Fran, el hermano de Terry, trabajaba de abogado en Detroit y estaba especializado en casos de indemnizaciones por daños y perjuicios. Entre sus clientes había médicos, grandes empresas y sus correspondientes compañías de seguros. Durante el invierno y los aburridos meses de primavera le gustaba ir a Florida a jugar al golf y especular con propiedades inmobiliarias.
A Mary Pat le había contado que iba a aprovechar la primera mañana de aquel viaje para echar un vistazo a una propiedad colindante con una urbanización nueva. Sin embargo, lo que hizo fue ir en coche desde Boca Ratón a Fort Lauderdale y recorrer cincuenta kilómetros hacia el interior, hasta el correccional de Sawgrass, un centro penitenciario de seguridad media para mujeres. Iba a visitar a una joven llamada Debbie Dewey, que estaba a punto de acabar sus tres años de condena por agresión con resultado de lesiones.
Antes de ingresar en la cárcel, Debbie había hecho trabajos de investigación para abogados, muchos de ellos para Fran. Se encargaba de ir a ver a las víctimas a las que el abogado podía representar en acciones legales contra los dueños de los lugares donde habían sufrido el accidente. También investigaba historiales de médicos que, en opinión de Fran, habían hecho un mal diagnóstico y empleado un tratamiento equivocado con sus pacientes.
Debbie llevaba un vestido de color gris verdoso. Era el uniforme reglamentario de la cárcel, pero ella lo había estrechado y acortado. Fran le dijo que estaba muy guapa, que el pelo corto le quedaba muy bien. Aquel día lo tenía castaño claro, otros lo llevaba rubio. Debbie se mesó los cabellos, movió la cabeza para que el abogado viera que no se le despeinaba y comentó que a ella también le gustaba y que era una melena corta estilo Sawgrass. Se encontraban en la zona de visitas, sentados en torno a una mesa de picnic y rodeados por una valla doble rematada con alambre de espino. En las otras mesas había reclusas con padres, maridos, novios y personas que habían traído a niños pequeños para que vieran a sus madres.
—¿Cómo estás?
—Será mejor que no te responda. ¿Has venido con Mary Pat y las niñas?
—Están en la casa. Mary Pat quería ver cómo pasa la asistenta el aspirador, para asegurarse de que limpia bien debajo de los muebles. A las niñas las he dejado tumbadas en sus colchonetas. Cuando me he marchado, no recuerdo si le he dicho a Mary Pat que iba a jugar al golf o a ver una propiedad. Si estoy jugando al golf, tengo que acercarme al club y cambiarme. Pero, si he venido a ver una propiedad, no puedo volver a casa con ropa distinta.
—Ojalá tuviera yo tus problemas.
—¿Cuándo te sueltan?
—El próximo viernes, si no mato antes a un guarda.
—¿Vas a volver a Detroit?
—¿Adónde voy a ir si no? ¿Sabes en qué estoy pensando? En intentar trabajar otra vez de humorista. Pero con material completamente nuevo, con las diferentes situaciones en las que una se ve metida aquí.
—¿Estás de broma? ¿Material de la cárcel? ¿A qué clase de situaciones te refieres?
Debbie se levantó de la mesa de picnic y se agarró la falda del vestido por ambos lados.
—Llevo esto mismo, pero de la talla extra grande, con calcetines blancos y botas de trabajo, ¿vale? Soy una modelo de alta costura carcelaria. Hago un par de chistes sobre las eternas colas que hay que hacer en la cárcel. Y otro sobre las mujeres que tratan de ligar con una en la ducha: estoy en pelota picada y aparece una tía salida a la que llamo Rubella que quiere montárselo conmigo. Lo típico.
—¿Y también vas a contar cómo intentaste matar a Randy?
—De eso hablo al principio: es la razón por la que me encuentro aquí. —Debbie volvió a sentarse y preguntó—: ¿En qué anda metido ahora?
—Bueno —dijo Fran—, creo que no volveremos a verle en las páginas de sociedad.
Esto animó a la pequeña Debbie.
—Su mujer le ha pedido el divorcio y le ha puesto de patitas en la calle.
