Carlo vio a un individuo con una chaqueta de cuero negro meterse en el reservado número uno, miró hacia el atril de las reservas, donde solía estar Heidi y, al ver que no había nadie, se acercó al reservado pasando entre las mesas.
—Caballero, lamento decirle que esta mesa está reservada.
El hombre de la chaqueta de cuero llevaba el pelo recogido en una austera coleta.
—No te preocupes, Garson. La he reservado yo.
—Caballero, conozco a los clientes…
—¿Cómo se llaman?
—Los conozco personalmente, vienen…
—Ya han dado las diez. No parece que vayan a venir.
—Lo lamento, caballero, pero es necesario tener reserva. Por suerte dispongo de una mesa para usted. Si me permite acompañarle…
—No, aquí estoy a gusto —respondió el hombre de la chaqueta de cuero—. No se preocupe. —Entonces levantó la mirada y puso un gesto más amable—. Aquí están las personas que vienen conmigo.
Carlo se volvió y vio a una mujer joven con una gabardina barata y a un cura. ¿Un cura? Sí, y estaba ayudando a la joven a quitarse la gabardina. Carlo se quedó desconcertado. Le extrañaba que aquel individuo fuera a cenar en el reservado en compañía de un cura.
—Buenas noches, padre. Me temo que se ha producido un error con la mesa.
—Descuide, no hay ningún problema —contestó el cura al tiempo que le daba la gabardina—. ¿Podría llevarnos esto al guardarropa, por favor?
Y se volvió hacia el reservado, donde ya estaba metiéndose la joven, que iba con una falda y un jersey sencillos de color negro.
—Espere, por favor… —exclamó Carlo. Quería preguntarles quiénes eran, pero ella ya se había sentado, de modo que se volvió hacia el cura, que parecía una persona paciente y sensata, y le dijo en tono de disgusto—: Padre, lamento tener que informarle de que esta mesa está reservada para otro grupo. Desearía poder decirles que se queden, pero me es imposible. Tengo una mesa allí, ¿ve?, y otra más cerca de la música. Si cenan allí, pasarán un buen rato.
Oyó que el de la chaqueta de cuero decía que era «música ambiente» y que la joven echaba una mirada y comentaba: «Está mejor de lo que me imaginaba. Fran es un mentiroso de mierda, no parece un club de hombres.» El de la chaqueta de cuero dijo que un amigo suyo le había contado que tenían cubitos de hielo en los urinarios, a lo que la joven respondió: «Pues las copas sabrán raro.» Entonces el cura preguntó: «¿Seguro que os queréis quedar aquí?» El de la chaqueta de cuero contestó: «Ya estamos aquí, ¿no? Pues nos quedamos, joder.» A continuación se dirigió a la joven y le soltó: «Tú lo que quieres es que el gerente se cabree.» Luego levantó la mirada y pidió: «Garson, ¿nos traes unas copas?» Carlo se dijo: No, lo que voy a hacer es a llamar al Chucho. Pero entonces oyó que la joven decía: «Sólo quiero ver cómo lo lleva Randy», y empezó a sospechar que estaban allí por un motivo, por lo que dijo:
—Disculpen, por favor. —Y se marchó.
Debbie le preguntó a Johnny Pajonny:
—¿Cómo sabes que se llama Garson?
Y Terry le explicó:
—Lo que quiere decir es garçon.
Carlo avanzó por el pasillo del fondo, pasó por delante de los servicios y se acercó por detrás a Heidi, que se encontraba junto a la puerta del despacho de Randy.
—Querida, ¿te importaría volver al trabajo? —le dijo.
—¿Te importa si voy al servicio de señoras de vez en cuando? —le contestó ella mientras se volvía y pasaba por delante de él.
La rubiaza se acostaba con Randy cuando a él le apetecía, de ahí que pisara tan fuerte y le respondiese de aquella manera.
Randy estaba leyendo un periódico que tenía abierto sobre el escritorio. Alzó la vista y miró a Carlo.
