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El oficial del EPR al mando del sector respondió al hermano del cura, que llamaba desde Estados Unidos, y le preguntó en qué podía servirle. Mientras escuchaba apoyó la oreja en una mano, lejos del auricular. Contestó que lo lamentaba profundamente y añadió que sí, por descontado, que se lo diría al padre Dunn. ¿Cómo…? No, el ruido era el que hacía la lluvia sobre el tejado de metal. Sí, nada más que lluvia. Aquel mes estaba lloviendo todas las tardes, a veces el día entero. Mientras el hermano del cura le repetía todo lo que le había dicho antes, el oficial del EPR dijo «mmm…, mmm…» y respondió que iría inmediatamente, por descontado.

Entonces se acordó de algo.

—Ah, y también ha llegado hoy una carta suya.

Y el hermano del cura dijo:

—Con una noticia que se alegrará mucho de recibir. No como esta llamada.

El oficial se llamaba Laurent Kamweya.

Era tutsi y nacido en Ruanda, pero había vivido la mayor parte de su vida en Uganda, donde el idioma oficial era el inglés. Tras estudiar en la Universidad de Kampala, había recibido instrucción con los grupos guerrilleros del Frente Patriótico Ruandés y había regresado a su país con el ejército para arrebatar el gobierno a los genocidas hutus. Llevaba en Arisimbi menos de un año ocupando el cargo de conseiller, el representante del gobierno en la localidad. Laurent esperó a que amainara la lluvia y a que las plantaciones de té de las colinas del este volvieran a teñirse de un verde intenso. Luego aún esperó un poco más.

Una hora antes de que se pusiera el sol, cuando el cura solía estar sentado delante de su casa con su botella de Johnnie Walker, Laurent arrancó el Toyota Land Cruiser del EPR y empezó a subir al monte, quizá con idea de averiguar algo más acerca de aquel extraño sacerdote, aunque él hubiera preferido ir a Kigali, donde uno podía conocer a mujeres elegantes en los bares de los hoteles.

El pueblo, en cambio, era un lugar primitivo donde la gente bebía cerveza de plátano y hacía vida de campesino: trabajaba la tierra, cortaba madera, recolectaba, y cultivaba maíz, alubias y plátanos. Además empleaba todo el terreno, hasta las parcelas más pequeñas: plantaba maíz incluso en aquella carretera y junto a las viviendas, casas construidas con ladrillos de adobe, del mismo tono rojizo que la carretera de arcilla roja por la que avanzaba él y por la que continuó pendiente arriba hasta llegar a la escuela y al campo de boniatos que labraban los niños. A continuación, la carretera torcía y daba la vuelta por encima de la escuela; Laurent fue acercándose a la iglesia, la antigua basílica blanca de San Martín de Porres, que estaba quedándose sin pintura y mostraba unas cicatrices por las que se veían los ladrillos de adobe, mientras los vencejos entraban y salían volando del campanario. Una iglesia llena de fantasmas que ya no les servía a los vivos para nada.

La carretera serpenteaba y volvía a girar sobre la iglesia; Laurent se encontraba ya cerca de la rectoría, de los árboles que crecían a lo largo de la cima del monte.

Por fin la vio, un tanto apartada de la carretera: una casa de una planta cubierta de parras, con el enlucido desconchado y descascarillado. Según le habían contado, el edificio había empezado a deteriorarse a partir de la muerte del antiguo sacerdote, quien se había pasado allí la mayor parte de su vida.

Y allí estaba el cura que quedaba, el padre Terry Dunn, a la sombra del techo de paja que se extendía por un lado de la casa igual que una habitación sin paredes, donde a veces se sentaba para confesar y por la noche se tomaba su Johnnie Walker. Laurent había oído decir que también fumaba marihuana, que le conseguía su asistenta en Gisenyi, en el café Tum Tum Bikini. El whisky lo compraba en cajas cuando viajaba a Kigali, la capital.

