22

El martes por la mañana Terry se levantó primero y dejó a Debbie en la cama. Cuando pasó por el comedor en dirección al vestíbulo con un café para ella, miró por la ventana y vio que un taxi del aeropuerto se metía en el camino de entrada a la casa. Eran las once y cuarto: Fran volvía de Florida con su familia más de cinco horas antes de la hora prevista. Terry dejó la taza de café sobre la mesa del comedor, cruzó el vestíbulo a todo correr y subió volando por la escalera. Su intención era despertar a Debbie con el café y decirle que dormía como una adolescente, pero lo que hizo fue acercarse a su cara y soltarle:

—Están aquí.

Debbie abrió los ojos.

—Fran está aquí con toda la familia —le explicó.

—No es posible —respondió ella.

Pero no hizo falta decir más. Sin perder la calma, Debbie se levantó con la camiseta puesta, y juntos estiraron y alisaron las sábanas y la colcha. Terry salió al pasillo a toda velocidad y llegó a las escaleras en el preciso momento en que se abría la puerta de la calle. Las dos niñas entraron corriendo y, cuando levantaron la mirada y lo vieron, se detuvieron.

Jane era la mayor; Katy era todavía un bebé la última vez que había estado allí. Terry empezó a bajar por la escalera y dijo:

—Hola, niñas. ¿Os acordáis de mí? Soy el tío Terry.

Mary Pat apareció detrás de ellas algo sorprendida, pero sin dar señales de alarma, al menos por el momento. Fran entró con el equipaje, dejó los bultos en el suelo y miró a su hermano, pero no abrió la boca hasta que Terry dijo que llegaban temprano.

—Sí, hemos pensado que era mejor así. Si tomas el vuelo de la una, en el que te dije que veníamos, no aprovechas la mañana y luego apenas queda sol… Oye, he llamado a Padilla. Me ha dicho que tuvisteis una conversación muy agradable y que se ha quedado, ¿cómo te diría…? Satisfecho.

—Sí, parece un tipo simpático.

Mary Pat no se había movido de su sitio y lo miraba fijamente. Iba con un abrigo negro largo con una especie de cuello de piel del mismo color y la típica melena rubia que llevaban las mujeres en los barrios residenciales, la misma con que se la imaginaba siempre que pensaba en ella.

—¿Cómo estás, Terry? —dijo con cierto tono de curiosidad.

Él le respondió que se encontraba bien y que estaba encantado de verla, pero entonces ella añadió.

—Niñas, al tío Terry tenéis que llamarle ahora padre Terry, padre Terry Dunn. Es sacerdote.

Les dio un pequeño empujón y las niñas se acercaron a saludarle. Le rodearon la cadera y las piernas con los brazos, él se agachó, y ellas se le colgaron del cuello. Terry las abrazó y notó sus pequeños huesos en las manos. Jane, la mayor, dijo:

—Sabemos dónde has estado. En África.

—Sí, así es —respondió él—. Si queréis, os cuento cómo es y os enseño las fotos que he traído. —Quería mostrarse natural con ellas y que no diera la impresión de que estaba hablando con niños. Pero no pudo evitarlo: hablaba demasiado lento y buscaba las palabras adecuadas—: A ver, niñas. Luego nos sentamos, os enseño unas fotos de un grupo de niños africanos y os cuento qué hacen… Cómo viven y tal…

Fran le sacó del apuro.

—Entonces es cierto que hacías fotos —comentó.

—Sí, he hecho un montón.

Se irguió y las niñas se apartaron de él y empezaron a subir por la escalera. Quería impedírselo, pero no sabía qué decir. Iban a llegar arriba y encontrarse con Debbie…

—¿Ese café que hay encima de la mesa es tuyo? —preguntó Mary Pat.

Esto le hizo reaccionar y ponerse a pensar rápidamente.

—Sí, venía de la cocina cuando he visto que llegaba el taxi del aeropuerto…

Iba demasiado rápido. ¿Cómo es que estaba bajando por la escalera si el café…? Daba igual. Las niñas habían vuelto a bajar, y Mary Pat y Fran estaban mirando a Debbie, que había aparecido arriba vestida con un jersey y unos vaqueros.

Puso una sonrisa encantadora y dijo:

—¿Qué tal? Tú debes de ser Mary Pat. Soy Debbie Dewey. —Había empezado a bajar por la escalera—. ¿Sabes que de vez en cuando hago trabajos de investigación para Fran? Venía a recoger al padre Dunn y, como había oído hablar tanto de la casa, me ha preguntado si quería verla. Me encanta: tienes un gusto exquisito, Mary Pat. —Cuando llegó al vestíbulo dijo—: Hola, niñas.

