8

Debbie salió al bar del foyer vestida con unos vaqueros y un impermeable ligero y llevando el uniforme de la cárcel y las botas en una bolsa de lona. Cuando vio que Fran estaba esperándola, se imaginó que le haría algún comentario del tipo «te ha salido redondo» o algo así. Pero no, era su primera actuación desde hacía tres años, y lo único que fue capaz de decir fue:

—Ven, quiero presentarte a mi hermano.

Se refería al hombre que acababa de volverse de la barra con una copa en la mano, el padre Terry Dunn, un irlandés de tez morena que llevaba una parka negra de lana con la capucha baja. Su aspecto le hizo pensar en un fraile; la barba y la cara demacrada le recordaron a san Francisco de Asís. Lo primero que le dijo era justo lo que ella quería oír:

—Has estado magnífica. Divertidísima. —Sonrió amablemente—. Actúas de una forma tan distendida que haces que parezca fácil.

—O te sale o no te sale —sentenció Fran con seriedad—. Para eso hay que tener don y ser gracioso por naturaleza. ¿Sabéis a qué me refiero? No basta con saber contar los chistes. —Entonces dijo—: Debbie, te presento a mi hermano Terry.

Mientras se daban la mano, él siguió sonriendo y la miró fijamente a los ojos. Debbie se volvió un momento hacia Fran y luego se dirigió al sacerdote.

—No hace falta que te llame padre, ¿verdad?

—Yo no lo haría —respondió él.

Debbie no supo qué decir a continuación. ¿Qué tal por África, por ejemplo? Entonces se preguntó si habrían visto la actuación desde el principio.

—No os he visto antes de que me presentaran.

—Acababas de salir —explicó Fran—. Cuando nos hemos sentado al fondo, estabas diciendo tu número de presidiaría.

Terry hizo un gesto de asentimiento.

—Te disponías a atropellar a tu ex con el Buick.

—El Buick Riviera —puntualizó Debbie.

El sacerdote volvió a sonreír.

—¿Has pensado en otras marcas? ¿Qué te parece un Dodge Daytona?

—No es mala idea.

—¿Y un Cadillac El-do-ra-do? —preguntó silabeando la última palabra.

—Ése estaba en la lista. Pero, como no me veía conduciendo un Cadillac, me decidí por el Riviera.

—Pues elegiste bien.

Fran, que parecía incómodo con su jersey y su americana de mezclilla, dijo:

—Vamos a algún sitio a charlar y comer algo.

Debbie encendió un cigarrillo mientras Terry le sostenía la bolsa y Fran les contaba que, cuando Mary Pat y las niñas estaban en Florida, se olvidaba de comer.

—Éste —añadió señalando a Terry— no ha comido otra cosa que mantequilla de cacahuete desde que ha llegado a casa. Se la come a cucharadas.

Eso era algo que podía preguntarle, se dijo Debbie: ¿Cómo es que no había mantequilla de cacahuete en África? Fran salió del Castillo de la Comedia, tomó la Cuarta por Royal Oak, dobló la esquina y siguió por Main. Mientras tanto le contó a su hermano que había sugerido a Debbie que se hiciese la nerviosa o la asustada cuando saliera al escenario. De ese modo, incluso si no lograba un rotundo éxito con la actuación, el público se pondría en su lugar y admiraría el valor que le había echado.

—Debbie no tiene que echarle valor —respondió el sacerdote—. Está muy bien que se muestre fría en el escenario.

Esto la dejó sorprendidísima. Se encogió de hombros y comentó:

—La verdad es que tengo un frío…

A punto estuvo de añadir: «de cojones». El sacerdote, arrebujado en su parka, dijo que él también, por lo que Fran se vio obligado a decirles que no hacía frío, que estaban en primavera y el termómetro marcaba ocho grados.

—Pues entonces no tengo frío —repuso Terry.

Debbie se sintió en aquel momento más próxima a él y supo que, si hubiera dicho «de cojones», el cura también se habría mostrado de acuerdo con ella y quizás incluso le habría dirigido una sonrisa.

Encontraron una mesa en el Lepanto. Fran, que seguía actuando, preguntó a la camarera si tenían cerveza de plátano, pues era la única que bebía su hermano, que acababa de llegar de África. Debbie se preguntó cuándo iba a bajarse del puto escenario.

—No tenemos ese tipo de cerveza —respondió la camarera, inexpresiva y sin mostrar ningún interés.

