Aquella noche no hablaron del tema en la cama, aunque él preguntó:
—Entro en el restaurante y me tropiezo, de acuerdo. Pero ¿con qué?
—Ya lo pensaremos. —Fue todo lo que dijo Debbie.
Por la mañana, mientras se tomaba su café instantáneo, Terry preguntó:
—¿Pensamos con qué?
Y ella exclamó:
—¿Cómo?
Debbie acababa de llegar y estaba contemplando el vestíbulo abovedado. Terry la miraba desde lo alto de la escalera curva. Vestida con una falda oscura, un jersey de cuello vuelto y un impermeable abierto, hizo un resonante taconeo de claqué en el suelo de mármol.
—¿Sabes qué me hubiera gustado ser? Corista.
—¿Qué te lo impidió?
—Descubrí que para ser buena y que me aceptaran en un espectáculo había que trabajar. Una vez trabajé de gogó, pero sólo durante unas semanas, cuando iba a la Universidad de Michigan.
—Me habría gustado verte.
—Ya me has visto. No tenía las tetas lo suficientemente grandes para ser una estrella. Además, si una aspira a ganarse la vida de esa manera, tiene que meterse crack.
—Sube.
—Espera —dijo ella. Y fue haciendo claqué hasta el salón para echar una ojeada. Mientras subía por la escalera enmoquetada, comentó—: No está mal… Es lo que yo llamo decoración hotel cuatro estrellas. Mary Pat va a lo seguro.
—Nada de Taiwan —señaló Terry—. Ni de la India.
—No te rías de la decoración de mi casa. Muebles usados de San Vicente de Paúl y kitsch de Pier One. —Cuando llegó arriba, lo besó en la boca—. ¿Qué planes tienes? ¿Llevarme a la cama?
—Pensaba que querrías ver la casa.
—Y así es. Prometo que no volveré a hacer más comentarios de mal gusto.
Llegaron al dormitorio principal. Había una cama de matrimonio muy grande con colgaduras doradas y una colcha guateada del mismo color. Debbie se asomó.
—De modo que aquí es donde lo hacen.
—Sabemos que lo han hecho al menos dos veces —dijo Terry, pero antes de acabar la frase ya se había arrepentido. ¿A qué venía hacerse el gracioso? Llevó a Debbie a las habitaciones de las niñas. Ella se asomó a las dos y dijo:
—Qué monada. —Pero no hizo ningún comentario sobre las muñecas y los peluches.
—¿No te recuerdan a tu infancia?
—A mí me iba más bailar y jugar a médicos.
—Pero la casa está bien, ¿no te parece? —dijo Terry al cabo de un rato, pensando en su hermano, que estaba encantado con el lugar donde vivía y se sentía orgulloso de él.
—¿La casa? Sí, está muy bien. ¿Qué más hay aquí arriba?
—La habitación de invitados, donde yo duermo.
Se la enseñó. Debbie se asomó y vio dos camas gemelas con unas colchas blancas, una silla de aspecto cómodo, y una bolsa de deporte sobre el escritorio. No había ropa tirada.
—Tienes la habitación muy recogida. Qué buen chico eres.
—No tengo suficientes cosas para desordenarla.
—Terry, ¿qué es eso?
Su machete se encontraba encima del escritorio, junto al bolso.
—Lo utilizo para abrir cocos.
Debbie entró en la habitación, agarró el machete y lo sopesó. Luego lo dejó en su sitio sin decir palabra y se dirigió a la ventana.
—Tengo aquí las fotos de Ruanda —dijo Terry. Agarró la bolsa de deporte y se volvió hacia las camas, pero al final se acercó a Debbie. Miraron el plástico de color verde oscuro que cubría la piscina, y el resto del jardín, los árboles sin hojas y los arbustos desnudos. Todo tenía un aspecto apagado, como si estuvieran en invierno. Terry comentó—: En verano Fran cuelga un columpio de ese arce.
Dio media vuelta y se puso entre las dos camas con la bolsa de deporte. Debbie se quedó junto a la ventana y dijo:
—Debería hacer en mis actuaciones algún chiste sobre el invierno en Detroit. Joder, si esto es la primavera, podría pasarme toda la actuación hablando del mismo tema.