Al oír esto, Debbie se puso muy tiesa, y se le iluminaron los ojos.
—Lo sabía… ¿Cuándo ha ocurrido?
—Acaban de dar carpetazo al asunto.
—¿Cuánto han durado casados? ¿Un año?
—Un poco más. Firmaron un acuerdo prematrimonial, así que ella va a conservar su fortuna prácticamente íntegra. Randy ha cobrado su parte y va a quedarse con el restaurante.
—¿Le ha sacado un restaurante?
La pequeña Debbie parecía molesta.
—En el centro de Detroit, en Larned.
—Será hijoputa… ¿Por qué no me lo has contado antes?
—Los trámites del divorcio acabaron hace sólo un par de días.
—Me refiero a lo del restaurante. ¿Cómo se llama?
—Randy’s, ¿cómo se va a llamar? Ha comprado un bar y ha invertido un montón de dinero. El de su esposa.
—¿Y cómo es que se lo ha quedado él?
—Por el acuerdo. A ella no le gustaba el barrio. Está a nombre de Randy, pero yo diría que hay un socio por medio. Al menos eso me ha contado la persona que me informa sobre el tema.
—Lo que no entiendo —comentó Debbie— es por qué a su mujer le ha costado más de un año descubrir que Randy es una puta víbora. Debería haberse dado cuenta la primera vez que mudó de piel.
—¿Vas utilizar eso en alguno de tus números cómicos?
—Se me acaba de ocurrir.
—¿Qué significa?
—Pues eso: que las víboras mudan de piel. —Luego añadió—: Seguro que también le ha sacado un yate el muy hijoputa.
—Su ex mujer se queda con los yates y los clubs de campo de Detroit y Palm Beach. Randy puede hacerse socio del Club Atlético si está dispuesto a pagar las facturas. Tengo un amigo en el mismo bufete donde trabaja el abogado que lo representa. Por eso estoy al tanto de los principales puntos del acuerdo. Randy se ha quedado con el restaurante y unos cuantos millones, y eso sin contar la tajada que se lleva el abogado. Lo extraño es que su ex mujer —añadió—, con toda la pasta y los contactos que tiene, no investigara a Randy antes de casarse con él.
—No lo conoces —explicó Debbie—: es un farsante de cuidado. Yo le creí, ¿no? Y eso que me gano la vida buscando estafas.
—No era mi intención molestarte.
—No estoy molesta. Lo que pasa es que sigo cabreada, eso es todo. —Se volvió hacia una mesa donde estaba llorando un niño, dejó de mirar y puso cara de tranquilidad. Sus ojos azules traslucían calma—. ¿Has estado en el restaurante?
—Sólo a tomar una copa. Parece un club de hombres. En las mesas suele haber tíos trajeados, gente de fuera que viene a las empresas de automóviles. —Fran hizo una pausa—. Me han dicho que de noche se ven tías buenas por allí.
—¿Es un bar de alterne o qué?
—No es lo que te imaginas. Me han dicho que son profesionales, prostitutas de lujo.
—Imagínate —dijo Debbie— que tu meta en la vida sea mamársela a ejecutivos de empresas de coches. A ver si me acerco y saludo a Randy cuando me suelten. Siempre he sabido que era un chulo de putas.
—Que conste que no sabía si decírtelo —aclaró Fran.
—Descuida, no haré ninguna tontería.
—Ahora ya sabes cómo se está aquí, así que la semana que viene, cuando salgas, tienes que hacer borrón y cuenta nueva. Lo cual me recuerda que mi hermano no tardará en llegar de África.
—Es verdad, el cura…
—A menos que me venga con las costumbres de allí. Siempre que escribe una carta es para hablarme del tiempo o de cómo huele en el lugar donde vive.
—¿Viene a tomarse unas vacaciones?
—Las primeras desde hace cinco años. Aún tiene pendiente la acusación por fraude de impuestos. Hemos de resolver ese asunto.
—¿Qué hizo? ¿Falseó la declaración de la renta?
—Pensaba que ya te lo había contado.
—Tampoco me habías contado lo del restaurante.
Debbie seguía pensando en la víbora de Randy.
