25

Vito hizo pasar a Terry y dijo a un joven con gafas de sol que había en el vestíbulo:

—Aparca el coche en la parte de atrás. —Luego le dijo a Terry—: Usted espere allí.

Se refería al salón. Debbie se volvió de espaldas a la chimenea cuando se acercó a ella.

—¿Llevas mucho aquí?

—Unos minutos. Tony se ha asomado a saludar.

—¿En serio?

—A mí también me ha sorprendido. Me ha dicho: «Estaré con usted en cuanto el fotógrafo lo tenga todo listo.»

—Así que se trata de una ceremonia, ¿eh? La entrega del cheque.

Debbie recorrió el salón con la mirada.

—¿Qué opinas de la decoración? Hace cuarenta años que no cambian ni mueven nada. En la chimenea hay troncos artificiales.

Terry se llevó un dedo a los labios y Debbie se encogió de hombros e hizo una mueca. Terry se aproximó a ella.

—Puede que Tony haya instalado micrófonos en la habitación para enterarse de lo que opina la gente de su casa. Si no les gusta, ordena que los eliminen.

—Qué maravilla… —exclamó Debbie—. Tienen unos muebles preciosos. —Luego bajó la voz—. Parece la casa de mi abuela.

—Mary Pat quería saber si te gusta su casa. Le he dicho que te encanta. Luego me ha preguntado si seguirás a mi lado si la cago. ¿Lo harás?

—¿Qué clase de pregunta es ésa? Por supuesto que sí. De todos modos, ¿qué es eso de que vamos a cagarla? Esto está hecho.

—Eso mismo le he dicho yo.

—¿Y te ha calado?

—Se lo imaginaba. Me ha dicho que, sean cuales sean las razones que empujan a los tíos a hacerse curas, yo actúo por otros motivos. Ha llamado a Fran para contárselo. Cuando he salido de casa no había vuelto todavía, así que no he podido hablar con él. —Luego añadió—: Cuando veníamos… —Pero se calló y echó un vistazo a la puerta.

—¿Qué?

—Vito me ha preguntado si iba a regresar a África. Le he respondido que creía que pronto. Y él me ha dicho que él también lo creía.

—¿Y…?

—Que parece como si quisieran asegurarse de que vuelva a África. Le he contado que vine en el mismo avión que un tío que introduce armas en el Congo. Quería saber si se gana dinero con eso. Le he explicado que me llevaron a Mombasa y que luego compré billetes de ida porque andaba mal de dinero, y que no tengo billete de vuelta. Él me ha dicho que no me preocupe.

—¿Y eso qué significa?

—Pues lo que te acabo de contar: que van a asegurarse de que vuelva y me gaste el dinero en los huérfanos.

Terry vio que Debbie se quedaba pensativa.

—No irán a mandarte con uno de los suyos, ¿verdad? —dijo ella—. Podríamos quedar en algún sitio. En París, por ejemplo. ¿Por qué no? Luego ya veríamos qué hacemos.

—Sí, podríamos…

Vito apareció en el umbral y les hizo una señal. Cruzaron el vestíbulo con él y entraron en el estudio de Tony Amilia.

Debbie miró el ornamentado escritorio del siglo XVII.

—¡Dios santo! —exclamó, y dirigió al jefe de la mafia una alegre sonrisa—. Señor Amilia, no encuentro palabras para agradecerle lo que está haciendo.

Tony estaba de pie. Se había puesto un traje y una corbata de tonos oscuros para la fotografía.

—Ya estamos preparados. Adelante —anunció, y se volvió hacia el fotógrafo.

Éste, que estaba probando el foco y dirigiendo la luz hacia una sombrilla blanca para obtener una iluminación indirecta, les miró y dijo:

—Hola, me llamo Joe Vaughn. —Y se acercó a ellos para darles la mano. Era joven, de treinta y tantos años, y debía de ser tan alto como Amilia. Parecía simpático, aunque daba la impresión de estar un poco nervioso. Entonces dijo—: Padre, si usted y el señor Amilia fueran tan amables de ponerse pegados a esa pared…

Debbie se hizo a un lado y observó cómo Joe los colocaba delante de una placa conmemorativa que había colgada en la pared:

La Universidad de la Misericordia de Detroit desea honrar

a Anthony Amilia como miembro del patronato

del Círculo Ignaciano en reconocimiento

a su generosa ayuda económica

y a su dedicación a la enseñanza superior

en las tradiciones de la Compañía de Jesús y de la Misericordia.

—¿Ve eso? —preguntó Tony a Debbie—. Yo estudié allí cuando no era más que la Universidad de Detroit, antes de que absorbieran la otra universidad y añadieran lo de la Misericordia. No creo que sea bueno para el equipo de baloncesto. Figúrese: los Titanes de la Universidad de la Misericordia de Detroit. Cuando yo estudié allí, jugaban a fútbol americano en Oklahoma y Kentucky, donde había buenos equipos. —Volvió a mirar la placa—. Quiero que salga en la foto y que no parezca un montaje. Joe va a llevarla al News y al Free Press para que la publiquen. Joe hace fotos de familia, de acontecimientos diversos, de cumpleaños…

Debbie oyó a Terry decir que él también había ido a la Universidad de Detroit. Pero Tony no hizo ningún comentario, sólo dijo:

—Venga, haz la foto.

