12

Terry se quedó esperando con la parka puesta mientras Debbie se alejaba entre los setos y los árboles. Eran árboles antiguos, plantados para dar sombra. Allí no había ni palmeras ni eucaliptos ni plátanos, ni tampoco colinas envueltas en la neblina matinal, sólo céspedes cuidados como un campo de golf y casas que a él le parecían mansiones. Debbie dio un bocinazo y él hizo un gesto de despedida: levantó el brazo perezosamente y luego lo dejó caer. Se volvió y vio a Fran en la entrada. Una de las puertas de dos hojas estaba abierta, de manera que avanzó por el muro de ladrillo hasta la casa, una gran extensión de bloques de piedra caliza pintada de beige; las ventanas y las columnas gemelas del pórtico tenían adornos de color blanco. «Estilo Regency —le había explicado Fran—, copiado de una foto que Mary Pat recortó del Architectural Digest

—Cinco minutos más y no me habrías encontrado —dijo Fran—. No habrías podido entrar en la casa.

Llevaba un chándal de popelín blanco con el que parecía que estaba hinchado. Terry pensó en un muñeco de nieve con unas extravagantes zapatillas de tenis.

—Pensaba que te ibas a Florida.

—Y así es. Voy al aeropuerto en taxi.

No parecía muy contento de irse. O quizás estaba molesto por algo.

—¿Eso te pones para ir en avión?

—Así voy más cómodo —explicó Fran—. Son tres horas de vuelo. ¿Has desayunado?

—Me sentaría bien una taza de café. Debbie sólo tiene instantáneo en su casa.

—Es una niña… —dijo Fran—. Cree que sólo es café el capuchino que sirven en los restaurantes.

—¿Cuántos años le echas?

—Sé exactamente cuántos tiene: treinta y tres. Es todavía una niña.

—¿Qué estás tratando de decirme? —preguntó Terry mientras entraba en la casa detrás de él—. ¿Que, incluso si no fuera cura, sería demasiado joven para mí?

Fran cruzó el vestíbulo, pasó por delante de una escalera curva y atravesó un comedor con office para grandes ocasiones. Cuando llegó a la cocina, se detuvo al otro lado de una gran mesa de madera maciza y se volvió hacia él.

—Si alguien te ve salir de su piso a las siete de la mañana, ¿qué va a pensar?

—Nos preparamos unos perritos calientes —explicó Terry—. Luego estuvimos charlando un rato. Se hizo tarde, vi que estaba cansada…

—Se lo dije por teléfono: llámame e iré a buscarlo.

Terry pensó que iba a preguntarle dónde había dormido —el piso sólo tenía un dormitorio—, pero Fran no parecía querer tocar aquel tema, de modo que le preguntó:

—¿Te preocupa que haya podido echar un polvo?

Fran no sonrió y, cuando respondió, empleó un tono casi severo:

—Estoy hablando de las apariencias.

No era cierto, pero Terry prefirió no llevarle la contraria.

—¿Qué apariencia crees que tengo yo a las siete de la mañana o a la hora que sea? ¿Acaso tengo pinta de cura vestido así?

—Me dijiste que te habías comprado un traje.

—Y así es.

Fran le había dado su tarjeta de crédito de Brooks Brothers y se había ido a un centro comercial con el Cadillac de Mary Pat. A Fran le había dado un ataque al enterarse y había tenido que ir a mirar si le había hecho alguna abolladura.

—Voy a recogerlo esta tarde, a partir de las cinco —agregó Terry.

—Mierda… —exclamó Fran con voz cansada—. Tu cita con el fiscal es a la una.

—Allí estaré.

—A la una en punto en el Frank Murphy. Estoy seguro de habértelo dicho.

—Sí, me lo has dicho. Lo que pasa es que no tengo el traje. Tengo un alzacuellos del tío Tibor y una de sus camisas estilo mandarín, con una pequeña abertura aquí arriba para que se vea el alzacuellos. Me he probado su traje, pero brilla tanto que podría servirte de espejo para que te peinaras. —Terry sonrió con la esperanza de que Fran le viera la gracia al comentario, pero no lo hizo—. Da igual cómo vaya vestido, Fran. Sigo siendo sacerdote.

