5

Por la noche Chantelle no se alejaba de su pistola, una semiautomática Tokarev rusa que había comprado en el mercado con dinero de Terry. En el mercado vendían también granadas de mano, pero le daban miedo.

Aquella noche salió con la pistola y la dejó sobre la mesa, donde él estaba liándose un porro o, como él decía, un yobi. Ella le había contado que allí a veces a la marihuana la llamaban emiyobya bwenje, «lo que te calienta la cabeza». De ahí había sacado la palabra yobi. Se habían fumado uno antes de la cena —el estofado de cabra que había sobrado de la noche anterior; como siempre, Terry se había quejado de los huesecillos— e iban a fumarse otro con el whisky y el café. En la mesa ya estaban las tazas, la licorera y una vela de citronela en la mesa.

Antes siempre que fumaban él le contaba cosas divertidas que había oído en las confesiones o relacionadas con su hermano el abogado y lo que hacía para conseguirles dinero a personas que habían sufrido un accidente. También le contaba chistes que ella nunca entendía, pero de los que se reía porque él siempre se reía de sus propios chistes. Aquella noche, en cambio, Terry no estaba para bromas.

Aquella noche estaba serio, pero de una forma extraña.

Terry dijo que nunca en su vida había visto tantos putos bichos. Empleaba esa palabra cuando bebía demasiado. Los putos bichos, la puta lluvia… A veces le contaba que encendía la luz y le daba la impresión de que las putas paredes se movían y el papel pintado cambiaba de dibujo. Ella le decía: «No hay papel pintado en casa.» Él le respondía que ya lo sabía, que se refería a los bichos. Había tantos que parecían el dibujo de un papel pintado, y cuando encendía la luz empezaban a moverse.

Chantelle tenía paciencia con él. Aquella noche hubo entre ellos silencios de varios minutos; ella esperó a que pasaran.

Terry la sorprendió de pronto.

—A algunos los mutilaban antes de matarlos, ¿verdad? —le soltó sin venir a cuento—. Los mutilaban adrede.

Últimamente había empezado a hablar otra vez sobre el genocidio. Ella respondió:

—Sí, lo hacían adrede.

—Les cortaban los pies a la altura de los tobillos —insistió él.

—Y, si la persona iba calzada, les quitaban los zapatos —añadió Chantelle. Creía que se refería a cuando habían entrado en la iglesia, un episodio del genocidio del que no hablaba desde hacía mucho tiempo.

—No recuerdo que les cortaran los pies de un solo tajo —dijo Terry.

A Chantelle le pareció que aquel comentario demostraba una enorme frialdad.

—A veces sí.

—¿Es eso una observación tuya? —preguntó él.

A Chantelle no le gustaba que hablara de esa manera tan formal. Resultaba extraña en él y, como la palabra que había empleado antes, constituía un indicio de que había bebido demasiado.

—A algunos se los cortaron de un golpe —explicó—. Pero creo que se les desafilaron los machetes o que tenían la hoja roma. El que me hirió a mí… Cuando fue a pegarme, levanté el brazo para protegerme. Luego, al tratar de apartarme, me agarró de la mano y volvió a pegarme, y esta vez me cortó el brazo. Vi cómo lo sostenía con una mano y se quedaba mirándolo. Recuerdo que parecía sorprendido. Luego cambió de expresión y puso cara de… Diría que de horror, de asco, pero no sé si le asqueaba sólo lo que estaba viendo o también lo que me había hecho.

—¿Qué pasaría si volvieras a encontrártelo?

—Espero no volver a verlo.

—Podrías hacer que lo arrestaran y lo juzgasen.

—¿No me digas? ¿Y recuperaría así mi brazo?

Terry siguió fumando a la luz de la vela. Al cabo de un rato, comentó:

—En la iglesia se quedaron parados, hechos una piña, abrazados unos a otros, esperando a que los asesinaran. Los hutus fueron arrastrándolos hasta el pasillo y algunos me llamaron. Nunca te lo he contado, pero decían: «Padre, por favor…»

Chantelle no quería que hablase de sí mismo, de lo que había hecho o dejado de hacer.

