El Chucho llegó a mediodía. Se asomó al despacho de Randy y dijo:
—Todo listo para esta noche. —E hizo ademán de irse.
—Un momento. ¿Chucho? ¿De qué estás hablando?
El Chucho volvió a asomar la cabeza.
—Voy a cargarme a los dos esta noche. Al señor Moraco primero.
—¿Dónde?
—Todavía no lo sé. Tengo que enterarme de dónde vamos a quedar. Para que me dé el arma y el dinero, ¿sabe?
Randy estaba de pie junto al escritorio, sin la chaqueta. Llevaba una camisa oscura y una corbata de color claro. Se sentó.
—¿No tienes pistola?
—Bueno, es que eso no se lo he contado. El señor Moraco va a pagarme veinticinco por cargarme al cura y además va a poner el arma. Ese es el trato. Así que pronto tendré una.
—Para cargarte a Vincent —dijo Randy.
—Sí, pero antes tiene que dármela.
Randy decidió tomarse las cosas con calma.
—¿Vas a cargarte a Vincent con el arma que te va a dar él?
—¿Por qué no? —exclamó el Chucho. Y luego dijo—: Bueno, adiós. —E hizo amago de marcharse.
—Espera.
La ingenuidad de aquel hombre era desarmante. Mira que es cateto el pobre, pensó Randy. Ahí estaba, con sus músculos y su cicatriz, esperando a que le dijera que podía irse, con el sombrero en la mano… ¿Llevaba sombrero? Finalmente le dijo:
—¿Chucho? Ten cuidado.
A media tarde Johnny Pajonny estaba esperándole en el bar. El Chucho le había llamado para decirle que quería hablar con él. Johnny le había preguntado para qué, y el matón le había respondido:
—Pues para lo que dijiste la otra noche.
No quiso contarle más, porque podía estar pinchado el teléfono. Era lamentable cómo le funcionaba el cerebro a aquel elemento. Johnny se imaginó que le llamaba por lo de las putas. Después de que le pusiera en contacto con Angie, le había dicho que quería probar con alguna de las otras chicas. Con Angie había llegado a un acuerdo: le había contado que era de la mafia y que esperaba que le hiciera el cincuenta por ciento de descuento habitual en esos casos y que sólo le cobrara ciento cincuenta dólares…
Vio al Chucho salir del fondo del restaurante, pero el barman le dijo algo cuando pasaba por delante de él y volvió a la otra punta de la barra para ponerse al teléfono. Al cabo de un rato le indicó al barman que necesitaba un bolígrafo. Apuntó algo. Se encontraba en la parte de la barra reservada para los camareros, donde les servían las copas.
Johnny estaba convencido de que le gustaba a Angie y de que no le importaba hacerle el descuento. De todos modos, lo hacía tan bien que acababan enseguida. A ella siempre podía llamarla, pero ¿qué tenía de malo probar con otras y seguir pidiendo el descuento de mafioso? Johnny pensaba que ése era el motivo de la llamada.
El Chucho se le acercó y dijo:
—He decidido aceptar tu oferta.
Johnny no sabía muy bien a qué se refería. El no le había ofrecido nada.
—¿Ah, sí? —respondió.
—Te ofreciste a ser mi conductor.
—Espera, que voy a tomarme algo —dijo Johnny, y pidió un vodka con tónica.
Necesitaba tiempo para hacerse una composición de lugar: ahora tenía que dejarse de putas, ponerse a pensar en la posibilidad de trabajar con un asesino a sueldo y hablar con un tío que, en su opinión, nunca había disparado un arma salvo la carabina con la que mataba ardillas en su granja. Estaba dispuesto a creerse que había rajado a un preso en el patio de la cárcel y quizá, sólo quizá, que había pegado un tiro a alguien mientras forcejeaba con él en un bar. Pero ¿que era un asesino a sueldo? Bastaba con verlo. Eso no se lo creía nadie.
—Estás diciéndome que tienes que cargarte a una persona y que quieres que conduzca yo.
—Dos —puntualizó el Chucho.
—¿Dos qué?
—Tengo que cargarme a dos personas. Esta noche.
Johnny bebió un buen trago.
—¿Tienes coche?
—¿No pone el coche el conductor?
—¿Te crees que voy a conducir el mío? No, es el jefe quien pone el coche. Así es como se hacen las cosas. Si no el conductor corre el doble de riesgo. Primero por robar un coche y, segundo, porque me pueden empapelar por cómplice. Lo siento, pero no puedo ayudarte.
—Vale, ya traigo yo el buga —dijo el Chucho.
Johnny vaciló.
—Pongamos que lo traes, ¿adónde quieres ir?
