—Tony Amilia tiene cáncer de próstata —dijo Terry con el periódico abierto ante sí—, pero se lo han encontrado a tiempo. Aunque lo más probable es que no le operen a causa de su edad.
»Antes de que le mate el cáncer ya habrá muerto por otro motivo. De modo que, si lo declaran culpable, eso no le evitará ir a la cárcel.
—Seguro que se libra —comentó Debbie— o que sale en libertad condicional y tiene que pagar una multa. Hace diez años le acusaron prácticamente de lo mismo y quedó libre.
Se hallaban en la biblioteca de Fran, leyendo la edición conjunta del domingo del News y el Free Press. Una sección especial resumía el juicio e incluía columnas con las biografías de los acusados y una breve historia del crimen organizado en Detroit que se remontaba a los años veinte, la época de la Banda Morada.
—¿Sabías que eran judíos? —preguntó Debbie.
—Sabía que no eran de la mafia —respondió Terry, y levantó la vista del periódico para mirar a Debbie, que se encontraba en la otra punta del sofá; sobre el cojín de en medio había varias secciones del periódico—. ¿De dónde sacaron ese nombre: la Banda Morada?
—Se comentaba que entre ellos había gente de todos los colores, y un tío al que estaban presionando dijo: «No, son todos de color morado, como la carne podrida», y el nombre acabó imponiéndose. —Lo miró y preguntó—: ¿Cómo tienes la espalda?
—Pues la verdad es que me duele un poco.
—Me encantó cuando le dijiste a Randy eso de que te sentías como si te estuvieran clavando un cuchillo en la espalda.
—Le pusimos nervioso, ¿eh?
—Pero no soltará los doscientos cincuenta mil y sabe que nunca lograremos sacar tanto en un juicio.
—Él cree que deberíamos demandar a Vito Genoa.
—Sí, a un asesino de la mafia.
—Si es que realmente lo es —puntualizó Terry—. En el cine siempre van a buscar al asesino a Detroit, como si estuvieran esperando tranquilamente aquí a que los llamasen. El tío levanta el teléfono y dice: «Soy un asesino a sueldo, ¿en qué puedo ayudarle?» Acabo de leer algo sobre el tema. —Recorrió con la mirada las páginas por las que tenía abierto el periódico—. Aquí está: han aparecido tres personas asesinadas y decapitadas. Los dos asesinos acusados vinieron de San Diego. Si tantos asesinos a sueldo tenemos aquí, ¿qué necesidad hay de ir a buscarlos a otra parte? —Dejó el periódico sobre las piernas y añadió—: ¿Te acuerdas del tío con el que estaba hablando Johnny, el que creía él que era gorila? Pues es el guardaespaldas de Randy, el que decías que se llama el Chucho. Le contó a Johnny que es una especie de asesino a sueldo, que se dedica a ello en sus ratos libres. Dice que ha matado a tres personas y que le han encargado que mate a otra.
—¿Y por qué le ha contado a Johnny todo eso?
—Es lo que me ha dicho él. Uno puede contárselo a un preso en el talego, pero no a un tío que se le acerca en un bar. Según Johnny, el tío es demasiado estúpido como para que le encarguen matar a alguien. Lo único que quería él era el número de teléfono de la pelirroja con la que estaba hablando en la barra. Se llama Angie.
—¿Y lo consiguió?
—Sí, pero no me lo ha dado.
Debbie no picó y siguió ojeando su sección de periódico. Habían pasado la noche en la cama extra grande de Fran y Mary Pat y habían acabado tomándoselo más en serio y sudando más que en cualquiera de las ocasiones anteriores, allí o en cualquier otro sitio. Pero él le había dicho: «Encanto, podrías ser una profesional», y ella, ofendida, se había apartado de él diciendo: «Muchas gracias.» Terry había intentado hacer las paces explicándole que se había expresado mal, que era un cumplido. Pero ella le había soltado: «Lo hago mejor que cualquier profesional, Terry. Para mí esto es una relación sentimental.» Acostarse con Debbie era una experiencia que se le iba a quedar grabada en la memoria para el resto de la vida. Al ver su cara a la tenue luz de la ventana, se había enternecido y a punto había estado de decirle que estaba enamorado de ella.
—Estaba pensando que, si el Chucho es tan estúpido como dice Johnny y luego lees las conversaciones interceptadas que mantuvieron los dos mafiosos en el coche…
—Aún no he llegado a eso.
—Incluso su abogado dice que son bobos. Ante el jurado declaró que aprendieron a hablar como un macarra viendo películas como El padrino y Malas calles.
—Pero si son unos tíos majísimos.
