15

Randy se había metido en la mafia a los dos meses de abrir el restaurante y seguía todavía en la fase Pierce Brosnan: vestía trajes a medida y hablaba con un tonillo que recordaba la flema británica. Su forma de reaccionar ante un problema —un pequeño incendio en la cocina, por ejemplo—, era: «¿En serio? ¿Por qué no le dices a Carlo que se ocupe del tema?» Carlo, su maître y encargado, llevaba treinta años en el gremio y cobraba como incentivo un pequeño porcentaje de los beneficios del restaurante. A Randy le encantaba ser el dueño de su propio establecimiento y no le costaba nada ir de mesa en mesa hablando de coches. De las tendencias en el sector se enteraba leyendo Automotive News y de la demultiplicación y las maneras de divertirse al volante, leyendo Automobile. Para un intrigante de primera clase como él esto no presentaba el menor problema. Lo que llevaba mal era pasarse el día entero de pie, aunque merecía la pena. Randy’s había gozado de un enorme éxito desde el día de su apertura y en aquel momento era el restaurante de moda.

En la revista Hour Detroit habían publicado lo siguiente: «Ocupando el hueco dejado por el antiguo London Chop House (todavía añorado por quienes consideran que un establecimiento que se precie ha de ofrecer a sus buenos clientes un entorno digno), Randy’s presenta un refinado ambiente de club y dispone de una planta que fomenta el elitismo en la distribución de los comensales. Si buscan un reservado de primera, lo encontrarán de nuevo en el centro de la ciudad y, como no podía ser de otra manera, en un establecimiento incomparable por su fabulosa comida, una barra tirando a cara y una carta de vinos como las páginas amarillas.»

Randy había enmarcado el artículo y lo había colgado cerca de la entrada. El resto de las paredes estaba ocupado por caricaturas de gente famosa de Detroit: Joe Louis, Gordie Howe, Lily Tomlin, Tom Selleck, Henry Ford II, Jeff Daniels, Iggy Pop… Carlo se encargaba de los detalles: la sala de fumadores y su barra correspondiente; los armarios personales con placa de identificación donde se guardaban las botellas de brandy y whisky caro que compraban los clientes; la bandeja con chocolatinas Godiva de la entrada; el hielo de los urinarios de caballeros; y las páginas de deportes y economía que pegaban a la pared encima de cada uno de ellos.

—Es para que puedan leer algo mientras mean —dijo Carlo—. Aquí vienen a cenar hombres ocupados.

—¿Y por qué no pones también en el servicio de mujeres? —preguntó Randy.

—Las mujeres no leen en el cuarto de baño —le explicó Carlo—. Tienen laca en el lavabo y una mujer de color para ayudarles a sujetarse lo que se les suelte.

El cambio de británico sofisticado a mafioso impasible se produjo un lunes en torno a las diez de la noche. (Los domingos cerraban.) Randy se encontraba al fondo del bar, cerca de la entrada, hablando con su pequeño maître. Carlo alzó la vista y de repente puso cara de alarma. Luego miró a un lado y le dijo a Randy:

—Tenga cuidado con ese individuo. Sea amable con él. —A continuación enarcó las cejas como si se tratara de una agradable sorpresa, pasó al lado de Randy y exclamó—: Señor Moraco, es un honor verle aquí. Esta es la primera vez que viene, si no me equivoco. Debería darle vergüenza…

Eran dos. A Randy no le llamaron especialmente la atención, pero, puesto que debía andarse con cuidado —las advertencias de Carlo tenían siempre fundamento—, trató de adivinar qué podían ser. ¿Un par de mafiosos? Probablemente.

El mayor, el de ojos soñolientos, vestía traje y camisa —sin corbata, pero abotonada hasta el cuello—, y tenía el pelo gris acero y muy corto, debía de ser el señor Moraco. Le recordaba a un mafiosillo entregado a su trabajo pero sin el refinamiento de un jefe importante, más bien un segundón joven, aunque tampoco un cualquiera. Debía de ser por lo menos un capo. Seguro. El otro sí que tenía pinta de mandado. De metro ochenta de estatura y unos treinta años de edad, parecía el típico machito, con cazadora de cuero y camisa abierta. Podía ser boxeador, algún profesional que se habría traído Moraco al restaurante. Ahora bien, no tenía pinta de italiano.

