Debbie permaneció junto a la puerta del despacho mientras Randy hacía teatro: primero levantó la mirada, luego sus ojos mostraron la expresión apropiada, alegría en uno y sorpresa en el otro (Debbie ya se imaginaba diciendo la frase en el escenario), y por último enarcó la ceja con socarronería. Ésta era la palabra que le venía a ella a la cabeza cada vez que le veía hacerlo. Primero, «debo de estar viendo visiones» y luego «no doy crédito a mis ojos». Ahora se reirá entre dientes y moverá la cabeza en señal de incredulidad.
Así lo hizo, y acompañó el gesto de la ceja con la frase:
—No me lo puedo creer. —Luego, más serio, exclamó de forma improvisada—: Dios mío, cómo me alegro de verte.
Fue esto lo que le llegó. No le creía, pero ¿qué más daba? Le hacía sentirse bien. Era una inyección de confianza.
Debbie vio que Randy se levantaba, rodeaba el escritorio y extendía los brazos hacia ella. Se suponía que debía arrojarse en ellos, pero lo que hizo fue pasar a su lado y sentarse en la silla que tenía delante. Él retrocedió, se apoyó contra el escritorio, levantó la pierna derecha y puso el muslo sobre la superficie de forma que ella pudiera verle la entrepierna. El paquete le indicó que seguía poniéndose relleno en los calzoncillos. Cuando vivían juntos lo había pillado en una ocasión sacándose un par de calcetines de la ropa interior antes de acostarse, pero, como en aquella época era una estúpida, le había dicho: «Menudo estás hecho», y él había ladeado la cabeza y le había guiñado un ojo. Esta vez lo llevaba claro el muy farsante. Aun así, no pudo evitar decirle:
—¿Sigues creyendo que eso funciona?
Se hubiera dado con la cabeza contra la pared por demostrarle que se había fijado. Randy sonrió socarronamente con expresión soñolienta y dijo:
—Me has echado de menos, ¿verdad?
Debbie decidió en aquel momento dejar de hacer el payaso y le soltó:
—No, Randy, no. Te tumbé de culo con un Buick Riviera.
Era lo que estaba acostumbrada a decir. Y el cabrón, que no tenía un pelo de tonto, respondió:
—¿Ah, sí? No recuerdo que fueras en un Buick. Hubiera dicho que era un Ford Escort.
Esto le reventó, y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Entonces dijo:
—A ver cuándo dejas de ir de puto enterado. ¿Qué eres ahora? ¿Un mafioso? ¿Has dejado de dar vueltas al mundo en yate? Siempre has sido un farsante. Querías hacerme creer que llevabas una vida secreta. Era verdad, pero ya sabes a qué me refiero… Desaparecías unos días, te preguntaba dónde habías estado y tú me soltabas: «Lo siento, encanto.» No sabes qué mal me sentaba que me llamaras encanto. No soy un encanto, Randy.
—¿Por qué no me lo dijiste? Me refiero a lo de que te sentaba mal.
—Porque era una estúpida. Llegué a pensar que estaba enamorada de ti.
—Igual en el fondo aún lo estás.
—Basta, ¿me oyes? Venías y me decías: «Lo siento, encanto, pero hay un motivo que en este momento no puedo explicarte.» Como aquel día en que me contaste que habías estado con la CIA. ¿Por qué no intentas ser tú mismo?
—Soy quien soy —respondió él, como si hubiera sido objeto de la revelación de la montaña.
Es capaz de acabar con la paciencia de cualquiera, pensó Debbie.
—Pero ¿qué chorradas dices, Randy? «Soy quien soy.» Pretendes ir de profundo, pero más te valdría mantener la boca callada. Lo digo en serio. No tienes por qué basar toda tu vida en un montón de gilipolleces.
Ahora estaba mirándola con cara de sinceridad y los dedos cruzados sobre el muslo:
—¿Y a ti qué más te da?
Parecía que hablaba en serio, de modo que decidió seguirle el juego, pero sin bajar la guardia.
—¿Te gusta ser un cabrón? —le preguntó, a ver si se picaba.
