Tardó tres horas en recorrer los ciento cincuenta kilómetros que había desde Arisimbi hasta el Banque Commerciale y las oficinas de Sabena en Kigali, y otras tres en volver. Jamás había sentido nada parecido a lo que experimentaba mientras cruzaba Ruanda en coche.
Cuando subía a lo alto de una cuesta larga y miraba alrededor, sólo veía colinas en todas las direcciones, colinas brumosas, colinas de un verde intenso, divididas en bancales, labradas, con terrenos cultivados entre platanares, todo el país era un enorme huerto.
En las colinas más lejanas veía las rayas rojas de caminos sin pavimentar y casas, cercados y alguna iglesia moteaban las pendientes. Avanzó por la carretera de dos carriles con todas las ventanillas de la camioneta del padre Toreki bajadas. Conducía con la sensación de estar dando un gran paso, la sensación de que su vida iba a dar pronto un giro importante.
Lo malo era quedarse atascado detrás de los camiones en las curvas cerradas y las pendientes: camiones cargados hasta arriba de plátanos y sacos de carbón y camiones que transportaban cuadrillas de trabajadores. Uno de ellos llevaba un gran remolque amarillo con las palabras «Cerveza Primus» estampadas en la parte trasera, y Terry lo tuvo delante varios kilómetros. Luego estaba la gente de los arcenes, gente en grupo que parecía estar esperando el autobús y gente en movimiento: mujeres con ropa de vivos colores que portaban cubos de plástico sobre la cabeza o vasijas de arcilla anchas como un balón; muchachos que empujaban carros llenos de sillas de plástico encajadas unas dentro de otras; cabras que pastaban junto a la carretera; vacas de Ankole, con sus elegantes cuernos y su dura carne, que cruzaban sin prisas el asfalto. Perros, sin embargo, no había ninguno. ¿Dónde se habían metido? Un cartel al borde de la carretera prevenía contra el sida. En un letrero colocado encima de un puesto de Coca-Cola ponía: «Ici sallon de coiffure.» La gente se metía distraídamente en la carretera y él se apoyaba sobre la bocina, algo que nunca hacía.
Por fin llegó a lo alto de una cuesta y descendió hacia Arisimbi. El poblado se extendía más abajo hacia la derecha.
Los puestos de hormigón del mercado se encontraban al otro lado de la carretera principal, lejos de la oficina del sector y de los edificios cuadrados de ladrillo rojo rodeados de vegetación, lejos del bar, la casa de la cervecera, el cercado donde vivía la brigada de Laurent, el pozo, la casa del carbonero y el cercado donde vivía Thomas el del maíz. Todo ello formaba un mosaico rojiverde que conducía hacia la iglesia blanca y la rectoría, en medio de los árboles.
Terry aparcó la camioneta delante de la oficina del sector y entró en el edificio.
Vestido con una camisa almidonada, Laurent Kamweya alzó la vista del único escritorio que había en la habitación y se levantó diciendo:
—¿En qué puedo servirle, padre?
A Terry le caía bien Laurent, y no creía que hablara por hablar.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a Bernard?
La pregunta pareció dejarle desconcertado por un momento.
Laurent se volvió lo suficiente para indicarle la ventana, los pesados postigos de madera abiertos y la calle que serpenteaba por el poblado.
—¿Ve la flor blanca que hay junto a la puerta de la casa de la cervecera? —preguntó—. Hoy tiene cerveza de plátano, de modo que Bernard estará allí con sus amigos. Dígame para qué quiere verlo.
—Quiero hablar con él —respondió Terry—. A ver si consigo que se entregue.
—¿Quiere convencer a Bernard Nyikizi para que confiese sus crímenes?
—Para que salve su alma inmortal.
—¿Lo dice en serio?
—Voy a probar. ¿Está usted ocupado? —preguntó Terry—. Quería pedirle otra cosa.
—Estoy a su disposición… —dijo Laurent al tiempo que señalaba el escritorio, donde no había nada salvo una tablilla con unos papeles.
Las paredes de ladrillo de la oficina se hallaban tan desnudas como la mesa y el suelo estaba cubierto con una estera.
Aquel lugar tenía siempre el mismo aspecto de provisionalidad, como si nunca sucediera gran cosa. Laurent vio que Terry metía una mano bajo la sotana blanca, sacaba diez billetes de cinco mil francos (de los nuevos, ilustrados con danzadores indígenas) y los dejaba sobre el escritorio.