Moraco pasó al lado de Carlo y dijo algo sin dejar de mirar al frente.

Tenía la nariz fina, no estaba mal físicamente y debía de andar por los cincuenta y tantos… Randy le tendió la mano.

—Señor Moraco.

Éste le apretó por los dedos y lo soltó. Entonces dijo:

—Mucho gusto, señor Agley. Soy Vincent Moraco. —Y punto. Se volvió y echó un vistazo al comedor—. No está mal para ser lunes. Pensaba que tenía un trío.

—De jueves a sábado —respondió Randy.

Vincent Moraco hizo un gesto de asentimiento.

—La barra funciona. ¿Suele tener chicas?

—¿Señoritas? Sí, por supuesto. Pero esto no es un bar de alterne, si se refiere a eso. Tenemos todas las noches una buena clientela. Es una suerte que la General Motors se encuentre a un par de manzanas, en el RenCen.

—Lo que voy a hacer —anunció Vincent Moraco— es traerle unas chicas de primera, bien vestidas. Vendrán a partir de las diez, todas las noches. Como los sábados los clientes suelen traer a las mujeres o las amigas, quizá baste con que venga sólo una a alegrarle la velada a los de fuera. Las chicas toman una copa en la barra, se dejan ver y se van. Pero solas. Si se les acerca alguno, están esperando a alguien, a su marido, por ejemplo. Si el tío insiste y empieza a molestar… —Moraco se volvió un poco y miró al mandado con sus ojos soñolientos—, el Chucho le dice amablemente al tío que se largue. Si el tío se pone chulito, el Chucho lo pone de patitas en la calle.

—El Chucho… —dijo Randy—. ¿Y a usted cómo le llaman: Vincent o Vinnie?

—Usted llámeme Vincent y punto. El Chucho será también su guardaespaldas, así que tendrá que pagarle.

—¿Cuánto?

—Quinientos por semana, en efectivo.

—No sé si me hace falta un guardaespaldas.

—No lo sabe porque uno nunca sabe, por eso le hace falta uno. Lo que ha de hacer es informar a los buenos clientes con cuenta en el restaurante de que tiene chicas en el local. Vendrán tres o cuatro, pero no a la vez, para que no parezca un burdel.

Randy se volvió rápidamente hacia Carlo, que estaba observándolos. El maître señaló con la cabeza el reservado número uno, en el que había un sillón tapizado, y Randy sugirió:

—¿Por qué no nos sentamos y tomamos una copa? —Fue su primer paso hacia su transformación en mafioso.

Mientras se dirigía al reservado, Vincent Moraco hizo una señal al Chucho para que los acompañara. La camarera, vestida con un esmoquin, llegó antes de que estuvieran todos sentados.

—Todos los camareros de mi establecimiento están a su disposición —dijo Randy—. Cindy es la estrella del restaurante. Se ocupa exclusivamente de este reservado: el número uno. Si necesita ayuda, ya tiene quien le eche una mano.

Cindy les preguntó qué querían y se fue.

El Chucho pronunció sus primeras palabras mientras miraba a la camarera. Tenía un acento de pueblo que hizo que Randy se volviera para mirarlo muy detenidamente:

—Joder, ésa serviría de puta igual que las otras.

Randy no pudo contenerse y le preguntó.

—¿De dónde eres?

—De Indiana —respondió el Chucho—. ¿Sabe dónde queda Bedford? ¿Junto a la Cincuenta?

Randy no lo dudó más y dijo:

—Chucho, no voy a permitir que ningún espabilado de Indiana se folie a mis empleadas. ¿Entendido?

El mafioso puso cara de sorpresa. Vincent Moraco terció:

—El Chucho sabe cuál es su lugar.

De este modo Randy dejó sentado quién era. Aceptaría el trato porque no le quedaba otra alternativa, pero allí seguía siendo él el jefe. Fue su segundo paso hacia el mundo del crimen organizado.

