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La veía en la tienda, hablando con un joven de rasgos árabes que, detrás del mostrador, se reía de algo que ella le había dicho. Debbie había conseguido un nuevo admirador mientras compraba tabaco: el joven hablaría a sus amigos de una rubia alucinante que había entrado en la tienda y que era divertidísima. Pero no sabía lo alucinante que era en realidad, no sabía cómo se te escurría si no estabas atento, las trampas que te tendía al principio para ver si admitías cosas que ya conocía, cosas que le habrían contado primero Fran y luego Johnny Pajonny, a quien le encantaba hablar y dar a entender que lo sabía todo. Johnny había tomado a Debbie por la chica de Los Ángeles, y por supuesto ella no había intentado sacarle de su error.

No debería haberle hablado a Johnny de la chica de Los Ángeles cuando volvían de Kentucky en el camión de mudanzas.

Debbie se apartó del mostrador y avanzó por el pasillo en dirección al fondo de la tienda hasta perderse de vista. Al cabo de un rato volvió y el joven marcó la cantidad en la caja registradora con una sonrisa de oreja a oreja. Ella seguía con el impermeable puesto. Se puso de nuevo a hablar y abrió un paquete de cigarrillos. El joven dejó lo que estaba haciendo para darle fuego y luego le dio el mechero. Terry no alcanzaba a ver qué había comprado Debbie pero el joven estaba metiendo en la bolsa de papel algo más que tabaco.

Todo el trayecto en coche había sido un interrogatorio. Debbie había mostrado un interés en su vida que iba más allá de la mera curiosidad. Pero ¿qué se proponía? Iba a tener que seguirle el juego para averiguarlo.

Cuando salió y subió al coche, Terry comentó:

—No me extraña que Johnny preguntara por el dinero.

—A mí tampoco —dijo ella—. Son treinta mil en efectivo.

Puso el coche en marcha, pero luego se recostó para fumarse el cigarrillo con la bolsa de la compra a un lado.

—Cree que me lo llevé, ¿no?

—¿No fue así?

—Voy a contarte cómo eran los viajes a Kentucky —dijo Terry—. Volvíamos con un cargamento, lo entregábamos y devolvíamos el camión. Al día siguiente íbamos a una oficina del edificio Penobscot, en el centro, y una mujer que había allí, la señora Moraco, nos pagaba. Contábamos los billetes de cien dólares sin decir esta boca es mía y luego los guardábamos en las bolsas de deporte que llevábamos. Eran casi todos usados.

—¿Sabes quién era el comprador?

—No lo pregunté. El caso es que en los dos primeros viajes no hubo ningún problema —continuó Terry—. En el tercero fuimos Johnny y yo solos. Dickie no se sentía bien y se quedó en casa. Con esto quiero decir que se quedó en Hamtramck, en la casa de Johnny. Dickie vivía con él, la mujer de Johnny, Regina, y sus tres críos: dos chavales que no paraban de soltar tacos y hacían lo que les daba la gana, y una chica de quince años, Piedad, que llevaba camino de convertirse en puta.

—¿Piedad?

—Regina se había convertido al cristianismo.

—No me digas que lo que vas a contarme tiene que ver con Piedad y tío Dickie —dijo Debbie.

—Sí, pero ¿cuál de ellos necesitaba protección? Dickie decía que Piedad se pasaba el día entero luciendo su cuerpo de quinceañera. No le faltaba nada, en serio. Una vez pasé a recoger a Johnny y se me acercó Piedad al coche en traje de baño. Cuando vi cómo se apoyaba en la ventanilla y cómo se exhibía, pensé que iba a preguntarme si me apetecía pasar un buen rato con ella. Lo que Regina quería era que Dickie se largara de casa, pero Johnny no quería ni oír hablar del tema. Según él, si Dickie se iba, no tendría a nadie con quien hablar. Se dedicaban a ver deportes en la tele y a discutir.

—En el velatorio —comentó Debbie mientras se fumaba el cigarrillo— me preguntó si quería ir a tomar una copa con él.

