11

Debbie fue a la cocina a llamar a Fran. Desde allí veía a Terry en el salón, junto a la puerta de cristal del balcón, mirando el césped en la oscuridad. Vio que se volvía para decirle algo.

—Mira que tener tanto terreno y no cosechar nada. Podrías tener media hectárea de maíz ahí fuera.

—Es un campo de golf, nueve hoyos de par tres —explicó Debbie en el momento en que se ponía Fran. Estuvo hablando con él menos de un minuto, sin prisas, pero deseando quitarse la llamada de encima lo antes posible. Cuando colgó, Terry entró en la cocina.

—¿Qué ha dicho?

—Le ha sorprendido. Le he dicho que te llevaré después de tomar una copa, pero que podías quedarte si lo deseabas. Entonces me ha preguntado: «¿Estás segura de que tienes sitio?»

—¿De quién desconfía: de ti o de mí?

—Bueno, como cree que eres célibe y sabe que hace tiempo que no me lío con nadie o que nadie se lía conmigo, supongo que se imaginará que voy a seducirte o que voy a intentarlo.

—O sea, que le gustaría encontrarse en mi lugar.

—No voy a hacer ningún comentario a ese respecto. Fran y yo mantenemos una relación estrictamente profesional. ¿Quieres saber cómo empezamos a trabajar juntos?

—Me contó que te vio en el tribunal del distrito. Estabas declarando para otros abogados.

—Sí, siempre me pareció un buen tío. Lo que ocurrió es que vi que a un mozo del aeropuerto se le caía una maleta sobre el pie de una mujer y la llevé a hablar con él. Fran demandó a Northwest en un momento en que todo Detroit odiaba a la compañía. Ganamos el caso y desde entonces hemos sido amigos.

—¿Qué haces exactamente? —preguntó Terry—. ¿Enseñarle a la gente a cojear?

—A cojear convincentemente —respondió Debbie mientras servía las copas. En la encimera había una bandeja de cubitos de hielo junto al Johnnie Walker y una botella de tres cuartos de Absolut—. Pero aún no hemos acabado de hablar de ti. Cuéntame cómo es que, cuando estabas en California, tu madre pensaba que estabas en un seminario.

—Desde que nací estuvo deseando que me hiciera sacerdote. Lo que yo no comprendía era por qué quería que me hiciera cura yo y no Fran.

—Tienes cara de persona mortificada —comentó Debbie—, igual que san Francisco. Mortificada o quizá poco fiable. Es probable que tu madre también intentara convencer a Fran y que tú no te dieras cuenta.

Habían empezado a beber.

—Mira, si mi madre hubiera rezado por ti, igual ahora serías una monja carmelita, como mi hermana. Lo digo en serio. Mi madre siguió machacando sobre el asunto incluso cuando dejé la Universidad de Detroit y empecé a pintar casas con mi padre. Pero eso también lo dejé y me puse a vender seguros.

—Eso parece idea de Fran.

—Es que se le ocurrió a él. A mí me reventaba ese trabajo.

—Todavía no sabías que tú en realidad tenías vocación para el contrabando.

—Cuando se me acabaron los amigos a los que podía interesarles comprar un seguro, me trasladé a Los Ángeles. Mi madre metía en las cartas estampas de santos y oraciones a san Antonio para que me ayudara a encontrar mi camino. Al final acabé diciéndole: «Tú ganas, me meto en el seminario», y encargué que me imprimieran sobres y papel de carta con un rótulo arriba que decía: «Misioneros del Noviciado de San Dimas.»

—¿Ése no es uno de los que crucificaron con Jesucristo?

—Conocido como el buen ladrón.

—¿Qué pasa? ¿Que eras un listillo o qué?

—Me creía un genio. Lo utilizaba siempre que escribía a mamá. Al acabar las cartas ponía: «Que Dios te bendiga, Terry.»

—¿Y mientras tanto estabas viviendo con esa chica?

—Eso fue durante una temporada. Se llamaba Jill Silver y había nacido aquí, por eso nos presentaron. Creo que estaba trabajando en una producción de El Violinista en el tejado que hacían en un instituto y le dio por ser estrella de cine.

—¿Lo consiguió?

Terry se acabó su copa.

