24

El Chucho pasó tarde a recoger a Johnny. Cuando salió de Randy’s eran las siete y cuarto, una hora de mucho movimiento, y los guardacoches, vestidos con sus chaquetas rojas, subían a los coches de un salto para quitarlos de en medio lo antes posible.

—¡Oye, chico! —le dijo el Chucho a uno—. Trae el Cadillac del señor Agley cuando vuelvas, ¿de acuerdo? —Debió de tardar un cuarto de hora. Cuando el coche se detuvo delante de él, masculló—: ¿Qué pasa? ¿Por qué has tardado tanto?

El guardacoches le respondió sin contemplaciones:

—No lo encontraba, chico.

Y entonces el Chucho se acordó de que Randy le había dicho en una ocasión que no llamara «chicos» a los guardacoches. «A los negros no les gusta. Les parece una falta de respeto. No se te ocurriría llamarlos así en la cárcel, ¿verdad?» Le había respondido que no les llamaba de ninguna manera, porque no tenía ningún motivo para hablarles.

Luego, para colmo, cuando pasó por delante del puto gran casino MGM, no encontró la entrada y tuvo que dar otra vez la vuelta, con lo jodido que era evitar la autopista… Entonces pensó que a Johnny le molestaría que llegase tarde.

Mientras el Chucho se pasaba al asiento de la derecha, Johnny subió al coche y le preguntó lo único que le interesaba saber:

—¿Lo tienes?

El Chucho le entregó un grueso fajo de billetes y Johnny hubo de reconocer que el tío iba en serio, que se trataba efectivamente de un asesinato y que él iba a conducir el puto coche. Se tomó las cosas con calma: soltó el fajo y pasó rápidamente los billetes con un dedo. Eran todos de cien.

—Bueno, vale… —dijo para ir haciéndose a la situación y mostrarle al Chucho que estaba tranquilo—. ¿Qué hora tienes?

El Chucho tuvo que sacarse el reloj de debajo de las mangas de la chaqueta de cuero y la camisa. Acercó la mano al salpicadero del Cadillac, junto al reloj digital, y respondió:

—Menos cuarto.

Ya se habían puesto en marcha y avanzaban por el sector oeste del centro de la ciudad. Johnny iba pensando en el camino: sigo por Lafayette o Fort Street, luego me meto en Woodward, tuerzo a la derecha hasta Jefferson…

—¿De dónde has sacado el Cadillac?

—Es el de Randy.

—Rediós… ¿Sabe él que te lo has llevado?

—Le he preguntado si iba a alguna parte y me ha dicho que no.

—¿Te das cuenta de que si hay alguien allí, quien sea, un testigo, y se fija en la matrícula, la bofia acabará averiguando que es suyo?

—Si estuviera en su lugar, diría que me lo han robado.

—¿Y si averiguan que te lo llevaste tú?

—Les diré que Randy no me deja conducir su coche. Quien diga que lo tenía yo es un mentiroso que quiere acabar conmigo porque piensa que le falto al respeto si le llamo «chico».

—¿De qué cojones estás hablando?

—Da igual.

—A ver si lo adivino —dijo Johnny—. Es Randy quien te ha encargado este trabajo.

—Pues sí.

—Pero no tiene ni idea de que le has pillado el coche.

—Lo que no sabe no puede perjudicarle, ¿no?

—¿Te ha agenciado él el arma?

—¿La que voy a utilizar? Todavía no la tengo.

Johnny volvió a alarmarse y tuvo que hacer un esfuerzo para no perder los nervios.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Tenemos que ir a buscarla?

—¿Sabes el tío al que tengo que cargarme? Pues es él quien me la tiene que dar.

Eran tantos los interrogantes que a Johnny no se le ocurría qué preguntar a continuación, por lo que decidió cambiar en cierto modo de tema.

—¿Y se puede saber a quién vas a cargarte? ¿Lo conoces?

—Sí, es el señor Moraco.

—Rediós… —exclamó Johnny—. ¿Lo dices en serio?

—Randy no lo soporta.