—¿Y qué le respondiste?

—Quedé con él en el Cadieux Café para sacar ideas. Es que ya sólo con ese nombre: Johnny Pajonny… ¿Qué ocurrió entonces?

Se le había vuelto a escurrir. La próxima vez tenía que acordarse de que, además de ser humorista, aquella chica tan mona había pasado una temporada en la cárcel. Además fumaba un montón. Terry apretó el botón para bajar la ventanilla hasta la mitad.

—Regina volvió un día a casa de la tienda de maquinaria agrícola donde trabajaba de cajera y se encontró con que Piedad y Dickie se habían metido juntos en el cuarto de baño. —Terry hizo una pausa y preguntó—: ¿Te tomaste una copa con Johnny en el Cadieux? Es un lugar muy concurrido.

—Él quería ir a un motel.

—¿Ah, sí?

—Le dije que era monja. —Se produjo un silencio. Terry no sabía si Debbie hablaba en serio o bromeaba—. Lo manejé bien, ¿vale, Terry? De modo que Regina se encontró con Piedad y Dickie en la ducha y…

—Estaban en el cuarto de baño con la puerta cerrada.

—¿Con la ducha abierta?

—No sé si estaban haciendo algo o no. No estaba allí, así que no pude oír nada. Bueno, en esto Regina llama a la policía, que llega y se encuentra a Dickie tratando de esconder unos cien cartones de cigarrillos debajo de la cama, los que vendía por su cuenta. Johnny y yo estamos volviendo en ese momento, suena su móvil y es Regina. Nos cuenta que tiene a la policía en casa porque Dickie estaba abusando de Piedad, su propia sobrina, pero no dice que la policía ha encontrado los cigarrillos. No es asunto suyo. Llegamos a Detroit y Johnny quiere ir derecho a casa. Está tan disgustado como Regina, porque teme que Dickie tenga que largarse. Le digo que no pienso acercarme a su casa si está allí la policía. Lo dejo en un bar de su calle, el Lili’s, justo al lado de Joseph Campau, y me voy al almacén, entrego el cargamento y devuelvo el camión. Luego les llamo. Regina me cuenta que Johnny y Dickie están en la cárcel del condado de Wayne y que los agentes del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas están registrando su casa en ese preciso instante. En aquel momento nadie sabía si iba a ocuparse del caso el tribunal del Estado o el federal. Así que al día siguiente fui a que me pagara la señora Moraco…

Debbie lo interrumpió.

—¿Se lo contaste?

—Le aconsejé que se tomara unas vacaciones y me largué.

—¿Tenías pasaporte?

—Ya te lo he dicho antes: había hecho planes de marcharme a África. Pero eso no quiere decir que tuviera pensado desaparecer del mapa.

Ella se encogió de hombros. Posiblemente le daba igual.

—Así que los Pajonny fueron declarados culpables y cantaron.

—Lo que hicieron fue delatarme. El fiscal estuvo unos días trabajándoselos y llegó a un trato con ellos. Dijeron que era yo quien les pagaba, quien entregaba siempre el cargamento y quien cobraba. Sabían que no les convenía denunciar a la señora Moraco. Pero, cuando me implicaron a mí, Fran intervino y habló con el fiscal. Le dijo que debía de haberse producido algún error, pues yo era un sacerdote católico y llevaba una misión en Ruanda. Ya habían transcurrido unas semanas. Yo estaba allí y el genocidio ya había comenzado, estaban matando a cientos de miles de personas y yo me hallaba en medio. ¿Que el Estado quiere llevarme a juicio? Fran dice que no corro peligro, pero que tengo pendiente una conversación con el ayudante del fiscal, Gerald Padilla. Debo ir al tribunal del condado, el que está en el centro, en el Frank Murphy, donde llevan todo lo de penal. Tengo que conseguir un traje negro y un alzacuellos, y cepillarme los zapatos.

—¿Cómo es que no tienes traje?

—Cuando me fui, se lo regalé a un hombre con menos suerte que yo. Allí andan siempre escasos de ropa.