—A veces me das miedo, ¿sabes? Habría que llamarte don Tranquilo…

—El padre Tranquilo. Le hablaré en latín.

—Muy gracioso…

Pensó que Fran iba a decir algo más, pero entonces miró el reloj y salió corriendo de la cocina. Terry había visto ya la cafetera. Encontró una lata de Folgers en el primer armario que abrió y, cuando estaba dejando correr el agua del grifo para que se enfriara, apareció otra vez Fran.

—Ya está el coche aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—Tenía que estar aquí a las siete y cuarto y ya son. Mira, Terry. No la jodas, ¿vale?

—Descuida.

—Basta con que muestres la actitud equivocada para que el proceso siga adelante. —Hizo una pausa—. Me la he jugado por ti, tío. Dije que los Pajonny te pagaron diez dólares la hora para que condujeras el camión, que te marchabas a África y te hacía falta algo de dinero para los gastos. Yo me ofrecí a darte lo que necesitaras, pero preferiste ganarlo haciendo algo porque eres una persona trabajadora. Cierto, sabías que estabas transportando cigarrillos, pero, si hubieras sabido que constituía un fraude fiscal, no habrías aceptado. No sabes quién compró los cigarrillos ni qué hicieron con ellos. Esta es tu versión. Cíñete a ella. ¿Estás nervioso?

—¿Por qué habría de estarlo? No tengo nada que ocultar.

—Mejor —dijo Fran—. Ésa es la actitud que has de mostrar. ¿Alguna pregunta?

—No se me ocurre ninguna.

—¿Me acompañas?

—Cómo no —dijo, y cerró el grifo.

Fran no se movió de su sitio.

—Se me olvidaba decírtelo: ha llamado Johnny. Su número está junto al teléfono de la biblioteca. Llámale. No conviene que se cabree contigo. Pero no cedas terreno. Lo que quiero decir es que no le debes nada, ni un centavo. No le digas a nadie que cobraste nada. Si Johnny se pone violento, que no se te acerque: no sois un par de críos en el patio del colegio. Si te amenaza, cuéntaselo a Padilla, el fiscal. Que no se te suba a la parra ese cabrón.

—¿Johnny o el fiscal?

—No puedes remediarlo, ¿verdad? —dijo Fran—. Tienes que hacerte el gracioso. Pensaba que después de África, con todo lo que has pasado allí, habrías cambiado, que te habrías vuelto más serio… Que mostrarías más sentido de la responsabilidad y serías más agradecido. ¿Sabes cuánto te he mandado en total, contando lo que pagué por las camisetas? Más de veinte mil dólares. Y tú en las cartas me hablas del tiempo y luego pones: «A todo esto, gracias por el dinero.»

—¿No lo dedujiste como donativo? —le preguntó Terry.

—No se trata de eso. ¿Qué pasa con el dinero de los cigarrillos? Con los tres viajes que hiciste debiste de sacarte cincuenta mil dólares, contando la parte de los Pajonny correspondiente al último. ¿Te lo has gastado todo?

Estaba intentando averiguar si tenía algo de dinero.

—Fran, me he pasado allí cinco años —respondió Terry. Era todo lo que estaba dispuesto a decir al respecto.

—Leí una de las cartas que le mandaste a Mary Pat, la carta en la que te mostrabas más comunicativo, la de los olores. Le comenté que parecías otra vez el mismo de siempre. ¿Sabes qué me respondió?: «¿Y eso es bueno o malo?» ¿Comprendes lo que te digo?

Terry no estaba muy seguro, pero volvió a asentir y entornó un poco los ojos para darle a entender que estaba pensando seriamente en ello. Fran se lo quedó mirando fijamente, pero al final volvió a mirar el reloj.

—Tengo que irme.