Debbie le hubiera dado un beso. Fran miró hacia otro lado mientras ella pedía un Absolut con hielo, pero volvió a prestar atención cuando Terry dijo que sólo quería un whisky, «Johnnie Walker etiqueta roja, si es posible», añadió. Fran le dijo que debía comer algo más aparte de mantequilla de cacahuete. ¿Qué tal un aperitivo y una ensalada? Terry respondió que no tenía hambre. Fran se puso a mirar el menú y el sacerdote siguió sentado con la parka puesta.

Debbie pensó que tenía cara de estar agotado. Igual estaba todavía recuperándose de alguna enfermedad africana, malaria o algo así. Le encantaban sus ojos y su expresión tranquila.

—Estoy intentando recordar dónde está Ruanda exactamente —comentó.

—Justo en el centro de África —respondió Fran sin apartar la vista del menú—, casi en el ecuador. Los misioneros que viven allí vuelven a casa cada cinco años para descansar y recuperar la salud. —Levantó la mirada y añadió—: Si vosotros no vais a comer, yo tampoco.

Pero cuando llegó la camarera con las copas pidió una ensalada César y unos panecillos.

Sin dejar de mirar al sacerdote, Debbie preguntó a Fran:

—¿Tu hermano siempre quiso ser cura?

Terry sonrió mientras Fran respondía:

—De pequeño ya pensaba que tenía vocación. Algo así como si a ti se te hubiera ocurrido hacerte monja cuando ibas a las marianistas.

—Oye, que yo fui al Sagrado Corazón. Era una niña rica.

Debbie se moría por sacar el tema del contrabando de tabaco, pero cuando Terry la miraba no encontraba el valor para hacerlo. Le preguntó a qué orden pertenecía. Él le respondió que a los padres misioneros de San Martín de Porres.

—En Detroit hay una escuela que se llama así —comentó Fran—. Todos los niños son negros, aunque eso no tiene nada que ver.

—Si no fuera porque Martín de Porres era negro por parte de madre —precisó Terry—. Su padre era un noble español. No estaban casados y durante mucho tiempo el padre no quiso saber nada de Martín, porque era mulato. Aunque sería más exacto decir que era suramericano de origen africano. Esto ocurrió en Lima, Perú, en el siglo XVII. Fue canonizado por su dedicación a los enfermos y los pobres. —Como Fran y Debbie no hacían ningún comentario y se mantenían callados, añadió—: Martín de Porres es el patrón de los peluqueros.

—Bueno, de eso hace ya mucho tiempo —dijo Fran.

Debbie prefirió no insistir. Ya le preguntaría por qué en otra ocasión. Lo que quería saber en ese momento era si había visto algún humorista allí.

—¿Hay algún cómico africano?

Terry puso cara de pensar en ello, pero entonces Fran dijo:

—Deb, ¿cómo se le va a ocurrir a nadie algo divertido mientras están asesinando a cientos de miles de personas? Terry estuvo allí durante todo el tiempo que duró el genocidio.

—Me parece algo inconcebible —afirmó Debbie, pese a que no recordaba mucho del asunto del genocidio ese.

—Estaba en el altar, diciendo su primera misa —prosiguió Fran—, cuando de pronto entraron en la iglesia. Es algo que no olvidará en su vida.

Terry se mantuvo imperturbable. Entre la barba, el pelo oscuro y la capucha de su parka, que le recordaba a la cogulla de un monje, a Debbie le pareció que tenía aspecto como de santo. Esperaba que hiciese algún comentario para saber de qué hablaba Fran. Pero Terry había vuelto al tema de antes:

—Has estado muy graciosa. Estarás contenta, me imagino.

—En parte —respondió Debbie.

—¿De dónde has sacado lo del murciélago?

—Me vino como caído del cielo. Quería describir a Randy como una mala persona, pero de forma divertida, ¿sabes lo que quiero decir?, y se me ocurrió la idea de un tío guapo pero siniestro que tiene un murciélago suelto en casa. De todos modos, no he conseguido que se ría mucho el público.

—A mí sí me ha hecho reír —le aseguró Terry—, pero yo estoy acostumbrado a los murciélagos. En Ruanda salían todas las noches y se comían toneladas de bichos. También me ha gustado lo de la piel y el cuarto de baño. Randy, la víbora que muda de piel…

—Es verdad —dijo Fran—, querías probar a ver si esa parte era divertida.