—El juicio ha sido suspendido hasta la semana que viene por la próstata de Amilia. Pero aquí pone que parece estar bien de salud. —Randy volvió a mirar el periódico—. Y que es «el acusado que mejor viste. Va siempre trajeado y con corbata. Los demás van con chándal y zapatillas de deporte». Debe de ser el típico viejo elegante que se pone trajes pasados de moda —añadió mientras volvía a levantar la mirada—. No pienso preocuparme más por esos vándalos. Son una pandilla de fracasados. ¿Qué ocurre?
—Se han sentado unos clientes en el número uno y se niegan a levantarse. Les he dicho que la mesa está reservada, pero ni por ésas.
—¿A nombre de quién está?
—Del señor Moraco, para cuatro.
—¿A qué hora?
—A las diez.
—Dile a Moraco que se ha quedado sin mesa por llegar tarde. Si se queja, dile que se joda.
—¿Puedo repetirle lo que me acaba de decir?
—Dile lo que te dé la gana.
—Creo que los que se han sentado en el reservado le conocen a usted. Uno es cura.
—Yo no conozco a ningún cura.
—El otro ha dicho que la joven que está con ellos quiere que el gerente se cabree. Pero ella le ha respondido que no, que sólo quiere ver cómo lo lleva Randy.
—Eso no significa nada. ¿Qué tal está?
Carlo se encogió de hombros.
—Es mona, pero nada del otro mundo. Parece una señorita muy simpática.
—¿Entonces por qué habría de conocerla?
—¿Qué hago, por favor, cuando llegue el señor Moraco?
—Que decida él.
—¿Le he dicho que uno es cura?
—Carlo, si no eres capaz de hacer tu trabajo…
—¿Qué?
—Mira, si Moraco quiere que se vayan a otra mesa, se irán a otra mesa. ¿Qué problema hay?
Cindy, que se ocupaba del primer reservado y le daba igual quién se sentara en él, llevó las cartas y les sirvió lo que habían pedido para beber. Johnny se bebió su cerveza a morro mientras se fijaban en las caricaturas de famosos nacidos en Detroit que había en la pared. Debbie los identificaba, Johnny ponía en duda lo que decía y Terry se mantenía a la espera.
—Sonny Bono.
—¿Estás segura?
—¿Quién más tiene esa pinta? Esa es Lily Tomlin, y el de la gorra de béisbol de los Tigers es Tom Selleck. La chica de al lado es… Pam Dawber.
—Es Marlo Thomas. Sé que es de Detroit.
—Que no, que es Pam Dawber de Mork y Mindy. No me la perdía nunca. Quería ser igualita que ella.
—Pues no os parecéis nada —comentó Johnny—. Ése es… Rediós, ¿Ed McMahon? ¿Es de aquí?
—Ésa es Diana Ross —dijo Debbie—. Y ése Smokey Robinson… Michael Moriarty. En Ley y Orden estaba fenomenal. Y allí está…, joder, Wally Cox.
—¿Sabéis quién es el de al lado? —preguntó Terry, animándose—. Seymour Cassel.
—¿Quién leches es Seymour Cassel?
—Es muy bueno. Trabajó en una cosa sobre un corredor de apuestas chino. Bueno, vale… Al de al lado deberíais conocerlo. Es David Patrick Kelly.
—La primera vez que oigo ese nombre.
—Pat Kelly. Iba tres cursos por delante de nosotros en el Obispo Gallagher. Trabajó con Nick Nolte y Eddie Murphy en aquella película que se titulaba Límite 48 horas.
—¿Quién era Kelly?
—¿Os acordáis de la escena en que un tío iba corriendo por la calle, Eddie Murphy abría la puerta del coche y lo tumbaba de culo? Pues ése.
—Mirad quién está en la barra —dijo Debbie—: Bill Bonds.
—¿El presentador? —exclamó Johnny—. Pero ése no es su pelo.
—Eso lo sabe todo el mundo que ve la tele.
—Lo que quiero decir es que ése no es el tupé que se pone siempre.
Debbie llamó al maître y se lo preguntó. Carlo miró hacia la barra y dijo:
—Sí, es el señor Bonds y su esposa. Son clientes habituales.