Tendió la mano a Mary Pat y Fran farfulló:

—Te presento a Debbie. Ya te había hablado de ella.

—Por fin nos conocemos —dijo Debbie. Se estrecharon las manos y añadió—: Iba a llevar al padre Dunn a unas parroquias; hemos reservado varios domingos para que vaya a recaudar dinero para el Fondo para los Huérfanos de Ruanda. Aunque probablemente quieras acompañarle tú. No quiero estorbar. —Antes de irse se inclinó delante de las niñas y, con las manos sobre las rodillas, dijo—: Hola, me llamo Debbie. A ver si acierto: tú eres Jane, ¿verdad? Hola, Jane. Y tú debes de ser Katy. Encantada, Katy. Tenéis unas habitaciones preciosas y unas muñecas monísimas.

Terry la observó con una sonrisa dibujada en los labios. Debbie tenía tanta idea de hablar con niños como él.

—Voy por tu gabardina —dijo Terry, y echó a andar hacia el armario del pasillo.

—Creo que está en la cocina —le indicó Debbie.

Terry se dirigió al comedor.

—Es verdad, cuando has venido hemos preparado café…

Mientras levantaba la jarra de la mesa, soltó un taco para sus adentros y se dijo que estaba más guapo con la boca cerrada. Mary Pat lo siguió hasta la mesa del comedor. Él fue a buscar la gabardina y volvió a tiempo para ver cómo su cuñada examinaba la brillante superficie de la mesa y pasaba las yemas de los dedos por el lugar donde había dejado la jarra. Mary Pat no dijo nada hasta que volvió al vestíbulo. Terry estaba ayudando a Debbie a ponerse la gabardina.

—Ya me extrañaba a mí que hubiera un coche delante de casa…

—¿Ése? —exclamó Debbie—. Es el mío. Bueno, mucho gusto en conocerte.

Terry observó a Mary Pat. Por el momento la señora de la casa estaba tomándose las cosas con bastante calma: había sabido guardar las formas con Debbie y no había hecho ningún comentario sobre la mancha de la mesa. Respondió que el gusto era suyo y Debbie se marchó.

Fran fue el siguiente en irse. Dijo que cada día que pasaba en Florida se le acumulaba más trabajo y que tenía un montón de cosas que hacer. Dejó a Terry con Mary Pat y el equipaje.

—¿Me echas una mano con esto? —preguntó ella.

Dejó caer a la moqueta del dormitorio las dos mochilas y las tres fundas de nailon para ropa que llevaba al hombro y esperó a que Mary Pat se fijase en la cama. Sabía que estaba portándose como un adolescente —una chica en el piso de arriba y de pronto aparece la familia—, pero no podía remediarlo. No había forma de explicar la situación, sobre todo lo de la cama. Vio que Mary Pat pasaba por delante de ella y se dirigía al mirador, donde había una silla blanca, un confidente a juego y una mesa baja en el centro. Encima de ésta había unas plantas, que, al igual que las que llenaban el resto de la casa, se había olvidado de regar. Mary Pat se sentó en el confidente con la mirada clavada en las plantas y le hizo una señal para que se acercara.

—Cierra la puerta y ven aquí. No voy a hacerte daño.

Cuando empujó la puerta, oyó a las niñas al fondo del pasillo. Se volvió hacia Mary Pat y ella le dijo:

—¿Tienes un cigarrillo?

Terry se llevó las manos a la camiseta.

—Encima no.

—Mira en el cajón de arriba del tocador.

Terry abrió el cajón, pasó la mano entre unas medias y sacó un paquete de Marlboro.

—También hay un cenicero. Y debe de haber un mechero, un Bic rosa. Tráelo todo.

Le dio los cigarrillos y el mechero y dejó el cenicero encima de la mesa.

—No sabía que fumaras.

—Te creerás que me dedico a guisar, hacer galletas y asistir a las reuniones de padres de alumnos. Fran cree que lo único que hago es pasar el aspirador por la cocina.

—¿No lo haces?

—No más de dos veces al día.

—¿Es necesario?

Mary Pat sonrió.

—¿Qué importa eso? Siéntate, Terry. ¿Te apetece un cigarrillo?

Terry hizo un gesto de negación. Ella se encendió uno con el Bic rosa y dijo:

—Nunca sabes qué decirme, ¿verdad?

—Charlamos.

—Yo no diría tanto. ¿Qué tal por África?

—Aceptable.

—¿Ves lo que quiero decir? Te has pasado cinco años en Ruanda y me respondes que aceptable. A qué te refieres: ¿a la comida, a la incidencia de enfermedad? ¿Te gusta vivir allí?