—No hasta que se puso silicona en el pecho —respondió mientras se servía otra copa—. Aunque igual fue una coincidencia. Yo le dije que los pechos pequeños tenían más clase. Pero un día volvió a casa de un casting y me soltó: «¿Sabes qué, listillo? He conseguido el papel gracias a mi nueva delantera.» Puede que tuviera razón. Al cabo de un mes estaba viviendo con el director.

—Unas tetas pueden cambiar mucho las cosas —explicó Debbie—. Yo estaba pensando en ponerme un implante.

—¿Para qué?

—Para aumentar mi autoestima, ¿para qué va a ser?

—En la película Jill interpretaba a una azafata que estaba colgada de los barbitúricos. Se metía una pastilla en el cuarto de baño y derramaba café encima de todos los pasajeros. La protagonista era la otra azafata, pero no recuerdo cómo se llamaba.

—¿Y tú a qué te dedicabas por entonces?

—A los seguros, que era lo único en lo que tenía experiencia. Pero trabajaba de tasador de siniestros. Allí me ocupaba casi siempre de casos de incendios y desprendimientos de tierra.

—¿Nada de daños personales?

—De vez en cuando.

—¿Sabías cuándo eran unos farsantes?

—Sólo si se ponían nerviosos y me ofrecían una parte del dinero.

—¿Y aceptabas?

—Si me daban lástima.

—De modo que la compasión influía en tu informe —concluyó Debbie—. A pesar de que estabas ayudando a un tío a cometer fraude.

—Puedes considerarlo una propina más que un soborno —explicó Terry—. La demanda sale bien y el tipo te da una propina. Es como cuando ganas un montón al blackjack. Das una propina al que reparte las cartas, pese a que no ha hecho nada para ayudarte.

—Para ti se trata de una especie de terreno indefinido —dijo Debbie.

—Eso es. Una vez llamé a Fran para pedirle su opinión sobre un caso de estas características. No quiso ni hablar del tema. ¿Sabes lo que quiero decir? A Fran no le gusta mojarse.

—Prefiere la indefinición —comentó Debbie—. Si los daños no son totalmente legítimos, es mejor no contarle nada. Además tienes la seguridad de que no hará preguntas. ¿Entonces él sabía que no estabas en el seminario?

—Sólo lo sabía mi madre.

—Pero él cree que eres cura.

—Por el tío Tibor. Le contó a mi madre que me había ordenado sacerdote.

—¿Mintió por ti?

—Ése es un tema delicado.

—Espera. Primero regresaste de Los Ángeles.

—Estaba en horas bajas —explicó Terry—. Había vuelto a trabajar con mi padre. Bebía. Mejor dicho: bebía más de lo habitual. No andaba muy bien de dinero, que digamos. Estaba desorientado. Una noche fui a Lili’s a ver un grupo, creo que eran los Zombie Surfers, y aparecieron los hermanos Pajonny.

—Que eran viejos colegas tuyos.

—Yo no diría tanto. Jugábamos juntos al fútbol americano en el instituto. Nos peleamos alguna vez. Solían meterse con Fran porque tenía nombre de chica.

—En el restaurante he pensado que deberías llamarte así —comentó Debbie—. ¿Te he dicho que me recuerdas a san Francisco?

—O sea, que respondo a la imagen que tienes de él, ¿no? Si me hubieran puesto Francisco, me habría metido en tantas peleas que ahora estaría muerto o mal de la cabeza. ¿Sabes qué es lo peor cuando te lías a puñetazos con alguien? El tiempo que tardan en curársete las manos.

—En fin —dijo Debbie—, que te metiste en el negocio de los cigarrillos, hiciste unos cuantos viajes y te largaste a Ruanda con treinta mil dólares. O más.

—¿Quieres saber si me queda algo de dinero?

—Eso es lo que quiere saber Johnny —respondió Debbie—. No me gustaría deberle diez mil dólares si no los tuviera.

—Hablaré con él. No te preocupes por eso.

Debbie se preguntó si sería tan sencillo, pero decidió pasar a otro tema.

—Volvamos al tío Tibor. Él le dijo a tu madre que eras sacerdote.