—Me lo puedo imaginar, si está dispuesto a pagarte veinticinco mil dólares para que lo elimines. —Hablaban de cifras importantes. Johnny notó el fajo que llevaba en el bolsillo: se había metido en una auténtica movida y quien llevaba allí la voz cantante era aquel gilipollas—. ¿Y dices que es Vincent quien va a pasarte la pipa?

—Sí, para que me cargue al otro.

—Es verdad, se me había olvidado.

—De ése nos ocuparemos luego, cuando acabemos con Moraco.

Rediós, exclamó Johnny para sus adentros. Su cerebro no había asimilado todavía la idea de que estuviera llevando en coche a aquel cateto para que se cargara a Vincent Moraco.

—Pero él no lo sabe… Me refiero a Vincent. No, claro, ¿cómo va a saberlo?

—¿Cómo va a saber qué?

—Si no, no te daría la puta pistola.

—Pues claro que no. Él no sospecha una mierda.

Johnny acababa de darse cuenta de que al Chucho había que prestarle mucha atención y hacerle las preguntas correctas. Entonces todo encajaba, por increíble que pareciera.

Ahora iban por Jefferson, en dirección este. Acababan de pasar por delante de las torres de cristal del Renaissance Center, que se recortaban contra el cielo. La noche era agradable, el termómetro indicaba trece grados en el exterior. Johnny se calmó. Ya que estaba allí, ¿por qué no lo hacía? Es que, joder, cinco mil dólares era mucho dinero… Además no les llevaría mucho tiempo. Y él no tenía que bajarse del coche.

—Así que vas a achicharrar a Vincent Moraco.

—Pues sí. Voy a pegarle un tiro en la cabeza, por si las moscas.

—Él te da la pistola y tú vas y lo dejas seco.

—Pero primero voy a cobrar mi dinero.

—Chucho, convendría que te asegurases de que está cargada.

—Buena idea, tío. Imagínate que voy a dispararle y lo único que oigo es un clic. Es verdad, no conviene olvidarse de eso. Primero tengo que mirar si está cargada.

¿Qué hostias hago yo aquí?, pensó Johnny.

Terry se había puesto el traje negro y el alzacuellos y estaba listo para salir. Se encontraba junto a la ventana del salón, presa de los nervios. Fran seguía con un montón de trabajo y había llamado para avisar que no iba a volver a casa hasta las ocho. Las niñas ya habían cenado y estaban en la biblioteca viendo la tele. Mary Pat estaba en la cocina. Cuando vio que se detenía delante de la puerta de la calle una limusina Chrysler, Terry miró su reloj. Eran las ocho menos veinticinco. Vio a Vito Genoa bajar del vehículo y subir al portal a llamar al timbre. Debbie no iba en el coche.

—Me voy —dijo Terry desde el vestíbulo.

Mary Pat cruzó el comedor y le preguntó cuándo iba a volver. Terry respondió que no tenía ni idea. Ella le dijo que debería haber comido algo y él le contestó que no tenía hambre. Cuando salió, Vito Genoa le saludó con la cabeza. Terry le preguntó si iban a recoger a Debbie y el mafioso le explicó que ya habían ido a buscarla. Terry comentó que quizás hubiera resultado más fácil si hubiesen ido a recogerlos con el mismo coche. Vito le preguntó para quién habría resultado más fácil.

Terry se pasó en el asiento trasero los cuarenta minutos que tardaron en recorrer las autopistas que llevaban a la zona este y Pointes, y dio conversación a Vito.

—¿Sabes por qué pensé que pertenecías a la parroquia de Estrella de Mar?

—¿Usted estudió allí? —Vito dirigió la mirada al espejo.

—Yo estudié en Nuestra Señora de la Paz. Pero ¿te acuerdas de Balduck Park y del monte? ¿De todos los trineos y los toboganes que había allí en invierno? Tú y yo nos peleamos allí una vez.

—¿Ah, sí?

—Yo tenía once años y tú un par de años más.

—¿Me está diciendo que empecé yo?

—Empezabas siempre tú. Te metías con todos los niños más pequeños que tú. Vito, eras un puto abusón.

