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En el coche, Terry le contó a Debbie que Fran había estado a punto de decirle que no se quedara en su casa, pues Mary Pat tenía miedo de que fuera a contagiarles alguna enfermedad africana como el cólera o a dejarles una tenia en la taza del váter. Pero, como Mary Pat y las niñas se encontraban en Florida y él iba a pasar unos días con ellas, al final no había habido ningún problema.

—¿Has tenido alguna enfermedad africana?

—Hervimos el agua y dormimos siempre con mosquitera —respondió Terry, acordándose fugazmente de la esbelta figura de Chantelle—, así que juraría que estoy sano. Los parásitos sí que me preocupan, pero no he llegado a ver ninguno.

Cuando subieron al coche —un Honda de alquiler que le había conseguido Fran— y Debbie arrancó, empezó a sonar la radio. Era Sheryl Crow, y estaba cantando que el sol salía sobre Santa Monica Boulevard. Debbie bajó el volumen y preguntó al sacerdote si escuchaba música en África. Terry le respondió que escuchaba rock congoleño hasta que Fran le envió unos compactos: Joe Cocker, Steely Dan, Ziggy Marley y Melody Makers. Ella le preguntó si a los indígenas les gustaba el reggae y él le contestó que los ruandeses iban vestidos y que nunca le habían parecido indígenas. Entonces le contó que su asistenta, Chantelle, se ceñía a la cadera unas faldas muy bonitas, con muchos dibujos de colores, y que había perdido parte del brazo izquierdo durante el genocidio. Debbie quiso saber cómo podía limpiar la casa y cocinar con una sola mano. Terry le dijo que eso no le suponía ningún problema. Ella le preguntó si había traído algún recuerdo de África y Terry respondió que sólo uno: un machete.

Terry pensó que en el fondo ella no quería hablar de África, sino que estaba utilizando ese tema como excusa para poder hablar de lo que realmente le interesaba. Iban por Woodward Avenue en dirección a Bloomfield Hills, un trecho de ocho kilómetros donde, según Terry, antiguamente era habitual ver a gente en coche buscando plan. Lo llamaban «ir a dar una vuelta a Woodward». Debbie respondió que ella no había llegado a conocer aquello. Terry le contó que su familia siempre había vivido en la zona este, por lo que no conocía muy bien aquella zona. Luego le dijo que él y Fran habían ido al colegio de Nuestra Señora de la Paz y luego al Obispo Gallagher. Siguieron charlando hasta que Debbie comentó:

—Allí fue donde celebraron la misa por tu madre.

—¿Fuiste al entierro?

—Y luego a tu casa, donde pasaste la infancia. Conocí a tu hermana…

—¿Habló contigo?

—No paraba. A ti te llamó mochales, aunque no sé muy bien lo que significa, y dijo que le encantaba cuando te leía. Uno de tus libros favoritos era Vidas de santos, sobre todo las historias de los mártires.

—A santa Ágata —dijo Terry— le cortaron los senos y luego la arrojaron a un montón de brasas.

—¡Qué pasada! —exclamó Debbie.

Terry se imaginó en qué estaba pensando.

—Haz un chiste sobre mártires. La cristianita que no para de hablar para evitar que la arrojen a los leones.

Debbie le siguió el juego.

—«Oye, algunos de mis mejores amigos son paganos. Me encantan sus ídolos.» ¿Has visto La vida de Brian?

—¿De Monty Python? Sí. «Bienaventurados los queseros.» ¿Qué cantaban al final, cuando los crucificaban?

—Ah, sí, era un final perfecto, pero no me acuerdo.

Pasaron unas filas interminables de coches usados que brillaban bajo la luz de las farolas.

—Tengo entendido que fuiste monaguillo.

—En la misa de las seis, todas las mañanas.

—Tu hermana piensa que ésa es la razón por la que te hiciste cura.

—Eso sería verdad si no fuera porque a los trece años no podía apartar la vista del trasero de Kathy Bednark.

Debbie pareció quedarse un momento desconcertada.

—Pero luego entraste en el seminario.

—En California —respondió Terry.

—Pero no te ordenaste hasta llegar a África, ¿no?

—Pues sí, así fue.

—¿Hiciste los votos allí?

Había llegado el momento de hablar de la pobreza, la castidad y la obediencia.

—Forman parte del sacerdocio —explicó Terry mientras se preguntaba adónde quería ir a parar Debbie.

—Me figuro que viviendo en un poblado africano no te habrá resultado difícil cumplirlos.

—¿Qué te hace pensar eso? —se vio obligado a preguntar.

—No sé, como es un país pobre del tercer mundo. Además estando solo y sin tener que responder ante nadie…

Eso respondía a dos de los votos.

—¿Y…? —Esperó a ver qué decía sobre la castidad, pero Debbie, para su sorpresa, esquivó la cuestión.

—¿Y ahora te propones recaudar dinero para la misión?

