Al ver los paneles envejecidos artificialmente y las colecciones de libros encuadernados en cuero que nadie había leído nunca, Debbie pensó que la biblioteca de Fran le recordaba a la casa donde había pasado la infancia. Se lo dijo a Terry, lo cual dio pie a que le hiciera un breve resumen de su vida.
En serio, le dijo, se parecía muchísimo a la casa en la que había vivido hasta que se había ido a Ann Arbor. Sólo había vuelto a ella en época de vacaciones y el verano en que se separaron sus padres y decidió abandonar derecho y la idea de dedicarse a lo mismo que su padre. Posiblemente se trataba de la profesión más coñazo del mundo. Ella nunca había querido ser abogada. Lo dejó por psicología, pero le pareció insoportable y se cambió a literatura inglesa, ya que, como iba a leer de todos modos, por lo menos le resultaría de provecho. Le gustó el teatro del siglo XVII, chaladuras como Amor en una barrica, y le dio por la interpretación. Mejor dicho, por el baile. Quería trabajar en un coro y hacer numeritos marchosos con un bombín, al estilo Bob Fosse. Pero luego se decantó por el humor, porque sus amigos la consideraban muy graciosa. Goldie Hawn fue su ídolo hasta que decidió especializarse y hacer numeritos de claqué en clave de humor: contaría chistes mientras bailaba de un lado a otro del escenario. Pero eso era vodevil, mierda. ¿Y contar chistes desnuda? Eso era revista. Las gogós ganaban mucho dinero, porque los tíos salidos les llenaban el tanga de billetes. Pero suponía mucho riesgo y le daba miedo. Después del entierro de su padre —donde conoció a su segunda mujer, una pasante con la que congenió y quedó en mantener el contacto— y de que su madre se mudara con síntomas de Alzheimer a un piso en Florida, dejó el trabajo de gogó, guardó los zapatos de baile que más adelante regalaría a su madre, siguió el consejo de la segunda mujer de su padre y se puso a trabajar de investigadora en los resbaladizos márgenes de la ley y a actuar de humorista en los ratos libres.
—Viví de lo más tranquila hasta que esa víbora se coló en mi vida y perdí tres años y todo mi dinero.
—Has hecho de todo, pero nada que merezca realmente la pena, ¿no?
—Lo único que deseo ahora —respondió Debbie— es llevar una vida normal.
Terry fue a la cocina y volvió a la biblioteca con una bandeja en la que llevaba una botella de cerveza, un whisky doble solo y el vodka de Debbie. Se sentaron en el sofá a hablar y ella dijo:
—Tengo que contarte algo.
—Estás casada —dijo Terry.
—No, no estoy casada.
—Bueno, ya que estás contándome toda tu vida, ¿lo has estado alguna vez?
—Estuve a punto, pero me di cuenta a tiempo de que al tío le gustaba controlarlo todo. Pretendía decirme la ropa que tenía que ponerme, cómo había de peinarme, cuánto maquillaje debía llevar. Me compraba conjuntos entallados y esos abrigos de pelo de camello con el cinturoncito en la parte de atrás, ¿sabes? Parecía salida de Grosse Pointe. Era médico, así que mi madre estaba encantada con él. Durante todo el tiempo que estuve con Michael creo que se rió dos veces y vimos una sola película.
—¿Cuál?
—Rain Man… —dijo Debbie—. Como te has librado del procesamiento, ahora tienes ganas de bromear. ¿Te importaría callarte un momento y tomarte esa copa? —Esta vez Terry no le interrumpió—. He hablado con un amigo mío, Ed Bernacki, un abogado para el que he hecho alguna que otra investigación. Le he preguntado si sabía algo de Randy.
—¿Por qué habría de saber nada él?
—Ed es alucinante. Sabe qué se cuece en el centro de la ciudad y le gusta el chismorreo, siempre y cuando no sea sobre sus clientes. Su bufete representa a dos peces gordos de la mafia de Detroit. O quizá debería decir la presunta mafia de Detroit. Cuando Ed Bernacki utiliza esa palabra, siempre matiza: «Si es que realmente existe tal organización.» Me ha llamado mientras te esperaba en la puerta del Frank Murphy.
—¿Por qué no me lo has contado entonces?