—Pues tampoco ha funcionado —respondió Debbie—. Igual es que sólo lo han pillado unos pocos. O también puede que, si una va a contar chistes raros, lo que tiene que hacer es dejarlo claro desde el principio, no ir metiéndolos de vez en cuando.

—Lo único que no he entendido —dijo Terry— es que lo peor del talego fue la serie de televisión. Pero como no veo la televisión… ¿Cómo se llama la serie? ¿Urkel?

—Ése es el nombre del protagonista —dijo Debbie—. La serie se titula Cosas de casa. Urkel es un chico negro con cara de empollón y la voz más desagradable que he oído en mi vida. Las mujeres del dormitorio se morían de risa con él. Pero tienes razón, no funciona. Voy a pasar de Urkel.

—Igual deberías sacar más partido a Randy.

—Tal vez, pero me cabreo pensando en él y entonces ya no resulta tan gracioso. No le hice bastante daño.

—¿Me estás diciendo que Randy existe y que es cierto que lo atropellaste con un coche?

—Con un Ford Escort. Pero, si digo que me lancé sobre mi ex marido, hago una pausa y luego añado que lo hice con un Ford Escort, no resulta. Además no fue casualidad.

—Le tendió una emboscada —explicó Fran, que estaba comiéndose la ensalada—. Estuvo esperándole.

—Hazte cargo —dijo Debbie—: ese tío acabó conmigo, me destrozó el coche, se deshizo de mi perra, me robó un dinero que tenía escondido… Es el único tío que conozco que cuando sale del cuarto de baño no lleva una revista o un periódico debajo del brazo. Se pasaba una eternidad dentro. Al final descubrí que se dedicaba a husmear. Buscaba en el botiquín, en los cajones… Yo escondía dinero allí, porque, si lo metía en el bolso, me lo gastaba. Lo guardaba en el armario del cuarto de baño, en una caja de tampones o dentro de un rollo de papel higiénico, en la parte hueca del centro. El muy víbora encontró mil doscientos dólares y luego me mintió. «No, no he sido yo», me dijo. A veces se me olvidaba dónde lo había escondido. Otra vez llegué a casa y mi perra había desaparecido. «¿Dónde está Camille?», le pregunté. Y él me soltó: «Se habrá escapado.» Era una lhasa apso y, joder, vivía en el paraíso de los perros, tenía todo lo que quería: juguetes, comida de primera… Y él va y me dice que se ha escapado. Yo sé lo que ocurrió: Randy sacó a Camille a dar una vuelta y la tiró del puto coche. No era más que una perrilla indefensa. —Debbie bebió un trago de vodka, levantó los ojos y vio que Terry la miraba con expresión tranquila—. Este asunto me pone enferma; no suelo hablar así.

—¿Ah, no? —exclamó Fran—. ¿Desde cuándo?

Debbie se fijó en la sonrisa de Terry. Era como si su hermano le pareciera gracioso. Pero entonces dijo algo que la sorprendió:

—¿Cuánto te robó en total?

—Le robó en el mejor momento —explicó Fran—. Yo acababa de pagarle a Deb su comisión por un caso importante que habíamos ganado.

—En total —respondió Debbie—, contando lo que me pidió prestado, sesenta y siete mil dólares. Todo en menos de tres meses, incluido el coche y el dinero en efectivo.

—Y Camille —añadió Terry—. Ella también vale algo.

La miró con aquellos ojos inocentes que tenía. ¿Estaba tomándole el pelo? Entonces dijo:

—Ese tío debe de ser todo un conquistador para que acabaras así.

—Lo que hace —explicó ella— es mirarte a los ojos y mentirte, y tú lo único que deseas es creerle. Nos conocimos en Oakland Hills, en un banquete de bodas al que luego descubrí que no estaba invitado. Se enteró por la prensa. Pues bien, estamos bailando y bebiendo champán, y él me pregunta si me gusta navegar. Le digo que sólo lo he hecho en un par de ocasiones, en el lago St. Clair. Seguimos bailando y me dice al oído: «Dentro de poco voy a dar la vuelta al mundo en un velero y quiero que te vengas conmigo.» Hazte cargo: el tío es guapo como una estrella de cine, tiene cuarenta y pocos años y el pelo igual que Michael Landon, está moreno y cachas, y lleva un pendiente de oro en la oreja. Encima tiene una casa en Palm Beach que, según dice, va a poner a la venta por ocho millones de dólares. Yo estaba dispuesta a ir a Hudson’s y comprarme un trajecito de marinero. Me hizo un dibujo en una servilleta y me dijo que íbamos a ir de Palm Beach al golfo de México, que luego pasaríamos por el canal de Panamá y que de allí iríamos a Tahití, a Tonga, a Nueva Caledonia…

—El problema —explicó Fran mientras mojaba un panecillo en el aliño de la ensalada— es que el tío no tenía ningún velero.

