Estaban esperando en una zona del restaurante que a veces cerraban para reuniones privadas. Tony Amilia y su abogado, Ed Bernacki, se encontraban sentados a una mesa para diez cubierta con un mantel blanco en la que había unos platillos con olivas, varias botellas de Pellegrino, una cafetera, vasos, tazas y ceniceros, uno de los cuales se hallaba delante de Tony, que estaba tomando café y fumando un cigarrillo. Bernacki estaba a su lado, y a veces hablaban, pero no lo bastante alto como para que les oyera Vincent Moraco, que estaba de pie junto a la mesa. Vincent, que iba con un traje oscuro y la camisa abotonada hasta el cuello como de costumbre, se acercó a las puertas abiertas de la sala. Desde allí vio el restaurante vacío y la entrada, donde Vito Genoa estaba esperando al cura.
Vincent preguntó a Tony con quién habían quedado y éste le respondió:
—Con un cura.
—¿Qué cura? —preguntó Vincent, pensando en el de la noche anterior.
—Con un cura, y punto.
Tony tenía todavía presente su reciente paso por la iglesia con motivo del bautismo y la primera comunión de sus nietos.
Veinte años antes, a Vincent no se le habría ocurrido preguntarle al jefe —en aquella época tenía otro— con quién habían quedado. Entonces no hablaba a menos que le hablaran a él primero. Ahora le daba igual. No es que el viejo Tony fuera para él uno más; con él no valían las gilipolleces. Pero uno podía tutearle y quejarse y darle el coñazo porque el juicio estaba jodiendo los negocios. Lo único que decía Tony era que había que tener paciencia, que pronto volverían a llevar las riendas de la situación. Justo antes del juicio, le había soltado: «¿Cómo es posible que a ti no te hayan acusado de nada, Vincent?» Parecía desconfiar, pero en ningún momento le había preguntado claramente si había hecho un trato con el Gobierno. Él le había explicado el motivo principal: nunca hablaba con los imbéciles que trabajaban en la calle. No decía ni una palabra sobre los negocios ni siquiera cuando iba en coche. Menos mal que no lo había hecho: la única vez que había estado en el juicio se había sentado con el público y habían puesto las cintas grabadas en los coches.
Aquellos dos capullos hablaban como macarras. Jojo y esa puta bola de sebo, Tito, eran testigos de cargo. Vincent había preguntado a Tony si quería que se los cargara, y éste le había respondido: «¿Qué van a contar ese par de capullos? Todo lo que saben son rumores. Lo demás es su palabra contra la mía. Cuando suban al estrado Ed les preguntará qué clase de trato han hecho con el fiscal y ahí acabará todo.»
Según la identificación policial, las cintas correspondían al día de lluvia en que habían aparcado en Michigan Avenue, en la acera de enfrente de un garito de apuestas, y no habían salido del coche. Los dos mañosos están hablando y sus voces se distinguen claramente. Jojo Caraperro —así le llaman— dice: «¿Qué crees que pasaría si eliminaran al viejo Tony?» Tito, que no se entera de nada, responde que no lo sabe, pero luego pregunta: «¿Quién ocuparía su lugar?» Y Jojo dice: «A eso me refiero. ¿Cómo asciende uno en la organización? Fíjate en cómo lo hizo Gotti en Nueva York cuando se cargó a Castellano. Nueva York… Allí sí que saben hacer estas cosas. Aquí somos unos mantas.» Entonces se oye la voz de Tito: «¿Quieres eliminar a Tony?» Y Jojo contesta: «Sólo he preguntado qué pasaría.»
Y una mierda. Pues claro que lo estaba pensando; si no, no se lo habría comentado a Tito. Algunos de los chicos también debían de estar en eso.
Cuando le sugirió a Tony la posibilidad de cargarse a esos dos capullos y éste le respondió que no, Vincent le habló sin tapujos: «Tony, la gente va a oír lo que hay en esas cintas. Esos gilipollas no saben ni siquiera volver a casa en coche sin perderse. La gente nos perderá el respeto, pensará que somos una pandilla de inútiles.» Tony le dijo que no se preocupara y se fue a echar una meada. Al viejo ya sólo le quedaba de jefe el nombre. Si le declaraban culpable y lo encerraban, la puerta quedaría abierta, y Vincent creía que él podría entrar sin problemas. Pero, si no lo mandaban a la cárcel, tendría que esperar a que se quedara seco de tanto mear o, como habían dicho ese par de inútiles, a que se lo cargara alguien. Si tal cosa llegaba a suceder, la puerta quedaría abierta y él ocuparía su lugar. Lo primero que haría entonces sería quedarse con los ocho mil semanales de Randy, hacerse su socio en exclusiva e ir por el restaurante, a que le viera la gente y se enterara de quién era él. Pensaba que a las tías ricas les gustaba conocer mafiosos y tontear con tíos peligrosos. Iría de esmoquin. El capullo de Tony vivía como un topo, no salía de su agujero salvo para ir al juzgado. Y encima se negaba a contarle por qué habían quedado. Sólo decía que iba a venir un cura. Seguro que era el mismo que la noche anterior le había llamado mariquita a Vito. Pues sí que los tenía bien puestos el cura…
Salieron a Kelly Road por 10 Mile. Conducía Debbie. Torció a la derecha y allí estaba:
—La Spezia —dijo Terry—. Cerrado los domingos.