El Chucho se sacó una servilleta del bolsillo de la camisa, la desdobló y miró algo escrito de su puño y letra.
—A Franklin Street, entre St. Aubin y Dubois. ¿Sabes dónde queda?
—Sí, pero no hay nada más que almacenes y edificios antiguos vacíos. A ver, aparte de algunos bares, cerca de allí queda el Soup Kitchen.
—Eso me ha dicho: que el Soup Kitchen está en una esquina, no muy lejos de allí.
—¿Y él qué estará haciendo? ¿Esperarte en su coche?
Aquello no tenía sentido. Sin embargo, el Chucho respondió:
—Supongo.
—¿A qué hora?
—A las ocho. Ha dicho que en punto.
—Te refieres al tío que te ha encargado este asunto.
—Sí. ¿Me llevas o qué?
Johnny necesitaba más tiempo, así que dijo:
—Depende de lo que pagues.
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, no lo sé.
El tío no tenía ni idea de que lo estaba haciendo. Aun así, no parecía que estuviera inventándoselo, de modo que siguió haciéndole preguntas.
—¿Te parece que negociemos la parte del conductor a partir de lo que cobres tú? Es una forma de hacerlo.
—Van a pagarme veinticinco por cada uno…
—Es verdad que tienes dos trabajitos.
—Veinticinco de cien por uno y veinticinco de mil por el otro.
—Ajá… —dijo Johnny.
Este tío es un auténtico idiota, pensó. A ver cómo explica eso. Pero luego se dijo: no, déjalo. Pregúntale mejor cómo lo va a cobrar.
—¿Te pagan la mitad por adelantado?
—Los veinticinco de cien me los pagan todos juntos por adelantado. Pero de la otra cantidad, de la importante, todavía no han dado nada.
—Chucho, sólo hay una manera de hacer eso: o te pagan la mitad por adelantado o no haces el trabajo. De lo contrario pueden joderte vivo. ¿Sabes lo que quiero decir? La primera norma en este negocio, Chucho, es cobrar la mitad por adelantado.
—Pues vale —dijo el Chucho.
Johnny se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y beberse un trago de su vodka con tónica.
—Veamos. Paso por aquí… No, mejor no. A ver, que piense. ¿Adónde tienes que ir para cargarte al otro?
—Todavía no lo sé.
—Chucho, me fastidia tener que decirte esto, pero me parece que no tienes ni puñetera idea de lo que estás haciendo.
—Tengo que averiguar dónde tengo que ir, eso es todo.
Rediós, se dijo Johnny, y bebió otro trago.
—A ver qué te parece esto: coges el coche y vas al MGM. ¿Sabes dónde queda? —El Chucho entornó los ojos, como si estuviera intentando verlo mentalmente.
—Es el gran casino, Chucho. No tiene pérdida, joder. Cerca de la autopista de Lodge. Ésta es la condición que te pongo: que des con él. Si estás delante de la entrada principal a las siete y media con los cinco mil dólares en la mano, cámbiate de asiento, porque tendrás un conductor.
—Allí estaré —respondió el Chucho.
El tío era un idiota, pero ¿qué importaba? Si no llevaba los cinco mil dólares, no había más que hablar.
Randy levantó la mirada del escritorio. Era el Chucho, que se había olvidado de decirle que tenía que pagarle la mitad por adelantado y quería preguntarle si podía darle el dinero ya. Pero no parecía convencido de lo que decía y seguía con el sombrero en la mano.
—No quieres correr riesgos con el dinero, ¿verdad? —dijo Randy—. Me hago cargo, pero vienes un poco tarde si quieres cobrar hoy.
—¿Y eso por qué?
—Porque los bancos están cerrados. No podrás ingresar el cheque hasta mañana. ¿Por qué no esperas? Así podrás cobrarlo todo a la vez: veinticinco mil dólares a nombre de Searcy J. Bragg, hijo.
—También se me había olvidado decirle —prosiguió el Chucho— que lo quiero en efectivo. Doce billetes de mil y cinco de quinientos.
—Pues lo siento mucho.
—En efectivo o no hay trato que valga.
Randy se levantó y se sacó los bolsillos del pantalón. Vio que el Chucho esbozaba una sonrisa y dijo:
—Me pillas en mal momento. ¿Dónde voy a cobrarlo si los bancos cierran a las cuatro?
—Cuando cierra la puerta con llave —dijo el Chucho—: o se trata de una tía o se trata de dinero.
—¿Qué es eso? ¿Alguna expresión que utilizáis en Indiana?