Por su aspecto —los pantalones cortos y las camisetas con nombres de grupos de rock o de espectáculos organizados en Estados Unidos—, saltaba a la vista que no hacía el menor esfuerzo por parecer un sacerdote. La barba podía indicar que era un misionero extranjero, aspecto que a algunos les gustaba exhibir. ¿A qué se dedicaba? Repartía la ropa que le mandaba su hermano, confesaba cuando le venía en gana y escuchaba a la gente que se quejaba de su vida, a los que lloraban la aniquilación de su familia. También jugaba con los niños, les hacía fotos y les leía los libros de un tal doctor Seuss. Pero Laurent pensaba que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado allí, en su monte, con su amigo el señor Walker.

El cura se volvió y, al ver el Land Cruiser del Ejército Patriótico Ruandés, se levantó. El vehículo entró en el patio y se detuvo detrás de su vieja camioneta Volvo de color amarillo. Laurent apagó el motor y oyó música. Procedía de la casa, no estaba alta, pero tenía un ritmo agradable que le pareció… En efecto, era reggae.

Y allí estaba también la asistenta del cura, Chantelle, que en aquel preciso momento salía de la casa con una bandeja redonda en la que llevaba unos vasos y un cuenco con hielo. Chantelle Nyamwase. Llevaba la botella de whisky bajo el brazo, mejor dicho, la llevaba apretada entre la camiseta blanca que cubría su delgado cuerpo y el muñón del brazo izquierdo, que le habían cortado justo por encima del codo. Chantelle no solía taparse el muñón. Según ella, así se sabía que era tutsi, aunque bastaba con fijarse en su figura para darse cuenta. Había quien decía que había sido prostituta en el Hotel des Mille Collines de Kigali, pero que debido a la mutilación ya no podía continuar en aquel oficio. Además de la limpia camiseta blanca, llevaba a la cadera un pagne suave y ajustado; la falda le caía hasta las zapatillas de tenis, y la tela tenía un estampado de sombras color azul y tostado con rayas blancas.

Al bajar del Land Cruiser, Laurent se arregló la chaqueta de su uniforme de faena y se quitó la boina. Cuando se acercó al patio reconoció la música que salía de la rectoría: la voz era la de Ziggy Marley y la canción One Good Spliff, la misma que ponían en el piano bar del Hotel Meridien de Kigali. Ziggy estaba en aquel momento cantando la parte que decía: «Mis hermanas pequeñas y yo nos vamos de marcha…» Chantelle se encontraba de pie junto al sacerdote; había dejado la bandeja y el Johnnie Walker en la mesa, que se había descolorido de estar tanto tiempo en el patio. Antes de dirigirse al cura, Laurent vio que la botella estaba precintada.

—Padre, lamento profundamente tener que darle esta noticia. Es de parte de su hermano. Su madre ha fallecido en el hospital. Su hermano me ha pedido que le diga que el entierro se celebrará dentro de dos días.

El cura, que llevaba una camiseta con la frase NINE INCH NAILS: LA DROGA PERFECTA en el pecho, asintió dos veces con pasmosa lentitud.

—Le agradezco que haya venido, Laurent.

Fue todo lo que dijo. Estaba mirando la iglesia o el cielo, o quizá las colinas de enfrente, sobre cuyas altas praderas descansaba la neblina.

Laurent se acordó entonces de una cosa que le había contado el hermano del cura.

—Bueno, también me ha pedido que le diga que a su hermana le han dado permiso para salir de… del sitio donde está y asistir al entierro. Con la lluvia no le he entendido muy bien.

Laurent esperó. Esta vez el cura no le había prestado atención. Parecía sumido en sus pensamientos. O quizá le daba igual su hermana.

—Su hermana, Therese, se encuentra en un convento —le explicó Chantelle.

