26

Terry quería ir delante con Vito Genoa, esta vez quizá para sacar el tema del tabaco, para intentar ganarse su confianza y averiguar qué ocurría. ¿Iban a darles el cheque sí o no? Pero Vito le dijo que de eso nada, que tenía que sentarse detrás. Luego prácticamente no abrió la boca. Terry acabó sacando el tema del tabaco, pero lo único que respondió Vito fue: «¿Ah, sí?» El trayecto por las autopistas fue muy tranquilo. No había nada que ver.

Cuando llegaron a casa de Fran, la cosa cambió. Vito bajó del coche y le dijo a la cara:

—Mañana se marcha, padre. Pasaré a recogerle a las nueve e iremos al aeropuerto. Eso significa que a esa hora tiene que estar aquí.

—Ya te lo he dicho —contestó Terry—. No tengo billete de vuelta.

—Eso ya está arreglado —le explicó Vito.

—¿De modo que me voy sin el cheque?

—De eso no se preocupe.

—¿Se lo han dado a Deb, a la señorita Dewey?

—Eso no es asunto mío —respondió Vito—. Hasta mañana a las nueve.

—Pero entonces no tendremos tiempo de cobrar el cheque.

Y Vito repitió:

—De eso no se preocupe.

Fran le abrió y, en cuanto pasó, empezó a hacerle preguntas. Terry dijo:

—Déjame comer algo antes, ¿vale? Me muero de hambre.

Eran las nueve y media y no se había llevado nada a la boca desde mediodía, cuando había comido uno de los famosos sándwiches de jamón picado de Mary Pat. Ella se encontraba en el salón, hablando con su madre por teléfono. Llevaba una hora al aparato. Fran comentó que hablaban dos o tres veces al día. ¿Cómo podían tener tantas cosas que contarse? Terry se tomó otro sándwich de jamón picado, unas patatas fritas y una cerveza mientras respondía a las preguntas que le iba haciendo Fran sobre todo lo ocurrido hasta el momento en que había terminado la sesión fotográfica con Anthony Amilia y Debbie había tenido que quedarse con él. Lo que no le contó fue que iban a pasar a recogerle al día siguiente a las nueve. A lo mejor no estaba.

Mientras hablaban ocurrieron dos cosas simultáneamente: sonó el timbre y Mary Pat entró en la cocina con las niñas para dar las buenas noches a tío Terry.

La puerta se abrió y el Chucho dijo:

—Busco al padre Dunn. ¿Es usted su hermano?

El gordinflón dijo que sí, que lo era.

—¿Había quedado con él? —preguntó, como si no fuera a dejarle pasar si le decía que no.

—Sí, tengo que verle.

El gordinflón vaciló, como si no le creyera, y dijo:

—¿No le mandará el señor Amilia por casualidad?

El Chucho pensó que, si daba la respuesta correcta, le dejaría entrar, así que dijo:

—Sí, señor, me manda él.

La puerta se abrió de par en par. El gordinflón le indicó que pasara y el Chucho lo siguió hasta la cocina, donde vio al cura vestido de negro volviéndose hacia él, y a una mujer con dos niñas preciosas. Mierda, pensó el Chucho, ¿y ahora qué hago?

El hermano gordinflón dijo:

—Este caballero trae algo para ti, Terry, de parte de Tony Amilia.

Este caballero…, repitió el Chucho para sus adentros. Era la primera vez que le llamaban de aquella manera. El Chucho se limitó a asentir.

La mujer, la mamá de las niñas, estaba diciéndoles a éstas que dejaran las fotos en su sitio —unas fotografías que estaban viendo en la mesa alta de la cocina— y dieran al tío Terry un beso de buenas noches.

—Les dejamos solos.

—Muchas gracias.

Pero, joder, con aquellas niñas allí no iba a resultar fácil realizar el trabajo que venía a hacer. Si algo deseaba evitar era pegar un tiro a las niñas y a sus padres. El cura se inclinó para que le abrazaran y diesen un beso, y las niñas salieron corriendo de la cocina mientras sus padres las mandaban a la cama y salían detrás de ellas. Fue el cura quien habló primero.

—Quería darle las gracias por ayudarme la otra noche a recuperar el aliento. Me quedé sin respiración.

—Le sacudieron bien, ¿eh?