—¿Sabes por qué me fui allí? Aparte de porque nadie iba a ir a Ruanda a buscarme, porque me caía bien mi tío. Lo conocía de toda la vida, desde cuando venía a nuestra casa, y quería hacer algo por él. Pintarle la casa, cortarle el césped, lo que fuera con tal de hacerle feliz. Cuando llegué, me dijo: «No necesito a un pintor, lo que necesito es que subas al altar y digas misa. Si no, no me sirves para nada.»

—Tu madre le había contado que habías ido al seminario —apuntó Debbie.

—Eso es, y yo no intenté sacarle de su error. En cualquier caso, conocía la liturgia de mi época de monaguillo.

—Sólo tenías alguna laguna en teología.

—¿Para qué quería yo saber teología? La mayoría de la gente sólo hablaba kinyaruanda y francés. Mi tío quería ordenarme inmediatamente. Tenía ochenta años, andaba mal del corazón, y ya le habían puesto un par de by-pass. Estaba en las últimas. Decía que iba a arreglar lo de la ordenación con un obispo amigo suyo. Yo pensé: bueno, el obispo puede conferirme las órdenes, pero en conciencia no seré sacerdote, si no quiero serlo. ¿Sabes lo que quiero decir? Hice comedia. ¿Quién sabe que no soy cura?

—Ya volvemos otra vez a un terreno indefinido.

—Pero, antes de que se resolviera el asunto, mi tío sufrió un ataque al corazón y tuve que llevarlo al hospital de Kigali, la capital. Le dije: «Tío Tibor, por si acaso, ¿por qué no le escribes a Marguerite? (Marguerite es mi madre). ¿Por que no le cuentas que me he hecho cura antes de que sea demasiado tarde? Si le das tú la noticia, se pondrá aún más contenta. Escribe la carta y yo se la mandaré cuando me ordene sacerdote.»

—Y la escribió —dijo Debbie.

—Sí, la escribió.

—¿Y se murió?

—No inmediatamente.

—Pero tú sí mandaste la carta inmediatamente.

—Para no perderla.

—De modo que te fuiste hasta Ruanda y te quedaste allí cinco años para quitarte a tu madre de encima —dijo Debbie.

—No me quedé por ella.

Debbie abrió un armario y sacó una caja de galletas saladas.

—¿Sabes qué conclusión saco de todo eso? Que estabas esperando a que muriera para regresar.

—No se me había ocurrido.

Debbie sacó un pedazo de brie del frigorífico.

—Has regresado, pero no has llegado a tiempo para el funeral.

—Tenía algo que hacer antes de irme.

Debbie puso un cuchillo junto al queso y dijo:

—Mira que pasarte cinco años en un poblado africano…

—Fran tenía que trabajarse al fiscal.

—Ya, pero es que Ruanda… ¿No podías ir a otro lado? ¿Por qué no al sur de Francia?

—Es que ya estaba allí —contestó Terry—. A Fran le gustaba la idea de que sustituyera a nuestro tío, por lo del vínculo familiar. Al fiscal también le gustaba.

—Me has dicho que confesabas a gente —dijo Debbie mientras le pasaba una galleta con queso—. ¿Es eso cierto?

—Una vez por semana —respondió Terry con la boca llena.

—Anda ya. ¿En serio?

—Ellos te cuentan sus pecados y tú les dices que amen a Dios y que no vuelvan a hacerlo. Y les pones su penitencia.

—¿Lo del tío que robó la cabra es cierto?

—Sí, la robó cerca de Nyundo.

—¿Y el asesino?

—De ése también me ocupé yo. Le puse penitencia.

—No me digas que también decías misa.

Debbie vio cómo Terry se preparaba otra galleta con queso y se la metía entera en la boca.