—Sí, pero ¿qué le van a hacer si han sacado esa imagen del cine y la gente se siente intimidada por ella? Desde luego, tras escuchar las cintas, uno se siente tentado de creerlo. El FBI les instaló micrófonos ocultos en el coche y se les oye a los dos. Aparcan en Michigan Avenue, en la acera de enfrente de una tienda de vinos y licores. Al dueño lo llaman el camellero, así que debe de ser de Oriente Próximo, quizá caldeo. Van a pegarle un tiro al escaparate, probablemente porque el tío les debe dinero. Pero llueve y a ninguno de los dos le apetece salir del coche. Uno pregunta: «¿No puedes darle desde aquí?» Y el otro le contesta: «Joder, hay demasiada gente en la calle. Fíjate: están todos andando. ¿Quién cojones ha dicho que las calles de Detroit no son seguras?» Vuelven a la zona este de la ciudad y se extravían: «¿Dónde cojones está la Noventa y seis? Ya deberíamos haber llegado.» En la cinta se oyen más cosas: los mismos tíos hablan de lo que ocurriría si eliminaran a Tony Amilia. Parecen niños haciéndose los macarras.
—¿Pegaron el tiro al escaparate?
—Aquella vez no. Uno de los corredores de apuestas que ha declarado como testigo en el juicio ha dicho que sí, que los amenazan, pero que ellos no suelen darle mucha importancia, que no es como lo de Gotti y la mafia de Nueva York que se leía antes en la prensa.
—Los llaman la «mafia tranquila» —comentó Debbie—. A Tony Amilia nunca lo han declarado culpable de ningún delito. Es un padre de familia y tiene quince nietos; hace donativos a organizaciones benéficas y es una de las personas que más dinero da a La Ciudad de los Muchachos; se ocupa de sus negocios (Lavanderías Mayflower) y vive tranquilamente en Grosse Pointe Park. Acabo de ver una foto de su casa.
Debbie ojeó la sección hasta que dio con ella y le pasó el periódico a Terry.
—Windmill Point Drive… —dijo Terry mientras la miraba—. Las casas a la orilla del lago solían costar de un millón para arriba. Ahora seguro que cuestan más. Allí están Grosse Pointe Park, Grosse Pointe, Grosse Pointe Farms y Grosse Pointe Woods, a poca distancia del lago, cruzando la autopista por Harper Woods, que fue donde pasé yo la infancia. Justo debajo de Harper Woods (algún día te enseñaré la zona este) está el País de la Pasma, donde viven muchos de los policías blancos de Detroit. Fran dice que se está hablando de cambiar la norma para que no tengan que seguir viviendo dentro de los límites de la ciudad. Aparte de Amilia, la mayoría de los mafiosos viven al norte de Pointes, pasando St. Clair Shores, en Clinton Township.
—Los federales estarían encantados de poder confiscarles todas sus propiedades —afirmó Debbie—: los coches y todo lo que hayan adquirido con el dinero ganado ilegalmente durante los últimos diez años o más. Veinte millones… No me parece que se obtengan muchos beneficios con el crimen organizado.
—¿Un par de millones al año? No está mal —comentó Terry.
—Si Tony da un palo, se lleva una parte de los beneficios brutos —explicó Debbie—. Pero ¿cuánto se sacan todos los tíos que están por debajo de él? Incluso suponiendo que miembros reales de la organización sean sólo diez o doce. Acabo de leer que nunca, en ningún momento desde que empezaron en los años treinta, han pasado de los veintitrés miembros.
—Lo que mucha gente no entiende —dijo Terry— es por qué son tan severos con el juego ilegal en una ciudad donde siempre ha sido aceptado. Recuerdo que cuando era pequeño, uno de los bedeles de Nuestra Señora de la Paz se dedicaba a la lotería clandestina. Siempre hemos tenido carreras de caballos, durante años hubo una lotería administrada por el Estado y ahora tenemos casinos. ¿Qué más da?
—Pero en la mafia hay gente poco recomendable —advirtió Debbie—. No hace falta que te lo diga.
—Sí, y también hay trabajadores de correos y chicos en el colegio que pegan tiros a sus amigos. No defiendo lo que hace la mafia, pero son tan discretos que uno casi ni se entera de que están ahí. —Entonces comentó—: Antes has dicho algo sobre Tony Amilia que me ha llamado la atención. —Se calló un momento y añadió—: Me pregunto si nos recibiría, si podríamos hacerle una visita oficial.
—¿Por qué?
—¿Crees que podrías arreglarlo con tu amigo el abogado? ¿Cómo se llama? ¿Bernacki? Voy a contarte lo que se me ha ocurrido. Si te gusta la idea, creo que te animarás a llamarle.
Debbie miró por la ventana el cielo gris de la mañana y se volvió otra vez hacia Terry.
—Quieres hablar con un jefe de la mafia…
—Que tiene fama de ser un generoso benefactor.
—Ah, vas a ir como el padre Dunn.