Randy dejó escapar un largo suspiro como sólo él sabía hacerlo, pero sin cambiar de expresión.
—Siento haberte tratado como te traté. De veras. Ya me sentí mal entonces, cuando me confiaste tu dinero para que lo invirtiera. Fue la primera vez que sentí remordimientos de conciencia.
—Pero lo aceptaste.
—Sí, lo acepté —respondió, con la mirada ausente y gesto contrito.
—Bien, ¿te importaría devolvérmelo?
—No creas que no lo he pensado —dijo él—. Pero no cuando estaba en el hospital sufriendo, sino luego.
—Cuando yo estaba en la cárcel —puntualizó Debbie.
—El caso es que quiero resarcirte.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella.
Pero en aquel preciso momento entró en el despacho el puto maître y anunció:
—Acaba de llegar el señor Moraco.
Habían empezado los entrantes sin Debbie. Johnny estaba mojando un langostino gigante en la salsa rosa y Terry, lidiando con las ostras. De pronto le oyó decir a Johnny:
—Rediós, Vincent Moraco…
Y Terry levantó la mirada.
—¿Cuál de ellos es?
—El pequeño. Está con su mujer.
—Ésa no es la que nos pagaba.
—La que nos pagaba era su amante. Decía que era la señora Moraco para que nadie discutiera con ella o le echase los tejos. ¿Entiendes? Si no uno podía acabar teniendo un lío con el mismísimo Vincent Moraco. He oído decir que los federales andan buscándola, pero ha desaparecido del mapa.
—¿Te han citado?
—No, pero tengo entendido que han llamado a unos tíos que hacían el mismo trayecto.
—¿Y el otro quién es?
—Vito Genoa. Es el matón. El que se encarga de los trabajos sucios del señor Amilia.
—Están observándonos —dijo Terry.
—Lo sé. No los mires.
Demasiado tarde. Estaban con la camarera. Terry saludó con la cabeza y sonrió. Los Moraco y Vito Genoa siguieron mirando mientras la camarera les hablaba, pero no sonrieron. Entonces se acercó Carlo, se hizo cargo de la situación, les habló como suelen hacerlo los maîtres y los llevó a la barra.
—¿Te acuerdas de cuando íbamos a Balduck Park con el trineo? —preguntó Johnny—. Genoa era el tío que aparecía por allí y se comportaba como si fuera el rey de la colina.
—¿Fue también a Nuestra Señora de la Paz?
—No, vivía en Grosse Pointe Woods. Un día fue a limpiarme la cara con nieve y tú te echaste encima de él. Nosotros teníamos unos diez años, y él doce o trece, y estaba fuerte para su edad.
—Me dio una paliza —recordó Terry.
—Y yo sufrí una conmoción cerebral, pero ya no volvió a molestarnos, ¿no?
—¿Cómo sabes que es el mismo tío?
—Por el nombre: Ge-no-a. En el instituto fue dos años el mejor jugador de fútbol americano de la ciudad. Salió su foto en el periódico. Habrá echado sus buenos veinticinco kilos desde entonces —explicó Johnny, pero entonces volvió Debbie y tuvo que levantarse.
Ella se sentó en el banco y dijo:
—Casi lo consigo. He logrado que diga que tiene que resarcirme, pero entonces ha entrado el puto maître. —Luego añadió—: Ese es Randy, el que está junto a la barra. ¿Lo ves? ¿Cuál es tu primera impresión?
—Tiene pinta de gerente de restaurante —respondió Terry—. Y come mucho. El traje le queda justo.
—Ha engordado un poco —explicó Debbie—, pero mantiene el estilo, la pose.
Vieron que se dirigía hacia los Moraco y Vito Genoa y que empezaba a decirles algo antes de llegar a donde estaban. Entonces tomó la mano de la señora Moraco sin dejar de hablar y le hizo sonreír, pero los dos hombres le miraron con cara de pocos amigos, y él empezó a hacer gestos y a menear la cabeza con expresión de impotencia.
—Estamos en su reservado —dijo Debbie— y les está diciendo que él no puede hacer nada.