—¿Sabes qué? —le dijo—. Los asesinos hutus cortaron los pies a los tutsis de toda Ruanda para ser más altos que ellos.

Terry insistió en el tema de la iglesia:

—Se quedaron allí y no hicieron nada para evitarlo.

Ojalá se callara, pensó ella.

—Escúchame. Si no tenían armas, sabían que su muerte estaba escrita. He oído decir que hubo gente en Kigali que pagó a los asesinos hutus para que les mataran a tiros en vez de a machetazos. ¿No lo entiendes? Sabían que iban a morir.

Le daba igual lo que ella le dijera. Sostuvo el yobi en los labios, pero sin fumar, y añadió:

—No hice nada para ayudarles. No moví ni un puto dedo. Me quedé mirando. Eso es lo único que hice mientras los mataban: mirar.

Lo había dicho sin inmutarse, y eso la asustó.

—Pero estabas ofreciendo el pan. Eso fue lo que me dijiste, tenías la hostia en la mano. No podías hacer nada. Si hubieras intentado impedírselo, te habrían matado. A ellos les da igual que seas sacerdote.

Terry volvió a llevarse el yobi a la boca para darle una calada, pero se detuvo.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —Hizo otra pausa.

—Sí —dijo ella—. ¿De qué se trata?

—¿Crees que yo pinto algo aquí?

Daba la impresión de que sentía lástima de sí mismo.

—¿Quieres que te diga la verdad? —respondió ella—. No haces todo lo que podrías. —Y añadió—: Haz algo más. Habla con la gente, predica la palabra de Dios. Haz lo que tiene que hacer un sacerdote. Celebra misa todos los domingos, haz lo que la gente espera que hagas.

Él la miró fijamente a la luz de la vela y preguntó:

—¿De veras crees que puedo tomar el pan y transformarlo en el cuerpo de Cristo?

¿A qué venía esa pregunta?

—Claro que puedes —dijo Chantelle—. Es lo que hacen los sacerdotes en misa: transforman el pan y el vino. —¿Qué le ocurre?, se preguntó. Entonces añadió—: Creo en ello tanto como todos lo que vienen a misa.

—Sally, creemos en lo que nos apetece creer. —A veces la llamaba así, Sally, una deformación de asali, que significaba cariño en swahili—. ¿Quieres que te diga en qué creo yo?

—Sí, me gustaría que me lo dijeras.

—Vine aquí con buenos propósitos. Una de las cosas que quería hacer, en concreto, era pintar la casa del padre Toreki. Hacía años que, cada vez que veía una foto de la casa pensaba que había que pintarla. Me acordaba de las veces en que había ayudado a mi padre cuando tenía algún encargo importante, como pintar el exterior de una casa de dos pisos, por ejemplo.

¿Por qué estaba contándole todo aquello? El exceso de alcohol estaba haciéndole divagar.

—Mi padre —continuó— fue pintor de brocha gorda toda su vida. Se pasó por lo menos cuarenta años con una pared delante de la cara: pintándola, oliéndola, yendo a la camioneta con la escalera al hombro para fumar un cigarrillo y beber vodka a morro. Cuando dejé la universidad y empecé a ayudarle, me dijo: «Vuelve a estudiar y búscate un buen trabajo.» Y luego añadió: «Eres demasiado listo para pasarte la vida meando en latas de pintura.» Sólo descansaba en otoño para ir a cazar ciervos. Nunca fue al médico. Tenía sesenta y tres años cuando murió, mi hermano Fran dijo que estaba viendo a los Leones en la tele. No a los de verdad, sino a los de Detroit. Son un equipo profesional de fútbol americano. Fran me contó en una carta que lo último que vio antes de quedarse inconsciente fue a los Leones correr por el campo y perder el balón en la línea de dos yardas.