—Esto funciona de la siguiente manera —explicó Vincent—: los buenos clientes de General Motors, Ford o Compuware te llaman desde su mesa y te preguntan: «Oye, Randy, ¿no conocerás por casualidad a la pelirroja de la barra?» Tú miras y respondes: «¿Ah, se refiere usted a Ginger? ¿Desea conocerla? Se aloja en el hotel de al lado.» Luego dices: «Ginger y yo tenemos un trato. Si desea usted continuar la fiesta con ella, se lo pongo en su cuenta.» Así los clientes saben que no tienen que llevar más dinero encima, que la puta va incluida en la cuenta del restaurante. Su mujer verá la factura y le dirá: «¿Invitas a copas a toda la puta clientela o qué?» Pero no le acusará de follar con otra.

—¿A cuánto el polvo?

—A quinientos.

—¿Todas lo mismo?

—Si las pones cabeza abajo… No, en serio, son todas a quinientos.

—¿Y si es toda la noche?

—Entonces mil. Más de una hora cuesta siempre mil. Las que tienen canguro cobran dos billetes más, propina aparte.

—¿Y si el cliente le echa uno y luego…?

—¿Quiere echarle otro? La chica te llama y tú se lo cargas en su cuenta.

—¿Y ella cuánto se saca?

—Tres billetes. Pongamos que hay unos tíos en una mesa, todos venidos de fuera para una conferencia en Cobo de, por ejemplo, la Sociedad de Ingenieros de Automoción. Pongamos que todos quieren hacérselo con la misma. La chica se queda en el hotel. Si lo haces por tandas, resulta más fácil.

—¿Y si le piden que haga de todo?

—De acuerdo, siempre y cuando no le dejen marcas. ¿Que el tío quiere que se le mee encima o que le plante un pino sobre una mesa de centro de cristal mientras él mira desde abajo? —Moraco se encogió de hombros—. Si ella tiene ganas, estupendo. Si no, no sé. Que el tío le pida un zumo de ciruelas.

Randy echó una mirada al esmoquin de Cindy para borrarse aquella imagen de la cabeza. Entonces le dijo a Vincent.

—¿Tú qué parte te llevas?

—Para que no tengas que llevar la contabilidad, ocho mil por semana, fijos.

—¿En qué te basas para pedir esa cantidad?

—En una noche normal. Pongamos que cuatro chicas echan dos polvos cada una, multiplica eso por cinco, de lunes a viernes, ¿cuánto sale?

—Veinte mil.

—Ellas se llevan doce, nosotros ocho. Tú pagas todos los sábados; todo lo que pase de ocho, para ti.

—¿Y las noches flojas?

—Traer clientes es cosa tuya.

—¿Y si no aparece ninguna de las chicas?

—Es una posibilidad. Puede ponerse enfermo algún familiar.

—Pero vosotros cobráis vuestros ocho mil incluso si las chicas no cubren gastos.

—¿Te parece mal? —respondió Vincent.

—Quiero asegurarme de que lo entiendo todo bien —dijo Randy, mientras sus ojos adquirían una expresión soñolienta y la imagen de Pierce Brosnan era sustituida por otra de Lucky Luciano sin marcas de viruela—. Lo que me estás diciendo —añadió— es que las chicas podrían largarse todas y dedicarse a invertir en bolsa, y vosotros seguirías cobrando vuestros ocho mil.

—En calidad de socios.

A finales de abril, nueve meses después de cerrar el trato, la relación con la mafia había obligado a Randy a pagar 116.200 dólares de su propio bolsillo. Todavía se consideraba un tío listo, pero no del nivel de Lucky Luciano. Joder, a esas alturas Luciano ya le habría dado una paliza a Moraco y se habría quedado con las chicas.

Carlo amenazaba con irse, pues había una parte de la clientela que no le hacía mucha gracia: mafiosos que se presentaban sin previo aviso y se sentaban en el reservado número uno sin preguntar. El servicio de lavandería lo llevaba el jefe de Moraco y costaba el doble de lo normal. Y luego estaba el Chucho, que era una sangría. Cobraba cinco por semana y, total, ¿para qué? Las chicas, las que aparecían, no necesitaban protección.

Randy nunca había sentido curiosidad por el Chucho hasta que un sábado, justo antes de que Vincent Moraco apareciera por el restaurante a comer gratis y embolsarse sus ocho mil dólares, tuvo una charla con él al final de la barra.