Terry estaba sacando del bolso las fotos en color.
—Ojalá Randy viviera en Florida —continuó Debbie—. Creo que me iré a vivir allí cuando demos el palo. ¿Te gustaría?
Terry no respondió. Estaba ocupado colocando las fotos sobre la colcha. No sabía qué le había preguntado exactamente. ¿Si quería irse a vivir a Florida cuando terminara aquel asunto? ¿Con ella? Debbie se había acercado a su lado y estaba observando las fotos. Le preguntó cuántas tenía y él respondió que doscientas.
—Éstas son las mejores.
—¿Son todos chicos?
—No, pero a esta edad resulta difícil distinguirlos. Algunos viven en orfanatos, pero no están mucho mejor que los que viven en la calle. Forman familias: la niña de más edad, que puede tener quince años, se ocupa de los más pequeños. Están solos, tienen que mendigar la comida y la ropa… Este niño está rebuscando en una mina de carbón. Eligen los pedazos que no están quemados y los venden.
Terry le pasó la foto a Debbie.
—Niños buscando algo que comer en un vertedero.
—Dios mío, Terry… —exclamó ella, y se sentó con la foto en la cama que tenía detrás—. ¿Cómo es posible? Con lo verde y exuberante que está el campo en algunas de estas fotos. Es todo terreno cultivado…
—Son niños —explicó Terry—, no granjeros con tierras. Son pequeños tutsis a los que nadie quiere. Mira, dos niños de diez años fumando. Se lían sus propios cigarrillos. Este, que ahora tiene trece años, mató a un amigo suyo durante el genocidio. Con un machete. Tenían ocho años entonces. ¿Qué hace uno con un chico así? —Terry levantó la mirada.
Debbie hizo lo mismo y dijo:
—¿Has oído eso? Alguien está llamándote.
Terry agarró el machete antes de salir de la habitación. Debbie fue detrás de él.
—Has dejado la puerta abierta.
—Estaba abierta cuando he llegado.
—Terry, cabrón, ¿dónde te has metido? —se oyó otra vez.
La voz venía de abajo. Ya sabía quién era. Se asomaron a la barandilla de la escalera que descendía hasta el vestíbulo y vieron a Johnny Pajonny mirando hacia arriba.
—Pero si es mi colega Johnny… —exclamó Terry.
Y Johnny respondió.
—¿Dónde está mi puto dinero?
A Debbie le había sorprendido que se detuviera a agarrar el machete del escritorio. Estaba siguiéndole con la mano levantada y poco le faltó para chocar con él. Se preguntó si su reacción tendría algo que ver con África: igual allí, cuando oían un ruido extraño, agarraban automáticamente un machete.
Le vio bajar por la escalera con el arma en la mano. La hoja medía apenas medio metro, y el mango estaba tallado y era de color madera. Terry lo llevaba con la punta hacia abajo, pegado a la pierna. Cuando Johnny lo vio, Debbie le oyó decir:
—¿Qué coño es eso? ¿Una espada?
—Un machete —oyó que decía Terry en los escalones. Cuando llegó al suelo de mármol, añadió—: Lo encontré en la iglesia después de que mataran a machetazos a setenta personas mientras yo decía misa en el altar. Aún tiene restos de sangre.
—Rediós… —exclamó Johnny.
Debbie vio que Terry levantaba el machete, lo agarraba por la hoja y se lo daba a Johnny. Johnny lo asió por el mango y dijo.
—¿Matan gente con esto? Rediós…
—Les cortan la cabeza —explicó Terry—. Y los pies.
Debbie empezó a bajar por la escalera deslizando la mano por la barandilla dorada. Vio que Johnny alzaba la vista, pero apenas se fijó en ella. Estaba sopesando el machete:
—Pesa más de lo que parece —comentó. Hizo ademán de dar un tajo con él—. Así que mataron gente con esto, ¿eh?
Y Terry dijo:
—Delante de mis narices.
Debbie se detuvo a unos escalones del suelo y se quedó allí a mirar.