Terry esperó en los escalones del portal hasta que el taxi se perdió de vista. Fue a la biblioteca, vio apuntados en un papel dos números de teléfono junto al nombre de Johnny —el de su casa y otro que debía de ser el de su móvil— y marcó el de Debbie. En cuanto contestó, dijo:

—Ya se ha ido.

Menuda noche, pensó Terry. Había determinado su futuro. Iba a tener que hacer las cosas paso a paso, pero el viaje parecía prometedor de principio a fin.

Habían estado simplemente hablando del tema. Debbie estaba contándole historias suyas y le había preguntado si le apetecía un porro. «¿Un yobi? Cómo no…» A ella le había gustado cómo los llamaba y le dijo que a partir de entonces ella también iba a llamarlos así: yobi. Habían empezado a hacer planes juntos. Estaban sentados en un sofá de segunda mano que había sacado de la tienda benéfica de San Vicente de Paúl. Fumaban, bebían, sonreían y se ponían ciegos mientras buscaban la manera de darle un palo a Randy. Estaba forrado, un dato que ella no había mencionado antes. Se había casado con una mujer rica y luego se había divorciado, pero le había salido bien la jugada: se había sacado varios millones y un restaurante en el centro.

—Luego hablamos de eso —dijo Debbie—. Creo que ya te he contado que la primera vez que me pidió dinero me enseñó una foto de su barco.

—El que no tenía —añadió Terry.

—Eso es. Lo que no te he dicho es que tenía mi nombre escrito en la popa, DEBBIE, y debajo PALM BEACH. El tío me dice que le ha cambiado el nombre porque está loco por mí y luego va y me suelta: «A todo esto, ¿podrías prestarme dos mil dólares?»

—¿Cómo lo hizo?

—Espera. Esto ocurrió más tarde, cuando ya se había largado. Han pasado dos meses y estoy en Florida, visitando a mi madre. Me detengo en el puerto deportivo del que Randy se pasa el día hablando, echo un vistazo y ahí está: un cúter de catorce metros llamado Debbie. Debajo del nombre pone PALM BEACH. Pregunto en el bar del puerto si alguien conoce a un tío llamado Randy Agley. El camarero me dice: «¿Se refiere a un tal Aglioni?» Un viejo con pinta de lobo de mar que hay junto a la barra me suelta: «Randy. Ese es el tío raro que andaba haciendo fotos de los barcos. Lo echamos.» Les pregunto si saben por dónde suele andar. El camarero me sugiere que pruebe en Breakers, que es donde los tíos como Randy suelen ir a pescar ricachonas. El viejo dice que pruebe en Au Bar, que lo ha visto allí en un par de ocasiones. Pues bien, en Breakers me entero de que el señor Agley tiene prohibida la entrada en el establecimiento y de que Au Bar ya no existe, que ahora se llama de otra manera. Pensé que le había perdido la pista. Pero poco después llevo a mi madre a cenar al Chuck and Harold’s y, cuando estamos a punto de acabar, aparece de pronto don Maravilloso. Tiene una copa en la mano y la mirada puesta en dos mujeres que hay en una mesa. Van vestidas informalmente, pero salta a la vista que son de Palm Beach. Basta fijarse en el pelo y en las joyas: sencillas pero buenas. Randy, el muy cabrón, espera a que pidan las copas para acercarse. Yo sigo mirando. Evidentemente no lo conocen. Él les suelta el típico rollo: «¿No serán ustedes las encantadoras señoritas que vi la semana pasada en el Donald’s? ¿No? Entonces sería en…» Y se sienta con ellas. Enseguida les hace reír, y eso que no es nada gracioso, no tiene sentido del humor. Yo le daba ideas, le soltaba cualquier cosa, lo primero que me venía a la cabeza, por ejemplo: «Mi chico está tan bueno que para salir a la calle tiene que vestirse de mujer.» Hacía una pausa y añadía: «Porque si no las tías se le echan encima.» Randy se quedaba pensando en lo que le había dicho con cara inexpresiva y luego soltaba una risa falsa. No era nada divertido.

