sueño, en todo semejante a la muerte». Al escuchar las palabras de mis esclavas la luz se tornó en tinieblas ante mi vista y creí que la noche no llegaría nunca. A poco, llegó de los baños la hija de mi tío, nos prepararon la mesa y comimos, y luego nos quedamos su buena media hora sentados saboreando nuestro vino, como era nuestra costumbre inveterada. Después, pidió ella el vino especial que yo tenía la costumbre de beber antes de irme a dormir y me alargó la copa; pero, aparentando que lo bebía según mi rutina, derramé su contenido por mi pecho y luego, tumbándome, le hice ver que ya estaba dormido. Y entonces héte aquí que exclamó: «¡Duerme toda la noche y no despiertes jamás! ¡Por Alá que te aborrezco y aborrezco todo tu cuerpo; se llena mi alma de aversión por cohabitar contigo y no veo el momento en que Alá te arrebate la vida!». Se levantó luego y se puso sus mejores atavíos y perfumó su persona y se colgó al hombro mi espada, y abriendo las puertas del palacio se fue por su funesto camino. Apenas abandonó el palacio me levanté y la seguí. Fue caminando por las calles hasta llegar a la puerta de la ciudad, donde pronunció unas palabras que no entendí, y los cerrojos saltaron como si estuvieran rotos y las puertas se abrieron. Continuó (y yo tras ella sin que lo advirtiera) hasta llegar por fin a los montículos exteriores[61] y a una valla de cañas que rodeaba una cabaña de adobes con el tejado abovedado. Al entrar ella me encaramé al tejado, desde donde podía contemplarse el interior. Y, ¡oh dolor!, mi hermosa prima había ido a entrar en la morada de un repugnante esclavo negro cuyo labio superior era como la tapa de una olla y cuyo labio inferior era como la propia olla abierta, labios que podían barrer la arena del suelo de la cabaña. Era además leproso y paralítico y yacía sobre un montón de paja de caña y se envolvía con una vieja manta y los más inmundos pingos y harapos. Besó ella el suelo delante de él, que levantó la cabeza para verla y dijo: «¡Así te condenes! ¿Cómo has estado por ahí tanto tiempo? Han estado aquí mis hermanos negros, han bebido vino y han poseído a sus amigas y yo no he tenido el gusto de beber a causa de tu ausencia». Y ella replicó: «¡Oh mi señor, amor de mi corazón y frescor de mis ojos![62] ¿no sabías que estoy casada con mi primo, cuya sola imagen aborrezco y en cuya compañía me odio a mí misma? Y si no temiera por ti no permitiría que se levantaran los primeros rayos del sol sin convertir su ciudad en un montón de ruinas sobre el que graznaran los cuervos, ulularan las lechuzas y campasen a sus anchas los chacales y los lobos, y más aún, habría trasladado sus piedras hasta el otro lado del Monte Kaf»[63]. El esclavo replicó: «¡Mientes, condenada! Juro por el valor y el honor de los hombres de color negro (y no pienses que nuestra virilidad es como la mísera virilidad de los hombres blancos) que si de hoy en adelante estás fuera hasta esta hora no seguiré en tu compañía ni uniré mi cuerpo con el tuyo ni te magrearé ni te tocaré el pandero. ¿Eres traidora y desleal con nosotros, trasto inservible, con nosotros que podemos satisfacer tu sucia lascivia? ¡Apestosa! ¡Perra! ¡La más vil de las mujeres blancas!» Al oír aquellas palabras y ver con mis propios ojos lo que ocurría entre aquellos dos infames el mundo se oscureció ante mi vista y mi alma no supo dónde se hallaba. Pero mi esposa se levantó humildemente, envuelta en llanto, y haciéndole arrumacos al esclavo le dijo: «¡Oh amado mío!, fruto genuino de mi corazón, no me queda más consuelo que tu amado ser y si tú me arrojas de tí ¿quién me acogerá, oh amado mío, oh luz de mis ojos?». Y no cesó de llorar y de humillarse ante él hasta que el negro se dignó reconciliarse con ella. Se puso entonces muy contenta, se levantó y se quitó la ropa, incluso las enaguas, y dijo: «Oh mi dueño, ¿qué tienes de comida para tu sierva?» «Destapa la palangana», gruñó él, «y encontrarás los huesos socarrados de unas ratas que nos hemos comido; cógelos y luego ve a esa escupidera, en la que encontrarás unos restos de cerveza[64] que puedes beberte». Comió y bebió ella y se lavó las manos y fue a acostarse junto al esclavo, sobre el bagazo, completamente desnuda y se deslizó a su lado bajo aquellos inmundos cobertores y harapos. Al ver a mi esposa, mi prima, la hija de mi tío, hacer tal cosa[65], perdí el control por completo y bajando del tejado de un salto entré y cogí la espada que había llevado ella consigo y la desenvainé, decidido a hundirla en ambos. Primero le di en el cuello al esclavo y tuve por cierto que le había llegado la hora de su muerte, pues exhaló un fuerte y silbante gemido ¡pero sólo había cortado la piel, la carne de la garganta y las dos arterias! A esto se despertó la hija de mi tío, así que envainé la espada y regresé a la ciudad, y ya de vuelta en mi palacio me acosté en mi lecho y dormí hasta por la mañana, en que me despertó mi esposa y vi que se había cortado el cabello y vestía ropas de luto.