Vaya espectáculo, pensó. Johnny entra en la casa pidiendo su dinero a voz en grito y Terry sale a su encuentro con un machete y le cuenta cómo se cargan a la gente en África. Seguían siendo los colegas que habían hecho contrabando de tabaco juntos. Terry iba con unos Levi’s y una camisa amplia y almidonada de color blanco que debía de ser de Fran. Johnny vestía una chaqueta de cuero negro con el cuello levantado. Tenía el pelo castaño y, aunque no le quedaba mucho, lo llevaba recogido en una coleta desaliñada. No estaba mal. Mediría un metro setenta y cinco, algo menos que Terry. Era el típico machito flaco, cargado de espaldas y con los hombros huesudos.
—De modo que eres cura, ¿eh? —dijo—. No me lo puedo creer, cojones.
Lo cual, pensó Debbie, podía también significar que sí se lo creía. Vio a Terry hacer el signo de la cruz delante de Johnny y decir:
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…
Johnny le amenazó con el machete y exclamó:
—No me vengas con chorradas, rediós. Quiero que me digas qué hiciste con mis diez mil dólares y con los de Dickie.
—Dickie donó su dinero a un orfanato.
Johnny se quedó parado y, cuando reaccionó, dijo:
—Mira tú… ¿Y yo a quién le he dado mi dinero?
—A unos leprosos.
—Ya, a unos leprosos…
—Compraron alcohol con él —añadió Terry— para aliviar su sufrimiento. Les dije que no se preocuparan, que a ti te parecería bien. Pero luego, cuando empezó a escasearles el dinero, se pasaron a la cerveza de plátano.
—La cerveza de plátano… —repitió Johnny.
—¿Sabes cuando cambias el aceite y vacías el cárter del coche? Pues esa pinta tiene.
—¿La has probado?
—Nunca me ha tentado.
—Pero los leprosos sí la bebían.
—Se ponían tibios. Así se olvidaban de que tenían lepra.
—Terry, los leprosos me importan una mierda. Te has gastado mi dinero, ¿verdad?
Debbie vio que Terry levantaba los hombros en señal de impotencia y mostraba las manos vacías.
—Me he pasado allí cinco años, Johnny. ¿De qué te crees que he vivido?
—¿De qué viven otros misioneros?
—De donativos. ¿Te acuerdas de los que hacíamos en Nuestra Señora de la Paz para las misiones? Pues tú has hecho uno para la misión de San Martín de Porres de Ruanda. Puedes deducirlo en la declaración de la renta.
—¿Te crees que yo hago la declaración de la renta?
—Lo digo por si alguna vez la haces. Pon «diez mil para los leprosos». Johnny, si he conseguido mantenerme vivo durante estos cinco largos años ha sido gracias a ti. De vez en cuando podía comprar boniatos y carne. De cabra, sobre todo. Pero el dinero no me daba para más. Si te lo tomas como un obsequio para la misión, Johnny, yo te perdono por lo que hiciste.
Debbie estaba disfrutando. Era alucinante cómo manejaba Terry la situación. Johnny no le llegaba a la suela del zapato.
—¿Perdonarme? ¿Por qué? —preguntó éste con el ceño fruncido.
—Por acusarme, por decir que fue todo idea mía.
—Tío, te habías pirado. Dickie y yo estábamos en la cárcel del condado de Wayne, rediós. Ese sitio es tan jodido que uno sólo piensa en que lo manden a la puta penitenciaría. Lo digo en serio, tío, tardaron casi seis meses en decidir si se ocupaba del caso el tribunal del Estado o el federal.
—De acuerdo, Johnny, pero sigo metido en un lío. Esta tarde tengo que ir a ver a Gerald Padilla, el fiscal, por mi procesamiento.
—Es el mismo cabrón que nos metió a nosotros en el talego.
—Pues, gracias a lo que le contaste, ahora tiene la oportunidad de meterme a mí.
—Pero si eres cura, rediós.
—Da igual —repuso Terry—. Voy a tener que contarle al señor Padilla que mentiste, que lo único que hice yo fue conducir el camión.
—Adelante, hazlo.
—¿No te importa?
—Cuéntale lo que te dé la gana. Yo ya he cumplido, tío.
—¿Fue duro? —preguntó Terry.