—Es un problema federal, de la oficina del fiscal del condado de Wayne. Llevo con el tema desde que Terry se marchó. Casi han accedido a retirar la acusación, pero antes quieren hablar con él, cuando llegue a casa. Se trata de su palabra contra las declaraciones de dos tíos. Pero como es sacerdote y me he enterado de que el ayudante del fiscal con el que he estado lidiando es muy católico…
—Fran, no sé de qué me estás hablando.
—¿Ah, no? Juraría que te había hablado de este tema. Según la alegación, Terry y dos tíos más, los hermanos Pajonny, llevaron clandestinamente de Kentucky a Detroit un camión lleno de cigarrillos con el propósito de no pagar el impuesto federal. Terry se largó justo después de que los pillaran y los Pajonny trataron de librarse echándole el muerto a él: dijeron que fue idea suya y que se había largado con su parte. A consecuencia de esto acusaron a Terry, pero para entonces ya estaba en África.
—A ver si lo entiendo —dijo Debbie—. ¿Tu hermano el cura es un prófugo?
—Él no sabía que estaba acusado. Se fue allí a ayudar a nuestro tío Tibor, que llevaba cuarenta años de misionero. Tibor Toreki: ya te he hablado de él. ¿No recuerdas que solía quedarse en casa?
—No me aclaro —respondió Debbie.
Fran meneó la cabeza.
—No te lo he contado bien. Terry no era todavía sacerdote cuando se metió en el asunto del tráfico de cigarrillos. No se ordenó hasta que llegó allí e hizo los votos.
Debbie, que seguía un tanto perpleja, dijo:
—De acuerdo, pero ¿cómo es posible que alguien que está a punto de hacerse cura se dedique al contrabando de tabaco?
—Él no hizo más que conducir el camión. No sabía que se trataba de uno de los delitos más populares de los años noventa. El Estado subió el impuesto a setenta y cinco centavos el paquete, pero no le puso sello, así que mucha gente se puso a hacer contrabando. No entrañaba mucho riesgo, nadie salía herido… —Fran se fijó en que Debbie estaba encorvada sobre la mesa, lista para hacerle otra pregunta, y trató de impedírselo—. Cuando Terry llegue a casa, tienes que conocerlo. Me recuerdas a él, por la forma en que te tomas las cosas.
—Esos dos tíos —dijo Debbie—, los Pajonny… Me encanta ese nombre… ¿Eran amigos suyos?
—Desde hacía años. Del colegio.
—¿Fue idea de ellos?
—Llamaron a Terry para que llevara el camión y punto.
—¿Y trataron de cargarle el muerto y coló?
—El Estado afirmó que perdía ciento cincuenta millones al año en impuestos —explicó Fran— y a los Pajonny les cayó una sentencia ejemplar. Los condenaron a entre cinco y diez años. Johnny ya ha salido.
—Johnny Pajonny. Esto se pone cada vez más interesante. ¿Había estado metido en algún lío antes?
—En alguna ocasión, pero nunca lo habían mandado a la cárcel.
—¿Y Terry?
—Jamás había estado metido en ningún lío hasta ahora, aunque siempre fue un chaval de armas tomar. De pequeños, cuando yo estaba regordete, por así decirlo…
—¿Y ahora cómo estás? ¿Cachas o qué?
—No seas mala. ¿Quién más viene a visitarte?
—De modo que los demás niños se metían contigo…
—Los muy cabrones me llamaban Francis el Gordo. Se burlaban de mi nombre: «¿Francis, ¿dónde has dejado tus muñecas?» O me llamaban Frannie. Eso me reventaba. Pero, si andaba cerca Terry, entonces me dejaban en paz.
—Tu hermano mayor.
—En realidad le llevo dos años, pero no había quien le tosiera. En el instituto jugó tres años al fútbol americano, y le gustaba boxear. Se enfrentaba a tíos más grandes que él, le daba igual. Incluso si estaban dándole una paliza, él aguantaba. —Fran se imaginó a Terry de cura, vestido con su sotana blanca, y se le suavizó el gesto. Entonces añadió—: He pensado que, como ha vivido cinco años en un poblado africano, a lo mejor no lo reconozco cuando llegue a casa.