Me dijo: «¡Oh hijo de mi tío!, no me reproches lo que hago. Acabo de saber que mi madre ha muerto y que a mi padre le han matado en la guerra santa y que, de mis hermanos, uno ha perdido a su esposa a causa de la mordedura de una serpiente y el otro cayendo por un precipicio; y yo no puedo ni debo hacer otra cosa que llorar y lamentarme». Al oír sus palabras contuve cualquier reproche y solamente dije: «Haz lo que te plazca; no voy a contrariarte, desde luego». Siguió ella doliéndose, llorando y lamentándose durante un año entero, desde el principio de su órbita hasta su fin, y cuando se cumplió me dijo: «Quisiera construirme en tu palacio un mausoleo con una cúpula que reservaré para mi duelo y que llamaré la Casa de las Lamentaciones»[66]. De nuevo le dije: «¡Haz lo que te plazca!». Erigió entonces un cenotafio en el que llevar su duelo y en su centro levantó una cúpula bajo la cual aparecía una tumba como el sepulcro de un santón. Trasladó y alojó allí al esclavo. Hallábase este extremadamente débil a causa de la herida y era incapaz de cumplir con ella su servicio amoroso. Tan sólo podía beber vino y desde el día en que fuera herido no había pronunciado una sola palabra, pero seguía vivo, porque aún no había llegado su hora[67]. Todos los días, por la mañana y por la tarde, mi esposa llegábase al mausoleo y lloraba y gemía sobre el esclavo y le daba vino y sabrosos caldos y no dejó de hacer esto durante un segundo año. Yo lo sobrellevé pacientemente y me hice el desentendido. Un día, sin embargo, entré allí sin que ella lo advirtiera y la encontré llorando y golpeándose el rostro y gritando: «¿Por qué estás lejos de mi vista, oh deleite de mi corazón? ¡Háblame, vida mía! ¡Díme algo, amor mío!». Y luego recitó estos versos:

Por más que tu amor agote mi paciencia y pese a tu olvido / No puedo yo olvidar ni puede mi corazón dar réplica a otro amor.

Llévate mi cuerpo, llévate mi alma a doquiera que vayas / Y allí donde asientes tu campamento haz que mi cuerpo yazga enterrado.

Grita mi nombre sobre mi tumba y una respuesta habrá: / El lamento de mis huesos será la réplica a tu grito[68].

Y luego recitó mientras lloraba amargamente:

Deleitoso para mí es el día en que te acercas / Y me espanta el día en que te alejas.

Aunque tiemblo la noche entera por cruel temor a la muerte / Cuando te tengo en mis brazos me siento libre de toda inquietud.

Y una vez más comenzó a recitar:

Aun cuando una mañana despertara con toda la felicidad en mis manos, / Aun cuando todo el mundo fuese uno y reinase como los reyes Kisra,[69]

Valen para mí lo que las alas de un mosquito / Si no alcanzo a ver tus formas, si en vano te busco.

Al cesar por un momento sus palabras y su llanto le dije: «Oh prima mía, cesa ya en este tu duelo, que ya es suficiente, pues no hay provecho alguno en seguir derramando lágrimas». «¡No me contraríes», respondió, «en nada de cuanto hago o atentaré contra mí misma!». Así que me aparté y dejé que siguiera haciendo su voluntad y no cesó de llorar, extremar y dar rienda suelta a su aflicción durante otro año más. Al concluir el tercer año comencé a estar cansado de este largo duelo y un día ocurrió que entré en el cenotafio molesto y airado por algún asunto que me había contrariado y al pronto la oí decir: «¡Oh mi señor, nunca te he oído concederme una sola palabra! ¿Por qué no me contestas, dueño mío?», y empezó a recitar:

¡Oh tumba, oh tumba! ¿ha de quedar en la sombra su belleza? / ¿Has cubierto tú de tinieblas ese rostro resplandeciente cual la luna?