—¿Qué, Jackson? ¿Vivir con cinco mil gilipollas que se pasan el día chillando y follando unos con otros? ¿No dar nunca la espalda a nadie cuando sales de la celda? ¿Y me preguntas si fue duro, cabrón? Mira, yo llevaba unas apuestas en el Cuatro Este y pagaba a los negratas más cachas del bloque para que no me robaran, y aun así me rajaron la tripa. Tuve que cosérmela yo mismo.
—¿A Dickie qué tal le va?
—Prácticamente vive en el Cinco, en la celda de los incomunicados. Lo meten o sacan según la actitud que tenga. Sigue vendiendo radios a los novatos. Les cobra cincuenta dólares, pero nunca les da la radio. Yo ya le avisé: «Algún día vas a venderle una radio al tío equivocado.» Pero me respondió que le importaba una mierda.
—¿Va a salir algún día?
—Buena pregunta.
—¿Cómo está Regina?
—Ya sabes que se convirtió. Tiene una pegatina en el parachoques que dice: «Mi jefe es un carpintero judío.» Deberíais quedar algún día para cantar unos himnos.
—¿Y Piedad?
—Está en Wayne State, en el último curso. Quiere ser programadora de ordenadores.
—Quién sabe, ¿no? —dijo Terry.
Y Johnny respondió:
—¿Quién sabe qué?
Camino del centro, Debbie, que iba al volante, dijo:
—Anoche, cuando estábamos hablando sobre Johnny, te dije que no me gustaría deberle diez mil dólares y tú me respondiste que no me preocupara. Está claro que sabías que podías ocuparte de él.
—Si consigues liarlo lo suficiente, se cree cualquier cosa que le cuentes —explicó Terry.
—Como que eres cura.
—Ya has visto que se negaba a creérselo, pero ahora ni lo duda.
—¿Piensas contarle alguna vez que no lo eres?
—No lo sé. Algún día quizá —respondió Terry—. Mientras tanto no nos olvidemos de él. Puede que nos haga falta.
Comieron en el Hellas Café, en Greektown: calamares en aceite de oliva y pierna de cordero, que, según Terry, sabía muy parecido a la carne de cabra. Los clientes del restaurante que iban con tarjetas de identidad eran miembros de los jurados del Frank Murphy y parecían turistas primerizos: cuando oían a alguien decir «¡Opa!», se les ponían los ojos como platos y, si aparecía un camarero con un queso flambeado, se quedaban mirando.
Recorrieron a pie las dos manzanas que había desde el restaurante hasta el edificio Frank Murphy. Pasaron por la parte de atrás de Beaubien 1300, la comisaría de policía, y por delante de los nuevos edificios de la cárcel del condado. Terry entró en el Tribunal de Justicia y preguntó por Gerald Padilla. Luego salió y le dijo a Debbie:
—Una de dos: o ha salido a comer o se encuentra en una sala en el cuarto piso. Está en un juicio. —Subieron por la escalera hasta el cuarto piso y pasaron por delante de varios grupos de personas que esperaban en el pasillo—. Por lo visto, va a hacerme un hueco durante la hora de la comida, así que no creo que se alargue mucho. Resolverá mi asunto y volverá a la sala a mandar a la cárcel a algún desgraciado.
—¿Estás nervioso?
—¿Por qué habría de estarlo? Fran dice que Padilla suele echar una mano en las bodas que celebran en Reina de los Mártires.
—Eres alucinante. ¿Te importa si entro contigo?
—No veo por qué no.
—Bien —dijo Debbie—. Me gusta observarte.
Fue otro espectáculo.
Entre la parka negra, la cara demacrada y la barba, Terry daba el pego con el traje azul marino. Cuando se presentó, el fiscal, un caballero de aspecto elegante, se ajustó las gafas sobre la nariz y se volvió:
—¿Señor Padilla? Soy el padre Dunn, de Ruanda. Tengo entendido que quiere hablar conmigo.
De Ruanda. Ni que hubiera venido expresamente desde África para esta conversación, pensó Debbie. Terry hablaba con voz queda y desapasionada, un punto humilde, como si estuviera completamente al servicio de aquel individuo.