—Cuando fui a visitar a mi tío Tibor al hospital —dijo, y se calló para acabar de masticar y tragarlo todo— ya se oían rumores de que estaban organizando el genocidio. Allí nos enteramos por la radio de que había comenzado: la milicia hutu, los malos, estaba matando a todos los tutsis que veían con AK-47, machetes y palos con clavos. Mi tío me dijo que volviera y llevara rápidamente a todo el mundo a la iglesia porque allí estarían a salvo. —Debbie sabía lo que significaba acogerse a sagrado porque había visto El jorobado de Notre Dame—. Nos metimos en la iglesia, todo el mundo estaba muerto de miedo, y me pidieron que dijera misa. Yo pensé: bueno, podemos rezar unas oraciones. Pero no, ellos querían que dijera misa y que diera la comunión. «Porque sabemos que vamos a morir.» Eso me dijeron. Ya lo habían aceptado y nada de lo que dijera yo iba a hacerles cambiar de idea. Me puse la estola: tengo aspecto de cura y sé decir misa, así que lo hice. Acabé la primera parte, hasta la consagración, y de pronto entraron, pegando gritos y dando tajos con los machetes… Yo me quedé parado y vi cómo mataban a todo el mundo en la iglesia, incluso a los niños pequeños: los agarraban de los pies y los estampaban contra la pared mientras las madres chillaban…

—¿No se defendieron?

—¿Con qué? Sabían que iban a morir y no hicieron nada para evitarlo.

Debbie se quedó sin abrir la boca. Vio cómo Terry bebía primero un trago y luego otro hasta apurar el vaso. Entonces le ofreció un cigarrillo. Él hizo un gesto de negación. Ella le sirvió más whisky y le echó un cubito, pero Terry dejó el vaso en la encimera. Debbie encendió un cigarrillo. Entonces él sacó otro del paquete y ella le dio fuego con el mechero que le había dado el joven de la tienda. Terry dio una calada y dejó el cigarrillo en el borde del cenicero.

—No hice nada. Me quedé mirando —dijo.

—¿Qué ibas a hacer?

Terry no respondió.

—No te lo puedes quitar de la cabeza, ¿no? —insistió Debbie.

—Bueno, pienso en ello.

—¿Por eso te quedaste? ¿Porque no hiciste nada y te preocupaba? ¿Te sentías culpable?

Oír algo en lo que no había pensado antes le hizo dudar. Quizás incluso le sorprendió.

—¿Por qué te quedaste cinco años allí? —preguntó Debbie.

—Ya te he dicho por qué.

—Creías que si te ibas…

—¿Qué?

—Estarías huyendo.

Terry hizo un gesto de negación.

—No fue por eso. Mentiría si dijera que tenía ganas, no sé…, de vengarme. No podía creerme que hubiera visto cómo toda esa gente era asesinada, la mayoría a machetazos, por conocidos suyos, por sus vecinos y amigos. Algunos de ellos eran incluso parientes políticos. A los hutus les dijeron que mataran a todos los tutsis, y ellos respondieron que sí y lo intentaron por todos los medios. ¿Cómo va uno a encontrarle sentido a eso y tomar partido? Para eso hay que estar con unos o con otros. Ni siquiera cuando me surgió la oportunidad de actuar fue algo que hubiese planeado o en lo que hubiera pensado.

—¿Qué hiciste?

Terry bebió un trago y volvió a dejar el vaso.

—El día en que me fui maté a cuatro jóvenes hutus. Habían participado en lo de la iglesia. Los maté porque uno de ellos había estado fanfarroneando y dijo que iban a hacerlo otra vez. Estaban en la casa de la cervecera, bebiendo cerveza de plátano, y les pegué un tiro con la pistola de mi asistenta.

Se produjo un silencio. Debbie dio una calada al cigarrillo, sin prisas.

—No estás bromeando, ¿verdad?

—No, los maté.

—¿Sirvió de algo?

—No sé a qué te refieres.

—Si tuviste la sensación de que por fin habías hecho algo, de que te habías desquitado.

Terry guardó silencio y luego dijo:

—No me pareció que tuviera nada que ver con lo ocurrido en la iglesia.

—¿No te arrestaron?

—Los militares son tutsis. Uno de ellos me ayudó a huir.

Hablaba con expresión y tono solemnes. Aun así, no parecía arrepentirse de lo que había hecho. Debbie se acercó, le pasó la mano por la cara y notó su barba y su pómulo. Entonces dijo:

—Cuéntalo como lo acabas de hacer. Me refiero a lo sucedido en la iglesia. Ahí tienes tu sermón.

Le dio una palmadita en la mejilla, bajó la mano y tomó su vaso.