—Igual lo era hace una hora —comentó Johnny—, pero ya no. En todos los restaurantes te mantienen la reserva un cuarto de hora las noches de mucho ajetreo. Ni un minuto más. Si llegas tarde, te pones a la cola, tío, así son las cosas.
Vieron que Moraco apartaba la mirada de Randy y le decía un par de palabras a Vito Genoa. El mafioso echó a andar hacia ellos, mirándolos fijamente.
Debbie dio un codazo a Johnny.
—Repítele a este capullo lo que acabas de decir.
Pero lo único que fue capaz de decir Johnny fue:
—Mierda. —Y punto.
Genoa se detuvo delante de Johnny, se apoyó con las manos abiertas sobre la mesa para inclinarse y acercarse a él. Se metió un langostino en la boca. Johnny no dijo ni pío.
—¿Vito? Soy el padre Dunn —dijo Terry.
Genoa volvió la cabeza y levantó las manos de la mesa para ponerse recto.
—¿De qué parroquia eres, Vito?
Genoa guardó silencio. Le había pillado por sorpresa o quizás estaba pensando en la respuesta.
—Si no recuerdo mal —continuó Terry—, cuando éramos chicos ibas a la de Estrella de Mar, ¿no?
Genoa seguía sin contestar. Probablemente estaba preguntándose qué sucedía. ¿Quién era aquel cura?
—¿Te acuerdas del padre Sobieski, de tu sacerdote? —decía Terry—. Lleva mucho tiempo allí, ¿verdad? Yo he estado trabajando en una misión africana, Vito. En Ruanda. Estuve allí durante los tres meses en que asesinaron a más de medio millón de personas. A algunas les dispararon, pero a la mayoría las mataron a machetazos. —Hizo una pausa.
Genoa se le quedó mirando.
—Dentro de dos domingos —prosiguió Terry— iré a la parroquia de Estrella de Mar y pediré un donativo para la misión, a ver si puedo reunir dinero suficiente para alimentar a mis pequeños huérfanos. Son cientos, Vito; a sus papás los mataron durante el genocidio. Si vieras qué caritas tienen… Se te parte el corazón.
Por fin habló Vito Genoa. Y lo que dijo fue:
—Como no se levante ahora mismo, padre, voy a sacarlo por encima de la puta mesa.
Terry pensó que, si aquel tipo lo sacaba por encima de la mesa, el traje nuevo se le pondría perdido, y tendría que llevarlo a la tintorería. Por otro lado, si el tío cumplía lo que había dicho delante de todos los testigos que había en el restaurante, no le haría falta sufrir ningún accidente para amenazar a Randy con llevarlo a juicio. Era una oportunidad de oro. Tendría que aguantarse las ganas de levantarse y darle un puñetazo en la boca. Le tocaba a él ser la víctima.
—Vito, ¿serías capaz de ponerle la mano encima a un sacerdote de tu Iglesia?
—Dejé de ir a misa por Cuaresma —respondió Vito—. No pienso volver hasta que me parezca que voy a morir. Entonces iré y lo haré todo de golpe: confesaré todos mis pecados y pediré que me los perdonen.
—Eso es arrogancia, hijo mío. Y la arrogancia es un pecado. No vas a salirte con la tuya, Vito.
—Usted tampoco. Muévase.
—Yo me quedo donde estoy —dijo Terry, y esperó a que lo sacara por encima de la mesa.
Pero lo que hizo Vito fue acercarse a su lado, ponerle una mano en el hombro, pellizcarle el músculo entre el cuello y el omoplato y apretárselo… El repentino dolor le quitó las fuerzas del brazo. Trató de zafarse, pero aquel gorila le había metido bien los dedos.
—Déjalo en paz —gritó Debbie, e intentó sujetarle el brazo, pero el tipo agarró a Terry por la parte delantera de la chaqueta y lo sacó del reservado tirándole de las solapas. Luego le dio una palmada en el hombro y le arregló la parte delantera de la chaqueta mientras decía:
—No ha sido para tanto.