—Son cincuenta mil francos —dijo—. Quisiera pedirle un favor, si no le importa. Busque a alguien y páguele la mitad de este dinero para que cave unas tumbas en el cementerio de la iglesia. Cuarenta y siete tumbas.
—¿Tiene usted permiso del bourgmestre?
—Que se vaya a la mierda el bourgmestre. Es propiedad privada; el Estado no pinta nada en este asunto.
Laurent se mostró indeciso.
—¿Por qué me lo pide a mí? Podría ocuparse usted.
—Me voy. Me marcho a casa.
—¿Para siempre?
—Dios dirá. Me voy esta tarde.
—¿Tiene a alguien para que le sustituya?
—Eso no es asunto mío. Pregúntele al obispo.
—¿Seguirá siendo cura?
Terry vaciló.
—¿A qué viene esa pregunta?
—No se parece a otros sacerdotes que he conocido. Se lo digo como un cumplido. —Laurent se calló para que Terry respondiera a su pregunta. Al ver que guardaba silencio, dijo—: Veinticinco mil por cavar unas tumbas es una cantidad muy generosa.
—¿A cuánto sale? —preguntó Terry—. ¿A dólar y medio cada una? —Tomó cinco billetes y los puso más cerca de Laurent, que seguía de pie detrás del escritorio—. Esto es para otro favor. Necesito que alguien me lleve al aeropuerto.
—Vaya en autobús —sugirió Laurent—. Sale mucho más barato.
—Lo que quiero es que me lleve en el Volvo —explicó Terry—. Que vuelva con él y se lo dé a Chantelle, o bien lo venda en Kigali y le dé a ella el dinero.
—Perdone que le haga la misma pregunta que antes —insistió Laurent—. ¿Por qué me lo pide a mí y no a otra persona?
—Porque es quien manda aquí —contestó Terry—. No sé si se fía usted de mí, pero yo de usted me fío por completo. Si cometo un error y se queda con el vehículo o con el dinero, será Chantelle quien salga perdiendo. Así que está en sus manos, amigo.
Ahora ya tiene algo en lo que pensar, se dijo Terry. Se volvió hacia la puerta y miró al militar.
—No tardaré. —Entonces se acordó de algo, por lo que se detuvo otra vez y preguntó—: Hay algo que vengo preguntándome desde hace tiempo. ¿Dónde se han metido todos los perros?
—A la gente ya no le gusta tener perros —respondió Laurent—. Se comieron demasiados cadáveres.
La única diferencia entre la casa de la cervecera y lo que allí llamaban el bar (los dos establecimientos estaban hechos de adobe y tenían tejado de metal) era que la cervecera preparaba su propia urwagwa, una bebida hecha con plátanos que servía con una pajita en botellas de Primus de un litro y cuyo precio oscilaba entre los cinco y los quince centavos según las existencias que quedaran. En el bar servían también marcas comerciales: Primus, que estaba hecha con sorgo, y Mutzig, que Terry tomaba de vez en cuando.
El sacerdote entró en la casa de la cervecera respirando por la boca a causa de la fetidez de los plátanos demasiado maduros y el olor a sudor, y pasó al interior de una habitación de ladrillo visto que parecía una celda. Bernard estaba dentro, con su camisa verde, apoyado contra la pared junto a uno de sus amigos, detrás de una mesa de madera contrachapada. Los dos sorbían de sendos juncos metidos en unas botellas marrones de litro con una etiqueta de Primus desgastada por el uso. El tercero estaba sentado a la izquierda de Bernard en una silla de respaldo recto inclinada sobre la pared, con su botella y su pajita, y los pies desnudos colgando. El cuarto salía en aquel preciso momento de un pasillo que había al fondo. Terry esperó a que entrara en la habitación. Eran los cuatro que había visto el otro día en el mercado, y todos estaban mirándolo. Bernard les musitó algo en kinyaruanda. A la cervecera no se la veía por ningún lado.
Terry se dirigió a Bernard.
—¿Has tenido alguna visión más? —preguntó.
—Lo que va a suceder se lo dije en la confesión —respondió Bernard. Hablaba con el junco metido en la boca y la botella apoyada contra el pecho—. Aquí no cuento mis visiones.
