28

En cuanto el trío terminaba su actuación, el pianista se acercaba al micrófono y decía:

—Y ahora les presento a alguien que no sólo les hará gracia, sino que les caerá en gracia. La nueva estrella del humor de Detroit: ¡Debbie Dewey!

A Debbie le recordaba la voz de aburrimiento que en M.A.S.H. anunciaba por los altavoces la película de la noche y resumía el argumento. La primera vez que el pianista la presentó, ella le dijo al terminar la actuación:

—Carlyle, yo no quiero caerle en gracia a nadie.

—Ya lo sé, encanto —respondió Carlyle—. Pero éste es el único local de la ciudad donde podemos actuar, ¿entiendes? Por tonto que sea, el jefe me dice lo que tengo que decir, y yo lo digo.

El cabrón de Randy, dijo Debbie para sus adentros.

—Bueno, ¿te importaría no poner esa voz de aburrimiento?

—El jefe me ha dicho que hable de manera elegante, lo cual para él significa comedido y para nosotros, como tú bien dices, a-bu-rri-do.

La reunión en la que se había decidido todo le recordaba a Debbie a la lectura de un veredicto. Fue Vito Genoa el encargado de hablar con Randy.

—Tony quiere que ella trabaje aquí tres noches por semana.

Randy respondió en su tono habitual:

—Yo no llevo un teatro de variedades. Esto es un restaurante de cuatro tenedores.

—Tiene que pagarle cinco mil semanales durante un mínimo de diez semanas. Luego puede hacer lo que le dé la gana.

—¿Que le pague cincuenta mil dólares? —exclamó Randy—. ¿Después de todo lo que le he dado ya?

—Son cinco mil semanales, pero puede deducirlos —explicó Vito—. Además durante estas diez semanas no tendrá que pagar la comisión por las chicas. Tony se la perdona.

—Me encantaría saber qué ve en ella —comentó Randy.

—¿Y si me niego a actuar? —preguntó Debbie, que estaba sentada debajo de la fotografía de Soupy Sales.

Vito la miró y dijo:

—Si es lista, mantenga la boca callada hasta que se le ocurra algo divertido que decir. —Luego se volvió de nuevo hacia Randy—. ¿Dónde está el Chucho?

—No lo he visto. Debe de haberse marchado.

—¿Ha encontrado su coche?

—Todavía no.

—Creo que se cargó a Vincent y luego se largó con su Cadillac. ¿Usted qué cree?

—He aprendido a no hacer conjeturas sobre él —respondió Randy—. Cuando se trata del Chucho, cabe esperar cualquier cosa.

El Chucho llamó a Randy desde Ohio y le dijo:

—¿Sabe quién soy? Yo. No quiero hablar mucho por teléfono. Me cargué a uno, pero no al otro, porque no cobró su dinero. Y no fui a cobrar lo que usted ya sabe porque preferí quedarme con el coche.

—Pero si vale tres veces más de lo que te debo —repuso Randy.

—No importa, tiene seguro, ¿no? Lo que necesito son los papeles para cuando vaya a venderlo. Mándemelos al parque de atracciones de Cedar Point. Voy a estar aquí trabajando una temporada. Oiga, ¿sabía que tienen unos aparatos estupendos?: el Secuestrador, la Mantis y la montaña rusa. Y también el Dragón de Acero y el Precipicio Infernal…

Debbie llamó a Tony y le explicó lo ocurrido entre gimoteos:

—Se me presenta por fin la oportunidad de mi vida, y él va y me pega el palo. Un cura…

—Creo que lo que me está diciendo —respondió Tony— es que usted intentó joderle. El problema es que ese cura católico la conoce mejor que usted a él y le ha dado un escarmiento. No ha prestado la atención suficiente.

—¿No va a hacer nada?

—¿Qué quiere que haga? ¿Mandar a uno de los chicos a África? Es su dinero, chiquilla, no el mío.

—Tony, no está en África. Que le comprara el billete no significa… Es el último lugar al que iría. No me sorprendería recibir un día una llamada de París o del sur de Francia y oír una voz conocida que me dijera…

—No me diga que le convenció para que colgara los hábitos. ¿O es que no era sacerdote?