—¿Terry…?

—¿Sí?

—Eso no te lo crees ni tú.

Terry vio cómo la punta del cigarrillo se ponía al rojo vivo. Debbie dio una calada y expulsó poco a poco una bocanada de humo directamente sobre la cara de él. Terry cerró los ojos. No apartó el humo con la mano: simplemente cerró los ojos y volvió a abrirlos. Sabía lo que se avecinaba.

—Tú no eres cura, ¿verdad?

Sentado en la oscuridad, Terry se oyó decir:

—No, no lo soy.

—¿Lo has sido alguna vez?

—No.

—¿Y has ido alguna vez a un seminario en California o en algún otro sitio?

Terry se dio cuenta de que el interrogatorio llegaba a su fin.

—No.

—¿A que te sientes mejor ahora? —dijo ella.

Se habían puesto nuevamente en marcha y Debbie iba siguiendo las luces de otros coches. Terry se sentía aliviado; ya en el restaurante había querido contárselo y supo que tarde o temprano lo haría. Pero no delante de Fran. Fran necesitaba creer que era sacerdote. Debbie no, Debbie se negaba a creérselo. Lo había notado, por eso con ella había podido ser él mismo la mayor parte del tiempo, incluso cuando Fran se había levantado de la mesa y habían hablado sobre la confesión. Esa parte le había resultado fácil porque era verdad y estaba cansado de fingir, de ahí que hubiera estado a punto de contárselo entonces. A partir de ese momento se había andado con menos tapujos y le había dado la oportunidad de dudar de él, de sospechar y, si tenía valor, de preguntárselo. Y al final se lo había preguntado.

Sentado a oscuras, Terry se soltó un poco más.

—Eres la única persona que lo sabe.

—¿No se lo has dicho a Fran?

—No pienso contárselo mientras esté en conversaciones con el fiscal.

—¿Y en África tampoco se lo has contado a nadie?

—A nadie.

—¿Ni siquiera a tu asistenta manca?

Fíjate, también ha adivinado lo de Chantelle.

—Ni siquiera a ella.

—¿Vivía contigo?

—Casi desde que llegué.

—¿Es bonita?

—Si organizaran un concurso de belleza, la elegirían Miss Ruanda.

—¿Te acostabas con ella?

Se lo había preguntado sin dejar de mirar al frente.

—Si estás pensando en el sida, nunca ha supuesto una amenaza.

—¿Por qué habría de preocuparme el sida?

—He dicho: «Si estás pensando.»

Debbie tiró el cigarrillo por la ventanilla.

—¿Ella creía que eras cura?

—Le daba igual.

—¿Por qué me lo has contado a mí si no se lo has contado a nadie más?

—Porque me apetecía hacerlo.

—Vale, pero ¿por qué a mí?

—Porque pensamos de la misma manera —respondió Terry.

Debbie le lanzó una mirada y dijo:

—Me he dado cuenta enseguida.

—Y cuando te he explicado cómo ocurrió todo —añadió Terry—, te ha parecido divertido y te lo has tomado como una actuación.

Llegaron a un cruce, el semáforo estaba verde, y Debbie se metió por Big Beaver. A su izquierda se extendía un paisaje ondulado de monte bajo y, al otro lado, a lo largo de la calle, una tupida masa de árboles. Terry preguntó:

—¿No deberíamos haber ido en dirección contraria?

—Se me ha ocurrido que podíamos ir a mi casa —respondió Debbie—. ¿Te parece bien?

Terry agarró la bolsa de papel y notó en su interior varios paquetes de cigarrillos y una botella de forma conocida. Era cuadrada y no completamente redonda como la mayoría de las de whisky de tres cuartos.

—¿Etiqueta roja o negra?

—Roja.

—Antes de entrar en la tienda ya sabías que iba a contártelo.

—Sí, pero tenía que montarlo bien.

—Lo que pasa es que tienes un plan entre manos y quieres mi bendición, ¿a que sí?

—Terry, eres demasiado bueno para ser verdad —respondió Debbie.