—Se sienta con ellas y… —dijo Terry.

—Estaba con mi madre. ¿Qué podía hacer? ¿Avisar a las mujeres? ¿Echarle una copa por encima de la cabeza y montar un numerito? Imposible con mi madre allí. ¿Te he contado ya que ella se cree que es Ann Miller? Mientras observo a Randy, mamá me cuenta lo bien que se lo pasó haciendo Un día en Nueva York con Gene y Frank, pero que Vera-Ellen, con lo mona que era, estuvo insoportable de principio a fin.

—Me gustaría conocerla.

—Todavía no está grave. Lo que hice al final fue acercarme con ella a la mesa y decir: «Mamá, te presento a Randy, el farsante que me robó todo mi dinero.» Mi madre le dijo: «Hola, Andy, encantada de conocerte.» Se pensó que era Andy García. Me la llevé del restaurante, crucé el puente a todo correr —la clínica está en Flagler—, la dejé allí y volví volando al Chuck and Harold’s. Estaba segura de que Randy seguía allí porque tenía que inventarse una historia larga y complicada para salvar la cara. ¿Has visto Mi cena con André, el esnob que se pasa hora y media dando el coñazo a Wallace Shawn? Pues bien, Randy es igualito a él.

—De modo que seguía allí…

—Eché un vistazo. Me asomé para asegurarme. Luego le comí el coco al mozo del aparcamiento para que me dejara esperar allí en doble fila. Por fin sale Randy con las dos mujeres y se queda allí hablándoles mientras esperan a que les traigan el coche. Yo estoy segura de que él ha aparcado en la calle; nunca se gasta su propio dinero si puede evitarlo. Pues bien, ayuda a las mujeres a subir al coche sin dejar de largarles el rollo. Ellas se marchan y él echa a andar por la calzada, sin apartarse de los coches que hay aparcados junto al bordillo. Me acerco sigilosamente con las ventanillas bajadas y le suelto: «Oye, cabrón» para que se vuelva. Le digo que voy seguirlo hasta el fin del mundo y que no voy a dejar de amargarle la farsa de vida que lleva mientras no me devuelva hasta el último centavo que me robó, pese a que no tengo ni idea de cómo voy a hacerlo. Él se me acerca al coche, al Ford Escort, mete la cara en el hueco de la ventanilla y me dice: «Vete a joder a otro, niña. No tengo ni para empezar contigo.»

—Lo de llamarte niña fue la gota que colmó el vaso, ¿verdad? —preguntó Terry.

—Eso y el tono de voz, sus putos aires de superioridad. Le vi alejarse y cruzar la calle en dirección a su coche, que había aparcado en batería en la mediana de Royal Poinciana Way, que está flanqueada de árboles. No podía dejarlo escapar. Pisé el acelerador a fondo. Pude verle la cara cuando miró hacia atrás y me vio venir. Le di de lleno, rebotó en un par de coches y me largué.

—¿Te diste a la fuga?

—Ése fue mi error. Le atropellé premeditadamente y me largué. Me vieron todas las personas que había delante del restaurante.

Terry se mostró comprensivo.

—Fue mala pata que te viera tanta gente. ¿Le hiciste mucho daño?

—Tuvieron que ponerle una prótesis en la cadera.

—Tengo entendido que eso es habitual hoy en día.

—Le rompí la otra pierna y se le perforó un pulmón. También le pusieron treinta y cinco puntos en la cabeza. El fiscal quería acusarme de asesinato frustrado. Me asignaron un abogado de oficio que hizo lo que buenamente pudo. Al final quedamos en agresión con resultado de lesiones, que son entre tres y cinco años.

—Pobre… —dijo Terry mientras le rodeaba los hombros con el brazo—. Mira que encerrarte con todas esas delincuentes. Debió de ser horrible.