—No si Tony ha decidido quedar aquí —repuso Debbie—. ¿Qué hora es?
—Las cuatro y veinte.
—Perfecto. Ed ha dicho que no aparezcamos antes de y cuarto. —Cuando entró en el aparcamiento, comentó—: Hay un tío en la puerta que se parece a tu amigo.
Aparcaron delante del restaurante. Al ver el tejado bajo a dos aguas y la fachada en forma de A, Debbie pensó en un refugio de montaña. Esperó a que Terry cogiera su bolsa de fotos del asiento trasero y se dirigieron juntos hacia donde estaba Vito Genoa, que les había abierto ya la puerta.
—¿Cómo está, padre?
Esto le recordó a Terry que tenía que encorvarse un poco más y simular que le dolía el cuello cada vez que movía la cabeza.
—Creo que sobreviviré —contestó.
Vito entró con ellos y dijo.
—No debería haberme llamado eso.
Terry mantuvo el cuello tieso y movió el cuerpo para responderle:
—A buenas horas me lo dices.
Pasaron por el restaurante vacío. Los manteles blancos y los cubiertos estaban a oscuras. El individuo de aspecto arreglado que Debbie recordaba de la noche anterior, Vincent Moraco, les indicó que se acercaran a la mesa. Mientras Ed hablaba con Terry y éste asentía, Debbie vio que Tony Amilia, vestido con una chaqueta de chándal azul, los observaba. No sabía si tenían que sentarse con ellos o no. Por lo visto, no, ya que Ed los miró —con expresión solemne, como si estuviera en un velatorio— y les dio un aviso:
—Que quede claro que esto no es un acto social. Le he dicho al señor Amilia quién es usted, así que adelante, cuéntenos qué se le ha ocurrido.
Terry se aproximó a la mesa con su bolsa de deporte y abrió la cremallera, pero Ed preguntó:
—Padre, ¿va a explicarnos qué trae?
No tuvo ocasión de responder, Vincent Moraco apareció a su lado, le quitó la bolsa y palpó el interior. Luego la dejó sobre la mesa y le dijo:
—Voy a tener que cachearle. —Y añadió en un tono bastante cordial—: Podría ser otra persona disfrazada de cura.
Terry se volvió hacia él con la chaqueta abierta.
—Me hago cargo. Adelante.
Debbie no apartaba la mirada de Tony, de su cara y su calva, morena tras pasar el invierno en Florida. Llevaba unas gafas oscuras con montura de alambre. Hubiera podido confundirlo con un ejecutivo jubilado, un presidente de empresa que se tomaba las cosas con calma.
Vincent Moraco se hizo a un lado y Terry empezó a sacar las fotos, estirando el brazo para colocarlas en filas en el centro de la mesa.
Debbie vio que Tony encendía un cigarrillo y le hablaba a Ed, sin mostrar interés en lo que estaba haciendo Terry. Esperaba que se diera cuenta y espabilase, que empezara de una vez. Por fin alzó la vista y dijo:
—Estoy seguro de que ya habrá visto antes fotos de niños desamparados, huérfanos que no tienen a nadie que les cuide. Estos niños representan a miles iguales que ellos, niños abandonados que tienen que buscar comida en vertederos de basura porque sus padres fueron asesinados, la mayoría a machetazos. En mi iglesia de Ruanda hay cuarenta y siete cadáveres desde el día en que estaba diciendo misa y vi cómo los hutus los mataban, cómo los masacraban, y les cortaban a muchos los pies. Lo mismo hicieron en el resto de Ruanda durante el genocidio. —Terry colocó las manos sobre la mesa para apoyarse, descansó unos segundos y se puso derecho lentamente para que se notara el dolor que tenía—. He venido aquí con el propósito de pasar por las parroquias y recaudar dinero para estos niños. Pero ahora no puedo debido una lesión que sufrí anoche al caerme en un restaurante llamado Randy.