—A eso he venido. El sacerdote al que sustituí, el padre Toreki…

—Tu tío. Fran me ha hablado de él.

—Cuando venía de África, recorría las parroquias de la zona de Detroit y hablaba durante la misa del domingo. Yo no me veo capaz de hacer eso. No soy muy buen sacerdote. Cada vez que pronunciaba un sermón había alguien traduciendo y siempre sonaba mejor en kinyaruanda. Tengo muchas fotos de niños, la mayoría de ellos huérfanos; te llegan al corazón, pero no sé qué hacer con ellas. Recuerdo que en el colegio echábamos el cambio de la comida en una hucha con un cartelito que ponía: «Para los niños paganos.»

—¿Cuánto sacarían así? ¿Diez dólares semanales?

—Ni siquiera.

—¿Y cuánto sacaste tú con el contrabando de cigarrillos?

Ya estaba, había llegado al tema del que quería hablar con la excusa de África.

—El dinero que ganamos con los cigarrillos daba para algo más que para tabaco, te lo aseguro —dijo Terry—. Íbamos con un camión de mudanzas a Kentucky, el viaje duraba seis o siete horas, y volvíamos con diez mil cartones cada vez. Sacábamos tres dólares por cartón, lo que hace treinta mil por viaje, y eso en una jornada de trabajo. Te lo ha contado Fran, ¿a que sí?

—Me ha contado que fuiste una víctima inocente.

—Así es, y él se lo explicó al fiscal. Lo único que hice fue conducir.

—¿No sabías que estabas cometiendo fraude fiscal?

—Eso fue todo. ¿Tú nunca haces trampa en la declaración de la renta? ¿No te inventas gastos? Eso también es fraude.

—La verdad es que nunca he hecho trampa en la declaración de la renta —respondió Debbie.

—Y yo nunca he atropellado a nadie con un Buick.

—Riviera.

Terry sonrió.

—Crees que somos un par de presos que se dedican a charlar en el patio, ¿verdad? La diferencia es que yo nunca he estado en la cárcel.

Se detuvieron ante un semáforo en 13 Mile Road y Terry vio que Debbie se volvía a mirarlo, quizá por primera vez.

—¿África no cuenta?

—Fui voluntariamente.

—Con una causa pendiente y, según Fran, remordimientos de conciencia, preocupado porque tu madre podía enterarse de lo que estaba haciendo su pequeño monaguillo.

—¿Eso te ha contado?

—Me ha dicho que te largaste y que a los hermanos Pajonny los mandaron a la cárcel. Es todo lo que sé.

—Fue al revés. Los pillaron antes de que yo me fuera.

—¿Tan rápido haces esa clase de planes?

—Llevaba tiempo pensando en irme allí y echar una mano a mi tío Tibor. Era un santo.

—Lo que usted diga, padre…

Terry se fijó en la confianza con que hablaba la pequeña Debbie. Estaba sentada en medio de la oscuridad, con la mirada clavada en el semáforo, y sabía perfectamente adonde se dirigía. Terry prestó mucha atención. Por eso, cuando ella le contó que en el entierro había conocido a un amigo suyo, supo perfectamente a quién se refería.

—¿Tiene una dentadura horrible y se te acerca mucho cuando habla?

—También debería hacerse mirar lo del aliento —respondió ella—. ¿Cómo lo has adivinado?

—Ya has llegado a donde querías llegar —dijo Terry—. Querías hablar de Johnny Pajonny.

Debbie le lanzó una mirada, esta vez con una sonrisa en los labios.

—Es un adonis.

—Quieres incorporarlo a tu número.

—Me lo estoy pensando. —El semáforo se puso verde y reanudaron la marcha. Debbie siguió por el carril de la derecha, sin prisa. Entonces dijo—: Él esperaba verte en el entierro.

—¿Estaba Dickie también?

—Sigue en la cárcel. Johnny dice que no hace más que joderla y que lo tienen incomunicado la mayor parte del tiempo.

—¿Qué más dijo?

—Comentó que les debes diez mil dólares a cada uno.

—¿Lo dijo así, por las buenas?

—Daba la impresión de que andaba dándole vueltas al asunto.

—¿Piensa que lo dejé colgado?

—Pues sí, no parecía muy contento. Lo que más le interesaba saber era si todavía tenías el dinero.

—De eso hace ya cinco años. ¿Por qué te lo preguntó a ti?

—Me tomó por tu novia.

—Vamos, ¿es que no sabe que soy cura o qué?

—Tu antigua novia.

En aquel preciso momento, Debbie se metió en un callejón lleno de escaparates sin dejar de mirar al frente y aparcó en batería cerca de una tienda.

—Voy por tabaco —dijo y abrió la puerta.

—Un momento. ¿Qué antigua novia?

—La novia con la que vivías en Los Ángeles —respondió Debbie—, cuando tu madre pensaba que estabas en el seminario. Ahora mismo vuelvo.