—Dime una cosa, ¿tú qué haces exactamente? —le preguntó.

El Chucho arrugó el entrecejo.

—¿Que cuál es mi trabajo? No perderle a usted de vista.

—¿Porque te lo ha pedido Vincent?

—Él tampoco me dice qué tengo que hacer. Estoy pendiente de usted porque soy su guardaespaldas. Aunque, como usted no me manda que haga ningún trabajo, se podría decir que me dedico a tocarme las narices.

—¿A qué trabajos te refieres? —preguntó Randy.

—A echar borrachos, a los que arman jaleo y montan bronca.

—La mayoría son amigos. ¿Qué más?

—Lo que suelen hacer los guardaespaldas. Si un tío le molesta, voy y le doy un escarmiento.

—Pues resulta que hay una persona que me molesta.

—Dígame quién es y le diré que le deje en paz.

—Vincent Moraco.

Posiblemente la respuesta fue tan brusca o imprevista que al principio el Chucho no supo qué pensar. Hizo un gesto de asentimiento, miró hacia otro lado y, al cabo de unos segundos, dijo:

—Conque el señor Moraco…

—Quiero que estés presente en la reunión —añadió Randy—. Que escuches lo que le cuento y que te acuerdes de quién te paga.

Unas fotografías firmadas por famosos —no caricaturas— cubrían las paredes del despacho de Randy. La habitación estaba decorada en tonos marrones, con luces empotradas y cromo abundante. Vincent Moraco se había sentado delante de él, al otro lado del escritorio; el Chucho se encontraba a un lado, bajo una fotografía en blanco y negro de Soupy Sales.

—En primer lugar —dijo Randy—, ¿te das cuenta de que lo que mis clientes pagan por echar un polvo aparece en los libros como beneficios, como ingresos del restaurante?

—¿Y qué?

—Pues que estoy pagando impuestos por unos ingresos inexistentes. Son más de tres mil dólares en puterío que no puedo deducir.

—Lo planteas como si se tratara de blanqueo de dinero —comentó Vincent.

—Pues sí, con la diferencia de que la gente que blanquea recibe una parte, cobra por el servicio, por el riesgo que corre.

—Lo que necesitas es un contable que sepa lo que se hace.

—Eso es sólo una parte del problema.

—¿Ah, sí?

—Para calcular tu parte, te basas en que vienen cuatro chicas por noche, pero sólo aparecen dos y, de vez en cuando, tres. Y no hay muchas que hagan tandas o que se queden toda la noche.

—Pero has de tener en cuenta que a esta clase de chicas no se las encuentra uno en la calle. ¿Sabes cuáles son muy buenas? Las universitarias. Trabajan a destajo para pagarse la carrera y de paso hacen algo de provecho.

—Da igual: aunque tengan un doctorado y se maten a trabajar, dos chicas no cubren gastos ni de lejos —replicó Randy—. Y tres tampoco.

—Pues ya me dirás por qué. ¿No consigues que vengan clientes? ¿Te va mal el negocio?

—Está estabilizándose. Carlo dice que se veía venir. Por muy bien que empiece uno, al cabo de un tiempo el asunto acaba calmándose. Los días laborables nos arreglamos y aún tenemos fines de semana muy movidos.

—¿Entonces qué me quieres decir?

—Te lo acabo de explicar: así no funciona. O pones más chicas y convertimos esto en un burdel donde además se sirven comidas o reduces tu parte. Si cerramos, no vas a ver ni un centavo.

—¿Reducirla a cuánto?

—A cuatro como mucho. Estoy dispuesto a hacer negocios contigo, Vincent, pero no puedo pagarte con los ingresos del restaurante y mantener el establecimiento abierto. Tu parte sale de mi cuenta personal.

—¿Te refieres a la pasta que sacaste por echarle un polvo a esa viuda? Sé cuánto ganaste, Randy. Lo sabe todo el mundo.

Randy no tuvo más remedio que pasar aquello por alto. Era mejor no insistir en el tema.

—Por el momento, hasta el día de hoy, he perdido unos ciento cincuenta mil dólares. ¿Y sabes lo único que he sacado a cambio, Vincent? —Randy hizo una pausa, interpretando su papel—: Verte comer.

