Capítulo 23

Nos despedimos… más o menos

El campamento se prolongó aquel verano. Todavía duró dos semanas más, justo hasta el comienzo del curso, y debo reconocer que fueron las dos mejores semanas de mi vida.

Desde luego, Annabeth me mataría si dijera algo diferente, pero hubo también muchas otras cosas estupendas. Grover se había hecho cargo de los sátiros buscadores y estaba enviándolos por todo el país para encontrar mestizos que aún no hubieran sido reconocidos. Por el momento, los dioses cumplían su promesa. Estaban apareciendo semidioses nuevos por todas partes: no sólo en Estados Unidos, sino en muchos otros países.

—Casi no damos abasto —reconoció Grover una tarde, mientras nos tomábamos un descanso en el lago de las canoas—. Necesitaremos un presupuesto más grande para viajes; podría emplear tranquilamente a un centenar más de sátiros.

—Sí, pero los que tienes están trabajando a lo bestia —le dije—. Me parece que les das miedo.

Grover se sonrojó.

—Qué tontería. Yo no doy miedo.

—Eres el señor de la naturaleza, amigo. El elegido de Pan. Y miembro del Consejo de…

—¡Basta! —protestó—. Eres tan terrible como Enebro. Pronto pretenderá que me presente como candidato a presidente.

Empezó a mascar una lata mientras contemplábamos la serie de cabañas nuevas que estaban construyendo al otro lado del lago. La U que formaban las antiguas pronto se convertiría en un rectángulo completo, y los semidioses se habían aplicado a la tarea con entusiasmo.

Nico tenía a unos cuantos obreros muertos trabajando en la cabaña de Hades. Aunque él sería por ahora su único ocupante, la verdad es que le estaba quedando muy chula: paredes macizas de obsidiana, con una calavera sobre el dintel y antorchas que ardían con fuego griego las veinticuatro horas del día. A su lado, se alzaban las cabañas de Iris, Némesis, Hécate y algunas más que no identifiqué. Todos los días añadían alguna nueva al proyecto. La cosa iba tan bien que Annabeth y Quirón estaban considerando la posibilidad de crear una nueva ala de cabañas para que todas contaran con suficiente espacio.

La cabaña de Hermes ya no estaba tan abarrotada como antes, porque muchos de los chicos no reconocidos habían recibido la señal de sus progenitores divinos. Sucedía casi cada noche. Y cada noche, asimismo, llegaban semidioses a nuestras fronteras, acompañados de sátiros buscadores y perseguidos por varios monstruos repulsivos. La mayoría conseguía zafarse de ellos y entrar en el campamento.

—El próximo verano va a ser muy distinto —le dije a Grover—. Quirón prevé que tendremos el doble de campistas.

—Sí —asintió—, pero seguirá siendo el mismo sitio entrañable de siempre.

Suspiró con satisfacción.

Observé un rato a Tyson, que dirigía a un grupo de cíclopes constructores. Estaban izando piedras enormes para levantar los muros de la cabaña de Hécate, una tarea difícil y delicada. Cada piedra tenía signos mágicos grabados en la superficie y, si se caía alguna, podía explotar o convertir en árbol a todo el mundo en un radio de medio kilómetro. Cosa que a nadie, salvo a Grover, le habría hecho gracia, supongo.

—Entre mis tareas de protección de la naturaleza y la búsqueda de mestizos, voy a tener que viajar mucho —me advirtió—. Quizá no nos veamos tanto.

—Eso no cambiará nada. Sigues siendo mi mejor amigo.

Sonrió de oreja a oreja.

—Aparte de Annabeth —comentó.

—Eso es diferente.

—Ya —asintió—. Desde luego que sí.

* * *

A media tarde, mientras daba un último paseo por la playa, oí una voz conocida:

—Un buen día para pescar.

Mi padre, Poseidón, estaba metido en el agua hasta las rodillas, con sus bermudas de siempre, su vieja gorra y una camisa muy fina verde y rosa Tommy Bahama. Tenía una caña de pescar en las manos y, cuando arrojaba el sedal, lo mandaba muy lejos: como a medio camino de Long Island Sound.

—Eh, papá —dije—. ¿Qué te trae por aquí?

Hizo una mueca.

—No tuvimos ocasión de hablar a solas en el Olimpo. Quería darte las gracias.

—¿A mí? Fuiste tú quien acudió a salvarnos.

—Sí, y mi palacio entretanto fue destruido. Pero ¿sabes?, los palacios pueden reconstruirse. He recibido muchísimas tarjetas de agradecimiento de los demás dioses. Incluso Ares me ha enviado una, aunque creo que Hera lo obligó a hacerlo. Resulta más bien gratificante. Así que… gracias. Supongo que incluso los dioses pueden aprender nuevos trucos.