—Supongo que querrá que salga el cheque, ¿no? —dijo Joe.

Tony hizo una señal a Vito.

—Está en el escritorio.

Vito alcanzó el cheque a Tony, y Debbie observó que Terry intentaba leer las cifras y sonreía. Sin embargo, cuando Tony hizo ademán de entregárselo y él fue a tomarlo por un extremo, el mafioso lo apartó.

—No hace falta que lo toque cuando se lo entregue. Sólo tiene que poner cara de agradecimiento. Joe, haz la foto.

—Primero quiero sacar una polaroid —respondió éste—. A ver qué sale.

—Él, el cheque y yo: eso es lo que va a salir. Anda, haz la foto.

Joe se puso a la labor. Hizo una foto y el flash relampagueó.

Luego se animó y sacó cuatro más. Entonces Tony dijo:

—Ya basta. Vito, ayuda a Joe con el equipo. Guardadlo todo fuera, en el vestíbulo. —Y se volvió hacia el escritorio con el cheque.

—Vaya, qué rápido —dijo Debbie—. Gracias, señor Amilia. No tengo palabras para expresarle nuestro agradecimiento.

Amilia estaba mirando a Terry.

—Muy bien, padre, ¿ya está listo? Vito va a llevarle a casa.

—Bueno, si eso es todo… —balbuceó Debbie, que se había acercado al escritorio y estaba esperando a que le entregara el cheque.

Tony se volvió hacia ella y dijo:

—El padre se va a casa, pero usted se queda un rato. Quiero hablar con usted.

—¿Le importa si el padre me espera? —preguntó Debbie poniendo una sonrisa de oreja a oreja—. Así podremos volver juntos. Estamos tan contentos…

—Haga lo que digo, ¿vale? —respondió Tony—. Me gustaría que se quedara.

Ella puso los ojos como platos y se encogió de hombros de forma encantadora. Era la viva imagen de la inocencia.

—Pensaba simplemente que así sería más sencillo…

Tony se mantuvo imperturbable. Ya había dicho todo lo que tenía que decir y no había más que hablar. Debbie añadió:

—Aunque, si usted quiere que me quede, por mí encantada.

Te estás pasando, pensó. Terry, que se encontraba detrás de ella, dio las gracias al señor Amilia y dijo:

—Te llamo luego, Deb.

Debbie se volvió justo a tiempo para verle salir por la puerta con Vito pegado a sus talones. Pensó en lo que le había dicho en el salón, en que iban a asegurarse de que volviera a África.

Lo primero que dijo Tony fue:

—No se ponga nerviosa. Venga aquí. Vamos a sentarnos a hablar un rato.

La llevó hasta unas sillas de cuero blanco que rodeaban una mesa de pizarra, junto a un teléfono y una lámpara de pie que daba una luz tenue. Pero Debbie no se sentó, sino que siguió andando hasta una puerta de cristal con vistas a la gran masa de agua del lago St. Clair, que se estrechaba en la oscuridad hasta confundirse con el río Detroit. Se quedó junto a la puerta, tapándose los ojos para que la luz del estudio no le impidiera ver el exterior. No se vislumbraba nada más que la gris penumbra de la noche. La voz de Tony le preguntó si quería una copa. Sin volverse, Debbie le respondió:

—No hace falta que se moleste.

—¿Sí o no?

—De acuerdo, pero sólo si usted también toma una.

—Yo no voy a tomar ninguna, doña Modales, así que se queda sin nada.

Antes de que Amilia terminara de hablar, Debbie ya estaba pensando: ¿cómo se te ocurre decir una cosa así? Hasta él lo ha pillado. Permaneció junto a la puerta de cristal sin mirar a nada, viendo su reflejo en la oscuridad y deseando ser otra vez ella misma y dejar de una puta vez de hacerse la encantadora y la agradecida. Se había pasado dándole las gracias y ya estaba harta. Ahora se divisaba un puntito de luz en la zona de penumbra que estaba más oscura que el cielo. A continuación se movieron dos luces.

—¿Era por aquí por donde solía usted introducir bebidas alcohólicas de Canadá?

—¿Yo?

—Durante la Ley Seca.

—¿Cuántos años se cree que tengo? No, a eso se dedicaban principalmente los judíos, los hermanos Fleisher y Beeny Bernstein, la Banda Morada. Yo era demasiado joven.

Debbie dio media vuelta y se sentó con él, al otro lado de la mesa de pizarra.

—Aquí hay gato encerrado.

—¿A qué se refiere?