—Por supuesto.
—Y vas a contarle lo de los huerfanitos de Ruanda —añadió Debbie.
Desde el despacho de Ed Bernacki en el Renaissance Center se veía el río Detroit y, al fondo, Canadá. El único punto iluminado en la orilla del río era el casino de Windsor.
—Es domingo —dijo—. ¿Cómo has adivinado que estaba aquí?
Debbie le respondió que había llamado primero a su casa. Bernacki comentó entonces:
—He de ser más selectivo con la gente a la que doy mi número de teléfono.
Debbie le explicó por qué querían ver al señor Amilia y el abogado contestó:
—Vale, ¿quieres que te diga lo que pienso? Que no es mala idea. De todos modos, no creo que Tony acceda. No le verá el interés. Lo que está intentando ahora es evitar cualquier tipo de publicidad.
—¿Incluso si se trata de algo que va a mejorar su imagen?
—La prensa puede darle la vuelta, puede publicar un editorial al respecto y decir que salta a la vista por qué lo hace. Pero hablaré con él. Tal vez acceda, pero, que conste, me extrañaría. De lo que puedes estar segura es de que no os va a recibir en su casa. Nadie pasa por esa puerta excepto su familia y las personas allegadas.
Debbie respondió que le daba igual dónde.
—Luego te llamo —dijo Bernacki, y telefoneó a Tony Amilia a su casa de Windmill Point, que era registrada una vez por semana por si tenía micrófonos ocultos.
Bernacki preguntó a Tony qué tal estaba pasando aquella triste mañana de domingo y comentó que no parecía que fueran a caer más de cuatro gotas. Amilia respondió lentamente y con voz profunda:
—Me hace gracia que digas eso. ¿Sabes cómo paso la noche? Meando cuatro gotas. Me levanto cuatro o cinco veces. Me entran unas ganas enormes, voy al baño y meo dos gotas. Y luego vuelta a empezar. Me paso ahí dentro tanto tiempo que al final Clara me pregunta si me encuentro bien. A veces me sale en dos chorros. Me preguntó qué leches será. ¿A ti te ha pasado alguna vez eso de los dos chorros? Durante el día, por la mañana, me ocurre tres cuartos de lo mismo. He dejado de tomar el café del desayuno. Si no, me mearía en la sala del tribunal. Lo cual, pensándolo bien, no sería tan mala idea. Así se enterarían de lo que pienso de sus putas acusaciones. Ed, cuando me entran ganas, pienso que me voy a pasar veinte minutos meando y luego echo cuatro gotas. A Clara le he dicho que meo una cantidad de líquido superior a la que ingiero. ¿Podrías explicarme eso?
—Es un síntoma —respondió Bernacki—. Significa que tu próstata está hinchada y eso impide que la orina salga de forma natural.
—Pero ¿por qué meo más de lo que bebo?
—Eso es sólo lo que te parece a ti.
—A veces orino sangre. Mi urólogo me ha dicho que no me preocupe, que tengo cáncer y no debería sorprenderme. Ese tío tiene la misma forma de tratar a los pacientes que esos policías de la tele, acostumbrados a recorrer la ciudad en un Buick armados con sus putas escopetas.
—Por lo que veo, parece que te preocupa más tu forma de mear que el juicio —comentó Bernacki.
—A la mierda con el juicio. Los federales están haciéndose una paja mental con este tema.
—Tony, quería comentarte un asunto con el que podrías conseguir publicidad favorable, algo que no te vendría nada mal en este momento. Hay un sacerdote, un tal padre Dunn, que ha venido de África y desearía hablar contigo.
—¿Un negrata?
—No, es blanco, un misionero.
—Vienen todos a pasar la gorra. ¿Cuánto quiere?
—Quiere soltarte un sermón —respondió Bernacki—, pero tiene algún aspecto interesante, una idea que igual te gusta.
—Vale, ¿de qué se trata?
—Preferiría que se lo oyeras contar en persona.
—¿Qué tiene de malo el teléfono?
—Están poniéndote micrófonos ocultos fuera de casa, Tony. No hace falta que te lo diga. Mira, ¿por qué no me dejas que lo organice yo? En vez de oírlo dos veces, que te lo cuente el padre Dunn personalmente. Mejor hoy, así no nos liamos buscando una fecha que nos venga bien a todos.
—Joder, un cura católico. Vendrá a pasar la puta gorra. Estoy seguro.
—Ya te he dicho que a lo mejor te sugiere algo que te interesa.
—¿Es de fiar ese tío?
—Es sacerdote, Tony. Y responde por él una persona en la que confío plenamente.
—De acuerdo, te aviso en cuanto lo tenga organizado. Oye, dile que traiga los santos óleos. Es para ir adelantando: que me administre los últimos sacramentos y así ya puedo olvidarme del asunto.