Era la primera vez desde hacía nueve meses que Randy veía a Vincent sonreír. Moraco miró al Chucho y éste sonrió.

—¿Has oído lo que ha dicho?

—¿Que lo único que ha sacado es verle comer?

—Chucho, ¿eres gilipollas o qué? —exclamó Vincent. Apartó la silla de golpe y, sin dejar de sonreír, le dijo a Randy—: Dame el sobre y me largo.

—Chucho, ¿qué has sacado en limpio de la reunión?

El Chucho necesitó tiempo para responder. Entornó los ojos y arrugó la cicatriz de la frente. Sin perder la paciencia, Randy añadió:

—Chucho, estoy pagándole de mi propio bolsillo. ¿Conoces algún negocio que funcione así?

—A él usted le da igual.

—¿Que ocurrirá si dejo de pagar?

—¿La primera vez que se retrase? Alguien le destrozará las ventanas a tiros. Es lo que les hacen a los corredores de apuestas que no pagan el impuesto de calle.

—¿Y si digo que se acabó el puterío a cuenta de la casa y dejo de pagar del todo?

—Me imagino que sufrirá un incendio. Tendrá que cerrar el negocio.

—¿A mí qué me haría?

—Como está pagándole con el dinero que guarda en la hucha, supongo que seguirá viniendo a cobrar.

—¿Tú qué harías? ¿Volver a trabajar para él?

El Chucho sonrió.

—Me ha hecho gracia cuando le ha dicho que lo único que ha sacado es verle comer. No me he reído porque estuviera riéndose él. No le tengo respeto al señor Moraco y él lo sabe. Si me ha puesto aquí es porque no soy uno de ellos.

—¿Por qué te pusiste a trabajar para él?

—Yo estaba en el correccional del sur de Ohio, en la cárcel, ¿sabe? Cuidaba de un viejo mafioso y me ocupaba de que no le hicieran daño. Cuando me soltaron, el señor Rossi lo arregló todo para que viniera a trabajar aquí, a Detroit.

—¿Así que Moraco te dio trabajo por respeto al señor Rossi?

—Sí, pero nunca le he lamido el culo como él quiere, de modo que no nos llevamos muy bien. Al principio trabajé de chófer para el señor Amilia. Fue la primera vez que tuve que ponerme un traje.

—Con el mismísimo jefe, ¿eh?

—Pues sí, pero dijo que conducía muy deprisa y me pusieron a trabajar en la calle. Ya sabe: tenía que presionar a los corredores de apuestas para que pagaran el impuesto. Si el tío se retrasaba, le subía el interés.

Fascinante, pensó Randy. Se inclinó hacia delante y apoyó los brazos sobre el escritorio.

—¿Cómo?

—¿Que cómo le obligaba a pagar? Me pasaba por su casa, conocía a su mujer y hablaba con él. Si se repetía la situación, lo buscaba cuando salía a la calle, le daba una buena paliza y le rompía un par de costillas.

—¿Y si el tío estaba cachas, si pesaba cien kilos?

—Sé pegar —respondió el Chucho—. Hago pesas y en el correccional hice boxeo. Se me da bien.

—¿Por qué te metieron en la cárcel?

—Me peleé en un bar y le pegué un tiro a un tío en Bellefontaine, Ohio. Trabajaba en una estación de esquí. Hacía nieve artificial.

—¿Esquían en Ohio? —preguntó Randy.

—Tienen un monte allí. Un tío que había en el bar me dio un puñetazo en la boca. El se lo buscó. Yo le pegué con un botellín de Budweiser Light. Entonces sacó una pistola, pero yo se la quité y se pegó un tiro mientras forcejeábamos.

—¿Lo mataste?

—Sí, pero los testigos, los tíos que trabajaban en la estación de esquí, ¿sabe?, dijeron que había empezado él, así que no fue asesinato. Cumplí cuarenta meses. El señor Rossi me dijo que podría haberlos pasado haciendo el pino. Ah, y también maté a otro tío en el talego, lo rajé en el patio, pero no me vio nadie. Había doscientos presos y nadie me vio.

—¿Por qué lo mataste?

—Le di una lección. Era uno de los tíos que estaba presionando a mi amigo, al señor Rossi.

—¿Has hecho alguna vez algo así por Moraco?