—Da igual —dijo Terry—. En el mercado has contado a todo el mundo que tú me viste a mí y que yo te vi a ti. Has estado hablando de cuando entraste en la iglesia con tu machete y con tu panga. Son tus propias palabras: «Yo lo vi a él y él me vio a mí.» ¿No es cierto? Yo vi cómo matabas a machetazos a cuatro personas, tal como tú me contaste, y tú viste que yo no hacía nada para impedírtelo. Ahora dices que vas a hacerlo otra vez, que vas a poner a todo el mundo en su sitio, yo incluido. ¿No es así? ¿No es eso lo que has dicho?
—En este lugar hablo solamente con mis amigos —contestó Bernard, sin sacarse el junco de la boca—. Aquí usted sobra. ¿A qué ha venido?
—A pedirte que te entregues, que le cuentes a Laurent Kamweya lo que hiciste en la iglesia.
Bernard sonrió y dijo:
—Usted está loco.
Habló con sus amigos en kinyaruanda y todos sonrieron. Terry preguntó:
—¿Estaban ellos contigo aquel día?
—Sí, claro, y también otros. Era su deber —contestó Bernard—. Dijimos: Tugire gukora akazi. Vamos a hacer el trabajo, y lo hicimos, ¿no es así? Ahora váyase, aquí sobra.
—En cuanto te ponga la penitencia —dijo Terry.
Se sacó de la sotana la pistola de Chantelle y pegó un tiro a Bernard que hizo añicos la botella que estaba sujetándose contra el pecho. Luego disparó al que se encontraba a su lado, que se había quedado atrapado entre la pared y la mesa de madera contrachapada e intentaba levantarse. Disparó también al de la silla inclinada contra la pared. Y disparó al que había salido del pasillo del fondo en el momento en que sacaba un machete del cinturón, y volvió a dispararle cuando brilló en la hoja un destello de luz procedente de la puerta abierta.
Los disparos produjeron un eco áspero y resonante en el estrecho espacio que había entre las paredes de ladrillo. Terry extendió el brazo, puso la pistola a la altura de los ojos (la Tokarev rusa, que era grande y pesada y parecía un Colt 45 antiguo) e hizo con ella la señal de la cruz sobre los muertos. Entonces dijo:
—Descansad en paz, cabrones.
Dio media vuelta y salió de la casa de la cervecera a esperar. El Volvo no tardó en aparecer, procedente de la parte delantera de la oficina del sector.
Se encontraban en la cocina de la rectoría. Chantelle vio cómo Laurent sacaba unas cosas de los profundos bolsillos de su uniforme de combate. Detrás de él se veía bruma por la ventana; empezaba a oscurecer.
—Éstas son las llaves del Volvo, las de la casa y las de la iglesia, creo. —Laurent las puso encima de la mesa de la cocina—. Aquí tiene su pistola. Puedo conseguirle una con el doble de balas. A ésta sólo le quedan dos dentro. —Dejó la Tokarev sobre la mesa—. Si pegó cinco tiros para matar a cuatro hombres es que su amigo el cura sabía lo que se hacía. No podía malgastar balas.
—¿Qué va a poner en el informe?
—Que fue un agresor desconocido.
—¿Nadie hará preguntas?
—Los testigos están muertos, como siempre. —Laurent metió la mano en el bolsillo grande de su guerrera—. Aquí tiene unos billetes de Sabena, Chantelle. El cura me ha pedido que se los dé. Yo le he dicho que hasta el embajador belga haría lo posible por no volar con Sabena. Le he llevado a Goma y le he presentado a un hombre que introduce armas en Zaire y que es amigo de todo el mundo. Él lo llevará a Mombasa. Desde allí podrá volar hasta Nairobi y tomar un avión de la British Airways que lo lleve a casa.
—Habría podido cambiar los billetes —dijo Chantelle.
—Él quiere que se los quede usted y que le devuelvan el dinero o se vaya de vacaciones a Bruselas. ¿No le parece bien?
—Siempre fue muy generoso —comentó Chantelle—. Me daba dinero para que me lo gastase en lo que quisiera.
—Es cura —dijo Laurent—, un hombre que ha hecho votos para ser sacerdote. Aunque igual a él se le olvidó hacerlos. Siempre he pensado que es diferente a todos los curas que he conocido.
Chantelle hizo ademán de hablar, quizá para darle su opinión y defender al cura. Pero no: lo que hizo fue tirar del cordón para encender la luz del techo, bajar del armario de encima del frigorífico una botella sin abrir de Johnnie Walker etiqueta negra (no roja) y sacar una bandeja de cubitos de hielo. Cuando volvió a hablar no mencionó al cura. Entonces preguntó a Laurent:
—¿Ha cenado ya?