Debbie tenía la mirada clavada en Tony y Ed. Aquello no les daba ni frío ni calor. Terry estaba durmiéndolos. La mujer se acercó a ellos y dijo:
—Padre, siéntese, por favor, no vaya a caerse. —Sacó una silla y le hizo sentarse. Tony la miró con cara de más interés—. Si me lo permite, le explicaré de qué se trata —le dijo Debbie—. Iré al grano. —Le pareció que Tony asentía y siguió hablando—: Yo también tengo que ver con este asunto. Si quiere que le diga la verdad, es porque el comepollas al que pertenece el restaurante me robó sesenta y siete mil dólares y se niega a devolvérmelos. —Había conseguido que Tony le prestara atención—. La siguiente vez que vi al muy cabrón lo atropellé con mi coche en presencia de testigos, pasé tres años en la penitenciaría Sawgrass de Florida. Pues bien, cuando salgo, me entero de que Randy está forrado, de que ha ganado millones de dólares con su acuerdo de divorcio y es dueño de un restaurante de éxito en el centro de la ciudad. Decido ir a verle. Pido al padre Dunn, un amigo de la familia, que me acompañe con la esperanza de que Randy se dé cuenta de lo que está haciendo, reconozca que es una puta víbora y haga lo que tiene que hacer.
Tony sostenía el cigarrillo y la ceniza amenazaba con caerse en cualquier momento.
—Mi intención, señor Amilia —continuó Debbie—, era pedirle a Randy doscientos cincuenta mil dólares, la mitad para los niños del padre Dunn y la otra mitad (que es el doble de lo que me debe la víbora), por el dinero que me ha impedido ganar durante los tres años que he estado en la cárcel. —Debbie se aclaró la garganta y preguntó—: ¿Podría darme un vaso de agua?
Tony no respondió, pero miró a Vincent Moraco, quien se acercó con una botella de Pellegrino y le sirvió un vaso. Debbie bebió un buen trago, hizo una pausa y luego bebió otro. Entonces dijo:
—Gracias. —Y volvió a la carga—: Anoche ocurrió un incidente que dio al traste con nuestro plan. Dos de sus hombres nos echaron de la mesa a la que estábamos sentados. El padre Dunn se disgustó y dijo algo de lo que ahora se arrepiente. Llamó al señor Genoa maricón. Como es natural, al señor Genoa le sentó mal esta grosería y tumbó al padre Dunn, lesionándole la espalda. Permítame añadir, en nombre del padre Dunn, que si utilizó un lenguaje subido de tono fue porque le molestó que nos echaran de la mesa unas personas que habían llegado al restaurante con una hora de retraso con respecto a la reserva que tenían. —Mientras Tony Amilia dirigía la mirada a Vincent, Debbie añadió—: El padre Dunn es sacerdote, pero también es un hombre que sabe hacerse valer. No queda otro remedio si uno dirige una misión en África central y ha de enfrentarse a unos matones que asesinan gente cuando les viene en gana. —Debbie bebió otro trago de agua—. De ahí que la conversación que mantuvimos con el señor Agley posteriormente tomara un giro diferente. Le pedimos que nos pagara además una indemnización por daños y perjuicios, propuesta que pensamos que comprendería y preferiría a la posibilidad de ir a juicio. Le indiqué cómo podía sacar ventaja de la situación y me mandó a paseo. En realidad, lo que me dijo fue: «Vete a joder a otro, niña. No tengo ni para empezar contigo.» Bueno, voy a joderle de todos modos. ¿Le importa si me siento?
Así tendría la mesa para agarrarse, pensó. Tony hizo un gesto de asentimiento, sin darse cuenta de que tenía la ceniza del cigarrillo en la parte delantera del chándal. Debbie se sentó junto a Terry, le puso un momento la mano en el hombro y se armó de valor:
—Lo que quería proponerle, señor Amilia, es lo siguiente: si usted le cobrara los doscientos cincuenta mil dólares a esa víbora y extendiera un cheque por esa cantidad a nombre del Fondo para los Huérfanos de Ruanda, podría deducirlo todo en la declaración de la renta. Además, la prensa lo vería como el salvador de los huérfanos del padre y la publicidad le llegaría en el momento en que más la necesita.
Se produjo un silencio en la sala.
Tony siguió mirando detenidamente a Debbie, pero no dijo nada. Fue Ed Bernacki quien rompió el silencio.
—Si el cheque va a nombre de los huérfanos, Deb, ¿de dónde sacas tu dinero?
—Ed, ¿no pensarás que el padre Dunn es capaz de engañarme y quitarme mi parte?
—De acuerdo, pero ¿cómo llegaría a la prensa esta publicidad tan oportuna?
—De eso me ocupo yo. Si al señor Amilia le parece bien, incluiremos una foto en la que salga él entregándole el cheque al padre.
—¿No te parece que, dado el momento que es, resultará evidente la intención?
—¿Por qué? El señor Amilia es conocido por su interés en las obras benéficas. Esto no tiene nada que ver con el hecho de que en este preciso instante esté siendo juzgado y tenga que enfrentarse a unas acusaciones absurdas. Su generosidad habla por sí sola.
Ed sonrió.
—Expones tus argumentos con mucha contundencia, Deb.
Ella siguió con expresión solemne.
—¿Qué quieres que le haga, Ed? Así es como veo las cosas.
Volvió a hacerse un silencio. Todo el mundo esperó a que hablase el jefe.
Por fin, Tony le dijo a Terry:
—Dígame. Esos que cortan los pies a la gente, ¿por qué lo hacen?