El lunes por la mañana Terry fue el primero en levantarse, dejó a Debbie dormida en la cama extra grande de Fran y Mary Pat y bajó a buscar el periódico y preparar el café.
La noche anterior Debbie había estado esperando junto al teléfono a que llamara Ed Bernacki y les dijese que Tony aceptaba. Mostraba una confianza absoluta.
—Sé que aceptará. ¿Por qué no iba a hacerlo? Tiene la sartén por el mango. Basta con que le diga a Randy que le dé el dinero.
Ed les había acompañado a la puerta del restaurante y ella le había preguntado si tenían alguna posibilidad. El abogado le había respondido que no sabía qué decirle:
—Tony es previsible en muchos terrenos, pero éste no es uno de ellos. Tendréis que esperar a que se decida. Si dice que no, olvidaos del asunto y no volváis a intentarlo.
—Si no sale —había dicho Terry por la noche—, ¿qué hacemos? ¿Probamos otra vez con Randy?
—Ya verás cómo acepta —había respondido Debbie—. ¿No te has fijado? Le gusto.
Terry llevó a Debbie una taza de café y se quedó mirando a la pequeña estafadora. Dormía como una bendita. No le costaba imaginarse que seguían con la relación y se iban a vivir juntos. No se habían planteado casarse. En una ocasión ella había comentado que no pensaba tener hijos y él había preguntado: «¿Por qué no?» Luego Terry había dicho que siempre había creído que formaría una familia, con tres o cuatro hijos. Ella le había dicho: «¿Y por qué no lo hiciste, en lugar de engañar a tu madre durante tantos años?» Era el cuento de nunca acabar: que si no estaba preparado, que si no encontraba a la persona adecuada, que si nunca había tenido un trabajo que le gustara… Todas esas excusas había dado. Terry estaba convencido de que Debbie podía ser esa persona. Además era divertida. ¿Cuántas chicas eran divertidas? Pero ésa era la razón por la que quería dedicarse al mundo del espectáculo y por la que no se la imaginaba al frente de una casa. De modo que estaban en las mismas.
—¿Deb? —dijo. Probó una vez más y ella abrió los ojos.
—¿Ha llamado Ed?
—Debe de estar en el juzgado.
—Llamará a la hora de comer.
—Mi hermano y su familia vuelven a casa esta tarde. Llegan a eso de las cuatro.
—Tenemos que cambiar las sábanas —dijo Debbie—. No, tenemos que quitar éstas y poner las que había antes. Y las toallas también. ¿Luego qué hacemos? ¿Tú te quedas y yo me marcho? A no ser que le aclares las cosas a Fran. Entonces podrías venirte a mi casa y jugaríamos a las casitas.
A Terry le hizo gracia la frase. Señaló con la cabeza el café, que había dejado sobre la mesilla. Ella sonrió y se llevó la taza a los labios.
—¿Sabes una cosa, Terry? Eres un santo. Se lo dije una vez a tu hermano cuando estabas todavía en África con tus huérfanos y tu asistenta, la de las faldas bonitas. Igual es un santo, le dije. Y tu hermano me contestó: «Yo no diría tanto.» Y luego añadió: «Aunque vete tú a saber.» ¿Ves qué impresión causas? Eres una persona muy considerada, Terry.
Esto no le hizo sentir de forma diferente a como se sentía ya, en una habitación que no era la suya, a punto de no sabía muy bien qué, mirando a una chica con la que se acostaba y a la que creía querer, enterneciéndose de vez en cuando, pero sin la necesidad de llegar más lejos. En África, cuando estaba con Chantelle, había vivido momentos similares y también se había preguntado qué iba a ocurrir. Chantelle era preciosa, pero no le parecía divertida, aunque igual sí lo era en kinyaruanda. En cualquier caso, nunca lo sabría.
Debbie estaba sentada tomándose el café.