Estaba en lo cierto, pensó Terry: no lo había sido. Tenía que ser mucho más aparatoso y además necesitaba testigos. Así que acercó la cara a la suya, lo miró fijamente a los ojos y le dijo en voz baja:
—Así que pellizcos, ¿eh? ¿Y se puede saber por qué, Vito? ¿No será porque tienes menos huevos que un mariquita?
Dicho y hecho: Terry recibió un puñetazo. Vito le metió un gancho con todas las de la ley, un golpe que lo dejó sin aire. Terry se llevó las manos al estómago —Debbie ya se había puesto a chillar— y se quedó encorvado, incapaz de recuperar el aliento y ponerse derecho hasta que el mafioso le dio un rodillazo en el pecho y le planchó la cara con el muslo. Terry se desplomó, cayó de espaldas y se quedó en el suelo jadeando, tratando de meter aire en los pulmones.
Vio que Debbie aparecía a su lado y le quitaba el alzacuellos. No sirvió de nada. Luego vio que Randy lo miraba, se volvía hacia otro lado y decía:
—Tony se va a enterar. Sacadlo de aquí.
Un individuo con el pelo rapado —probablemente el gorila que le había dicho a Johnny que era el marido de la prostituta— le desabrochó la chaqueta, le aflojó el cinturón y le agarró de la cintura del pantalón para levantarlo del suelo y volverlo a bajar varias veces, mientras le indicaba que respirara rápido —dentro, fuera, dentro, fuera— y le decía:
—Le han sacudido bien, ¿eh?
Estaban en el despacho de Randy, a la luz de la lámpara. Debbie ayudó a Terry a sentarse en la silla de cuero que había delante del escritorio mientras Randy miraba.
—Quiero saber qué le ha dicho a Vito Genoa.
Debbie se encontraba de espaldas a él. Estaba encorvada sobre Terry, tocándole el pelo, la cara, hablándole en voz baja. Éste preguntó si Johnny había intervenido en la pelea. Debbie le dijo que no, que seguía sentado a la mesa. Terry dijo: «Menos mal» y se recostó para apoyar la cabeza sobre el cojín. Debbie se irguió, se sentó en la silla que había debajo de la foto de Soupy Sales y sacó el tabaco. Randy permaneció de pie, intranquilo, y se volvió hacia ella:
—Le ha dicho algo que le ha cabreado.
—¿Estás diciéndome que está bien dar una paliza a un cura, a un sacerdote…? —preguntó Debbie.
—Ya basta. Sólo quiero saber qué le ha dicho.
—Pregúntaselo a él.
—¿Quién es? ¿Qué haces tú con un sacerdote?
—Es un buen amigo mío.
—Nunca me dijiste que conocías sacerdotes.
—Pero ¿de qué estás hablando? Ya sabes que fui a colegios católicos. Ya te lo he dicho: es el padre Terry Dunn, un misionero que ha venido de África. —Se volvió hacia Terry y le preguntó—. Padre, ¿cómo tiene la barriga? ¿Le duele?
Terry ladeó la cabeza sobre el cojín.
—No mucho. Pero cuando me muevo, caramba, es como si me clavaran un cuchillo en la espalda. Debe de ser a causa de la caída. No creo que pueda decir misa mañana.
Magnífico. Era justo lo que tenía que decir. Debbie le hubiera dado un beso, pero siguió poniendo cara de angustia.
—Creo que convendría que lo llevaran al hospital.
Esto hizo reaccionar a Randy. Se volvió hacia ella, exclamó: «Mierda», y empezó a andar de un lado a otro. Daba la impresión de que estaba pensando, de que estaba tramando algo. Entonces dijo:
—¿Quién es el hombre que ha venido con vosotros?
—Johnny, un amigo del padre Dunn. Fueron monaguillos en Nuestra Señora de la Paz. —Volvió a mirar a Terry—. Randy quiere saber qué le ha dicho a ese hombre.
Terry volvió la cabeza sobre el cojín.
—Le he preguntado de qué parroquia es. No me ha contestado, pero he pensado que sería de Nuestra Señora de la Estrella de Mar. —Entonces gimió y cerró los ojos—. Caramba, nunca me había dolido tanto.