—Una de dos: o Heidi o alguna mujer de aquí está con usted o es que tiene dinero escondido en algún sitio. A mí el sueldo me lo paga en efectivo, al señor Moraco le da su parte de la misma manera, y cuando me encargó este trabajo, me dijo que me pagaría con un cheque o en efectivo.
No le faltaba razón. Pero su intención desde el primer momento había sido darle un cheque y anularlo en cuanto saliera por la puerta. Como evidentemente se trataba de algo que no podía decirle, respondió:
—De acuerdo, voy a darte un cheque.
—Lo quiero en efectivo.
—Chucho, puedo extenderte un cheque por todo el dinero ahora mismo.
—En efectivo o no hay trato.
Randy decidió tomarse las cosas con calma.
—¿Vincent te ha pagado ya?
—¿Por lo del cura? Va a hacerlo esta noche.
—¿Cuánto?
—Ya se lo he dicho: veinticinco.
—¿En serio? Recuerdo que me dijiste que iba a conseguirte una pistola…
—Si no me cree, llámele —sugirió el Chucho—. Si me paga por adelantado, será la última vez que oiga su voz. Y ya nunca tendrá que verle comer.
A Randy le vino a la cabeza la imagen de Vincent Moraco con una servilleta metida en el cuello de la camisa y la cabeza pegada a la comida que no le iba a pagar, y eso le bastó para dejarse de tonterías y tomar una determinación.
—Tienes razón —afirmó—. Estás haciéndome un enorme favor y deberías cobrar tu dinero como lo desees. He de reconocer, Chucho, que a veces pierdo de vista el fondo de las cosas y me vuelvo cicatero por minucias.
—¿Ah, sí? —respondió el Chucho.
El machete seguía en la cocina, donde lo había dejado Johnny tras jugar con él.
Mary Pat preguntó a Terry por qué lo conservaba y él respondió que era un recuerdo. Ella le dijo que no entendía muy bien por qué necesitaba algo para acordarse de una experiencia tan espantosa. Con la de personas que habían asesinado, añadió. Pobrecillas… Él le explicó que lo había encontrado en la iglesia, donde lo habían usado, y que le traía a la memoria detalles de lo ocurrido que parecían, ¿cómo se decía?, retablos, momentos horribles capturados a cámara lenta, silenciosos, sin gritos, sin el barullo de voces. Ella no le preguntó por los detalles, de modo que no se los describió. A las niñas les contó que el cuchillo servía para cortar la caña de azúcar y manojos de plátanos de los árboles.
También había dejado en la cocina la bolsa de las fotos.
Cuando le pidieron verlas, las puso sobre la mesa de madera y se las enseñó todas salvo un paquete sujeto con gomas verdes que volvió a meter en la bolsa. Las niñas se subieron a los taburetes para echar un vistazo, les picó la curiosidad, se pusieron de rodillas para aproximarse a las fotos y observarlas de cerca, y empezaron a hacer preguntas. ¿Ese qué está haciendo? Está buscando pedazos de carbón para venderlos o hacer fuego. ¿Por qué? Para poder comer algo, para asar una panocha de maíz. ¿Por qué no lo hace su mamá? Porque no tiene, es huérfano. ¿Qué es un huérfano? Ya lo sabes, nos lo ha contado mamá. Se me ha olvidado. Un niño que no tiene mamá ni papá. ¿Y le dejan jugar con fuego? No está jugando, sabe lo que se hace. En Ruanda, como no espabiles, ya puedes despedirte. Estos que veis aquí están en el orfanato, jugando. ¿Y éste qué hace? Es una niña. ¿Cómo lo sabes? Porque lleva un vestido. No parece un vestido. ¿Por qué no tienen pelo? Se lo cortan todo para que no se les llene de, eh…, de bichos. ¿Qué bichos? Cualquier tipo; en mi vida había visto tantos bichos como en África. En la pared parecen dibujos de papel pintado en movimiento.
Terry miró a Mary Pat, que estaba lavando lechuga en el fregadero. ¿Y ése qué hace? Está en un vertedero de basuras buscando comida, cualquier cosa que puedan llevarse a la boca, aunque no esté, bueno…, aunque no esté en muy buenas condiciones. ¿No se pondrá enfermo? Es probable, pero, si no se pone enfermo por una cosa, se pondrá por otra. ¿Por qué no va a la tienda? Es pobre, no tiene dinero. ¿Por qué no va su mamá? No tiene. Ya os lo he explicado: estos niños son huérfanos. ¿Por qué? Os lo acabo de decir: no tienen padres. ¿Por qué no? Eh… Porque murieron, por eso la mayoría de ellos no tiene un sitio donde vivir. Mamá dice que has vuelto para eso: para que la gente te dé dinero para los huerfanitos.