—Sí, una vez. Era un corredor de apuestas caldeo que vivía en Dearborn, ¿sabe? Yo sólo era el conductor, pero el negrata que tenía que hacer el trabajito debió de ponerse nervioso o algo así. No sé, el caso es que le quité la pistola y le pegué un tiro al caldeo en el corazón. Pero sólo me pagaron lo que habíamos acordado.

—¿No te ganaste el respeto de Moraco por eso?

—Ya se lo he dicho: yo no lo respeto, y él lo sabe.

—Chucho —dijo Randy—, llevas aquí nueve meses y, ¿sabes qué?, nunca me has dicho tu verdadero nombre.

—Nunca me lo ha preguntado. Me llamo Searcy J. Bragg, hijo.

—¿No te importa que te llamen el Chucho?

—No, no me parece mal.

Randy se recostó sobre la butaca, se puso cómodo y entrelazó los dedos detrás de la cabeza.

—Bien, Searcy…

El Chucho le interrumpió.

—Me gusta Chucho mucho más que Searcy. ¿A usted le haría gracia llamarse Searcy?

—Creo que preferiría que me llamaran de otro modo.

—Cuando boxeaba me llamaban Bragg el Bomba, pero tampoco me hacía gracia. —Levantó el puño derecho y le enseñó los dedos, donde se había tatuado las letras B-O-M-B-A—. Mi gancho de derecha era una bomba.

Randy decidió empezar otra vez desde el principio.

—Bien, Chucho, creo que tenemos un problemilla, ¿no te parece? —De pronto hablaba con un acento diferente, como si fuera del sur—. ¿Qué hacer con el señor Moraco? ¿Quieres que te diga una cosa? Yo creo que está quedándose con una parte de los ocho mil, la mitad tal vez. Claro, como su jefe tiene un asunto pendiente en el tribunal federal. ¿Estás al tanto de eso, verdad? ¿Sabes lo del juicio?

—Sí, señor. Ha salido en la prensa.

—Pero a Moraco no lo van a procesar. ¿Por qué crees que no han presentado cargos contra él?

—Pues porque es listo, supongo —respondió el Chucho—. Nunca habla de negocios donde puede haber un micrófono. Ni siquiera en su coche. Dicen que el Gobierno todavía está buscando la manera de acusarle de algo.

—Pues bien, mientras siga libre —continuó Randy— no creo que el señor Amilia le preste mucha atención. Ya tiene bastante el bueno de Tony con evitar que le metan en la cárcel. —Hizo una pausa antes de añadir—: Una pregunta por curiosidad, ¿cuánto sueles cobrar por darle a alguien el pasaporte?

—¿Por matarlo? No tengo un precio fijo —respondió el Chucho—. ¿Para usted esa persona cuánto vale?

A Randy no le sorprendió la pregunta. Se inclinó suavemente hacia delante y apoyó los brazos sobre el escritorio para clavar la mirada en el Chucho.

—Estoy dispuesto a pagarte veinticinco.

—¿Veinticinco qué?

—Tanto como lo que ganas en un año: veinticinco mil dólares. Cheque o efectivo.

—De acuerdo.

—¿En serio?

—Sí, me lo cargo.

Randy se recostó y luego volvió a inclinarse.

—¿Cómo?

—Yo, por mí, le pegaría un tiro.

—¿Tienes un arma?

—Puedo agenciarme una. Luego tendré que pirarme. Podrían enterarse de que he sido yo.

—Sí, yo también me piraría —dijo Randy. Esperó unos segundos y añadió—: Bien… —Y volvió a esperar.

—Una vez probé a dar un palo —comentó entonces el Chucho—, a ver si se me daba bien, ¿sabe? Así que entré en una tienda, me acerqué a la dependienta y le solté: «¿Ves esto?», y abrí la chaqueta.

—¿Te exhibiste?

—Le enseñé la pistola que llevaba metida en el pantalón. Ella le echó una ojeada, me miró a la cara y me respondió: «¿Y qué?» Conque dije: «A la mierda», y me largué. Era demasiado tonta para que le robara. —Se calló un momento y luego añadió—: Vale pues. —Se levantó y se fue.

Randy se quedó mirándolo, fascinado.