—Lo que tenía era una gorra de marinero —añadió Debbie— y una fotografía de un barco que, según me dijo, estaba poniendo a punto en Florida para el viaje. Esta fue la excusa para empezar a pedirme dinero prestado. Primero dos mil, luego cinco, luego diez… Para el equipo de navegación, el radar, en fin: cosas relacionadas con el barco. Tenía todo el dinero metido en inversiones y no quería sacarlo todavía.

—¿Cómo se gana la vida? —preguntó Terry.

—Se aprovecha de mujeres estúpidas —respondió Debbie—. Todavía no sé cómo pude tragarme el anzuelo… Me dijo que había dejado Merrill Lynch, que era uno de sus principales operadores, y yo me lo creí. ¿Que si traté de averiguar si era verdad? Sí, pero ya era demasiado tarde. Pero ¿sabes lo que me hizo sucumbir aparte del pelo que tenía y el bronceado? La codicia. Me preguntó que si tenía alguna cuenta de ahorros que no rindiera mucho y si me gustaría poner el dinero a trabajar… Me enseñó una cartera de acciones falsa por valor de varios millones, y yo, como una tonta, le dije: «Pues tengo cincuenta mil dólares que casi no me dan nada.» Firmé y no volví a ver mi dinero.

—Pero a él volviste a verlo en Collins Avenue, ¿no? —preguntó Terry.

—Tienes buena memoria —comentó Debbie—. Sí, fue un par de meses después. Al principio en el escenario, digo que voy a Florida a visitar a mi madre, lo cual es en parte cierto. Mi madre está en una residencia de West Palm. Tiene Alzheimer y se cree que es Ann Miller. Una vez me dijo que le resultaba difícil bailar con zapatillas, así que le regalé un viejo par de zapatos de claqué que tenía.

—¿Qué tal se le da?

—Nada mal, si tenemos en cuenta que nunca ha ido a clases de baile.

—Lo atropellaste en Royal Poinciana Way —precisó Fran, que había acabado la ensalada y ahora tenía en la boca el medio panecillo con el que había rebañado el plato.

—Ocurrió allí en realidad —dijo Debbie—, pero Collins Avenue resulta más divertido en el escenario.

Fran se levantó de la mesa y le dijo a su hermano:

—Salgo para Florida a primera hora de la mañana. Será mejor que nos vayamos cuando vuelva.

Debbie siguió a Fran con la mirada hasta el servicio de caballeros.

—Estuvo en Florida la semana pasada.

—Las niñas no tienen colegio —le explicó Terry—, así que Mary Pat se ha quedado allí y Fran va a ir a pasar con ellas un fin de semana largo. De todos modos, creo que quiere irse a casa porque todavía tiene hambre. Mary Pat ha llenado el frigorífico de guisos, y no están nada mal. Mary Pat es una verdadera ama de casa.

—No la conozco —comentó Debbie—. Nunca me han invitado a su casa.

—Fran tiene miedo de que Mary Pat te vea como una amenaza.

—¿Eso te ha dicho?

—Conociéndolo, no me extrañaría. Creo que a Fran le gustaría pensar que eres una amenaza.

—Nunca ha dado ningún paso en ese sentido.

—No quiere arriesgarse a que le rechaces.

—¿Me estás diciendo que está colado por mí?

—No sé por qué no iba a estarlo.

El sacerdote la miró fijamente, como dándole a entender que él sentiría lo mismo si fuera Fran. Debbie se quedó desconcertada y exclamó:

—¿Ah, no? —Le pareció que había dicho una estupidez.

Sin dejar de mirarla, Terry dijo:

—Una pregunta. Cuando atropellaste a Randy, ¿estabas todavía casada con él?

—No llegamos a casarnos. En la actuación le llamo mi marido y así consigo que las mujeres divorciadas se pongan de mi parte. Si dijera que atropellé a mi novio, no tendría el mismo impacto, ¿sabes?

