—¿Qué? ¿Lo están pasando bien esta noche? ¿Sí? Pues a ver si aplauden un poco más, ¿eh?, que aquí arriba nos estamos dejando la piel. No tenemos ni perros ni ponis: sólo estamos nosotros.
El cómico que hacía las veces de presentador, con la visera de su gorra de béisbol doblada sobre la cara, consiguió una buena reacción del público. Aunque el fondo de la gran sala permanecía a oscuras, estaban ocupadas la mitad de las mesas. No estaba mal para una noche de micrófono abierto.
—Tengo ahora el placer de dar otra vez la bienvenida en el Castillo de la Comedia de Mark Ridley a una mujer que es la bomba. Es tan alucinante que una vez me pregunté: «Rich, ¿cómo es posible que una mujer tan increíble se dedique a trabajar de humorista?» Y, a pesar de lo cansado que tenía el cerebro, di con la respuesta inmediatamente: «Porque es divertida, colega. Porque es una mujer divertidísima y va camino de convertirse en una estrella.» ¿Están de acuerdo conmigo? ¿Sí? Entonces reciban con un aplauso a… ¡la auténtica Debbie Dewey de Detroit!
Debbie apareció por la puerta central del escenario con un uniforme de presidiarla verde y gris de talla extra grande, botas de trabajo y calcetines blancos. Gracias al atuendo, los aplausos se prolongaron. Lo correcto en aquel momento hubiera sido señalar al presentador de la gorra de béisbol y gritar en medio del barullo: «¡Un aplauso para Richie Baron!» Pero no lo hizo. Cuando se acallaron los murmullos, dijo:
—Hola. Sí, soy Debbie Dewey. —Y se puso de perfil—. Mejor dicho: soy la ocho, nueve, cinco, tres, dos, nueve. —Luego, volviéndose otra vez hacia el público, explicó—: Éste fue el número que me asignó la Secretaría de Prisiones durante los tres años que pasé en el talego por agresión con resultado de lesiones. Como lo oyen. Iba un día a Florida a visitar a mi madre cuando me encontré casualmente con mi ex marido y me lancé hacia él… con un Buick Riviera.
Al ver la buena respuesta del público, Debbie hizo una pausa y añadió:
—Era de alquiler, pero sirvió.
El público volvió a reírse; le gustaba su tono distendido, pero Debbie prefería echar el freno y no exagerar.
—Me detuve ante un semáforo en Collins Avenue, Miami Beach, y allí estaba Randy, más chulo que un ocho, con su gorrita de marinero y sus gafas de sol, cruzando la calle delante de mis narices en el preciso momento en que se ponía verde.
Algunas personas se imaginaron lo que venía a continuación y empezaron a reírse.
—Al policía que vino a detenerme se lo expliqué bien claro: «Tenía preferencia.» —Volvieron a oírse unas risas, pero Debbie hizo un gesto de negación—. A Randy había que echarle de comer aparte. Con lo majo y divertido que parecía… Era una persona sin prejuicios. ¿A cuántas personas conocen ustedes que tengan un murciélago suelto en casa?
Debbie se encogió de hombros, bajó la cabeza y levantó una mano. Luego se quedó mirando hacia arriba con expresión de cautela e hizo otro gesto de negación.
—Cuando desapareció el murciélago, yo ya sospechaba que Randy era una víbora. Pistas no me faltaban… Por ejemplo, se dejaba la piel en el suelo del cuarto de baño, así que, cuando dejé de ver al murciélago, me dije: joder, se lo ha zampado.
Arrancó algunas risas, pero esperaba obtener otra respuesta.
—Pero lo de la muda no fue lo peor. Enterarme después de que nos casáramos de que tenía otra mujer no me sentó muy bien que digamos. Ni tampoco que utilizase mis tarjetas de crédito y me dejara sin blanca antes de desaparecer del mapa. Es por eso que el día que lo vi casualmente cruzando una calle exclamé rápido, ¿dónde hay un tráiler? Uno de dieciocho ruedas cargado de chatarra, a ser posible. Las cosas hay que hacerlas bien. O volverlas a hacer, pensé más adelante. En cuanto le quiten a Randy la escayola del cuerpo. Pero para entonces ya me habían juzgado y condenado y era una de las seiscientas reclusas que integraban la población de un centro penitenciario para mujeres rodeado por una valla doble con alambre de espino.
Debbie se agarró el vestido por los lados como para hacer una reverencia.
—Esto es el último grito en moda carcelaria. ¿Se imaginan ustedes a seiscientas mujeres todas vestidas igual? En la cárcel también le dan a una un conjunto vaquero azul: camisa, chaqueta y pantalón con una raya blanca a los lados. Una se puede poner la chaqueta con el vestido si le gusta combinar. También dan ropa interior y dos sujetadores de talla única. Lo digo en serio… Hay que hacerles nudos a los tirantes para que queden bien. No paras de hacer nudos hasta que te sueltan.
Debbie se había metido la mano bajo el vestido para jugar con los tirantes y notaba que el público estaba pendiente de ella. Sobre todo las mujeres.
—Pensé en ponerles relleno, pero sólo dan cuatro pares de calcetines. A todo esto, el vestido lo tienen en cuatro tallas: pequeña, mediana, grande y extra grande. —Volvió a agarrarse la falda por los lados y añadió—: Ésta es la pequeña. Una vez le hice una sugerencia al director, que era un tío muy majo: «¿Por qué no dan tallas más pequeñas, incluso una para mujeres menudas, y mandan a una cárcel para hombres a las chicas que usan la extra grande?» Como podrán imaginarse, las mujeres corpulentas siempre saben sacarle partido a la experiencia de la cárcel. Por ejemplo… —Debbie levantó la cara, cerró los ojos y se pasó las manos por los brazos, los hombros y los senos—. Imagínense que están duchándose tan a gusto, frotándose todo el cuerpo con ese jabón industrial que dan en la cárcel, relajándose bajo el agua, limpiándose la sangre de las rozaduras, cuando de pronto oyen a alguien decir en voz baja: «Hum…, qué buena estás.» Una ha de pensar rápido entonces, porque sabe con qué se va a encontrar cuando abra los ojos.