Al oír aquello, Vito volvió a dirigir la mirada al espejo.

—O sea que usted y yo nos peleamos, ¿eh? ¿Y quién ganó?

—Yo te dejé con la nariz sangrando, pero tú me diste hasta que no pude levantarme.

—O sea que fue usted, ¿eh? Me acuerdo de esa pelea.

—Yo me acuerdo de cuánto duelen las manos después de una pelea —comentó Terry.

—Sí, las putas manos… Al final uno llega a la conclusión de que es mejor llevar porra.

—Recuerdo que más adelante vi una foto tuya en la sección de deportes, cuando estabas en Denby y jugabas en la liga estatal. ¿De qué jugabas? ¿De defensa?

—Jugaba atrás del todo.

—Eso es. Me figuro que te harían alguna oferta.

—Un par. Pero no quería irme a ningún sitio.

Estuvieron un rato sin decir nada.

—¿Tú no eres uno de los acusados en el juicio contra la mafia?

—Llevo tres años bajo fianza mientras ellos se dedican a joder.

—¿Y cómo va la cosa?

—No va a ninguna parte. Vamos a quedar libres.

Terry se acordó del tema de los cigarrillos y estuvo tentado de sacarlo, pero luego se dijo: ¿Para qué? ¿Pretendes caerle bien a este tío?

Se produjo otro silencio. Avanzaban en dirección este y a lo lejos iban surgiendo faros de otros vehículos.

—Así que usted ha vivido en África, ¿eh?

—Cinco años.

—No me quedaría con ninguna región de la puta África ni aunque me la regalasen.

—Algunas están muy bien. Lo único malo son los bichos. A mí me costó mucho acostumbrarme. Son todos gigantescos, sean del tipo que sean.

Los ojos de Vito aparecieron en el espejo.

—¿Cuándo vuelve?

—Pronto, creo.

—Yo también lo creo —remató Vito.

Terry vaciló.

—Ya… —dijo, y se quedó sentado en la oscuridad, esperando que aparecieran otra vez los ojos.

A Debbie le costó Dios y ayuda hacer hablar a su chófer, un joven que iba con gafas de sol por la noche. Estupendo, pensó Debbie.

—¿Cuánto tiempo llevas metido en la mafia?

El joven se lo pensó dos veces antes de responder.

—¿De qué mafia me está hablando?

—Pongamos que de la de Detroit, ya que estamos aquí.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Por hablar de algo. —Será gilipollas, pensó Debbie—. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?

También esta vez tuvo que pensárselo dos veces.

—Eso es asunto mío.

—Seguro que no has estado nunca.

—Ni ganas.

—Pues yo sí que he estado —dijo ella—. Por agresión con resultado de lesiones. Mandé a un tío al hospital. —Esperó—. ¿Quieres saber con qué le di?

—¿Con qué?

—Con un Buick Riviera.

—¿Ah, sí?

—Era mi ex marido. Yo estaba en Florida visitando a mi madre y lo vi cruzando la calle delante de mis narices. Llevaba más de un año sin pagarme la ayuda para la manutención de los niños y no tenía ninguna intención de hacerlo.

—¿Lo atropello?

—Se quedó enganchado debajo del coche y lo arrastré unos cien metros.

—¿Ah, sí?

—Al agente que vino a detenerme le dije que el semáforo estaba verde, que yo tenía preferencia. No tendría que haber cruzado.

—No, si tenía usted el semáforo verde.

—Cuando lo metieron en la sala del tribunal con todo el cuerpo escayolado, me jodieron viva.

—¿Ah, sí?

—Me cayeron tres años. Supongo que querrás saber si mereció la pena pegarle con el coche.

—¿Mereció la pena?

—No. ¿Cómo te llamas?

—Tommy.

—Tommy, no vayas nunca a la cárcel si puedes evitarlo. —Se produjo un largo silencio. Al final, Debbie preguntó—: ¿Y qué tal es la vida de mafioso?