El Chucho oyó a las niñas hablar con sus padres en voz alta. Querían algo. Sus vocecillas decían: porfa, porfa, porfa… Mierda, era lo que le faltaba. El cura acababa de terminarse un sándwich: se había comido el último pedazo y estaba limpiándose la boca con una servilleta de papel.

Fue entonces cuando sonó el teléfono. Sonó dos veces, y a la tercera contestaron en otra habitación.

El cura preguntó:

—¿Trae algo de parte del señor Amilia? ¿No será un cheque por casualidad?

—No, no traigo ningún cheque.

—Bien, ¿entonces de qué se trata?

El Chucho vio que el cura miraba detrás de él, se volvió y vio al hermano gordinflón en la puerta.

—Es para ti —dijo.

—¿Quién? ¿Debbie?

—Tu amigo. Parece que está sin aliento. Dice que lleva un rato llamándote, pero que comunicaba.

Su amigo, repitió el Chucho para sus adentros. No le costó adivinar quién era.

—¿No será Johnny? —soltó.

—Pues sí, ¿lo conoce? —respondió el hermano gordinflón.

—He hablado con él en un par de ocasiones.

El hermano se fue. El Chucho se volvió y vio que el cura había descolgado el teléfono de la pared y se había puesto de cara a los armarios, como si no se atreviera a mirarle. Bueno, ahora ya no habrá sorpresas, pensó. El cura iba a enterarse por medio del hijoputa de Johnny. Sin embargo, actuaba como si fuera una simple llamada de un amigo.

—Ajá… —dijo—. Ajá…

Estaba haciendo teatro. El Chucho metió la mano en la chaqueta de cuero para sacar la Glock. Se preguntaba si el cura se mearía encima cuando la viera. Entonces reparó en las fotos que habían estado mirando las niñas y vio a un grupo de niños negros jugando en el firme de una carretera. Otros estaban sacando del suelo algo parecido a unos boniatos. Debían de ser los huérfanos de marras, los que en teoría iban a recibir el dinero de la ayuda.

El cura colgó en aquel momento y se volvió lentamente hacia él.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo el Chucho—. Cuando uno ve imágenes de niños negros muertos de hambre siempre aparecen rodeados de moscas. Éstos no tienen tantas, pero ¿qué pintan las moscas si no hay nada que comer?

—Los muertos atraen a las moscas —respondió el cura. Se acercó a un lado de la mesa de la cocina, donde estaban las fotos, y dijo—: Fíjese. —Y metió la mano en una bolsa de lona.

El Chucho estuvo a punto de sacar la Glock y acabar con el asunto allí mismo, pero el cura extrajo de la bolsa unas fotos sujetas con unas gomas verdes. Quitó las gomas, puso las fotografías sobre la mesa junto a las otras y le explicó:

—Más de medio millón de personas fueron asesinadas mientras estaba yo allí.

El Chucho miró y vio cadáveres y esqueletos; algunos parecían viejos pedazos de cuero reseco y tenían fragmentos de tela pegados a los huesos; estaban todos tendidos sobre un suelo de hormigón. Nunca en su vida había visto nada semejante, pero, por alguna razón, le recordaba a la cárcel, a la penitencial del sur de Ohio donde había estado él. Entonces oyó que el cura decía:

—Yo estaba allí. Aquel día vi a estas personas y a unas treinta más en la iglesia. Vi cómo las asesinaban, a la mayoría con machetes como éste.

El Chucho alzó la mirada y vio que el cura se volvía de la encimera que tenía a su espalda con un machete de tres pares de cojones.

Lo levantó y dijo:

—Con éste mataron a varios. —A continuación lo movió hacia un lado como si fuera a darle un tajo.

El Chucho no sabía si podría sacar la pistola a tiempo. Mira que ir a pegar un tiro a alguien y acabar decapitado. Pero entonces el cura le sorprendió:

—Dígame una cosa. Tengo entendido que usted es un asesino a sueldo. ¿A cuántas personas ha matado?

Sin soltar la pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, el Chucho respondió:

—A tres. No, a cuatro. Y he rajado a otra.

—A ésta la mataría en la cárcel.

—Sí, en la cárcel.

—Pues yo maté a cuatro hutus con una pistola rusa —dijo el cura—, uno detrás de otro, como patos en un puesto de tiro al blanco.

—¿Qué es eso de los hutus?