Debbie guardó silencio.

—No quiero saber nada sobre este asunto, ¿me entiende? No quiero que me cuente nada al respecto.

—Era una manera de hablar —explicó Debbie con una voz suave y contrita a la que recurría de vez en cuando—. Se lo oculté, él encontró el cheque y me llevé mi merecido. —Luego dijo a su pesar—: Por lo menos podrá ayudar a los huérfanos con el dinero.

—Entonces está calumniándolo porque está cabreada, porque le revienta haber salido perdiendo. ¿No es eso?

—Lo siento, lo siento de veras…

—¿Quiere ir a buscarlo? ¿Quiere ir a África y pillar una puta enfermedad de la que nunca ha oído hablar?

—Lo superaré.

—Igual facilitaría las cosas si tuviera un contrato de diez semanas por, pongamos, cinco mil semanales. Así recuperaría una parte.

—No tengo el nombre para pedir esa cantidad ni de lejos.

—Yo sí —dijo Tony.

Debbie dejó de gimotear.

—¿Podría hacerlo?

—¿Lo propondría si no pudiera?

Esta vez Debbie no preguntó si había gato encerrado.

El pianista del trío se acercó al micrófono y dijo:

—Y ahora les presento a alguien que no sólo les hará gracia, sino que les caerá en gracia. —Y con un poquito más de chispa, añadió—: La nueva estrella del humor fino de Detroit: ¡Debbie Dewey!

Debbie apareció por el pasillo del fondo, subió a la tarima con su uniforme de presidiarla de talla extra grande y sus botas de trabajo, y dirigió la mirada hacia los manteles blancos y los clientes que podían pagar los precios que pedía Randy.

Era un público educado, paciente.

Bueno, vamos allá, se dijo.

—Por favor, que levante la mano quien haya estado alguna vez en la cárcel. No estoy hablando de una noche en comisaría. Me refiero a una condena como Dios manda. —Debbie se puso la mano abierta encima de los ojos y recorrió el comedor con la mirada—. ¿A nadie le han pillado en el aeropuerto con drogas? ¿Nunca han vuelto a casa de algún lugar molón, han visto al perrillo ese, Snoopy, curioseando entre sus maletas, y han pensado: «Joder, espero que ese perro de mierda no le vaya a la pasma con el soplo.»?

El público reaccionó bien. Quería que ella supiera que era gente enrollada.

—Ya veo que soy la única persona en la sala que ha estado en el talego. Me cayeron casi tres años por agresión con resultado de lesiones.

Debbie dirigió la mirada a Randy, que se encontraba en la barra, y le dedicó el siguiente chiste:

—Cuando iba a Florida a visitar a mi madre, me encontré casualmente con mi ex marido y me lo cepillé… con un Ford Escort. Pocas lesiones se pueden causar con un Ford Escort, pero el caso es que sirvió, porque se pasó varios meses con el cuerpo escayolado.

Se volvió de nuevo hacia el público, los manteles blancos y las caras. Algunas estaban sonriendo.

—Cuando les cuente lo víbora que era, comprenderán por qué hubiera preferido ir en un camión de dieciocho ruedas cargado de chatarra. Atención, chicas: si un tío que tiene un murciélago en casa o a veces se hace pasar por cura os dice que le gustaría quedar con vosotras, decidle que estáis muy ocupadas. Lo primero que me dijo él en un elegante banquete de bodas al que más adelante descubrí que no estaba invitado fue…

Chantelle miró por la mosquitera de la puerta y vio a Laurent, el oficial del ejército patriótico ruandés, con la boina debajo del brazo, y a Terry con las manos en los bolsillos de su pantalón corto color caqui. Estaban en el patio, hablando, apoyándose ora en un pie ora en otro. Se fijaban en la iglesia vacía, volvían a hablar y miraban a lo lejos, hacia la plantación de té. La pendiente verde estaba oscura a aquella hora del día, la hora del señor Walker. Pero ellos no paraban de hablar, y Terry no entraba en casa a buscar la botella para el invitado. Estarían tratándose como caballeros, aunque cada uno debía de preguntarse qué hacía el otro allí. Era como ver una película muda, pero imaginándose de qué estaban hablando los personajes. Uno le estaría diciendo al otro que se alegraba de verlo. No, no había ninguna novedad. Sí, los de la iglesia estaban enterrados…