Debbie volvió la cabeza hacia un lado y miró hacia arriba, como si tuviera ante sí a una persona de más de dos metros de altura.
—«Hola, Rubella, ¿cómo va todo, chica?» A Rubella conviene recordarle constantemente que es una mujer. «Qué, mujer, ¿te apetece un cóctel? Yo pongo la laca si tú pones el Seven-Up.» O bien: «¿Quieres que te arregle el pelo? Si me traes una docena de pares de cordones, te hago unas extensiones preciosas.»
Debbie estaba mirando hacia arriba con una sonrisa esperanzada en los labios. Pero entonces se volvió hacia la sala con expresión solemne.
—Y, si no se te ocurre una buena manera de distraer a una salida que pesa ciento treinta kilos, te joden. Literalmente. La postura la elige Rubella.
La actuación iba bien y Debbie se sentía más segura: el público se reía cuando tenía que hacerlo y esperaba al siguiente chiste.
—Aunque, la verdad sea dicha, que una tía enorme te acose o te viole no es algo tan habitual como imaginan. No tiene nada que ver con las películas ambientadas en cárceles de mujeres como Tías buenas en la trena, en las que salen reclusas correteando de un lado a otro con unos uniformes monísimos de Victoria’s Secret. Ni mucho menos. En los centros para mujeres las tías se organizan por familias. Las mayores, que suelen cumplir condena por asesinato, son las madres… Lo digo en serio. A veces hace de padre una bollera entradita en años. Luego están las hermanas y las que hacen las veces de hermano. También hay tías que se lían con otras tías, por supuesto. En serio, incluso en el talego se respira amor. Lo que yo hacía siempre que le parecía atractiva a una de esas tías era soltarle: «Mira, guapa, lamento tener que decirte esto, pero soy seropositiva.» El truco funcionó hasta que una me sonrió y me respondió: «Yo también, encanto.» Pero, en realidad, el mayor problema que tuve dentro fue… ¿A que no lo adivinan?
—La comida —respondió una voz masculina.
—La de cosas que podría contarle sobre la comida… —dijo Debbie—. Pero ése no era mi principal motivo de queja.
—Hacer cola —exclamó otra voz masculina.
Debbie sonrió y, protegiéndose los ojos con una mano, miró hacia el público.
—Usted también ha pasado una temporada a la sombra, ¿verdad? Sabe lo que significa hacer cola y lo que le ocurre a quien intenta adelantarse. Si pagas, puedes pasar. En la cola del comedor puedes darle un par de cigarrillos a otra para que te deje ponerte en su sitio. Eso vale. Pero ¿qué ocurre cuando alguien trata de adelantarse…? Miren, desde que he vuelto a casa, hago siempre la compra a las dos de la noche para evitarme hacer cola. Si por cualquier motivo hago la compra durante el día, nunca me paso del máximo de artículos que aceptan en la caja rápida. Diez como mucho. Miro a la mujer que tengo delante sacar sus cosas del carro y se las cuento. Si veo que lleva once delato a la muy cabrona. Voy con el soplo al encargado y exijo que la pongan en una caja sin límite de compra. Conozco mis derechos. Es que me da igual si quiere comprar una chocolatina o unos zumos de frutas aparte de los diez artículos de rigor. Esa tía se larga de ahí, incluso si tengo que echarla yo con mis propias manos.
Debbie había adoptado una pose desafiante. Empezó a relajarse, pero enseguida volvió a ponerse tensa.
—¿Y si aparece un tío con prisas que pretende adelantárseme? Ya saben a qué clase de tío me refiero. Ese que dice: «¿Le importa si paso yo primero? Sólo llevo una cosita de nada.» Por ejemplo, un paquete de cervezas. ¿Que si me importa? Basta con que el tío dé un paso para que yo agarre una cuchilla de afeitar del expositor y le pegue un tajo… Con lo cual me condenarían otra vez por agresión con resultado de lesiones, y me encerrarían de nuevo con las chicas. En resumidas cuentas: nadie sabe lo que significa hacer cola hasta que hace cola en una cárcel. Pero ni siquiera eso fue lo peor. Al menos para mí.
Debbie hizo una pausa para recorrer la sala con la mirada. El público aguardó.
—Debo decir que varias compañeras de dormitorio estaban en la cárcel por asesinato en primer o segundo grado: Brenda, LaDonna, Laquanda, Tanisha, Rubella, a Rubella ya la conocen, Shanniqua, Tanniqua y Pam, dos chicas que se llamaban Kimberley y que se echaron a perder; y una tal Bobbi Lee Joe, que jugó un par de temporadas con los Delfines de Miami hasta que descubrieron que era tía. Hay mujeres con las que no conviene tener líos a menos que una vaya al volante de un Buick Riviera con el seguro echado. ¿Adivinan quién decide lo que vamos a ver cuando se enciende la tele por la noche? ¿Yo o la mastodóntica Rubella? ¿Yo o el ama de casa de un barrio de las afueras que le pegó siete tiros a su marido y le contó a la policía que pensaba que el hombre que había entrado por la puerta trasera con una bolsa de la compra a las cuatro de la tarde era un ladrón? —Debbie hizo una pausa—. Para mí, lo peor de la cárcel fue una serie de televisión que mis compañeras de dormitorio veían todas las noches. ¿A que no adivinan cuál era?