—Si conseguimos el cheque —dijo—, tendremos que abrir una cuenta…
—Ya te he dicho que he abierto una —respondió Terry, y vio que a Debbie le cambiaba la expresión de los ojos—. Nada más llegar Fran me llevó a Comerica. Podemos ingresarlo ahí, en el Fondo para los Huérfanos de Ruanda.
—Se me había olvidado. Pensaba que abriríamos una cuenta juntos.
—¿Qué te crees que voy a hacer? —preguntó Terry—. ¿Sacar el dinero cuando no estés mirando?
Debbie sonrió.
—Eso significa que piensas que vamos a conseguirlo.
Tuvo el móvil conectado durante toda la mañana y parte de la tarde. El teléfono sonó a las dos menos diez.
Estaban otra vez en el dormitorio con las sábanas limpias y Debbie intentaba acordarse de cómo estaban metidas y dobladas cuando habían quitado el cubrecama la noche anterior y se habían acostado. Se acercó a la ventana con el teléfono y se quedó mirando a la calle; los arbustos y los árboles empezaban ya a echar brotes y ella lo interpretó como un augurio.
—¿Deb? —Era Ed.
—¿Qué ha dicho?
—Que sí.
—¿Has tenido que convencerle?
—De eso ya te encargaste tú, querida. Le gustas. Cuando te fuiste, me dijo: «Mira que llamarle comepollas a Randy…» Le encantó.
—Eso pensaba yo, por eso lo dije. En las películas siempre les llaman así a los tíos. Bueno, ¿y ahora qué?
—Cuando lo tenga en sus manos, te llamaré. Yo u otra persona. Bastará con que vayan una vez. Esta gente ya sabes como es…
—Ed, ¿por qué los representas?
—Soy abogado. ¿No lo sabías?
—Vamos, responde.
—De acuerdo. Primero, los casos son animados y tienen mucha publicidad. Segundo, pagan cuando hay que pagar. Y tercero, resulta divertido verlos. Fíjate qué imagen dan de ellos en las series de televisión. Yo tengo la ocasión de verlos tal y como son. Y ahora con el juicio vivo prácticamente con ellos. Ya sabes a qué me refiero. Si sabes que no corres peligro, te lo pasas bien. Si no estás riéndote con ellos, estás riéndote de ellos, y viceversa. Hasta pronto y enhorabuena.
Terry estaba esperando junto a la cama, sujetando todavía su lado de la sábana.
—¿Cuándo nos lo dan?
—Dentro de un par de días. Hay que esperar a que Tony lo tenga en las manos.
—Pues ha sido gracias a ti. Si me hubieras dejado seguir, aún estaría soltando mi rollo y estarían todos dormidos.
—Ya te he dicho que le gusté.
Contestó Angie: «Un momento», y llevó el inalámbrico al dormitorio donde Vincent Moraco estaba poniéndose los pantalones. Se dejaba puestos la camisa y los calcetines, y eso que nunca parecía tener prisa. Ese era el problema aquella tarde: cómo sacarlo del piso antes de las seis.
—¿Quién es?
—Creo que Vito.
Vincent se puso al teléfono. En efecto, era él. Tony quería verlo inmediatamente.
—El jefe no conseguía dar contigo —explicó Vito—. Y yo le he dicho: sólo puede estar en un sitio. Bien, ¿cómo ha ido?
Vincent le colgó.
—Tony quiere verme.
Angie echó un vistazo al reloj. Eran las seis y cinco.
—Bueno, espabila.
Ella llevaba un jersey de algodón blanco grande y holgado que le tapaba las bragas color rosa. De ahí para abajo tenía las piernas más blancas que Vincent hubiera visto nunca. Parecían de mármol. La única diferencia era que ella las tenía siempre calientes cuando le metía mano.
—Estás esperando a alguien, ¿verdad?
—Querido… —respondió Angie—. Yo trabajo. Si no estuviera esperando a alguien, tú te quedarías sin tu polvo gratis.
—¿Quién es?