Johnny le dijo al Chucho que su padre trabajaba allí, en Eaton Chemical, aunque la empresa había desaparecido. Fabricaban tintes y productos de limpieza en seco. Joder, qué oscuro estaba aquello. Toda la zona se había ido a la mierda, era imposible saber si los almacenes habían cerrado, seguían funcionando o qué. Se metieron por Franklin, sigilosamente, siguiendo los haces de luz de las farolas que bordeaban la calle donde se encontraba antiguamente Eaton Chemical. Johnny le contó al Chucho que su padre volvía a casa con las manos llenas de manchas. Una vez se quemó gravemente los brazos con ácido. De pronto dijo:

—Vale, ¿estás listo? Mantén los ojos abiertos.

—Hace tiempo que estoy listo —respondió el Chucho.

—Allí hay un coche. ¿Qué hora es?

—Te la acabo de decir. Y diez.

—Vamos a pasar primero a echar un vistazo.

Johnny pisó suavemente el acelerador y pasó por delante del coche a cuarenta por hora. El vehículo estaba aparcado con las luces apagadas.

—Es él —dijo el Chucho.

Johnny miró hacia atrás.

—Hay dos tíos dentro.

—Sí, lleva un conductor.

—Has dicho que estaría solo.

—Te he dicho lo que me ha dicho él: que me esperaba aquí. Y aquí está, ¿no? Tal como me ha dicho.

—¿Y qué pasa con el otro?

—Lo siento por él —contestó el Chucho—. Yo no le he invitado.

—Esto no me gusta —comentó Johnny mientras frenaba para tomar la siguiente curva a la derecha.

Doblaron a la derecha tres veces más. Johnny se mantuvo a cuarenta por hora hasta que llegaron de nuevo a Franklin Street. Joder, qué oscuro está, volvió a pensar.

—Para detrás —dijo el Chucho.

—No voy a acercarme mucho —respondió él—. Mejor dejar un poco de espacio por si tenemos que largarnos rápido.

Avanzó lentamente hasta ponerse a unos seis metros; entonces se paró. Vio a dos individuos dentro. El conductor volvió la cabeza y echó una mirada al Cadillac, iluminado por los faros.

—Apaga las luces —dijo el Chucho.

—Quiero ver qué haces —contestó Johnny—. Uno nunca sabe qué se va a encontrar en estas situaciones.

El Chucho se apeó y Johnny vio que se acercaba al coche por la derecha, se detenía junto a la ventanilla y se ponía a hablar con Vincent. Éste le entregó algo y el Chucho se lo guardó en la chaqueta de cuero. Debían de ser los veinticinco papeles. Estaban hablando otra vez. Ahora el Chucho miraba algo que tenía en la mano. Johnny supuso que sería la pipa. Vincent sacó la mano por la ventanilla y agarró la pistola. La metió en el coche y luego se la devolvió. El Chucho volvía hacia él con el arma en la mano.

Entonces se volvió nuevamente hacia el coche y Johnny oyó los tiros: pam, pam. Joder, qué ruido, pensó. Entonces oyó dos más: pam, pam. Sonaron rápidos. El Chucho había metido la pipa en el coche para dispararle al otro, al conductor. Johnny pensó: vale, vámonos de una puta vez. Pero el Chucho estaba rodeando el coche por detrás, y le miraba y hacía gestos, como si intentara explicarle lo que quería hacer. Johnny no se enteraba de nada. El Chucho llegó a la ventanilla del conductor, abrió la puerta, y el cadáver empezó a caerse. Él volvió a ponerlo en su sitio y metió la cabeza y los hombros en el interior del vehículo. Cuando se enderezó, Johnny vio que tenía un arma en cada mano: estaba apuntándole con las dos y sonriendo a la luz de los faros. Johnny se acercó con el coche a su lado y dijo:

—Sube al puto coche, ¿vale?

El Chucho subió y Johnny pisó el acelerador antes de que cerrara la puerta. Miró la calle, oscura y silenciosa, por el espejo retrovisor. No les seguía nadie.

—¿Quién era el otro, rediós?

—Es la primera vez que lo veo —respondió el Chucho—. Un tío. El primero que me cargo sin conocerlo. —Luego añadió—. No, no es cierto. Tampoco conocía al caldeo que me cargué, el corredor de apuestas del que te hablé. No llegué a enterarme de cómo se llamaba.