—Es una vida cómoda.

—¿Bebías mucho?

—No más que antes.

—¿Te aburrías?

—A veces.

—No más que en casa, ¿verdad? ¿Cuándo no te aburres, Terry?

—¿Sabe Fran que fumas?

—Por supuesto que sí. Se lo oculto a las niñas.

—¿Y si entran?

—La puerta está cerrada. Saben que tienen que llamar antes de entrar y preguntar si pueden pasar. —Dio una calada al cigarrillo—. Terry, voy a llamar a tu puerta y hacerte una pregunta. Espero que seas sincero.

Terry pensó en esperar a que se la hiciera, pero al final dijo:

—Nunca ha habido nada entre Fran y Debbie, si es lo que te preocupa.

—Dios mío, eso ya lo sé. Fran no soportaría los remordimientos. Terry, tu hermano es el presidente de la asociación de padres de la escuela y el miembro más joven de los Caballeros de Colón de la Archidiócesis de Detroit. Sus amigos parecen veteranos de una guerra antiquísima. Hasta los uniformes parecen viejos.

—¿Tiene la gorra de almirante y la espada? No me había contado nada.

Mary dio otra calada al cigarrillo y esperó.

—Bueno, ¿qué quieres preguntarme? ¿Quieres saber si Debbie y yo hemos dormido en tu cama?

—Me he dado cuenta de que alguien había dormido en ella en cuanto he entrado en la habitación. Pero lo he adivinado antes, cuando he visto a Debbie en lo alto de la escalera. Luego, encima, con tanta cháchara…

—No se me da bien eso —comentó Terry.

—Nunca se te ha dado bien. Pero hay algo más —prosiguió Mary Pat—. Acostarte en mi cama con una mujer es una cosa… A todo esto, ¿has cambiado ya las sábanas?

—Todavía no.

—Pero que un cura duerma en ella con una mujer… Con todos los años que has pasado en colegios católicos te resultaría imposible reconocerlo. Sería algo horrible, escandaloso. —Dio otra calada al cigarrillo y añadió—: No te queda escapatoria. Tienes que decirme la verdad.

—Sí.

—La verdad y nada más que la verdad. Tú no eres sacerdote, ¿verdad?

Terry hizo un gesto de negación.

—No.

Y se acordó de cuando Debbie le había preguntado si se sentía mejor tras contarlo, y así era. Pero entonces se dio cuenta de adonde quería ir a parar Mary Pat.

—Supongo que sigue siendo pecado —dijo ella—, aunque no tan serio como romper un voto. No te olvides de que era una buena presbiteriana antes de conocer a Fran y convertirme al catolicismo. A la vista de cómo se están relajando las normas, ya no sé qué es pecado y qué no lo es. Debbie sabe que no eres sacerdote, me imagino.

—Me caló igual que tú.

—Terry, yo no te he calado. Te conozco. No eres lo bastante desinteresado. Ni eres tan devoto a tu madre ni te preocupa tanto la seguridad.

—A las niñas les has dicho que soy el padre Dunn.

—Supongo que al principio me lo he creído. Pero entonces ha aparecido Debbie con su carita de sueño, haciéndose la inocente.

—Fran se lo cree.

—Prefiere creérselo más que nada. Además así no tiene que preocuparse por la posibilidad de que acabes en la cárcel. Pero ¿en el fondo? No sabría qué decirte. —Luego añadió—: Me ha encantado cuando Debbie te ha llamado padre: «Iba a llevar al padre Dunn a unas parroquias, por lo de los huerfanitos.» La cama está todavía caliente. ¿Estáis tú y la tal Deb muy colgados el uno del otro?

—Así es como andamos en este momento, sí.

—Entonces os habéis acostado en mi cama.

—Sólo una vez.

—Te pasas cinco años en África, vuelves y…

—Puede que dos.

—Vamos, Terry…

—Otra vez donde estás sentada. —Le dio la impresión de que Mary Pat movía el culo sobre el confidente, de que se estremecía un poquitín—. Y otra en la biblioteca, las demás en su piso. Eso es todo.

—Me dejas admirada con tu compostura —comentó Mary Pat—. Dime, si no eres sacerdote, ¿qué eres?

—Supongo que lo que era antes.

—Terry, no te hagas el tonto, ¿vale? Ni el inocente. «Lo que era antes.» Eres un ladrón, reconócelo. Vas a ponerte el alzacuellos y timar a las parroquias para sacarles dinero. ¿No es eso lo que eres, Terry? ¿Un timador?