Y siguió hablando en su idioma, el kinyaruanda. Le contó a Laurent que la hermana del sacerdote pertenecía a la orden carmelita, que vivía en clausura y había hecho voto de silencio, de ahí que tuviera que pedir permiso para salir del convento y asistir al entierro. Laurent preguntó si el cura también iba a ir. Chantelle miró al sacerdote y respondió que no lo sabía. Laurent le dijo que su madre también había muerto en el hospital y empezó a contarle que los interahamwe, los matones hutus, habían entrado con lanzas de bambú en la sala donde estaba ingresada…

Chantelle se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y luego agarró al cura del brazo para consolarlo, para que supiera que tenía a alguien cerca. Laurent le oyó musitar:

—Terry, ¿qué puedo hacer?

Le había llamado por su nombre de pila. Chantelle debía de ser algo más que una asistenta para el sacerdote. ¿Quién iba a pagar a una mujer manca para que cocinase y limpiara? Chantelle era una mujer muy bonita; tenía más atractivo incluso que las prostitutas del bar del Mille Collines, que eran famosas por su belleza. A muchas de ellas las habían asesinado por ese motivo.

Laurent decidió armarse de paciencia: el Johnnie Walker no se iba a ir a ninguna parte. Había que dar tiempo al cura a que asimilara la noticia de la muerte de su madre, una persona cercana pero que se encontraba lejos, en Estados Unidos. Debía de estar acostumbrado a sentir la muerte cerca de sí, en la iglesia, a menos de cien metros de distancia.

¿Tenía los ojos clavados en la iglesia o estaba mirando mentalmente al vacío? ¿No estaría escuchando a Ziggy Marley y los Melody Makers? Estaban tocando Beautiful Day. La voz de Ziggy se perdió sobre las colinas del oeste de Ruanda. Laurent se dio cuenta de que empezaba a dejarse llevar por la música e intentó pararse antes de que el cura o Chantelle se fijaran en él.

El sacerdote hizo ademán de marcharse, pero entonces se detuvo y se volvió hacia Laurent.

—¿Conoce usted a un joven llamado Bernard? Es hutu, lleva una camisa a cuadros de color verde y a veces un sombrero de paja.

El militar creía que el cura estaba pensando en la muerte de su madre, por lo que se quedó sorprendido.

—Sí, lo conozco. Acaba de volver de Goma, del campo de refugiados. Esos de la ayuda humanitaria no saben distinguir a los buenos de los malos. Viene el EPR, los hutus huyen y los de la organización de ayuda les dan mantas y comida. Sí, sí que lo conozco.

—Anda contándole a todo el mundo que participó en el genocidio.

Laurent asintió con la cabeza.

—Igual que la mayoría de la gente a la que se lo cuenta.

—Reconoce haber matado a gente. En la iglesia.

—Eso he oído decir.

—¿Por qué no lo detiene?

—¿Que lo arreste? Pero ¿quién le ha visto matar a nadie? Quienes le vieron están muertos. ¿Qué testigo va a declarar en el juicio? Mire, si los soldados del EPR oyen hablar de alguien como Bernard, se lo llevarán al monte y lo matarán. Pero, si lo hacen, habrá que arrestarlos a ellos. Dos soldados han sido juzgados y ejecutados por matar a sospechosos hutus. Lo único que podemos hacer es no perderlo de vista.

—Pero si un hombre, no un soldado —insistió el cura—, ve al asesino de su familia y se venga…

El cura esperó a que le respondiera.

—Lo comprendería —dijo Laurent.

—¿Le arrestaría?

El militar miró al cura a los ojos y contestó:

—Informaría de que he investigado y no he podido dar con él.

El cura hizo un gesto de asentimiento, sostuvo la mirada a Laurent y dio media vuelta. Cuando se alejaba, el militar se acordó de la carta:

—Padre —dijo al tiempo que la sacaba del bolsillo—, le he traído esto; es también de su hermano.

Chantelle tomó el sobre, se lo llevó al cura y volvió a posar una mano sobre su brazo. Laurent los observó. El cura miró el sobre y luego le habló a su asistenta y levantó una mano hacia su hombro. Laurent se fijó en la familiaridad con que se tocaban.