Chantelle volvió a la mesa mientras el cura se dirigía hacia la casa.
—Le invita a tomar una copa.
—¿Va a volver?
—No ha dicho nada. —Parecía cansada.
—Con hielo —dijo Laurent, acercándose a la mesa—. Me ha sorprendido oírle hablar de esa manera. Creía que estaba mirando la iglesia, que la muerte de su madre le había recordado a los muertos que hay dentro.
Hablaban en inglés, que era la lengua materna de Laurent.
—Quiere enterrarlos —le explicó Chantelle—, pero el bourgmestre, la misma persona que animó a la milicia hutu a que entrara a matarlos, ha dicho que no, que las cosas deben quedarse como están, como un monumento a los muertos. —Ofreció el vaso a Laurent y añadió—: Explíqueme eso si puede.
—Lo llama monumento… —respondió Laurent—. Parece como si don Traje Gastado, el bourgmestre, ahora lo lamentase, como si le remordiera la conciencia. Yo en cambio creo que quiere dejarlos en la iglesia para poder decir con orgullo: «Mirad lo que hicimos.» ¿Estaba usted dentro, en la iglesia, cuando ocurrió?
—Intenté ir, pero no pude —respondió Chantelle—. Estaba en Kigali. Me pasé el día entero escuchando la radio por si daban alguna noticia. El locutor les dijo a los hutus que cumplieran con su deber, que salieran a las calles y mataran. Les proporcionó información, por ejemplo: «Hay tutsis en las oficinas de Air Burundi, en la Rue du Lac Nasho. Id y matadlos. Y también en el banco de la Avenue du Rusumo.» Ni que tuvieran ojos las radios. Le oí decir que la milicia hacía falta en el campo, en diferentes comunas, y entonces nombró ésta, la de mi familia.
—Estaría usted preocupada por ellos.
—Por supuesto, pero no llegué a tiempo.
—¿Y el sacerdote? ¿Dónde estaba?
—Aquí —contestó Chantelle mientras se servía whisky en un vaso con hielo—. Usted, en cambio, estaba en Uganda, porque si no estaría muerto o mutilado. Sí, aquel día el padre Dunn estaba aquí, aunque también estuvo en Kigali, viendo al antiguo cura, el padre Toreki, al que habían ingresado en el hospital con problemas de corazón. Falleció dos semanas después. Cuando murió, el padre Toreki llevaba aquí cuarenta años, la mitad de su vida. El día en que el padre Dunn fue a verlo también oyeron por la radio cómo animaban a la milicia hutu a que fuera a las comunas. El padre Toreki le dijo al padre Dunn que volviese y llevara a la iglesia a toda la gente que pudiese, pues la iglesia siempre ha sido un lugar seguro. Dentro había un mínimo de sesenta o setenta personas, más asustadas que nunca. El padre Dunn se hallaba en el altar y estaba alzando la Hostia, en la Consagración, que es la parte más sagrada de la misa. Entonces entraron ellos en la iglesia gritando: «¡Muerte a las cucarachas!», las inyenzi, y se pusieron a matar a todo el mundo, niños incluidos. No perdonaron a nadie. Los que trataron de huir no tuvieron ninguna posibilidad. A algunas mujeres las sacaron al exterior y las violaron; los asesinos hicieron turnos antes de matarlas. Figúrese… El padre Dunn en el altar, mirando cómo acababan con su gente.
—¿No intentó pararles? —preguntó Laurent.
—¿Cómo? ¿Qué podía hacer él? En el monasterio de Mokoto, los curas huyeron y asesinaron a mil personas.
Laurent se quedó pensativo. Levantó el vaso y ella le sirvió más whisky, mientras él le decía que creía que le habían mutilado en la iglesia.
—Ocurrió cuando venía para aquí —le explicó Chantelle—; estaba angustiada por mi madre y mi padre, y también por mi hermana. No vivían en el poblado, sino en la granja de la colina, donde mi padre tenía su rebaño de vacas. —Hizo un gesto de negación y añadió con voz queda—: Nadie los ha visto ni sabe dónde se encuentran sus cadáveres. Igual están en el fondo de una letrina o enterrados en una fosa común al lado de la carretera. No me extrañaría nada que mi hermana se encontrara entre los cadáveres que quedan todavía en la iglesia. Me fijo en las facciones de las calaveras y me pregunto: ¿será Felicité o un antiguo rey de Egipto al que han sacado de su tumba?
—¿Y dice que venía para aquí? —preguntó Laurent, para animarla a seguir hablando.