¡Oh tumba! Ni la tierra ni aún el cielo son para mí / ¿Cómo, pues, ha acaecido que en tí se conjuguen mi sol y mi luna?

Al escuchar tales versos la cólera montó sobre mi cólera y en alta voz exclamé: «¡Ya está bien! ¿Cuánto va a durar esta aflicción?», y empecé a recitar:

¡Oh tumba, oh tumba! ¿Han de continuar sus honras como una plaga? / ¿Has cubierto de tinieblas su rostro, que apestó el alma?

¡Oh tumba! Ni las cloacas ni los baldes son para mí / ¿Cómo, pues, ha acaecido que en tí se conjuguen el estiércol y la escoria?

Al oír mis palabras se levantó de un salto gritando: «¡Caiga sobre tí la ignominia, perro! ¡Esta es tu obra! ¡Has herido al adorado de mi corazón y con ello causado mi infortunio y has echado a perder su juventud, pues estos tres años los ha pasado en cama más muerto que vivo!». Lleno de cólera grite: «¡Oh tú, la más repugnante de las meretrices, la más inmunda de las rameras que jamás haya sido poseída por esclavos negros alquilados[70] para la ocasión! Sí, en verdad fui yo quien realizó esa buena acción». Y tomando mi espada la blandí y me lancé hacia ella con intención de darla una estocada. Pero ella se rió de mis palabras y de mi intento de escarnecerla y gritó: «¡A cuatro patas, ya que eres un perro! ¡Ay[71], ya que el pasado no volverá a transcurrir, que nadie saque provecho de haber causado la muerte! En verdad que Alá ha puesto en mis manos al que me hizo esto, una acción que ha hecho arder mi corazón con un fuego que no se ha extinguido y una llama que no puede apagarse». Luego se puso en pie y pronunciando unas palabras que me resultaron ininteligibles dijo: «En virtud de mi nigromancia, conviértete en mitad piedra y mitad hombre, al igual que yo me he convertido en lo que ves, incapaz de levantarte o sentarte, ni muerto ni vivo». Y aún más, hechizó a toda la ciudad con todas sus calles y sus sendas y mediante sus artes de hechicería convirtió a las cuatro islas en cuatro montañas en torno al lago por el que me has preguntado. Y a los ciudadanos, que eran de cuatro fés diferentes, musulmanes, nazarenos, judíos y magos, los transformó por arte de sus encantamientos en peces; los musulmanes son los blancos; los magos, rojos; los nazarenos, azules y los judíos los amarillos[72]. Y todos los días me tortura y me azota con cien flagelos, cada uno de los cuales me hace brotar ríos de sangre y arranca la piel de mi espalda a tiras y al terminar me tapa la mitad superior de mi cuerpo con una tela de crin y luego me echa sobre ella estos ropajes. En este punto el joven hizo correr las lágrimas de nuevo y comenzó a recitar:

Pacientemente, oh Dios mío, soporto mi suerte y mi Destino. / Sobrellevaré Tu voluntad cualquiera que sea mi condición.

Me oprimen, me torturan, hacen de mi vida un infortunio / Pero felizmente la beatitud del Paraíso compensará mi congoja.

Sí, acongojada está mi vida por el tósigo y el odio de mis enemigos / Pero Mustafá y Murtazá[73] me abrirán las puertas del Paraíso.

Entonces el sultán se volvió hacia el joven príncipe y le dijo: «Oh joven, has removido un dolor sólo para añadirle otro dolor; pero, amigo mío, ¿dónde está ella? ¿Y dónde está el mausoleo bajo el que yace el esclavo herido?». «El esclavo yace bajo aquella cúpula», dijo el joven, «y ella está sentada en el aposento que hay frente a aquella puerta. Todos los días se presenta al amanecer y primero me flagela y me azota cien veces con el flagelo de cuero y lloro y me desgañito, pero no tengo fuerzas en los miembros inferiores para alejarme de ella. Cuando termina de atormentarme visita al esclavo, al que trae vino y carne asada; mañana temprano estará aquí». El rey dijo: «Por Alá, oh joven, que con toda seguridad voy a hacer por tí una proeza que el mundo no olvidará fácilmente, una acción tan temeraria que las crónicas proclamarán mucho tiempo después de mi muerte y tránsito». Sentóse luego el rey junto al joven príncipe y habló con él hasta que cayó la noche, en que se tumbó y quedóse dormido. Pero tan pronto como asomó la falsa aurora[74] se levantó y despojándose de sus vestiduras exteriores[75] desenvainó la espada y se encaminó con premura al lugar donde yacía el esclavo. Advirtió entonces los cirios y las lámparas encendidas y el perfume del incienso y los ungüentos y guiado por ellos llegó hasta el esclavo y le dio una estocada dejándole muerto en el sitio, tras lo cual se lo cargó en un hombro y lo arrojó a un pozo que había en el palacio. Volvió al instante y tras vestirse con los atavíos del esclavo se tumbó cuan largo era en el mausoleo con la espada desnuda a su lado y al alcance de la mano. Al cabo de una hora poco más o menos llegó la perversa hechicera y dirigiéndose primeramente hacia su marido, se desnudó y con un látigo le azotó cruelmente, en tanto él gritaba: «¡Ah! ¡Basta ya de hacerme esto! ¡Ten piedad de mí, prima mía!». Mas ella replicó: «¿Tuviste tú piedad de mí y preservaste la vida de mi amado, a quien yo tanto amaba?». Colocó luego el cilicio sobre la llagada y sangrante espalda del joven, le arrojó sus ropas encima y fuése hacia el esclavo con una copa de vino y un cuenco de caldo de carne en las manos. Entró bajo la cúpula llorando y gimiendo: «¡Ay de mí!», y exclamando: «¡Oh mi señor, dime una palabra! ¡Oh mi amo! ¡Háblame un poco!», y luego empezó a recitar estos versos:

¿Cuánto tiempo ha de durar este rigor, este desamor? / ¿No té basta el torrente de lágrimas que ya has contemplado?

Deliberadamente prolongas nuestra separación / Aun cuando así complacerías a mi enemigo. ¡Estarás satisfecho!

Volvió luego a romper en llanto y dijo: «¡Oh mi señor! ¡Háblame! ¡Díme algo!». Enronqueció el rey su voz y revolviendo la lengua habló al modo de los negros y dijo: «¡Ay de mí, ay de mí! ¡No hay Majestad y no hay Poder sino en Alá, el Glorioso, el Grande!». Al oír ella estas palabras gritó de gozo y cayó al suelo desmayada y cuando volvió en sí inquirió: «Oh mi señor, ¿es cierto que puedes hablar?», y el rey, haciendo que su voz sonara débil y desmayada, respondió: «¡Ah muchacha! ¿Mereces acaso que te dirija la palabra y que hable contigo?» «¿Por qué y por cuál motivo?», replicó ella; y aquel contestó: «El motivo es que todo el santo día estás atormentando a tu maridito, que continuamente está clamando al cielo que le ayude, hasta hacerme el sueño imposible incluso entre el atardecer y el alba, y ruega y maldice renegando de los dos, de ti y de mí, causándome desasosiego y gran molestia; si no fuera por eso hace tiempo que habría recuperado la salud y eso es lo que me impide responderte». Entonces dijo ella: «Con tu permiso le libraré del hechizo», a lo que el rey replicó: «Libérale y descansemos un poco». «Oír es obedecer», exclamó ella, y llegándose al palacio tomó una vasija de metal y la llenó de agua y pronunció sobre ella unas palabras que hicieron gorgotear su contenido y hervir como un caldero puesto al fuego. Roció con él a su marido, diciendo: «En virtud de las formidables palabras que he pronunciado, por cuanto quedaste en este estado a causa de mis conjuros, retorna de esta forma a tu propia hechura original». Y he aquí que el joven sufrió unas convulsiones y unos temblores, se enderezó luego sobre sus pies y gozándose de su liberación exclamó a grandes voces: «¡Proclamo que no hay más dios que el Dios y que en verdad Mahoma es Su apóstol, a quien Alá bendiga y guarde!». Díjole entonces la mujer: «Vete y no vuelvas por aquí, pues si lo haces ten por seguro que te daré muerte», voceándole estas palabras en su cara. Así que el joven se marchó y la mujer volvió a la cúpula y bajando al sepulcro dijo: «Oh mi señor, ven a mí que pueda contemplar tu hermosura». El rey respondió con palabras tenues y graves: «¿Qué[76] has hecho? ¡Me has librado de la rama pero no de la raíz!», y ella replicó: «¡Cariño mío, mi negrote! ¿Cuál es la raíz?». Y el rey repuso: «La ignominia sobre ti, oh mocita mía! Las gentes de esta ciudad y de las cuatro islas, mediada que está cada noche, alzan las cabezas en los estanques donde las tienes convertidas en peces y claman a los cielos y desatan su cólera sobre ti y sobre mí y esta es la razón por la que mi cuerpo no puede recobrar la salud. Ve inmediatamente y libéralos; vuelve luego a mí y levántame, pues ya me vienen algunas fuerzas». Al oír las palabras del rey (y ella aún le tomaba por el esclavo) la mujer exclamó llena de gozo: «¡Oh dueño mío, tus órdenes están en mi mente y en mis manos! ¡Bismilláh!»[77]. Seguidamente se enderezó sobre sus pies y llena de gozo y alegría corrió hasta el lago, tomó un poco de agua en la palma de su mano y pronunció sobre ella incomprensibles palabras. Los peces alzaron la cabeza y al instante se irguieron como hombres, al haberse conjurado el hechizo que pesaba sobre las gentes de la ciudad. El mismo lago convirtióse nuevamente en una populosa ciudad, donde los bazares aparecían abarrotados de gentes que compraban y vendían; los ciudadanos se ocupaban cada uno de sus propios oficios y las cuatro montañas se tornaron en islas, tal y