—No quería hablar de eso en la calle, ni tampoco en un bar o conduciendo. Es algo de lo que tenemos que discutir. Luego me dices si quieres seguir ayudándome.
—¿Randy está metido en la mafia? —quiso saber Terry—. Si es que a alguien ha podido pasársele por la cabeza que pueda existir semejante organización…
—En África lograste salir del paso gracias al whisky y a tu actitud de listillo inocente, ¿verdad? Haciendo como si nada te importara en realidad… —dijo Debbie—. No, Randy no está en la mafia. Pero tiene un socio capitalista, un tío que sí está metido en ella, y además de verdad. Es un pez gordo. Randy sólo hace como si perteneciera. Ahora le ha dado por ahí. Incluso tiene a un guardaespaldas de la mafia, un tío que, según Ed, se llama Chucho o El Chucho. ¿Y sabes quién se lo ha conseguido? Vincent Moraco.
—Vaya… —exclamó Terry.
—Eso digo yo, vaya. Cuando estabas metido en el negocio de los cigarrillos, ¿no te pagaba una tal señora Moraco?
—Sí, pero nunca me creí que fuera la mujer de Vincent Moraco. Él tiene bastantes años y ella era muy joven.
—¿Conociste a Vincent?
—Me habló de él Johnny, que era quien tenía el contacto.
—Bueno, mira —dijo Debbie—. Cuando me llevaron a juicio por lo de la agresión intenté que me representara Bernacki. Él habría conseguido que saliera con la condena cumplida: tres meses en la preciosa prisión militar del condado de Palm Beach por no pagar la fianza. Pero Ed estaba ocupado con unos procesamientos relacionados con el crimen organizado. De eso hace ya tres años y por fin los han llevado a juicio aquí, en el tribunal federal: los gemelos Tony, Anthony Amilia y el segundo de a bordo, Anthony Verona. Si los declaran culpables, pueden caerles entre veinticinco años y cadena perpetua.
—Esa gente lleva una eternidad en activo.
—Andan por la setentena. En el juicio hay seis acusados: los gemelos y otros tíos de los que nunca he oído hablar. Pero Verona tiene problemas de corazón y es posible que no aguante el proceso.
—Empiezo a ver adónde quieres ir a parar —comentó Terry.
—Contaba con ello —dijo Debbie—. Pues bien, resulta que entre los cargos hay un delito de fraude fiscal por tráfico de cigarrillos cometido hace cinco años. —Bebió un trago de vodka y esperó unos segundos a rematar la jugada—. De ahí que me preguntara si podían citarte.
—Para declarar en el tribunal federal en contra de la mafia —dijo Terry con esa cara de tranquilidad que solía poner. A Debbie le entraron ganas de besarle.
—Eres un tío alucinante, Terry, incluso si te imaginabas de qué iba el asunto.
—Testigo de cargo… —dijo él—. No era una mala película. Charles Laughton, Marlene Dietrich… Pero esto no parece exactamente lo mismo. ¿Le has contado a Bernacki lo de los cigarrillos?
—Me ha preguntado qué hacía en el Frank Murphy y se lo he explicado. Ha sido entonces cuando me ha contado que entre los cargos hay un delito de fraude fiscal por tráfico de cigarrillos que data de la época en que tú estuviste metido en el asunto.
—¿Y te ha dicho que pueden citarme?
—Bueno, en realidad he sido yo quien lo ha dicho —respondió Debbie—. Le he preguntado a Ed si existía la posibilidad y me ha contestado que, si no te han citado ya, lo más probable es que no lo hagan. Ed dice que el fiscal del Estado se niega a darle la lista de testigos por miedo a que sus clientes les hagan algo. Si quieres, puede averiguar si figuras en ella.
—Le has dado mi nombre.
—No, quería contártelo antes.
—¿Para ver si me entraba pánico?
—Te conozco lo suficientemente bien para saber que eso no va a ocurrir.
—Pero no estás segura. ¿Qué crees que haría si me citaran? ¿Crees que me marcharía de la ciudad?
—No lo sé. ¿Lo harías?
Él siguió mirándola con cara de tranquilidad, pero no dijo nada. Debbie no tenía ni la menor idea de lo que estaba pensando.