—¿Qué más da? Un tío.
—¿Alguno que has encontrado en Randy’s?
—Creo que sí.
—Entonces dos billetes son míos.
Menudo cabrón, pensó Angie. Seguro que aún guarda el dinero de su primera comunión.
Vincent se marchó.
Al cabo de unos minutos llegó Johnny Pajonny.
—Ah, ahora caigo… —exclamó Angie—. Esperaba que fueras tú. Trae la chaqueta.
—Creo que me he cruzado con Vincent Moraco en el vestíbulo —comentó Johnny—, pero no me he fijado bien en él.
—Mejor —respondió ella—. Si no, te habría dicho eso de: «¿Me estás mirando a mí?» Creo que salía en una película.
Vincent tuvo que esperar en el vestíbulo a que Tony se fijara en él. Vito, que le había dicho que Bernacki estaba dentro, salió, y Vincent se puso de nuevo a pensar en el individuo con el que se había cruzado en casa de Angie. Estaba prácticamente seguro de que era el mismo tipo que se encontraba en el reservado la noche anterior. Llevaba la misma chaqueta de cuero. Su cara le resultaba conocida, le recordaba al negocio de cigarrillos en el que habían estado metidos unos años antes, pero no lograba acordarse de su nombre.
Entonces salió Ed con su maletín y le hizo una señal con la cabeza. Vincent entró en el estudio y se acercó a Tony, que estaba sentado detrás de su escritorio. El mueble parecía una tarta de bodas de color rojo y dorado; Tony le había dicho que Luis XIV tenía uno igual. Como de costumbre, en la superficie de cuero rojo no había nada salvo los papeles que tenía justo delante.
—Ve a ver a Randy —dijo Tony— y tráeme un cheque de doscientos cincuenta mil dólares.
Vincent no daba crédito.
—¿Lo dices en serio? ¿Vas a darles el dinero?
Tony lo miró con cara de pocos amigos y le lanzó los papeles.
—Que te firme esto. Es un préstamo.
—Tony, ese tío es de nuestra propiedad. Es como si pusieras tú mismo el dinero.
—¿Cuánto nos paga por semana?
—Cinco mil —respondió Vincent sin titubear, imaginándose lo que se avecinaba.
—Pensaba que habíamos quedado en ocho.
—El negocio no le da para más. Quedé con él en cinco, como los corredores de apuestas.
—¿Lleva pagándolos cuántos meses? ¿Nueve, diez…?
—Los saca de lo que ganan las chicas.
—¿Con eso le alcanza para pagar los cinco mil?
—Es la cantidad que le dije. No le he preguntado de dónde lo saca. Si tiene que echar mano de sus ahorros personales, bueno, así son las cosas. —Vincent tenía ganas de cambiar de tema, por lo que preguntó—: ¿Vas a darle a ese cura irlandés un cuarto de millón de dólares para que se lo gaste con sus negritos?
—La chica se lleva la mitad —explicó Tony—. Estabas allí, ¿no? ¿No te acuerdas?
—Vale, pero ¿qué más nos da a nosotros si Randy la ha jodido alguna vez? Vas a darles una pasta a la que nosotros podemos echar mano cuando nos dé la gana.
Tony siguió con la vista clavada en Vincent. Sin mirar el teléfono, extendió el brazo y apoyó la mano sobre él.
—Si llamo a Randy ahora mismo y le pregunto cuánto paga a la semana, ¿va a responderme que cinco mil?
Vincent dudó. No estaba preparado para esto. Joder, había dudado ya un segundo más de lo necesario y el viejo Tony había conseguido hacerle bajar la mirada. Al final se encogió de hombros.
—Sí, cinco —contestó intentando aparentar sorpresa. Luego añadió—. Ya te lo he dicho.
Su tono daba a entender que le parecía que Tony estaba poniendo en duda su lealtad. Este apartó la mano del teléfono y dijo:
—Vincent, tráeme los doscientos cincuenta mil.