como fueran otrora. Entonces, la joven, la malvada hechicera, regresó a donde estaba el rey (creyendo aún que era el negro) y le dijo: «¡Oh amor mío, alárgame tu venerable mano para que te ayude a levantarte!». «Acércate más a mí», dijo el rey en tono desmayado y fingido. Acercóse ella como para abrazarle y entonces el rey tomó la espada que se hallaba a su lado y la hirió en el pecho de tal modo que la punta asomó por su espalda como un relámpago. Luego volvió a golpearla una segunda vez y la partió en dos y la arrojó al suelo en dos mitades. Después de lo cual partióse de allí y halló al joven, liberado ya del hechizo, esperándole. Mucho se congratuló el rey por su feliz liberación, en tanto el príncipe le besaba las manos con profundo agradecimiento. Díjole el rey: «¿Quieres quedarte en esta ciudad o quieres venir conmigo a mi capital?», y el joven respondió: «Oh rey de los tiempos, ¿no sabes el viaje que hay entre ti y tu ciudad?». «Dos días y medio», replicó aquel, por lo que el otro añadió: «¡Si estás dormido, oh rey, despierta! Entre ti y tu ciudad hay un año de marcha para un buen andarín y tú no llegaste hasta aquí en dos días y medio sino porque la ciudad estaba bajo el hechizo. Y yo, oh rey, nunca me separaré de ti; no, ni por un instante». Felicitóse el rey al oír estas palabras y dijo: «¡Gracias le sean dadas a Alá, que te me ha otorgado! Desde esta misma hora eres mi hijo, mi único hijo, pues en toda mi vida jamás fui bendecido con una progenie». Abrazáronse, pues, y regocijáronse sobremanera y una vez llegados al palacio el príncipe informó a sus nobles y grandes de que se disponía a visitar los Santos Lugares como peregrino y ordenóles que tuvieran todo dispuesto para la ocasión. Diez días duraron los preparativos, al término de los cuales se puso en marcha con el sultán, cuyo corazón ardía de anhelo por su ciudad, de la que había estado ausente doce meses completos. Viajaban con una escolta de mamelucos[78] que portaban toda clase de preciosos regalos y curiosidades, y viajaron día y noche durante un año entero, hasta que se encontraron muy próximos a la capital del sultán y entonces enviaron mensajeros que anunciaran su llegada. El wazir y todo su ejército salieron a recibirle con gozo y alegría, pues ya habían perdido toda esperanza de volver a ver a su rey, y las tropas besaron el suelo ante él y le felicitaron por hallarse a salvo. Entró el rey y tomó asiento en su trono y el ministro presentóse ante él y cuando supo todo lo sucedido al joven príncipe se congratuló de su apurada liberación. Una vez restaurado el orden en sus estados, el rey distribuyó dádivas a muchos de sus súbditos y le dijo al wazir: «¡Que venga aquí el pescador que nos trajo los peces!». Así, pues, envió a por el hombre que había sido la causa primera de que la ciudad y los ciudadanos se libraran del encantamiento y cuando llegó ante su presencia el sultán le regaló una túnica de gala y le interrogó acerca de sus circunstancias y si tenía hijos. El pescador le hizo saber que tenía dos hijas y un hijo, por lo que el rey les hizo llamar, tomó a una de las hijas por esposa, dio la otra al joven príncipe y al hijo le hizo su tesorero. Y aún más: invistió a su wazir con el sultanato de la Ciudad de las Islas Negras, otrora perteneciente al joven príncipe, y le envió con una escolta de cincuenta esclavos armados, así como con vestiduras de gala para todos los emires y grandes. El wazir le besó las manos y partió. El sultán y el príncipe quedáronse en su hogar con todo el deleite y el solaz de la vida y el pescador se convirtió en el hombre más rico de su tiempo y sus hijas vivieron casadas con los reyes hasta que les llegó la hora de la muerte.