—Te lo he contado para que lo sepas, eso es todo, por si acaso te llaman. Pero lo más probable es que no lo hagan, de modo que será mejor que dejemos el tema, ¿vale? De lo que tenemos que hablar es de lo de Randy. Si está muy metido en la mafia (y Ed dice que empieza a comportarse como si lo estuviera), igual prefieres olvidarte de todo este asunto. Lo comprendería si lo hicieras.
—¿Le has contado a Bernacki lo que te traes entre manos?
—Sólo que quiero recuperar mi dinero.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que me olvide del asunto. Que me lo tome como una experiencia más.
—¿Y qué vas a hacer?
—Ya sabes que no me voy a echar atrás —respondió ella—, tanto si sigues conmigo como si no.
Debbie vio cómo Terry se acababa la copa y se limpiaba la boca con el dorso de la mano.
—Si decido dejarlo, ¿vas a tropezarte tú sola en el restaurante?
—Aún no sé muy bien lo que voy a hacer.
—¿Cenarás allí y sufrirás una intoxicación alimentaria?
—No es mala idea.
—¿Y si vomitas sobre la mesa?
Estaban bromeando otra vez. No había pasado nada.
—Puedo ir todos los días y vomitar hasta que la gente deje de ir y empiece a flojearle el negocio —dijo Debbie.
—¿Por qué no pruebas el método directo? —sugirió Terry—. Pídele a Randy que te pague lo que te debe.
—¿Cómo es posible que no se me haya ocurrido esa idea? —exclamó Debbie.
—¿Cuánto ganas al año?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Anda, dímelo.
—Nunca menos de cincuenta mil.
—No está mal, pero pongamos que son sesenta y un mil. Multiplicado por tres, son ciento ochenta y tres mil los dólares que perdiste mientras estabas en el talego. Si sumas a eso los sesenta y siete que te robó, te debe doscientos cincuenta mil dólares. ¿Puedes sacarle todo este dinero si te tropiezas en su restaurante?
—¿Has calculado todo eso mentalmente?
—No cambies de tema. ¿Puedes ganar todo ese dinero en un juicio?
—No a menos que me rompa la espalda y me quede medio paralítica. Entonces podría ganar más incluso.
—Pero ¿te parece bien doscientos cincuenta mil? ¿Te parece una cifra realista? ¿Podría Randy pagar una cantidad así sin problemas? Incluso si lo dividiéramos, seguirías recuperando casi el doble de lo que te robó.
—Pero, si probamos el método directo y nos pone de patitas en la calle… —dijo Debbie.
—De acuerdo, pongamos que soy yo quien sufre el accidente en el restaurante, que me lesiono yo la espalda. Podemos amenazarle con llevarlo a juicio. Si dice que no va a pagar los doscientos cincuenta mil dólares, le explicamos cómo puede deducir toda la cantidad en la declaración de la renta.
—Un momento. ¿Cómo va a hacer eso?
—Extendiendo un cheque a nombre del Fondo para los Huérfanos de Ruanda, como donativo a una organización benéfica.
Debbie vio cómo él bebía un trago de cerveza de la botella.
—Has estado pensando en este tema, ¿verdad?
—Es lo que suelen hacer los curas: buscar formas de recaudar dinero. Para comprar un órgano nuevo, para reparar el tejado de la iglesia…
—Aun así no pagará.
—Puede…
—Ya te digo yo que no.
—Hablemos con él, a ver qué ocurre.
—Nos soltará al Chucho, el matón que trabaja para él.
—Éste es un tema del que yo sé un par de cosas —aseguró Terry.
A Debbie le dio un poco de miedo la manera en que lo dijo.
Terry fue a recoger su traje en el coche de Fran. Debbie se ofreció a llevarle, pero él le respondió que quería probar el Lexus. Ya había dado un paseo con el Cadillac de Mary Pat y se le había ocurrido que podían usarlo para ir a ver a Randy al día siguiente. Decía que le gustaba conducir. El hecho de no tener permiso o de no saber exactamente cómo se llegaba no parecía importarle. Decía que no le preocupaba, que ya encontraría el camino. ¿No era un gran centro comercial que se extendía a ambos lados de Big Beaver?, le preguntó. Debbie le explicó que se llamaba Somerset Collection y que era un sitio de mucho nivel: Tiffany, Saks, Neiman Circus… Nada de Sears o JC Penney Terry dijo que muy bien y apretó el acelerador. Con confianza.