Terry se volvió otra vez hacia Mary Pat. Esta vez ella le miró.
—¿Por qué no vais a buscar el atlas? Enseñadle al tío Terry dónde vive.
Como Katy quería ir, le dejaron que fuera. Mientras esperaban, sonó el teléfono de la pared, el que estaba junto al fregadero. Mary Pat contestó y se volvió hacia Terry:
—Es tu amiga, la que está ayudándote a recaudar fondos.
—¿Qué haces?
—Enseñarles las fotos a las niñas.
—¿Lo sabe Mary Pat?
—Lo sabe todo. Absolutamente todo.
—¿Y qué ha dicho? No puedes hablar, ¿verdad? Mira, ha llamado Ed Bernacki. Hemos quedado con Tony. ¿Adivina dónde?
—No lo sé.
—En su casa. ¿Recuerdas que Ed dijo que nadie entra en su casa excepto su familia y los colegas mafiosos? Pues nosotros vamos a entrar. Ah, estáte listo a las siete y media.
—¿Vas a pasar a recogerme?
—No, van a mandar un coche.
—¿Por qué?
—Ed ha dicho que vamos a verle, así que no he hecho preguntas.
—¿A ti también van a pasar a recogerte?
—Sí, a mí también.
—¿Por qué no vamos juntos?
—A lo mejor vamos juntos, pero, por la explicación que me ha dado Ed, yo diría que van a llevarnos por separado.
—¿Por qué no te recogen a ti primero y luego pasáis a recogerme a mí?
—Pero ¿qué es lo que te preocupa, so tonto? Va a darnos el dinero.
Inclinadas una enfrente de otra, las chicas estaban buscando Ruanda en el atlas que tenían abierto sobre la mesa.
—Mamá nos ha enseñado dónde está —dijo Katy.
—Es difícil de encontrar —explicó Jane—. Está por aquí… más o menos.
—Es difícil de encontrar incluso cuando sabes dónde está. ¿Veis el lago Victoria? Pues Ruanda se halla a la izquierda, a un par de centímetros de distancia. Es el país que casi todo es verde. Y es así en la realidad: todo el país parece una enorme huerta.
—¿No hay animales salvajes?
—No hay sitio para ellos, es casi todo tierra de labranza, excepto donde viven los gorilas, en las montañas.
—Una vez vimos una película sobre gorilas. Una señora les hablaba. Decía que no hay que hacer ruido, porque, si no, los gorilas se enfadan, porque piensan que vas a hacerles daño.
—Así son los gorilas —explicó Terry—. Cuando uno está cerca de ellos debe andarse con cuidado. —Levantó la mirada y vio que Mary Pat estaba al otro lado de la mesa, observándole—. Hemos quedado con nuestro benefactor esta tarde a última hora. Se llama Anthony Amilia. ¿Sabes quién es?
Mary Pat dudó antes de responder.
—Por supuesto. —Se volvió otra vez hacia el fregadero para poner la lechuga en un paño de cocina y llevarla al frigorífico. Cuando le miró otra vez, lo único que dijo fue—: ¿Lo sabe Fran?
—Se ha marchado. No he tenido ocasión de hablar con él.
—¿Vas a llamarle?
—Si tú quieres. Esperaba verle en casa antes de irme.
—Terry, Fran y yo no tenemos secretos entre nosotros. Le he llamado después de hablar contigo.
—Conque te has chivado, ¿eh? —Al ver que Mary Pat no sonreía, añadió—: Iba a contárselo todo. Si no lo he hecho ha sido únicamente porque, cuando llegué de África, aún estaba en conversaciones con el fiscal sobre mi caso. Me pareció que en conciencia no podía seguir haciéndolo a menos que creyese que yo era sacerdote.
—¿No te importa ser un embustero? —le preguntó ella.
—Pues no mucho. ¿Piensas que debería haber ido a la cárcel en vez de a Ruanda?
—No tengo ni idea de lo que hiciste en Ruanda —respondió Mary Pat—, aparte de sacar fotos de niños.
—Creo que me porté bien —dijo Terry—, dadas las circunstancias. Siempre decía misa en Navidad y Semana Santa, y alguna que otra vez durante el resto del año. Confesaba todas las semanas. Una vez le pregunté a mi asistenta si creía que yo pintaba algo allí. Me respondió que no hacía todo lo que podía.
Por un instante tuvo la impresión de que Mary Pat se había quedado muda, conmocionada. Pero sabía que no tardaría en reaccionar. Entonces Terry agregó:
—Las cosas no son siempre como parecen, ¿verdad?