—Me trajo un amigo, un amigo hutu. Él decía que no iba a pasarme nada, que él hablaría por mí. Pero nos encontramos con un control de carretera donde había varios coches parados y todo el mundo tenía que presentar el carnet de identidad. Si eras tutsi, te ordenaban que salieras del coche. Mi amigo no pudo hacer nada para protegerme. Me llevaron al bosque, donde estaban esperando personas de otros coches, algunas con sus niños abrazados a ellas. —Chantelle hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Al mando se encontraban los hutus, la mayoría de ellos jóvenes de las calles de Kigali, aunque ahora eran interahamwe, estaban todos borrachos y habían perdido el dominio de sí mismos. Se nos acercaron con machetes y masus, palos con clavos. Nadie se imaginaba que fueran a matarnos allí, en el bosque, lejos de la carretera. La gente empezó a gritar y a rogar por su vida, las madres protegían a sus hijos. Los hutus también gritaban, pero además se reían: estaban fuera de sí cuando empezaron a darnos tajos con los machetes como si fuéramos manojos de plátanos. Yo levanté el brazo para protegerme… —Chantelle volvió a hacer una pausa; esta vez dio un trago a su vaso y cerró un momento los ojos. Entonces dijo—: Uno me agarró de la mano y me dio un tajo cuando yo trataba de apartarme con el brazo extendido. —Y añadió—: Aún recuerdo su cara. —Y volvió a callarse—. Cuando caí al suelo, estaba en medio de toda la gente, y se me cayeron encima otras personas, muertas o heridas. Era de noche, y en pleno arrebato no comprobaron si estábamos todos muertos. Me quedé allí un buen rato sin moverme.
—¿La violaron antes?
—No, pero a otras sí. Las follaron como a perras.
—Pudo morir desangrada —comentó Laurent.
—Llevaba unos collares y me los enrollé al brazo.
—Aun así… —dijo Laurent.
—Mire, conozco a una mujer en Nyarubuye, donde mataron a mil personas o más, que permaneció más de una semana escondida bajo los cadáveres. Salía por la noche para buscar agua y comida y por la mañana volvía a ahuyentar las ratas y meterse otra vez entre los muertos. Yo tuve mucha suerte: mi amigo, el hutu, logró dar conmigo y me llevó a Kigali, a casa de un médico. También era hutu, pero, al igual que mi amigo, no era un extremista. Me curó la herida y dejó que me quedara allí unos días. A continuación pude esconderme en el Mille Collines porque conocía al encargado, que salvó la vida a miles de personas. Escondió incluso a mujeres de funcionarios públicos, hutus que ocupaban puestos de poder y estaban casados con tutsis. Cuando las aguas volvieron a su cauce y esos cobardes hutus huyeron del ejército de usted, volví a buscar a mi familia. —Chantelle encogió de forma imperceptible sus delgados hombros bajo la camiseta—. Y me quedé a ayudar al cura.
—A cuidarle la casa con una sola mano… —puntualizó Laurent.
Chantelle se volvió hacia la rectoría. La música había dejado de sonar hacía ya rato, pero no se veía al sacerdote por ninguna parte.
—Le gustaría creer que me acuesto con él, pese a que no tiene manera de saber si es cierto o no.
—Tanto si lo hace como si no —respondió Laurent—, me da igual. Lo que no entiendo es qué pinta él en este lugar, por qué se queda si sólo cumple algunas de las funciones de un sacerdote. ¿Cómo es posible que, desde que está aquí sólo diga misa cuando le apetece? Una de las explicaciones que dan algunas personas es que tiene que ahorrar hostias porque las monjas que se las hacían al anterior cura están muertas. También he oído decir que se bebe el vino de la consagración durante la cena.
El militar vio que Chantelle sonreía sin muchas ganas.
—¿Y usted se cree eso? —preguntó.
—Dígame usted qué debo creer.
—Celebró misa en Navidad y también el domingo de Pascua. Es un buen hombre. Juega a fútbol con los niños, les lee cuentos, les hace fotos… ¿Por qué busca motivos para criticarle?
—¿A eso ha venido aquí? ¿A jugar con los niños?
—Hace usted demasiadas preguntas —respondió ella mientras miraba otra vez hacia la casa y meneaba la cabeza con gesto cansino.
—¿No le parece diferente a otros curas que conoce? —preguntó Laurent.
—¿En qué sentido?
—No muestra una actitud de superioridad, no tiene respuestas para todo, para todos los problemas de la vida.
Ella opinaba de forma parecida y lo miró como si hubiera decidido por fin contarle la verdad sobre el sacerdote. Pero lo único que dijo fue:
—Vino a ayudar al antiguo cura.
—¿Y…? —preguntó Laurent, sin darse por satisfecho.
—Ahora el padre Dunn continúa su trabajo.
—No me diga… —respondió Laurent en un tono que a ella la molestaba porque, evidentemente, no quería hablar de su cura. Aun así, insistió—. Ha dicho que vino aquí… Pero ¿no le mandó su orden religiosa, la misma a la que pertenecía el antiguo cura? No recuerdo haber oído cómo se llama.
—Los padres misioneros de San Martín de Porres —dijo Chantelle.
—¿Y lo destinaron a este lugar?
Chantelle titubeó antes de responder.
—¿Qué importa cómo llegó aquí?
Laurent pensó que la había acorralado y dijo:
—Tiene cara de cansancio.
Y le indicó la mesa.