—¿Está bebiendo?
—Perrier, nada más.
Poco después Johnny vio en la pared una caricatura de Ted Nugent.
—Sé que es él porque hay un vigilante en el Cuatro Este que es clavadito a él.
—¿Eran estúpidos los vigilantes de Jackson? —preguntó Debbie.
—Hay que serlo para acabar ahí, ¿no te parece?
—Donde estaba yo eran incapaces de contar bien la primera vez. Incapaces.
—Sé a qué te refieres. Podías pasarte el día esperando a que terminaran de hacer el recuento.
—¿No es ése Alice Cooper? —preguntó Terry.
Ellos siguieron hablando.
—Vuestros vigilantes serían mujeres, ¿no?
—Había algunas, pero creo que la mayoría eran hombres.
—¿Trataban de hacérselo contigo?
—No tuve ningún problema. Pero, sí, había rollos. Algunas chicas se lo hacían para conseguir favores, para que les dieran trato preferente.
—¿Ves esa de la barra, la pelirroja? —preguntó Johnny—. No me importaría que me hiciera a mí un favor.
—Ya veo que te gustan las putas… —comentó Debbie.
—Anda ya…
—Ve y pregúntaselo.
Johnny miró primero a Debbie y luego a Terry.
—¿Tú crees que es un putón?
—¿Qué haces preguntándole a un cura? —exclamó Debbie—. ¿Qué va a saber él?
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Tengo entendido que aquí hay chicas de alterne y esa pelirroja responde a la idea que yo tengo de una tía que se lo hace por dinero.
—Voy a ver —dijo Johnny.
Debbie y Terry se fijaron en cómo se acercaba a la barra, se abrochaba la chaqueta y se tocaba el cuello para asegurarse de que lo llevaba levantado y con la coleta por fuera. Cuando llegó, vieron a la mujer volverse y ladear la cabeza para ponerse bien un pendiente. Johnny hizo ademán de sentarse en el taburete libre que había al lado. La mujer le dijo algo y él se puso a hablar y hacer gestos y le puso una mano en el hombro.
Entonces vieron aparecer junto a la barra al individuo del pelo rapado. Se acercó a Johnny —tenía la misma estatura que éste, pero era de complexión robusta— y le dijo algo. Johnny se encogió de hombros, gesticuló con las manos, miró hacia el reservado y señaló con la cabeza.
—¿Qué está haciendo? ¿Invitándoles a sentarse con nosotros? —preguntó Debbie.
Pero Johnny volvió solo. Se metió en el reservado y dijo:
—Ese gorila se acerca y suelta: «Angie, ¿está molestándote este tío?» Y entonces ella va y me dice que el puto gorila es su marido… ¿A quién pretende engañar?
Debbie seguía mirando a la pelirroja y al tío del pelo rapado.
—Es su chulo, imbécil.
Johnny miró hacia la barra.
—¿Su chulo? ¿Has visto alguna vez a un chulo vestido así?
—¿Qué le has dicho?
—Para evitar malentendidos le he dicho que estaba con un cura. El tío tiene una cicatriz en la frente, encima de los ojos.
—Deben de haberle zurrado a base de bien —comentó Terry.
Debbie le preguntó a Johnny por el vestido verde que llevaba la chica de la barra y cómo eran sus pendientes. Terry desvió la mirada…
Y se fijó en un hombre que le recordaba a su tío Tibor. Se lo imaginó sentado allí con su americana a cuadros, acompañado por una señorita. Un camarero estaba sirviéndoles vino. Pero no, no era él. Su tío bebía bourbon de Kentucky, marca Early Times. No sabía cómo lo compraba; igual se lo mandaban a Ruanda. El caso es que nunca le faltaba. Lo tomaba en un vaso lleno de hielo picado con un poco de azúcar por encima. Era un goloso y no encontraba el dulce de chocolate que le gustaba. A su muerte había dejado media docena de botellas de Early Times en una caja de madera que tenía unas palabras en kinyaruanda escritas con una plantilla a un lado. Él se había bebido tres botellas durante el primer año. Lo tomaba cuando se le acababa el Johnnie Walker y no le apetecía ir en coche hasta Kigali. El bourbon no estaba mal, para él era suficiente. Pero su favorito era el Johnnie Walker etiqueta roja, y es que le gustaba la botella cuadrada con sus bordes suaves y redondeados y su bonita etiqueta; le parecía una obra de arte cuando la veía sobre la vieja mesa de madera a la caída de la tarde, con su cálido resplandor ámbar.