—Hay que sacarlo de aquí —le dijo Randy a Debbie—. ¿Dónde se aloja?
—En casa de su hermano, en Bloomfield Hills.
—¿Ah, sí? Debe de estar forrado.
—Pues sí. Es un abogado especialista en casos de daños y perjuicios.
—¡Mierda! —exclamó Randy, y volvió a apartar la mirada.
—Aunque podemos arreglarlo aquí mismo.
Debbie vio que Randy entornaba los ojos y trataba de poner cara de saber qué se traían entre manos.
—Por eso os habéis sentado en el reservado, ¿verdad? Ha sido todo un montaje.
—Claro —respondió Debbie—. Me he enterado de que un par de mañosos habían reservado la mesa y se nos ha ocurrido que podíamos cabrearles para que hirieran al padre Dunn. —Hizo una pausa—. Espero que no sea grave.
—Dios… —exclamó Randy—. Pero ¿desde cuándo te relacionas tú con curas?
—Cuando estaba en la cárcel vi la luz y encontré la salvación. ¿Sabes quién es mi jefe? Un carpintero judío.
—Dios… —repitió Randy.
Y Debbie remató:
—Mi Señor y Salvador. —Luego añadió—: Randy, ¿sabes que en la barra había un conocido presentador de televisión? Carlo nos lo ha señalado. Era Bill Bonds con su mujer. Seguro que lo conoces. Carlo nos ha dicho que estaba tomando Perrier y que ha visto todo lo ocurrido. Lo han visto todos los clientes, a menos que hubiera algún ciego. ¿Quieres llegar a un acuerdo o prefieres ir a juicio?
Randy se lo tomó con calma. Debbie pensó que por fin se había dado cuenta de lo que sucedía: un sacerdote había sido atacado en su restaurante. Cuando habló, supo que estaba en lo cierto:
—¿De qué cantidad estamos hablando?
—De doscientos cincuenta mil —respondió ella.
—Y pretendes que me crea que no es un montaje.
—Te juro, Randy, que ha sido nuestro Salvador, que vela por nosotros.
—De acuerdo, si quieres que te defienda un carpintero, llévalo al tribunal. —Randy hizo una pausa y volvió a entornar los ojos—: Has dicho: «Vela por nosotros», ¿verdad? ¿Qué tiene que ver contigo el hecho de que el sacerdote se haya caído, quizá borracho, no lo sé?
—El padre Dunn y yo estamos juntos en esto —respondió Debbie—. En el acuerdo van incluidos los sesenta y siete mil que me robaste y me has dicho que ibas a devolverme.
—¿Cuándo te he dicho yo que te debía nada?
—Randy, a ver si consigues mantener la boca cerrada un segundo. Voy a explicarte cómo puedes darnos doscientos cincuenta mil dólares, quedarte con la conciencia tranquila, y deducirlo todo en la declaración de la renta.
Johnny se quedó en la mesa tratando de poner cara de inocente. Era idea de Debbie. Joder, él no había hecho nada, así que era inocente. Aun así, los dos mañosos lo miraron con cara de pocos amigos antes de marcharse. A continuación llamó a la camarera y le preguntó cuándo iban a traerle la cena. Ella lo miró extrañada y le dijo que pensaba que quería esperar a las personas que le acompañaban. A Johnny no le gustaba estar sentado allí solo, con la gente observándolo y hablando de lo que acababa de ocurrir, de modo que se fue al bar, donde estaba el gorila con el brazo apoyado sobre la barra, vigilando el comedor. Johnny se sentó en el taburete de al lado.
—¿Has visto lo que ha ocurrido?
—Pues claro.
—¿Por qué le has dejado que tumbe al cura? ¿No eres tú el gorila o qué?
—Soy el guardaespaldas del señor Agley. ¿Te acuerdas de los dos tíos que estaban aquí? Uno de ellos decidió que trabajara para el señor Agley.
—Así que eres de la mafia, ¿eh?
—Ya te he dicho a qué me dedico.
El Chucho levantó la mano para mirar la hora y Johnny vio el tatuaje que llevaba en los nudillos: B-O-M-B-A.