—En aquella época, eran los malos —contestó el cura—. Me pregunto si hubiera sido capaz de hacerlo con esto, si hubiera podido matarlos a machetazos como hicieron ellos con esa pobre gente en la iglesia. No sabe usted cómo chillaban.

—No quiero ni imaginarlo.

El cura sostuvo el arma en vilo como si quisiera sopesarla o agarrarla bien con la mano para utilizarla.

El Chucho notó que un estremecimiento le recorría los hombros.

—¿Sabe una cosa? —dijo el cura—. Creo que sería capaz de usarlo si me viera en la necesidad.

—Yo tendría que estar bien borracho para cortar a alguien como a un árbol —comentó el Chucho—. ¿Por qué lo hicieron?

—La misma historia de siempre —respondió el cura—. Los pobres mataron a los que no lo eran tanto. Se pillaron un buen ciego con cerveza de plátano y se volvieron locos.

—Conque ése es el efecto que tiene la cerveza de plátano, ¿eh? —dijo el Chucho—. El whisky que destilábamos en la penitenciaría del sur de Ohio daba el peor dolor de cabeza que pueda usted imaginarse. Te ponía de mal humor. Cuando estaba yo allí se organizó una bronca. Lo que acaba de contarme me lo ha recordado. Murieron un guardia y seis talegueros del bloque L. Los mataron a golpes. Pegaron fuego a todo lo que ardía y lo demás lo destrozaron. ¿Cómo se les pudo ocurrir hacer semejante cosa?

—También mataron niños —añadió el cura—. Estos huérfanos son algunos de los que sobrevivieron. —Alzó la vista y, dejando el machete sobre la mesa, dijo—: Voy a contarle qué ha ocurrido, Chucho. Se llama así, ¿verdad?

—Sí.

—Le pedí a Tony Amilia si quería ayudarme a dar de comer a estos niños hambrientos. Fíjese en éste: está buscando comida en un vertedero de basuras. Tony me dijo que sí, que le pediría el dinero a Randy. Me imagino que ya está al corriente de esto.

—Pues sí —respondió el Chucho—. El problema fue que Randy no quería darle el dinero.

—Pero Tony le obligó, ¿verdad? Randy le ha dado los doscientos cincuenta mil dólares destinados en un principió a estos niños, pero Tony se los ha quedado. No he visto ni un centavo.

Cuando oyó esto, el Chucho arrugó el entrecejo y entornó los ojos.

—¿Entiende lo que le digo?

—Sí, pero yo ya he cobrado.

—Por eliminar a Vincent Moraco, ¿no es así? Johnny me lo acaba de contar por teléfono.

—No, he cobrado la mitad por adelantado para acabar con el señor Moraco. Ha sido él, el señor Moraco, quien me ha pagado para acabar con usted.

El cura pareció quedarse un momento perplejo, pero entonces dijo:

—Y así evitar que me quede con el dinero de Randy, ¿no?

—¿Cómo…?

—Y, en efecto, no me lo he quedado. Lo tiene Tony. Si usted tiene que matar a alguien es a Tony. Aquí no pinta nada. —El cura volvió a mirar las fotos—. A menos que quiera darme algo para alimentar a estos pobres huérfanos. Mire a estas criaturas. Mire qué ojos…

Fran y Mary Pat estaban sentados en el sofá de la biblioteca viendo la televisión. Cuando entró Terry ambos levantaron la cabeza. Ahora iba con una camisa blanca y unos vaqueros.

—¿Se ha marchado? —preguntó Fran.

—Sí, se ha marchado.

—Era el mafioso más raro que he visto en mi vida. ¿Qué quería?

—Se ha enterado de lo del fondo para los huérfanos y ha pasado a hacer un donativo —respondió Terry. Cuando les mostró el fajo de billetes, vio que Mary Pat ponía su típica mirada fría y escrutadora—. Cinco mil dólares en efectivo.

—¿Tanto llevaba en el bolsillo?

—Supongo que acababa de cobrar —aventuró Terry—. Uno nunca sabe de dónde va a acabar llegándole el dinero, ¿verdad?

Mary Pat no dejaba de mirarlo, pero seguía sin decir nada. Tenía los ojos clavados en él.

—¿Te importaría sentarte y hablar con nosotros? —dijo Fran.

—Cuando vuelva —contestó. Se acercó y dio un beso a Mary Pat en la mejilla—. Tengo que ir a ver a Debbie.