—Ésa era mi intención al principio —respondió con cara seria. Estaba contándole a su cuñada lo que quería saber, a ella nada menos, y él tan campante, como si no le afectara. Entonces añadió—: Ahora tenemos un benefactor.

Se acordó de Tony Amilia, sentado en el restaurante con su chándal, y esbozó una sonrisa. A lo mejor a Mary Pat también le parecía divertido si se lo contaba. O tal vez no. En aquel momento no estaba sonriendo.

—¿Tenemos? —repitió ella—. ¿Debbie también anda metida en este asunto?

—Está echándome una mano.

—¿Y ahora vais a timar a una persona, a ese benefactor, en vez de a un grupo de gente en una iglesia?

A esa pregunta no tuvo que responder. Las niñas estaban aporreando la puerta y llamando a su mamá.

—Ábreles, ¿te importa? —dijo Mary Pat mientras apagaba el cigarrillo y movía la mano para dispersar el humo que salía del cenicero.

Terry se acercó a la puerta y abrió; las niñas alzaron la vista y lo miraron, titubeantes. El se dirigió a su silla y ellas entraron.

Jane dijo:

—No encontramos nuestras mochilas.

—Están aquí —respondió Mary Pat—. Os las ha subido el tío Terry. —Entonces las llamó—: Niñas, venid un momento.

Las niñas se acercaron al lado de la mesa donde estaba su madre; Katy, la de seis años, se pegó a ella y Mary Pat le apartó el pelo de la frente.

—Dile al tío Terry lo que quieres ser de mayor. —Hubo que insistirle—. Díselo, querida. A tu tío le gustaría saberlo.

—Quiero ser una santa —respondió Katy.

—¿Como la que se llamaba igual que tú? ¿Santa Catalina? —preguntó Terry.

—¿Cuál de ellas?

Terry tuvo que pensar la respuesta.

—¿Santa Catalina de Siena?

—Ésa no está mal. Era una mística y veía ángeles de la guarda. Mi favorita es santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir. La pusieron en una rueda con pinchos, pero se rompió, conque al final le cortaron la cabeza.

—A Katy le encantan los mártires.

—¿Sabes lo que le hicieron a santa Ágata? —preguntó Terry.

—¿Ésa es a la que le cortaron las tetas y la echaron a una hoguera?

—A unas brasas —precisó Terry.

Katy estaba acercándose lentamente a él.

—¿Conoces más?

—¿Has oído hablar de san Sebastián?

—Ése es el de las flechas.

—Katy es especialista en santos —explicó Mary Pat—. La afición le viene de Jane, que sacó casi toda la información de Internet. Son un par de pequeñas cibercatólicas… Pero ahora a Jane le ha dado por jugar al tenis en serio y participa en las competiciones de la asociación nacional para menores de diez años. Empezó el año pasado, cuando tenía siete, perdió sus dos primeros partidos y desde entonces ha ganado todos los demás. Es la campeona regional —añadió mientras acariciaba a su hija y jugaba con su pelo—. ¿A que sí, querida?

—¿Sabes con quién quiero jugar? —preguntó la niña a Terry—. Con Serena Williams. Ganó el Open.

—¿No es mucho mayor que tú?

—Sí, pero me refiero a cuando tenga su edad. Ella sólo tendrá veinticuatro o veinticinco años. —Entonces se volvió hacia su madre—. ¿Por qué le has llamado tío Terry en vez de padre?

—Pensaba que se había hecho cura —contestó Mary Pat—, pero en realidad no lo es. El tío Terry estaba bromeando.

—Ah… —exclamó Jane, y se alejó de ellos. Katy se fue con ella y su hermana le dijo—: Ya no tienes que llamarle padre.

—Ya lo sé —respondió Katy.

Mary Pat esperó a que recogieran las mochilas y salieran de la habitación.

—¿Ves qué fácil es? No pasa nada. El tío Terry no es cura. Ya está. Piensan que eres simplemente un señor simpático que sabe de santos. No hay por qué preocuparse. —Luego dijo—: ¿Te das cuenta de que ésta es la primera vez que hablamos tú y yo?

—Mary Pat, habrías sido una buena fiscal.

—Habría podido hacer bien muchas cosas. Decidí casarme con tu hermano, tener hijos y crear un hogar, y lo he hecho. Si tú quieres ser un timador, Terry, es decisión tuya. No pienso seguir indagando ni causarte más molestias. Sólo quiero preguntarte una cosa más. Dos quizá.

—Adelante.

—¿De veras le gusta cómo tengo decorada la casa?

—¿A Debbie? Le encanta. Le recuerda a la casa en la que pasó la infancia. ¿Qué otra cosa querías preguntarme?

—Terry, ¿seguirá a tu lado si la cagas?