21

Randy no pensaba que el sacerdote fuera a darle problemas. Su hermano se encargaría de la demanda, pasarían varios meses con las declaraciones, fijarían la fecha del juicio y la aplazarían por la razón que fuera, y para entonces, o incluso mucho antes, el cura ya habría regresado a África. A Debbie sabía que podía manejarla. Si en su día le había sacado sesenta y siete mil dólares —no recordaba que fuera tanto—, ahora podía pagarle unos cuantos miles para aplacarla y luego jugar con ella, alimentarle el ego, reírse de sus chistes e incluso recuperarla si le apetecía.

Lo ideal, pensó, sería que el Chucho se cargara a Vincent aquella misma semana, antes del sábado. De ese modo se acabarían los pagos de ocho mil dólares, por lo menos hasta que Tony se diera cuenta de que había dejado de cobrarlos. Pero para entonces ya le habría caído una condena de veinte años en alguna prisión federal. Randy confiaba en eso. Pensaba que el Chucho tenía motivos para cumplir lo acordado y liquidar a Vincent. Al fin y al cabo, no lo soportaba. Pero, como era estúpido, probablemente la cagaría y caería en manos de la bofia o de la mafia, seguramente de ésta, a menos que lo lograse y pusiera tierra de por medio sin tiempo para despedidas ni pagos. No creía que fuera a intentar implicarle. Si lo hacía, lo único que tenía que hacer era poner cara de póquer y negarlo.

Estaba sentado detrás de su escritorio, con una luz suave, leyendo la última reseña que había publicado el Hour Detroit sobre su restaurante. Ambiente: excelente. Servicio: muy bueno. Comida… No pudo continuar: acababa de entrar el Chucho.

—¿Quería verme?

—Sí, pasa y siéntate. ¿Cómo va todo?

—Tirando.

El Chucho cerró la puerta, se acercó al escritorio y tomó asiento.

—¿Tienes algo que contarme?

—¿Sobre qué?

—¿No estás haciendo los preparativos para el trabajito?

—Ah, sí. Faltaría más. Lo que estoy haciendo es preparar un plan. Tengo que decidir cuál es el mejor lugar para hacerlo. Pensaba en ir a su casa, pero es que estará su mujer, y no quiero cargármela a ella también. ¿Sabe lo que quiero decir?

—Sé perfectamente lo que quieres decir —respondió Randy, que mantenía una actitud cordial desde que había empezado a tratarse con aquel pedazo de cateto.

—Me gustaría pillarlo en algún sitio cenando.

—¿No estarás pensando en este restaurante?

—No, en uno italiano: cuando esté sentado y con la servilleta al cuello.

—Un establecimiento familiar —añadió Randy—, que lleva en el barrio desde hace varias generaciones, conocido por sus buenos y sencillos platos de pasta, con manteles a cuadros. Igual que en el cine.

—Sí, un sitio así.

—No existe ninguno —le explicó Randy—. No sé por qué será, pero en Detroit no abundan los restaurantes italianos buenos. Hay pocos… Yo pensaba que la mejor manera de hacerlo era seguirlo. Le ves entrar y salir del coche. Cuando llegue el momento oportuno, te lo cargas y te largas. ¿Tienes coche?

—La camioneta con la que he venido. Hay que ponerle una batería nueva. Me paso el día recargándola. Pensaba en ir a Sears a comprarme una nueva.

—También podrías robar un coche, sólo para este trabajo —sugirió Randy—. Tengo entendido que es lo habitual. Ya sabes, por si alguien se fija en la matrícula.

—No es mala idea.

—¿Has robado un coche alguna vez?

—De pequeño. Lo hacíamos para pasar el rato. Pillábamos uno y nos íbamos hasta Indianápolis a dar una vuelta. Pero se me ocurre que podría buscarme un conductor —dijo entonces—. Así estaría más libre, ¿sabe? No tendría que buscar un sitio donde aparcarlo cuando llegue el momento.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Llamar a uno de tus colegas?

—Aquí no tengo ninguno. Pero conozco a un tío que ha estado en el talego y estaría dispuesto a hacerlo.

A Randy no le hizo ninguna gracia.

—Chucho, no veo por qué tiene que echarte nadie una mano. Ni que fuera la primera vez que lo haces —añadió con un leve acento del sur—. Joder, pilla una pistola y pégale un tiro. Puedes hacerlo desde el coche; no necesitas a ningún ayudante para eso.

—Pues no.

—¿Te has agenciado un arma ya?

—Todavía no, pero estoy en ello. He oído que conseguir una pistola en esta ciudad es pan comido.

—Chucho, que sea antes de este sábado, ¿de acuerdo? —dijo entonces Randy.