Amilia le recordaba a Ben Gazzara, aunque igual era un poquito mayor y pesaba algún kilo más. Pero tenía el mismo aire.

—¿Qué tengo que hacer?

—Ah, piensa que quiero llevármela a la cama, que voy a meterme unas viagras y vamos a escuchar un rato a Frank Sinatra mientras esperamos a que hagan efecto las pastillas. Pues le diré una cosa: sería estupendo, incluso con Clara arriba, rezando el rosario. —Entonces preguntó—: ¿Está jodiendo con el cura?

Lo soltó así, por las buenas, como el típico espectador que interrumpe al humorista en plena actuación. Era una situación que ella sabía manejar.

—Yo no, ¿y usted? ¿Va a darle el cheque sí o no?

Tony lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta y le echó un vistazo. Era de color verde claro. Lo leyó y dijo:

—«A la orden del Fondo para los Huérfanos de Ruanda.»

Y, sin apartar la mirada de Debbie, lo rompió por la mitad.

—Bien, ya está —dijo Debbie—. Usted ha conseguido su foto y va a quedar estupendamente en los periódicos. Debería habérmelo imaginado.

—¿Debería haberse imaginado qué?

—Que teniendo en cuenta cómo se gana usted la vida… —respondió ella.

—Usted no sabe a qué me dedico.

—Estoy al corriente del juicio.

—Los federales no se enteran de la misa la media. Yo no hablo de las cosas a las que me dedico, no hago publicidad. No fanfarroneo. Fíjese en los futbolistas profesionales, en esos payasos. Anotan un touchdown y se ponen a dar brincos como un pato mareado. Larry Czonka, uno de los grandes, decía que, si alguna vez hacía eso en su época, Howie Long, otro de los grandes, le daba un golpe en la cabeza.

»Pues bien, ésa es mi forma de hacer las cosas: hago mi trabajo sin llamar la atención. Dice que debería habérselo imaginado, como si supiera de qué está hablando. ¿A qué se dedica usted? Trabaja para abogados, ¿no es así? En casos de daños y perjuicios. Pero lo que le gusta en realidad es el humor. Me lo ha contado Ed. Dice que es divertida. Nunca la ha visto actuar, pero eso es lo que dice. ¿Es usted divertida?

—Hago lo que puedo.

—¿Y es seria?

—Estoy intentando ser una humorista seria. ¿Le parece una respuesta convincente?

—He puesto el dedo en la llaga. Igual no sabe muy bien qué quiere hacer. O cómo quiere hacerlo. No creo que uno tenga que ser muy divertido para salir adelante. La mayoría de los payasos que se dedican al humor hoy en día son estúpidos. Aparecen en el escenario como si hubieran salido disparados de un puto cañón, y luego la cosa ya no mejora. ¿Cuál es su cómico favorito de todos los tiempos?

—Richard Pryor.

—Dios mío, ¿ese negro que no decía más que guarradas? ¿Qué opina de Red Skelton? ¿Le ha visto alguna vez hacer el número del bebedor de ginebra?

—¿Me está tomando el pelo?

—¿No le gusta Red Skelton?

—Para mí es tan bueno como Milton Berle.

—Ahora pisa fuerte, ¿eh? Juega en casa.

—Usted tiene su forma de hacer las cosas y yo tengo la mía —dijo Debbie—. Si consigo lo que me propongo, será a mi manera.

—Hará lo que tenga que hacer, ¿eh?

—Eso mismo.

—Yo puedo ayudarle, ya lo sabe.

—¿Y qué va a hacer? ¿Escribirme los guiones?

Tony le sonrió.

—No le importa correr riesgos, ¿eh? —Se levantó de la silla y dijo—: No se mueva. —Se acercó al escritorio, sacó algo de una carpeta y volvió a la silla. Era un cheque, esta vez de color azul pálido. Se lo dio a Debbie y volvió a sentarse.

—¿Cuánto es?

—Doscientos cincuenta mil.

—¿A nombre de?

—Es un cheque al portador.

»Fíjese —dijo Tony—. Es un cheque conformado, no como el de la fotografía para la prensa. Es efectivo en cuanto lo ingresa en el banco o lo cobra.

Debbie alzó la vista.

—¿Y es para mí?

—Es todo suyo.

—¿Por qué? ¿Es esto una especie de prueba?

—¿Quiere decir si tiene que cumplir alguna condición? Querida, aquí no hay condiciones que valgan. Se lo doy a usted porque ese cura católico y sus huérfanos me la traen fresca. Huérfanos habrá siempre. Así son las cosas.

—Pero, la idea que comentamos, todo lo que dijimos, su misión…

—Aquí soy yo quien hace los tratos —sentenció Tony—. Si digo que el dinero es suyo, es suyo y de nadie más.

Debbie volvió a mirar el cheque.

—¿De veras? —preguntó.

—Y si le preocupa volverse a encontrar con el cura, descuide —dijo Tony—. Voy a mandarlo a África.