Ya no parecía un alma cándida. Transmitía confianza, pero de una manera muy discreta. No intentaba impresionar, aunque era ése el efecto que producía.
Debbie fue a la cocina y sacó del frigorífico uno de los platos que Mary Pat había dejado preparados. Estaba en una bolsa de plástico, dura como una piedra, en la que había escrito pulcramente DELICIAS DE POLLO con un rotulador verde. Bueno, vale, eso habrá que verlo, pensó Debbie.
Se dio media vuelta para dejar la bolsa en la encimera y vio el machete. Aquella mañana habían llevado a Johnny a la cocina a tomar una taza de café. Él seguía con el machete, iba jugando con él, dando golpes al aire. Terry le había avisado que iba a cortarse y lo había dejado. Habían estado tomando café y charlando, y Terry les había hablado de la cantidad de machetes que tenían en Ruanda, de los cientos que habían confiscado. Habían hablado sobre el genocidio en la cocina de Mary Pat de la misma manera que la anoche anterior habían hablado ellos en la suya. Terry había hecho referencia a esos tíos, los matones hutus, los que se encontraban en la casa de la cervecera. No, a ver si lo digo bien, pensó Debbie. Quería emplear las mismas palabras, las que le había dicho que jamás olvidaría.
«Estaban en la casa de la cervecera, bebiendo cerveza de plátano, y les pegué un tiro con la pistola de mi asistenta.»
Allí estaban: sentados. Terry decía que no les había dado la oportunidad de moverse. ¿Entonces simplemente había entrado y disparado? Según contaba, no. Habían cruzado unas palabras antes.
Pero él sabía que iba a matarlos.
Y se lo había contado con la misma tranquilidad que había mostrado poco antes al decirle: «Éste es un tema del que yo sé un par de cosas.»
Mientras caía agua caliente del grifo sobre la bolsa de congelados, Debbie pensó en servirse una copa.
Le daba miedo, pese a que no tenía motivos para sospechar que quisiera hacerlo otra vez. O que le gustase hacerlo. O que llegara el momento en que tuviese que hacerlo. Lo que le inquietaba era el hecho de que hubiera vivido varios años entre personas que habían matado a sus vecinos porque les habían dicho que lo hicieran y que las víctimas hubieran aceptado. Terry le había dicho: «¿Cómo va uno a encontrarle sentido a eso…?» Como si no tuviera nada que ver con la razón. ¿Por qué había vuelto con el machete? Según él, se trataba de un recuerdo. Debbie se dijo a sí misma que no diera nada por sentado. Ni siquiera sabía con seguridad qué significaba: «Éste es un tema del que yo sé un par de cosas.» Podía ser una manera de salir de un apuro, como había hecho con Johnny Pajonny, una forma de darle la vuelta a la tortilla. Si Randy se pone gallito, Terry le convencerá para que no tome ninguna medida drástica.
El problema era que Randy no era como Johnny.
Y Terry…
Debbie oyó que la puerta del garaje se abría, se elevaba automáticamente por sus rieles y luego se cerraba. Entonces se abrió la puerta de la cocina y Terry entró, sacó su nuevo traje negro de una bolsa de Brooks Brothers, lo levantó orgulloso —saltaba a la vista— para que ella lo viera y le preguntó qué le parecía.
…Terry no se parecía a nadie que ella hubiera conocido en su vida.
—Reconócelo: Mary Pat sabe cocinar.
—Los guisos son fáciles —dijo ella—. Pones un montón de cosas juntas en la cazuela y la pones al fuego.
—¿Cómo era la comida en el talego?
—Para comer nos daban macarrones con queso, ensalada de repollo con mahonesa, arroz con leche y tres rebanadas de pan blanco. Todo tenía el mismo aspecto. —Entonces preguntó—: No comerías insectos ni nada por el estilo, ¿verdad?
—Sólo los que me entraban en la boca —respondió Terry—. Oye, voy a llamar a Johnny, a ver si quiere venir con nosotros mañana.
—¿Por qué? —preguntó Debbie. No había ningún motivo evidente para que fuera con ellos.
—Creo que se lo pasará bien —fue todo lo que dijo Terry.