Debbie alzó la vista y lo miró con ojos tristes, sosteniendo el yobi a cierta distancia, y Terry la besó por primera vez. Le dio un beso tierno, a ver qué tal, y luego probó a echarle un poco más de pasión y se alegró de ver que Debbie también se animaba. Cuando se separaron, dejó el yobi en el cenicero de la mesa de centro. Sin embargo, cuando se volvió de nuevo hacia ella, Debbie había cambiado de cara. No estaba muy segura de lo que estaban haciendo.

—No tengo sida, de veras —le dijo.

—¿Me lo juras?

Terry alzó la mano derecha.

—Palabra de honor.

—¿No tienes…, no sé, ninguna enfermedad africana rara que puedas contagiarme?

—No tengo ni siquiera malaria.

Ella seguía con los ojos clavados en él, pero enseguida se le suavizó la mirada. Sonrió y Terry tuvo la sensación de encontrarse en casa.

Lo estaba.

Fueron al dormitorio y siguieron besándose. Empezaron a tocarse y se quitaron la ropa. Terry la agarró por detrás mientras ella quitaba el cubrecama. No encendieron la lámpara, pero podían verse gracias a la luz del cuarto de baño, que entraba desde el pasillo.

—Hace tanto tiempo que no lo hago —dijo ella. Y luego añadió—: Ya sé que es como andar en bicicleta.

Sólo que mucho mejor, pensó Terry. Pero no se lo dijo. No era de los que hablaban en la cama.

Más tarde, cuando se quedaron abrazados, comentó:

—Ya me acuerdo de lo que cantaban los crucificados.

—¿En La vida de Brian? —preguntó Debbie—. ¿Cómo era?

—«Mira siempre el lado bueno de la vida.»

—Es verdad —le dijo ella—. Y a continuación todos los crucificados silbaban el estribillo. Ya me acuerdo. —Se quedó callada, pensando quizás en algo divertido que decir.

Terry esperó, luego volvió la cabeza y la vio con la barbilla apretada contra el pecho, mirándose.

—No se nota mucho cuando estoy tumbada —comentó entonces Debbie—, pero salta a la vista que empiezo a tenerlas caídas.

—A mí me gusta como las tienes.

—Si te las has puesto se nota cuando te tumbas.

—¿En serio?

—A veces haces teatro, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Que te haces el alma Cándida.

—Es que lo soy.

—Ya… —dijo ella—. ¿Tienes hambre?

—Pensaba que íbamos a liarnos otro y repetir.

—Joder, ¿lo dices en serio? —exclamó ella.

No empezaron a hablar de Randy y de lo forrado que estaba hasta después de repetir. Debbie le contó su visita a Mary Lou Martz, la ex de Randy.

—Cuando se casó con él no tomó su apellido. En la sociedad de Detroit ella siempre ha sido la señora de William Martz, patrocinador de cualquier cosa relacionada con la cultura: la sinfónica, la ópera, el instituto de arte… Ella lleva una vida muy ajetreada y es una persona muy conocida. Sus amigos la llaman Lulu.

—¿Tú también?

—Yo no la llamé de ninguna manera. Le hablé por teléfono de mi experiencia con Randy y me dijo que fuera a verla a su casa de Grosse Pointe Park. Se encuentra en el lago St. Clair y es una preciosidad: parece una mansión francesa. Me sorprendió que tuviera tantas ganas de hablar sobre él. Hace unos treinta años quedó en segundo lugar en el concurso de Miss Michigan, tiene buen aspecto, se mantiene en forma, se ha hecho un par de liftings

—¿Eso te contó?

—Saltaba a la vista. Le pregunté si Randy quería dar la vuelta al mundo en barco con ella. Me dijo que fue prácticamente lo primero que salió de su boca. Debieron de conocerse en algún acto al que había que ir de tiros largos.

—Ese tío no para, ¿eh?