—Bueno, sí, ésa es mi intención —le explicó Terry—. Quiero ir por las parroquias y que me den permiso para pedir dinero durante la misa del domingo. Fran me ha conseguido una guía de la archidiócesis y he escrito a varias parroquias a las que quiero ir y los nombres de los pastores. Voy a empezar por la zona este, por las que conozco.

—Vas a darte una paliza —dijo Debbie—. Y no vas a sacar gran cosa.

—Tengo fotos de los niños, de los huérfanos.

—¿Son fotos desgarradoras?

—Están solos en el mundo y tienen hambre. Tengo fotos de ellos rebuscando en vertederos de basura…

—La única forma de sacar una buena cantidad —explicó Debbie— es comprar una lista de direcciones de católicos. Empieza por una zona, con unos cuantos miles. Manda un folleto con tu historia, con la explicación y las fotos de los niños hambrientos, con la carita y la boca cubiertas de moscas…

—No sé si tengo alguna con moscas…

—Da igual siempre y cuando sean desgarradoras. Y no te olvides de adjuntar un sobre con el franqueo pagado.

—Ya sólo eso cuesta un montón… —dijo Terry, pero se calló. Debbie estaba meneando la cabeza.

—Hay unos sobres en los que pone: «Su sello también servirá de ayuda.»

—¿Y eso cuánto costaría?

—Mucho. Demasiado. Además supone mucho trabajo. —Entonces dijo—: Espera. —Y apagó el cigarrillo—. Hazte una página en Internet: www.niñospaganos.com.

—Ya no quedan muchos paganos. Todos se han convertido a alguna religión. Ahora ya hay muchos adventistas.

—Huérfanos.com. Misiones o misioneros.com. —Debbie se quedó un momento callada—. Sigue siendo mucho trabajo. ¿No te parece? Es como trabajar encorvado; no resulta nada divertido. Igual nos ponemos a hacerlo y nos encontramos con que esas direcciones ya existen. —Luego añadió—: Además no me gustan los ordenadores, son tan… No sé, tan mecánicos. —Sacó otra bandeja de cubitos del frigorífico y se volvió con ella hacia la encimera, hacia Terry, cuya cara le había recordado a la de un santo. Entonces exclamó—: Pero ¿en qué estoy pensando? Tú no vas a recaudar dinero para los huérfanos.

—¿Eso creías? —preguntó él.

—Estás utilizándolos.

—No me convence mucho la idea, que digamos, pero ¿crees que a ellos les importa?

Debbie torció la bandeja para sacar los hielos.

—Bueno, si lo único que quieres es dar un buen palo para recuperarte…

—Pensaba que eso también lo habías adivinado.

Debbie echó unos cubitos en los vasos y dijo:

—¿Sabes qué? Eso me sugiere una idea… —Hablaba lentamente, como si todavía tuviera que pensar en ello—. Seguro que si me echaras una mano…

—¿Qué…?

—Podrías ganar más de lo que ganarías nunca con tu sermón a pesar de lo bueno que es…

—¿Te refieres a Randy?

—¿Me ayudarías? —preguntó, y vio cómo él sonreía y movía la cabeza en señal de admiración. El bueno de Terry: a veces parecía un alma cándida.

—¿A qué? ¿A buscar la manera de que te pegue esta vez? Si no recuerdo mal, eso ya lo he sugerido yo antes.

—Cierto, pero no quiero resultar gravemente herida. Imagínate que gano el caso, pero no puedo volver a andar. No quiero que me ocurra nada «por accidente».

—Pero si es tu especialidad —repuso Terry—. Seguro que conoces todo tipo de maneras de fingir una cosa así, diablilla.

Debbie prefirió pasar por alto aquel comentario. Volvió a llenar los vasos y le dio a Terry el suyo.

—Has dicho: «Estaban en la casa de la cervecera, bebiendo cerveza de plátano, y les pegué un tiro con la pistola de mi asistenta.» Esas han sido tus palabras. Creo que no voy a olvidarlas jamás. —Observó cómo bebía un trago—. ¿Pasaste miedo?

—Mentalmente ya les había disparado antes de entrar.

—¿No… se te echaron encima?

—No les di la oportunidad.

—¿Entraste y les disparaste?

—Cruzamos unas palabras primero. Les pedí que se entregaran. Sabía que no iban a hacerlo, así que podría decir que cuando entré ya sabía que iba a matarlos.