El etiqueta negra, que era más caro, casi tenía el mismo aspecto. En el armario de la cocina tenía una botella, que guardaba para una ocasión especial que no había llegado a darse. Estaba convencido de que Chantelle ya habría vendido las botellas de Early Times que quedaban. A menos que lo hubiera probado y le hubiese gustado. Cuando se emborrachaba y echaba a andar en dirección a la casa, hacía eses, pero seguía andando con garbo y moviendo las caderas con el pagne hasta los tobillos. También le cambiaba la voz, se le ponía más aguda e inquisitiva, y, cuando le pedía que le explicara algo que no había entendido, hablaba con un deje de irritación. Luego, a oscuras, bajo la mosquitera, apoyaba el muñón sobre su pecho y él lo cubría con su mano.
Johnny levantó la mano para llamar al maître.
—¿Sí?
—¿Ve qué hora es? Van a dar las once. —Carlo esperó—. ¿Dónde andan las personas que tenían la reserva?
—Cuando lleguen —respondió Carlo—, será usted el primero en enterarse.
—Queremos otra ronda y pedir —dijo Debbie.
—Cómo no.
—Un momento. ¿Está Randy?
Carlo se volvió, recorrió el restaurante con la mirada y se dirigió nuevamente a ellos.
—Creo que no. ¿Quiere hablar con él?
—No sé —respondió Debbie—. No estoy segura.
—¿Puedo decirle al señor Agley cómo se llama?
—Pero si acaba de decirme que no está.
—Cuando llegue.
—Dígale que el padre Dunn quiere confesarle —dijo Johnny.
Debbie meneó la cabeza.
—Le avisaré cuando venga.
Carlo se marchó y Debbie apoyó una mano sobre el brazo de Terry.
—Estoy pensando en hablar con él antes de que empiece el lío. Ya sabes, para ver cómo es ahora.
—¿Qué fue lo último que te dijo? ¿«Vete a joder a otro»?
—«Vete a joder a otro, niña.» Esa fue la penúltima cosa que me dijo. Lo último fue: «No tengo ni para empezar contigo.» Pero a lo mejor ha cambiado —añadió Debbie—. Como ha conseguido lo que quería, ¿sabes?
—¿No me dijiste que ahora es un mafioso? —preguntó Terry.
—Mierda. Se me había olvidado. Pero yo le gustaba, de eso estoy segura. Lo pasamos muy bien, por lo menos al principio.
—Seguro que está aquí —comentó Terry—. Si te apetece verlo, adelante.
—Sí, voy a hacerlo —respondió ella, y entonces le dio un codazo a Johnny—. Aparta, que quiero salir. —Y a Terry le dijo—: Si vuelve la camarera, yo quiero ostras, una ensalada de la casa, y otro vodka. Hasta luego.
Johnny volvió a sentarse, tomó la carta y dijo:
—Yo voy a pedir de primero un cóctel de langostinos gigante. Me gusta la cola de langosta con solomillo de ternera, pero no veo que tengan.
Cindy volvió para tomar nota de lo que querían y él le preguntó por qué no tenían cola de langosta con solomillo de ternera. Ella le respondió:
—Puede usted pedir lo que desee, caballero.
—Y luego me cobraréis lo que os dé la gana, ¿a que sí?
Terry esperó a que Johnny decidiera de una vez qué quería exactamente. Cuando le tocó a él, repitió lo que había dicho Debbie y pidió lo mismo para no complicar más las cosas.
—Pero en vez de un Johnnie Walker, tráigame un bourbon doble con hielo picado. Early Times, si tienen.