—Pues no, pero ¿sabes qué le respondió ella?: «¿En mi yate o en el tuyo?» Alucinante, ¿verdad? Ella iba con la guardia alta y aun así sucumbió. Él le contó que estaba escribiendo un libro sobre el conflicto en Oriente Próximo, que lo había cubierto durante los últimos diez años para el Herald Tribune y que vivía en París la mayor parte del tiempo. Sin embargo, el barco lo tenía en Haifa, Israel. A los cuatro meses de conocerse, durante los cuales Randy anduvo supuestamente yendo y viniendo de Oriente Próximo, se casaron.

—¿Cómo lo pilló?

—Por nimiedades. Había vivido varios años en París y no hablaba nada de francés. Le contó que no hacía falta, que todo el mundo hablaba inglés allí. Lulu había estado en París las suficientes veces como para saber que eso era una gilipollez. Luego quería ir a Israel con él y hacer un crucero por las islas griegas. Randy le dijo: vale, vamos. Y desapareció durante una semana. Cuando volvió a aparecer, le dijo que la OLP había hecho saltar su barco por los aires, que iban tras él y lo habían puesto en la lista negra. Si uno cuenta una mentira lo suficientemente grande, es posible que cuele durante una temporada. Pero entonces Randy empezó a acumular gastos y se compró un Jaguar… Lulu le preguntó qué había pasado con su dinero. Él le había dicho que un editor le había pagado un anticipo de doscientos mil dólares, y le respondió que se le había acabado mientras preparaba el libro. Lulu le soltó: «¿Qué libro? Yo no te he visto escribir ni una puta línea.»

—¿Eso le dijo?

—O algo por el estilo. Randy le dijo que llevaba un año bloqueado, pero que creía que se le pasaría pronto y entonces se pondría a trabajar. Pero entonces Lulu llamó a un detective y ahí acabó el asunto. El problema es que tardó demasiado: el matrimonio había durado más de un año, así que el acuerdo prematrimonial ya era válido y Randy pudo quedarse con su parte: varios millones y el restaurante.

—¿Lo has visto?

—Por dentro no. No quiero que se entere todavía de que he salido de la cárcel. Lulu no quiere ni acercarse por allí. Me dijo que, si supiera cómo preparar una bomba, haría saltar el establecimiento por los aires. Con Randy dentro.

—Quería echar un polvo y le ha salido caro —afirmó Terry.

—No, simplemente quería conocer a un buen tío y pasar un buen rato.

—¿Cuál era la empresa de su marido?

—Timco Industries. Productos de automoción. Fabrican accesorios.

—¿Ah, sí…?

—No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

—De tuercas y tornillos.

—No, estoy hablando de accesorios de montaje. Los utilizan en la cinta transportadora, en el premontaje. Los motores, las transmisiones, los depósitos de combustible se montan en una cinta que saca un coche por minuto, pero no se puede utilizar una llave inglesa, porque frenaría la cinta. Pues bien, Bill, el marido de Lulu, inventó una manera de unir las piezas con un empalme de plástico y una junta de sellado. Me acuerdo por si acaso algún día me hace falta.

—¿Y se hizo rico con eso? ¿Con un empalme de plástico?

—No, con la junta. Terry, cada año se fabrican diez millones de coches que llevan la patente de su marido. Vendió la empresa para poder retirarse y jugar al golf.

—¿Y nada más hacerlo se murió?

—En el 12 de Oakland Hills, un par cinco largo.

—¿Y la empresa se llama Timco?

—Productos de automoción —respondió Debbie—. Estas empresas suelen tener ese tipo de nombres: Timco, Ranco, etc. Nunca se sabe qué fabrican. He actuado en cenas organizadas por fabricantes de los que nunca había oído hablar y eran todos millonarios.

—Dan ganas de trabajar para ganarse la vida, ¿verdad?

Se levantaron para preparar unos perritos calientes y al cabo de una hora estaban de nuevo en la cama con todas las luces del piso apagadas.

Terry dijo en medio de la oscuridad:

—¿Qué vas a hacer? ¿Tropezarte en el restaurante de Randy?

—Yo no —respondió Debbie—, tú. El padre Terry Dunn, héroe de las misiones ruandesas y único protector de centenares de niños hambrientos.