—¿Te hiciste tú mismo ese tatuaje?
El Chucho volvió a levantar la mano.
—¿Éste? No, me lo hicieron. Cuando era boxeador.
El tatuaje era tan chapucero y feo que Johnny preguntó:
—¿Te lo hizo tu compañero de celda?
—No, un tío, en el patio. ¿Cómo lo has adivinado?
—Porque tengo uno igual. Yo me lo hice en la puta Jackson, la cárcel con muros más grande de Estados Unidos. ¿Dónde estuviste tú?
—En la del sur de Ohio.
—¿Por qué?
—Maté a un tío. Le pegué un tiro.
—¿Eso es lo que eres? ¿Un asesino a sueldo?
—Más o menos. En los ratos libres.
—¿Ah, sí? ¿Te has cargado a gente?
—A tres tíos hasta el momento. A un camionero, a un preso y a un caldeo.
—Tú no eres italiano, ¿verdad?
—No jodas…
—Ni de por allí cerca. ¿Cómo lograste ponerte en contacto con esa gente?
—Conseguí una carta de una persona importante.
—¿En el talego?
—Sí, para trabajar para ellos.
—¿Cómo te llaman?
—El Chucho.
Johnny se lo creyó. Aquel tipo era tonto del culo.
—Yo me llamo Johnny —dijo él—. Trabajé para ellos hace cinco años. Les llevaba cigarrillos desde Kentucky.
—¿Y así se saca dinero?
—Entonces sí. ¿Conoces al jefazo, al viejo Tony?
—Fui su chófer durante una temporada, pero no viene por aquí.
—Pero se saca una parte, ¿no?
El Chucho se encogió de hombros.
—En Jackson conocí a un tío que era asesino a sueldo. Le pagaban diez mil el fiambre.
—Joder, yo gano más.
—Será que se te da bien. ¿Qué pipa te gusta llevar?
—Distintas.
—¿Y dices que te has cargado a un camionero, a un preso y a otro tío más?
—A un caldeo. No quería pagar el impuesto de calle.
—Al preso no le pegarías un tiro, ¿verdad?
—No, a ése lo rajé.
—Entonces sólo has disparado a dos tíos.
—Sí, pero ahora me han pedido que me cargue a otro.
—¿Ah, sí? ¿Necesitas un conductor?
—No creo.
—El tío que conocí en Jackson siempre iba con un conductor. —Johnny hizo una señal al barman y dijo—: ¿Me dejas un boli?
—Pensaba ir a casa del tío —explicó el Chucho.
Johnny escribió su número de teléfono en una servilleta de cóctel y le dijo:
—Yo no lo haría. ¿Y si hay más gente? ¿Qué vas a hacer si está su esposa? ¿Vas a cargártela también? Y luego están los vecinos, que se asomarán a la ventana. —Le dio la servilleta y añadió—: Toma. Por si acaso algún día quieres ponerte en contacto conmigo.
El Chucho miró el número de teléfono y preguntó:
—¿Para qué?
—Para quedar y charlar un rato —respondió Johnny—. ¿Tú no hablabas con los talegueros en el patio? ¿No escuchabas sus historias, lo que habían hecho, cómo la habían jodido? En Jackson había un preso que había dado cien palos a mano armada. Solía contarnos dónde los daba, cuánto sacaba, las veces que la había jodido, cuándo se había salvado por los pelos, las movidas que había tenido… Nosotros escuchábamos porque el tío era gracioso, sabía contar las cosas y acabábamos todos riéndonos con él. La gente se le acercaba y decía: «Oye, Roger, cuéntanos cuando fuiste a robar aquel supermercado.» Ya habían oído la historia varias veces, pero daba igual, seguía siendo divertida. —Johnny sonreía y eso le arrancó al Chucho otra sonrisa. Johnny añadió—: Como si estuviéramos en el puto patio, ¿vale?
—Cuando me cargue a ese tío, podrás leer la historia en el periódico.
—¿Y eso cuándo será?
—Dentro de un par de días o así.
—Oye, una pregunta… —dijo Johnny—. ¿Te lo haces alguna vez con esos putones que vienen por aquí?