—¿Por qué te has llevado esa pistola y has perdido el tiempo de esa manera?

El Chucho le mostró la calibre 38 de cañón corto que llevaba en la mano derecha.

—El señor Moraco me ha dado esta corta y me ha dicho que estaba cargada, pero sólo llevaba cinco balas. Le pregunto si tiene alguna más y me responde que si me hacen falta más de cinco balas es que no soy el tío indicado para el trabajo y que le devuelva su dinero. Entonces le digo: «Ya, pero es que las necesito ahora», y le pego un tiro en la cabeza. Luego he tenido que dispararle al conductor, así que sólo me quedaba una bala para el otro trabajo, ¿entiendes? He mirado a ver si el conductor llevaba un arma encima y fíjate: una automática.

—Es una Glock —dijo Johnny—. Ahí llevas unas quince balas: más de las que necesitas.

—Vale, Randy me ha dicho que coja la Setenta y cinco y vaya en dirección norte hasta Big Beaver. ¿Sabes dónde queda eso?

—Sí, eso cae por Sixteen Mile Road. ¿Y luego qué?

—Hay que doblar a la izquierda y seguir todo recto hasta Woodward. A partir de ahí tengo que mirar el camino.

—¿Tenemos que ir hasta Bloomfield Hills?

—Sí, está en casa de su hermano.

Johnny dio un pisotón al freno y los neumáticos gimieron sobre el pavimento. El Chucho alzó bruscamente las manos, se pegó con ellas contra la guantera y soltó las pistolas. Johnny se quedó agarrado al volante y miró al Chucho, que se había inclinado y estaba buscando las armas en el suelo.

—¿Tienes que cargarte a Terry Dunn?

El Chucho, que seguía encorvado, respondió:

—Sí, al cura. Enciende la luz.

—No puedes cargarte a Terry. Es amigo mío.

El Chucho se levantó con una de las armas —la corta— y respondió:

—¿Qué le vamos a hacer? Me pagan por ello.

—Es amigo mío, Chucho. —Johnny estaba ahora mirando al frente, más allá de sus nudillos sobre el volante, hacia los vehículos que circulaban por Jefferson Avenue en ambas direcciones. Meneó la cabeza y exclamó—: Rediós.

—¿Me llevas o qué? —preguntó el Chucho.

—A éste no te lo puedes cargar, Chucho. Pasa de él. Además, se va a marchar, vuelve a África.

—¿Me llevas o qué?

—No, no te llevo. ¿Estás loco?

—Entonces devuélveme mi dinero.

—¿Qué cojones dices…? Te he traído hasta aquí.

El Chucho le apuntó con la pistola.

—Devuélveme mi dinero.

Johnny sacó el fajo de billetes del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio. El Chucho se lo guardó sin dejar de apuntarle, y Johnny se fijó en él y en el arma. No sabe qué hacer, pensó, precisamente ahora, cuando tiene que cargarse a otro, rediós. Johnny soltó lentamente el volante y apoyó la mano izquierda sobre el tirador de la puerta.

—Vale, entonces rompemos el trato: tú ya tienes tu dinero. ¿No has encontrado la otra pistola…? Mira debajo del asiento.

El Chucho metió la mano entre las rodillas y agachó la cabeza. Johnny dio un empujón a la puerta, la abrió y salió al tiempo que una bala salida de la pistola de calibre 38 hacía añicos la ventanilla. Johnny echó a correr calle abajo en medio de la oscuridad, dando gracias a Jesús, María y José, porque el Chucho había elegido la corta, en la que sólo quedaba una bala.

Cuando el Chucho encontró la Glock, le zumbaban los oídos y no oía nada. Miró por la ventana trasera hacia la calle a oscuras y tampoco vio nada. De Johnny no había ni rastro, por lo que no tenía sentido ir tras él. Lo que debía hacer era salir a la autopista y dirigirse al norte. Tenía que dar con el cura antes de que Johnny le llamase y le avisara de su llegada.