Se sentaron el uno enfrente del otro. Chantelle tenía la mano sobre el muñón del brazo mutilado. Estaba oscureciendo, el murmullo de los insectos empezaba a dominar el ambiente y en el cielo se veían las manchas negras de los murciélagos que se abatían sobre los eucaliptos.
Ella dijo:
—Hace tantas preguntas que parece un policía. Lo único que puedo contarle es que el padre Dunn vino o fue destinado aquí porque el antiguo cura, el padre Toreki, era tío suyo. Era hermano de su madre, la que ha muerto.
—¿Ah, sí? —exclamó Laurent. Aquello parecía interesante.
—Cada cinco años —prosiguió Chantelle—, el padre Toreki volvía a casa, a Estados Unidos, a predicar y recaudar dinero para su misión. Y siempre que iba se quedaba en casa de la familia del padre Dunn. Llevaba haciéndolo desde que Terry era un chiquillo.
Laurent hizo un gesto de asentimiento.
—De modo que durante estas visitas el cura pudo lavarle el cerebro al chaval con sus historias sobre Á-fri-ca —dijo silabeando la palabra—, contándole que vivía entre salvajes que se pintaban la cara y mataban leones con lanzas.
—¿Qué prefiere? ¿Hablar o escuchar? —preguntó Chantelle.
Laurent hizo un gesto con el vaso que tenía en la mano para invitarle a que continuara.
—Disculpe.
—Durante aquellos años —dijo Chantelle—, él y el padre Toreki intimaron mucho y empezaron a escribirse. El cura no le lavó el cerebro: le enseñó al padre Dunn, al chico, a ser el tipo de persona que era él, a ocuparse de la gente y de sus vidas.
Laurent asintió y mantuvo la boca cerrada.
—El padre Dunn —continuó Chantelle— cuenta que fue su madre quien le presionó para que se hiciera sacerdote, pues decía que para ella sería un orgullo, como para cualquier madre.
El militar volvió a asentir y comentó:
—Sí, las madres son así.
—La suya —explicó Chantelle— fue a misa de seis y comulgó todas las mañanas durante toda su vida. Él empezó a acompañarla cuando tuvo edad para ello. Se hizo monaguillo. El padre Dunn dice que su madre era muy religiosa y que rezaba todos los días para que se hiciese sacerdote.
Laurent observó que la asistenta levantaba el vaso para echar un trago de whisky y que se tomaba el tiempo necesario para reflexionar. Se tomaba todo el tiempo del mundo.
—Y eso fue lo que ocurrió, ¿entonces? —preguntó Laurent—. ¿Se hizo mayor y se metió a sacerdote?
Laurent esperó. La asistenta seguía sumida en sus pensamientos y estaba acariciándose el muñón distraídamente.
—Sí —respondió Chantelle—, llegó el día en que tuvo que irse a un seminario de California a estudiar. Fue al noviciado de San Dimas. He visto una imagen suya en un papel que tiene guardado: san Dimas, el santo africano que fue crucificado junto a Nuestro Señor. Se vino de allí sólo dos o tres semanas antes de que comenzara la matanza.
Esta vez fue Laurent quien hizo una pausa para asimilar lo que acababa de oír y pensar en ello con calma.
—¿Está segura de que se hizo cura?
—Eso me dijo, sí…
Como Laurent guardaba silencio, pero no dejaba de mirarla, ella agregó:
—No me miente, si es lo que está pensando. No tiene motivos para hacerlo. —Luego añadió—: ¿Quiere saber qué significo yo para él? No le haría daño aunque pudiera.
Laurent había dejado de preguntarse qué tipo de relación mantenían la asistenta y el cura. Parecía algo más importante que compartir la misma cama, en el caso de que fuera cierto que lo hacían.
—¿Hablan? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Sobre lo que él piensa?
—Él me cuenta cosas y yo le escucho —explicó Chantelle.
—¿Y usted le cuenta cosas?
—Trato de protegerle.
—¿De qué?
Chantelle se tomó su tiempo para responder.
—De pensar demasiado.
—Creía que ya tenía al señor Walker para eso.
—No bebe porque esté aquí o porque no quiera estar aquí. Bebe porque para él es un placer. Me ha explicado la razón por la que sabe que no es un alcohólico: nunca ha sentido la tentación de probar la cerveza de plátano.
—¿Le dice que tiene unos ojos muy bonitos?
—Me ha dicho que han encontrado unos cadáveres cerca de Ruhengeri. Esta vez son los de unos turistas que habían venido a ver los gorilas. Los han despedazado. El genocidio está empezando otra vez…
—Estaban alojados en el Hotel Muhabura —explicó Laurent— y salieron a dar una vuelta. Como usted ha dicho, eran turistas, visitantes. A eso no lo llamamos genocidio.
—Pero está empezando otra vez.
—También podría decir que continúa —puntualizó Laurent—, pero como incidentes aislados, como atrocidades sin relación entre sí.
—Llámelo como quiera —atajó Chantelle—, pero pronto volverá a ocurrir en este poblado.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo ha contado él.
—¿Y él cómo lo sabe?
—Se lo dicen cuando se confiesan con él.