Debbie se mantuvo en un segundo plano. Vio que el fiscal dejaba unos papeles sobre la mesa que tenía delante y salía por una puerta de la balaustrada en dirección a las filas de bancos, que recordaban a los de una iglesia.
—Padre, cómo me alegro de que haya podido venir. No le entretendré mucho. —Le indicó un banco y añadió—: Sentémonos aquí mismo y resolvamos este asunto de una vez.
Terry se acercó a la balaustrada, se metió a la segunda fila y, volviéndose un poco, extendió un brazo para señalar a Debbie.
—Señor Padilla, le presento a una colaboradora de mi hermano Francis, la señorita Dewey, que ha venido para representarme legalmente.
Acababa de convertirla en abogada.
Padilla saludó con la cabeza mientras la miraba detenidamente y sonreía con amabilidad.
—Soy Gerry Padilla, señorita Dewey. Encantado. Siéntese, si lo desea, aunque no creo que el padre Dunn necesite representación legal.
Debbie sonrió y respondió:
—Me alegro de oír eso, pero en realidad hago las veces de chófer. El padre Dunn ha estado tan ocupado recaudando dinero para su misión que no ha tenido tiempo para renovarse el permiso de conducir.
—Le aseguro, Gerry —dijo Terry—, que con esta señorita estoy en buenas manos. —No dudó en llamar al fiscal por su nombre de pila. Pero entonces añadió—: Ojalá pudiera llevármela a Ruanda.
—Padre, por favor —atajó Debbie en tono de ligera sorpresa, pero con una sonrisa que daba a entender que el sacerdote estaba bromeando y ella le seguía el juego.
—Le comprendo perfectamente, padre —afirmó Padilla.
A Debbie no le quedó más remedio que sonreír nuevamente, esta vez mientras Padilla le guiñaba un ojo. Picarón, pensó.
Se sentó en la misma fila pero dejando un espacio para que quedara claro que no era su intención intervenir. Terry se había puesto de lado, casi dándole la espalda, mientras que Padilla podía verla sin ningún problema por encima del hombro del sacerdote. Debbie mantuvo los ojos clavados en el estrado, sin apartar la vista de allí, para que el fiscal pudiera verla de perfil y fijarse en su naricilla, en la ligera separación de sus labios y en el descaro con que ladeaba la cabeza cuando miraba alrededor. Podía oírles sin dificultad.
Hablaron de Ruanda desde el primer momento.
Padilla comentó que había leído un testimonio del genocidio, un libro fascinante con un título estremecedor, Deseamos informarles que mañana seremos asesinados con nuestras familias, y preguntó a Terry si lo conocía. Éste respondió que no, que con estar allí bastaba, que él había visto desde el altar cómo mataban a machetazos a decenas de feligreses.
Padilla asimiló lo que acababa de oír y quiso saber por qué las víctimas habían aceptado la muerte de una manera tan fatalista. Terry le confió que se trataba de un pueblo muy serio, un pueblo que cedía ante la autoridad y siempre aceptaba lo que le sucedía, fuera lo que fuese. No obstante, él sabía en su fuero interno que eran mártires y que Nuestro Señor los había acogido en su seno aquel mismo día.
¿No obstante?
Padilla levantó la cabeza para lanzar una mirada a Debbie y ella puso una expresión solemne y casi triste. A continuación el fiscal preguntó por la capacidad del sistema legal ruandés para ocuparse de los más de cien mil presuntos asesinos encarcelados, comentó que había leído algo acerca de un sistema de tribunales que iban a probar en los poblados con el propósito de acelerar el proceso y añadió que creía que se llamaba gacaca. Terry le respondió que, en efecto, se trataba de una idea que estaban estudiando.
—Pero, si no le importa que le corrija, Gerry, en su idioma, el kinyaruanda, no se pronuncia «ca-ca», sino «cha-cha», como el baile. De modo que se dice gachacha.
Gerry sonrió y meneó levemente la cabeza. Debbie le sonrió y dijo para sus adentros: tengo que salir de aquí.