Chantelle esperó a que Laurent le estrechase otra vez la mano a Terry, se pusiera la boina, subiese al Land Cruise, hiciera un gesto de despedida y se alejase. Luego abrió la mosquitera con el pie y, sujetando la botella de Johnnie Walker con el muñón, sacó los vasos y el cuenco de hielos en una bandeja. Creía que apretar la botella de ese modo era un buen ejercicio y que iba a utilizar ese músculo muchas veces más, y también pensaba que la mujer sabía cosas que el hombre al parecer desconocía.

—¿Por qué no la has traído cuando estaba aquí?

—¿Por qué no me has dicho que lo haga?

Chantelle puso la bandeja y la botella sobre la mesa combada y echó hielo en los vasos.

—Pensaba que íbamos a beber de la negra para celebrarlo.

—Un día se me cayó al suelo y se me rompió.

—Da igual. ¿Has probado el bourbon?

—Sí, me gusta.

—¿Ha venido Laurent mucho por aquí?

Chantelle le dio su vaso de whisky lleno de hielo.

—¿Sabes cuánto has estado fuera? Once días y medio. ¿Qué quieres decir con «mucho»?

—¿Ha venido o no?

—Le gusto. Ha venido a ver si estaba bien aquí sola. Su mujer ha venido de Kampala y ahora vive con ella.

—Has pasado de un cura a un hombre casado…

—A ver, que piense… —dijo ella—. ¿Voy a buscarlos yo o me buscan ellos? No te preocupes por Laurent. —Se volvió con su vaso y se sentó junto a él en aquella hora tranquila, antes de que los insectos se pusieran a hacer su ruido característico y empezaran a buscar insectos iguales que ellos con los que aparearse y crear millones de insectos más—. Dices que vienes para cuidar a los niños. Pero ya no eres cura.

—Ya te lo dicho: nunca lo he sido.

—¿Ahora qué eres? ¿Adventista? Ellos también cuidan a niños. ¿Vas a confesar? Eso te gustaba.

—Hablaré con la gente, intentaré echarle una mano. Si quieren, lo haré como en la confesión.

—¿Y también pondrás penitencias?

—Ya no puedo hacerlo.

—¿Se lo has dicho a Laurent?

—Se lo diré la próxima vez que venga, cuando vea que he venido a quedarme, que no estoy de visita ni de paso… Es la razón por la que ha venido, según me ha dicho. Pero, si estaba de paso, ¿adónde se dirigía? La carretera acaba aquí. Me ha preguntado si sabía que iba a volver aquí.

—¿Y qué le has respondido?

—Le he dicho: «No hasta que he llegado.»

—Si practicas —dijo Chantelle—, puedes convertirte en vidente. Así podrás contarle a la gente lo que te dice la Virgen María, las cosas buenas que van a ocurrir en el futuro. La gente estaría encantada y te premiaría, te traería pollos, tomates, una fanega de maíz…

—¿Y cerveza de maíz?

—¿No decías que no te gustaba?

—Lo que dije es que no la había probado. ¿Sabes a quién me recuerdas?

—A ver, que piense… —respondió Chantelle—. Debe de ser la mujer a la que has robado y crees que por eso la has dejado.

Terry se quedó mirando a Chantelle, sonrió y meneó la cabeza con gesto de admiración. Entonces se levantó, se inclinó sobre su silla y le dio un beso en la boca, un beso largo pero tierno.

—Eres tú la vidente —dijo—. Cuéntame mi porvenir.

—¿Te refieres a lo que serás cuando seas mayor o a cuando se te acabe el dinero? —preguntó ella.

—Siempre puedo conseguir más —respondió él.