—Bueno, vale, voy a ponerme manos a la obra. —El Chucho se levantó y, cuando se disponía a irse, se volvió de nuevo y le soltó—: Todavía no me ha dicho cuándo va a pagarme.

Randy puso cara de sorpresa para hacerse el inocente.

—Pensaba hacerlo cuando hubiera acabado todo. ¿No es así como se suele hacer?

—Bueno, normalmente…

Randy lo interrumpió.

—Calla, Chucho.

Se abrió la puerta y entró Vincent Moraco. Chucho se hizo a un lado y el capo se acercó al escritorio.

—Vaya, Vincent, precisamente estábamos hablando de ti.

Debbie estaba en la cocina preparando unos sándwiches de queso fundido cuando sonó el teléfono. No era el suyo, sino el de la pared, así que dejó que lo cogiera Terry, que se encontraba en la biblioteca con el periódico, mirando la cartelera. Al cabo de unos minutos entró en la cocina.

—Era Fran. Se quedan otro día; volverán a casa mañana a las cuatro.

—¿Qué hacemos con la cama? —preguntó Debbie.

—Es verdad. Si dormimos ahí luego tendremos que cambiar las sábanas otra vez.

—¿Y si hacemos sólo eso, dormir, y por la mañana hacemos la cama como si nada hubiera pasado?

—¿Sin cambiar las sábanas?

—¿Quién se va a enterar?

—¿Y sólo vamos a dormir?

—Podemos follar en cualquier parte, querido.

Vincent estaba sentado en la silla delante de Randy, al otro lado del escritorio, y el Chucho se encontraba debajo de la fotografía de Soupy Sales. Randy pensó que lo mismo Vincent le preguntaba qué estaban diciendo sobre él, pero luego se dijo: no, Vincent no haría una cosa así. Él jamás permitiría que se supiera que le preocupan esa clase de cosas. Estaba en lo cierto: Moraco fue directo al grano.

—Tony quiere que le prestes doscientos cincuenta mil dólares. —Le mostró los papeles—. Firma esto; es para que pueda ir y darle el cheque a la tía a la que jodiste viva. Dice que te servirá de escarmiento.

Randy entornó los ojos, pero no consiguió nada así.

—¿Cómo ha logrado hablar con él?

—Gracias al cura. Van a dar un timo con la excusa de la religión. Fue ella quien le largó el rollo.

—Conmigo también lo intentó, pero los puse de patitas en la calle. ¿Y ha conseguido convencer a Tony Amilia?

—Le gustan las tías menudas como ella.

—Vamos, hombre. Pero si tiene setenta y cinco años.

—Oye, Tony si quiere algo, lo consigue.

—Vale. Tony extiende un cheque a nombre del fondo ese por los huerfanitos de África, lo deduce de los impuestos y… ¿cuándo me devuelve el préstamo?

—Eso está todo aquí. —Vincent arrojó los papeles sobre el escritorio—. Firma las tres copias.

Randy miró el pagaré, pero sin tocarlo.

—Veinticinco años «a un tipo de interés del…». Bien, ya se lo doy.

—Que sea un cheque —le indicó Vincent— con dinero de tus cuentas personales.

—No tengo tanto en una sola cuenta.

—Extiende el cheque.

Randy no sabía qué hacer.

—Pero, vamos a ver… —farfulló—. Seguro que hay alguna manera de resolver este asunto. —Y añadió—: Al fin y al cabo…

La respuesta la encontró el Chucho, que estaba apoyado contra la pared.

—Joder, lo que hay que hacer es cargarse al tío que va a quedarse con el cheque y asunto solucionado —dijo.

Se produjo un silencio, pero no muy largo. Vincent retomó el hilo de la conversación.

—Claro, es lo primero que se le pasa a uno por la cabeza. Pero hay que pensarlo bien y no dejar ningún cabo suelto.

La idea, tal como se había planteado, hizo que Randy se enderezara en la silla. Se preguntaba por qué Vincent estaba por la labor, pero lo que dijo fue:

—¿Qué hay que pensar? Se hace y punto, joder.

—Me refiero a cómo hacerlo, gilipollas —exclamó Vincent.

—Busca a alguien que sepa.

—A los chicos no. De ninguna manera.

A Randy se le agolpaban ahora las ideas en la cabeza.

—Atropelladlo. Dadle un golpe cuando esté cruzando la calle. Con un camión o con lo que sea, joder: un Buick Riviera.

Vincent se volvió y miró al Chucho por encima del hombro.

—El granjero tiene experiencia en estos asuntos. Dile que elimine a alguien; el Chucho te dice que de acuerdo, va y se lo carga. ¿A que sí, Chucho?

—Pues claro —respondió éste.