Bajó en el ascensor a la planta baja y salió a fumarse un cigarrillo. En la puerta hacía frío, el día era gris y había algunas personas más fumando. Al ver a los miembros del jurado que volvían de comer por St. Antoine, se le ocurrió que podía utilizar ese tema en su número y se puso a improvisar para sus adentros:
«Una vez formé parte de un jurado. Se trataba de un caso de asesinato, como Doce hombres sin piedad, sólo que en esta ocasión se trataba de once tíos cabreados y yo. Todos querían condenarles menos yo. Ellos decían: “A ese tío lo pillaron con la puta arma en la mano. ¿Es que no lo ves?” Y yo les respondía: “Pero no puede haberlo hecho él. —Hizo una pausa y añadió—: Es tan guapo…”»
A ver, continúa —se dijo—. Tú no puedes declarar a nadie culpable con tu voto. No eres capaz ni de matar una mosca. ¿Por qué? Porque eres una mosca. Una mosca detrás de la oreja. Zumba que zumba de aquí para allá… ¿Qué ves con esos ojazos de mosca que tienes? «He estado paseándome por una mierda de perro en el patio. Mmm…, ¿y si me doy una vuelta por ese estupendo merengue de limón que hay ahí? Mi meta en la vida es ser una pesada, joder a la gente, conseguir que me den un manotazo y me insulten. Mira, una pareja enrollándose. ¿Y si voy y aterrizo sobre… —En aquel momento sonó su teléfono— ese enorme culo blanco?»
Dentro de su bolso se oía un sonido casi imperceptible. Era su móvil. Lo sacó y durante los siguientes minutos estuvo hablando con un abogado. Era un buen amigo suyo, que llamaba para responder a una pregunta que le había hecho ella a su ayudante dos días antes. Mientras escuchaba dijo «¿Sí?», en varias ocasiones. También exclamó «¡Oh!», cuando en realidad estaba pensando: ¡Oh, no! Siguió escuchando y dijo «¡Oh!» varias veces más. Volvió a escuchar y respondió: «No, estoy fuera, en las escaleras del Frank Murphy», tras lo cual levantó la mirada y vio el edificio recortado sobre un cielo completamente gris. «Estoy con un amigo, un contrabandista.» Le explicó de qué se trataba, se pasó un minuto largo escuchando, y luego exclamó: «Anda ya. ¿En serio? ¿Crees que podrían citarle?» Entonces añadió: «Ed, no sé cómo darte las gracias por todo esto. Te prometo que voy a pensar en lo que me acabas de contar.» Y se despidió diciendo: «Cuando quieras. Llámame.»
Al cabo de pocos minutos Terry salió del edificio con su parka y su barba cual feliz san Francisco y sonrió.
—Me he librado.
—¿Habéis llegado a hablar del procesamiento?
Terry le dio un abrazo.
—No nos ha dado tiempo. Me ha dicho que no me preocupe, que ya tengo bastante con salvar almas.
—Qué almas ni que leches… —exclamó Debbie—. ¿Qué has hecho? ¿Llamarle «hijo mío» unas cuantas veces?
Debbie siguió hablando y haciendo preguntas, pero no podía dejar de pensar en Ed Bernacki. Esta vez el abogado que siempre le daba información confidencial no las tenía todas consigo. Debbie quería contarle a Terry lo que había averiguado, a ver cómo reaccionaba. Pero no podía hablar allí de aquel tema.
Terry estaba contándole que su queridísimo amigo Gerry Padilla había resultado ser un buen tío.
—Incluso me ha dado cien dólares para los huérfanos. Un cheque.
—¿A tu nombre?
—No, le he pedido que lo ponga a nombre del Fondo para los Huérfanos de Ruanda. Ya he abierto una cuenta. Me llevó Fran.
—¿Quieres ingresar ahí el dinero?
—Sí. Y también quiero tomar una copa.
Debbie vio que Terry miraba hacia St. Antoine, en dirección a Greektown, y dijo:
—Aquí no hay mucho donde elegir. ¿Por qué no volvemos a casa de tu hermano? Podemos ponernos cómodos… Tú ya me entiendes.
A Terry se le dibujó una sonrisa en la barba al oír aquello.
—Lo que tú digas.
Era justo lo que Debbie deseaba oír.