—Igual es un santo —dijo Debbie.
La idea hizo sonreír a Fran.
—Yo no diría tanto. Aunque vete tú a saber.
Diez mujeres, siete de ellas negras, ocupaban los bancos de madera colocados frente al televisor del dormitorio C. Estaban esperando a que comenzase su serie favorita. Debbie bajó de la segunda grada, situada encima de sus cabezas, y se puso delante del aparato.
—¿Qué hace ésa?
—Va a ensayar su numerito delante de nosotras.
—Aún estoy preparándolo —explicó Debbie—. Se titula: «Cómo me timaron cincuenta mil dólares y acabé en el talego.»
—¿Es divertido?
—Eso es lo que quiero que me digáis.
—¿Cincuenta mil? ¿Dónde robaste tú todo ese dinero?
—Lo gané trabajando.
—¿Haciendo la calle?
—Debería darte vergüenza. Debbie es abogada: se folla a la gente en el juzgado, no en la cama.
—No soy abogada. Hice los primeros cursos de derecho, pero luego lo dejé.
—¿Entonces por qué fuiste a la universidad?
—Pensaba que quería ejercer. —Debbie hizo una pausa, decidió dejar el numerito para otra ocasión y dijo—: ¿Puedo preguntaros una cosa? ¿Cuál es la mejor manera de ganar un montón de dinero sin dar golpe?
—Ganar el primer premio de la lotería.
—Encontrar a un tío rico.
—Anda, ¿y luego quién le aguanta todas sus gilipolleces?
—¿Y un atraco a mano armada? —preguntó Debbie.
—Si una quiere llegar lejos, tiene que robar.
—¿Alguna de vosotras, chicas, ha atracado un banco alguna vez?
Se miraron unas a otras y se pusieron a hablar entre sí:
—Bueno, yo conozco gente que lo ha hecho.
—Rosella la del B ha atracado uno. ¿Sabes a quién me refiero?
—Ah, sí. Rosella…
—Rosella le debía quinientos a un abogado. Entró en el banco con el arma de su chico y le dijo a la cajera: «Dame quinientos dólares, colega.» Se llevó la pasta y pagó al abogado.
—¿Y tú cuál piensas que es la mejor manera? —le preguntó una de las mujeres a Debbie.
—Quiero ser humorista. Pero también quiero darle un palo al hijoputa que me lo dio a mí.
La «madre» del grupo, a la que habían condenado a veinticuatro años por matar a su marido con una sartén de hierro colado, le aconsejó:
—Ahórrate el rollo cómico, encanto, y dedícate a dar palos. No has dicho nada divertido desde que te has puesto ahí delante.
Mientras regresa a casa con Mary Pat y las niñas, Fran vuelve a pensar en su fantasía favorita del momento.
A Debbie la ponen en libertad y él le tiene preparado un piso amueblado en Somerset, donde vivía antes, a escasos seis kilómetros de su casa de Bloomfield Hills. Le ayuda a instalarse, quizá pintan una habitación, cambian los muebles de sitio, y compran algo de comida y alcohol. Toman una copa, se relajan. «Chico, da gusto sentarse de una vez, ¿eh?» Debbie se pone ciega. Lógicamente, está algo salida, pues no se ha acostado con nadie desde hace casi tres años. Entonces le echa una mirada, la misma que lleva esperando verle desde que se conocieron y ella empezó a trabajar para él, la mirada con la que le da a entender que no le importaría liarse con él, pero no muy en serio, sólo para divertirse un rato. Como cuando uno se lanza y luego dice: «Joder, ¿qué ha pasado?»
Años atrás, Fran le había contado a Terry que nunca había ligado con una tía en un bar, ni siquiera de soltero. Su hermano le preguntó: «¿Nunca lo has intentado o nunca lo has conseguido?» Él le respondió que nunca lo había intentado. ¿Por qué no tenía la misma confianza en un bar que en el juzgado? Terry le dijo entonces: «Vas demasiado arreglado. Pierde un poco de peso y deja de cortarte el pelo durante una temporada.»
La respuesta de Terry a cualquier problema se basaba en el principio de la serenidad. Si puedes resolverlo, adelante. Si no, que le den.