—Pero ¿vivías con él?

—Él vivía conmigo, en Somerset, en el mismo sitio donde vivo ahora. El piso me lo consiguió Fran. —Y luego añadió—: Dicho así, parece que soy una mantenida, ¿no?

—Lo parecería si no se tratase de Fran —contestó Terry—. ¿En serio que Randy acabó con todo el cuerpo escayolado por tu culpa?

El sacerdote seguía insistiendo en el tema de Randy.

—No, pero lo dejé bastante machacado.

—¿Lo has visto desde entonces?

—¿Qué quieres decir? ¿Si él ha ido a visitarme a la cárcel?

—Es verdad, has estado fuera de circulación —dijo Terry—. Se me ocurre que, la próxima vez que lo veas, podrías hacer que te pegue y luego demandarle y pedirle sesenta y siete mil dólares. Lo digo porque, trabajando con Fran, que es un experto en casos de daños y perjuicios, igual sabes organizar un accidente de ese tipo.

Había que ver por dónde le salía el cura. Estaba tomándole el pelo.

—Fran y yo nunca hemos arreglado un accidente de tráfico, nunca. Ni tampoco hemos pagado a nadie para que lo haga. —Debbie se quedó un segundo callada y añadió—: Tampoco he hecho nunca contrabando de cigarrillos.

Terry sonrió al oír aquello, lo cual le indicó a Debbie que podían bromear tranquilamente, que no tenían por qué tomarse muy en serio el uno al otro. Entonces dijo:

—No estamos en un confesionario, padre, así que no voy a contarte mis pecados, ni siquiera los relacionados con los negocios.

—¿Sigues confesándote?

—Hace años que no voy.

—Bueno, si alguna vez sientes la necesidad, nunca pongo más de diez padrenuestros y diez avemarías.

—¿En serio? —exclamó ella—. ¿Te cuentan el mismo tipo de pecados en Ruanda que aquí?

—Uno típico allí es: «Ave María Purísima. He robado una cabra cerca de Nyundo y mi mujer ha preparado brochetas con ella.» Aquí no hay muchos ladrones de cabras.

—¿La has probado?

—¿La carne de cabra? No comíamos otra cosa.

—¿Y el adulterio?

—Nunca me ha tentado.

Por mucha cara de inocente que pusiera, el cura tenía sentido del humor.

—Lo que quiero decir es si iban muchos adúlteros a confesarse contigo.

—De vez en cuando. Pero creo que tenían muchos más líos de los que me contaban.

—¿Cuál es la penitencia por tener un lío con alguien?

—Lo habitual: diez y diez.

—¿Y por un asesinato?

—Sólo conozco a una persona que se haya confesado de un asesinato.

—¿Y qué penitencia le pusiste?

—Con ése me pasé un pelo.

Debbie esperó a ver si el cura le explicaba qué quería decir.

Al ver que se quedaba callado, le preguntó:

—¿Has llamado alguna vez a alguien «hijo mío»?

—Eso sólo ocurre en el cine.

—Me lo figuraba… —Entonces dijo—: Bueno, ahora que has vuelto a casa —y vio que Fran volvía del servicio—, ¿qué vas a hacer? ¿Tomarte las cosas con calma durante una temporada?

—Tengo que reunir algo de dinero.

—¿Para tu misión?

Pero no pudo responder. Fran llegó en aquel momento a la mesa y preguntó:

—¿Listo?

—Lo estoy si tú lo estás, hijo mío —dijo Terry.

—No me vengas con gilipolleces —respondió Fran.

En el aparcamiento el sacerdote tomó la mano de Debbie y volvió a decirle lo mucho que había disfrutado viéndola actuar y charlando con ella. Luego, mientras Fran se dirigía a su Lexus y abría las puertas con el mando a distancia, Terry le dijo:

—Me gustaría volver a verte.

Parecía un tío en busca de que una chica le diera su número de teléfono. Le hizo gracia que un cura dijera semejantes cosas. Se volvió hacia Fran y, sin pensárselo dos veces, le preguntó:

—¿Qué te parece si llevo yo a tu hermano?

—Pero si se queda en mi casa… —respondió Fran sorprendido, pues ya se lo había dicho antes.

—Sé dónde vives —dijo Debbie—. Quiero que me cuente más cosas sobre África.