Entonces vio que Randy lo observaba. Era la primera vez que se miraban a los ojos desde que había entrado Vincent. Lo que le sorprendió a Randy fue su cara de tranquilidad. El Chucho lo había entendido: tenía que cargarse a un tío que iba a pagarle por cargarse a otro. Menudo chollo… Y si Vincent, que era un mafioso, tenía la confianza suficiente en él para encargarle semejante cosa, igual el Chucho no era tan tonto como parecía. Joder, qué raro es todo esto, pensó, y se recostó en la silla.

—¿Puede ocuparse él del asunto? —le preguntó a Vincent.

—Ya te lo dicho: tiene experiencia en esto. —Se volvió de nuevo hacia el Chucho y preguntó—: ¿Tú qué dices?

—Que sí. Es cosa hecha. Pero ¿de quién estábamos hablando?

—Del cura.

—Ah… —Titubeó y dijo—: Bueno, supongo que no pasa nada. Soy baptista.

—Entonces no hay más que hablar —sentenció Randy—. Es cosa hecha.

—Por supuesto, pero ¿a mí quién me paga?

Randy respondió de inmediato, consciente de que iba a provocar una discusión:

—Vincent se ocupará de eso.

—Pero sí eres tú quien no tendrá que pagar —respondió éste, como no podía ser de otra manera.

—Pero tú tienes más que perder si Tony se entera —le explicó Randy. Lo miró tranquilamente a los ojos. Que se joda, pensó. Entonces le dijo—: Al principio me he preguntado: ¿por qué no querrá que Tony les dé los doscientos cincuenta mil dólares? Y luego he caído: joder, se cree que son suyos. De ahí salen los ocho mil semanales. No me extrañaría que estuvieras quedándote una parte. Si Tony desapareciera del mapa, tú te lo quedarías todo e incluso podrías subir la cantidad, ¿verdad? Así te llevarías lo que te diera la gana. El asunto del restaurante no es más que una tapadera, joder. En realidad no soy más que un puto banco.

Vincent le escuchó sin dejar de mirarlo. No perdió la calma ni hizo nada salvo mirarlo fijamente con sus ojos soñolientos. Parecía muy tranquilo, y Randy empezó a acusarlo en el sistema nervioso central. Se puso tenso. Estaba seguro de que no se equivocaba, pero, joder, igual se había pasado de la raya. Tenía que dar una explicación. Esbozó una sonrisa y dijo:

—Pero aquí nadie se está quejando.

Vincent se levantó de la silla y se puso de pie delante del escritorio.

—Firma los papeles y dame el cheque.

—¿Por qué? Ahora no lo necesitas, ¿no?

—Voy a ir a llevarle a Tony el cheque que me ha mandado que venga a recoger. ¿Entendido? Dame el puto cheque.

Randy firmó las copias del pagaré. A continuación sacó una chequera del cajón del escritorio, extendió un cheque a nombre de Tony Amilia por valor de doscientos cincuenta mil dólares y lo puso encima de los documentos. Vio que Vincent se lo llevaba todo y doblaba los papeles con el cheque dentro. No dio ni las gracias ni nada; lo único que dijo fue:

—Tú y yo tenemos que hablar seriamente, listillo. —Dio media vuelta y, camino de la salida, le dijo al Chucho—: Acaba con el cura inmediatamente.

Vincent salió por la puerta antes de que el Chucho tuviera tiempo de levantarse de la silla.

—¿Adónde vas? —exclamó Randy. Pero el Chucho ya se había marchado.

Lo alcanzó en el restaurante y lo siguió hasta la calle. Una vez allí, Vincent se volvió hacia él.

—¿Qué pasa?

—¿Cuánto va a pagarme?

Vincent tardó un rato en responder.

—Veinticinco.

—¿Veinticinco qué?

—Veinticinco billetes de cien. ¿Qué cojones te piensas?

Esta vez fue el Chucho quien se quedó un rato pensando.

—Vale. Necesito una pistola. Una limpia.

—Veré lo que puedo hacer.

Echó a andar y el Chucho dijo:

—Será mejor que me pague cuando me traiga la pistola, porque me largaré en cuanto lo haya hecho.

—Ya te he dicho que veré lo que puedo hacer.

—Tendrá que hacer algo más —insistió el Chucho—. ¿Quiere que me cargue al cura o no?

Vincent le lanzó una mirada que le recordó a su madre, a las veces en que se olvidaba de lo que no estaba permitido y soltaba «mierda» en su presencia, y ella le decía «jovencito» y le amenazaba con lavarle la boca con jabón, aunque luego nunca lo hacía. Estos tíos eran iguales que ella: les gustaba asustar.

Vincent siguió mirándole de aquella manera, pero luego dijo:

—No te alejes mucho.

Te llamaré. Estaba comprobado. Si no le echaban a uno una mi rada amenazadora, no valían nada.