Chantelle se fijó en la cara que ponía mientras la miraba. Parecía estar sonriendo. Pero quizá fuera una impresión falsa.

—Deberías conocer a mi hermano —dijo Terry—. No estaba siendo irrespetuoso cuando lo dijo.

¿Era a ella o a sí mismo a quien estaba hablando con aquella voz tan suave? Chantelle observó que daba una calada al yobi. Se le había apagado.

—Deberías acostarte.

—Dentro de un rato.

—Bueno, yo me voy a la cama. —Se levantó de la mesa con su pistola rusa y se lo quedó mirando—. ¿Por qué me hablas así?

—¿Así cómo?

Chantelle echó a andar y respondió:

—Da igual.

Y entonces le oyó decir.

—¿Por qué te enfadas conmigo?

Chantelle se quedó quieta en la cama para escuchar y oyó que Terry se duchaba y se cepillaba los dientes en el cuarto de baño que había entre los dos dormitorios. Siempre se cepillaba los dientes y olía a dentífrico cuando se acostaba en la cama de ella. Una vez por semana llevaba dos pastillas de Larium para la malaria y un vaso de agua para los dos. Las pastillas eran alucinógenas y por la mañana ambos trataban de describir los sueños que habían tenido.

Aquella noche se acostó a su lado bajo la mosquitera y se quedó tumbado boca arriba sin moverse, dejando que decidiera ella si hacían algo o no.

—De modo que has venido aquí a pintar una casa. ¿Ésa es la razón?

—Es algo que quería hacer.

—¿Entonces por qué no la pintas?

Terry no respondió, pero al cabo de un rato dijo:

—Quiero enterrar los cadáveres de la iglesia. Quiero enterrar los huesos.

—¿Y…? —preguntó ella.

Pero él guardó silencio.

—¿Te importaría hablarme? —insistió ella.

—Estoy intentándolo.

—Vamos, anda… —exclamó Chantelle. Era una de las expresiones de Terry que le gustaban.

Estuvo varios minutos escuchando el rumor de la noche, el ruido del exterior, tras lo cual se puso de costado y se aproximó a él. Se encontraba lo bastante cerca para verle la cara, lo bastante cerca como para descansar el muñón de su brazo sobre su pecho. Y si ahora me lo toca, pensó.

Y se lo tocó: Terry tomó el extremo duro y cicatrizado de lo que quedaba de su brazo y empezó a acariciarlo suavemente con los dedos. Ella levantó la cabeza y él la rodeó con el brazo.

—Ya sé por qué no me hablas —dijo Chantelle.

Esperó y él preguntó:

—¿Por qué?

—Porque vas a marcharte y no vas a volver.

Esta vez, al ver que pasaba el tiempo y él no decía nada, levantó la cabeza y le besó en la boca.

Chantelle se despertó por la mañana, miró la luz del sol a través de la mosquitera y volvió a cerrar los ojos para escuchar los sonidos de la casa. Sabía que se había marchado, pero siguió prestando atención. A veces él regresaba a su dormitorio durante la noche. A veces ponía el café a calentar. Ella prestaba atención para oírle toser y carraspear. Chantelle creía que, si no lo viera durante mucho tiempo y le oyese carraspear en medio de una multitud de gente, sería capaz de reconocerlo. Había veces en que él pensaba que la quería: no sólo cuando estaban en la cama y le demostraba lo mucho que la deseaba, sino también otras veces, por la manera en que la miraba. Entonces ella esperaba a que se lo dijera. Y cuando lo hacía, ella sonreía, para que las palabras no lo asustaran. Después de acostarse juntos la primera vez, se quedó tan callado que ella le dijo: «Mira, siempre hay curas a los que les gusto, curas ruandeses, curas franceses… No es ninguna novedad. ¿Te crees que a la gente le importa si nos acostamos?»

Chantelle abrió los ojos y volvió la cabeza sobre la almohada. Se había marchado. Luego se volvió hacia su lado de la cama para levantarse, miró hacia la mesilla de noche y vio que la pistola también había desaparecido.