El agua empezó a burbujear. En el extremo del sedal, de repente salió a la superficie una enorme serpiente marina. Forcejeaba y daba tremendos latigazos, pero Poseidón se limitó a suspirar. Sujetando la caña con una mano, sacó su cuchillo y cortó el sedal. El monstruo volvió a sumergirse en el agua.

—No tenía el tamaño suficiente —se lamentó—. Tengo que soltar a los pequeños o los guardas se me echarán encima.

—¿Los pequeños?

Él sonrió.

—Estáis haciendo un buen trabajo con esas nuevas cabañas, por cierto. Supongo que eso significa que ya puedo reconocer a todos mis demás hijos y mandarte unos cuantos hermanos el verano que viene.

—Ja-ja-ja.

Poseidón recogió su sedal y yo lo miré.

—Bromeas, ¿no? —pregunté con cierta inquietud.

Me hizo un guiño enigmático y no supe si hablaba en serio.

—Nos veremos pronto, Percy —dijo—. Y recuérdalo, hay que distinguir si los peces tienen tamaño suficiente para pescarlos.

Dicho lo cual, se disolvió en la brisa marina, dejando una caña de pescar tirada en la arena.

* * *

Aquella noche, la última en el campamento, se celebró la ceremonia de las cuentas de collar. La cabaña de Hefesto había diseñado la de aquel año: una cuenta que mostraba la imagen del Empire State rodeada de una espiral de letras griegas diminutas, con todos los nombres de los héroes que habían sucumbido en defensa del Olimpo. Había demasiados nombres, pero aun así me sentí orgulloso de recibirla y la coloqué en mi collar; ya tenía cuatro cuentas. Me sentía como un veterano. Pensé en la primera hoguera de campamento a la que había asistido, a los doce años, y recordé que me había sentido como en casa de inmediato. Eso al menos no había cambiado.

—¡Jamás olvidéis este verano! —nos dijo Quirón. Estaba extraordinariamente recuperado, aunque todavía se le veía una leve cojera mientras trotaba junto al fuego—. Este verano hemos descubierto la bravura, la amistad y el coraje. Hemos mantenido el honor del campamento.

Me dirigió una sonrisa y todos aplaudieron. Desvié la mirada y reparé en una niña con vestido marrón que cuidaba el fuego. Tenía un brillo escarlata en los ojos, y me hizo un guiño. Nadie más parecía advertir su presencia, pero llegué a la conclusión de que ella quizá lo prefería así.

—Y ahora —dijo Quirón—, ¡a la cama temprano! Recordadlo, tenéis que desalojar las cabañas mañana a mediodía, a menos que hayáis hecho las gestiones necesarias para pasar todo el año con nosotros. Las arpías de la limpieza devorarán sin piedad a los rezagados, ¡y no me gustaría concluir el verano con una nota amarga!

* * *

A la mañana siguiente, Annabeth y yo nos detuvimos en lo alto de la colina Mestiza y contemplamos los autobuses y furgonetas que empezaban a salir, llevándose de vuelta al mundo real a la mayoría de los campistas. Algunos veteranos, así como algunos recién llegados, se quedaban en el campamento, pero yo volvía para iniciar mi segundo año en la Escuela Secundaria Goode: la primera vez en mi vida que hacía dos cursos en el mismo colegio.

—Adiós —nos dijo Rachel, echándose la bolsa al hombro. Se la veía bastante nerviosa, pero pensaba mantener la promesa que le había hecho a su padre y asistir a la Academia Clarion en New Hampshire. Hasta el verano siguiente no recuperaríamos a nuestra Oráculo.

—Te irá de maravilla. —Annabeth la abrazó. Era curioso: ahora parecía llevarse muy bien con ella.

Rachel se mordió el labio.

—Ojalá tengas razón. Estoy algo preocupada. ¿Y si alguien se pregunta qué van a poner en el examen de Mates y yo empiezo a farfullar una profecía en medio de la clase de Geometría? «El teorema de Pitágoras será el segundo problema…». ¡Dioses, resultaría muy embarazoso!

Annabeth se echó a reír y, para mi alivio, consiguió que Rachel sonriera un poco.

—Bueno —dijo—, portaos bien el uno con el otro. —Vete a saber por qué, pero me miró como si fuera un tipo problemático. Antes de que pudiera protestar, Rachel nos deseó suerte y corrió cuesta abajo para subir a su vehículo.

Annabeth, gracias al cielo, se quedaría en Nueva York. Sus padres la habían dejado ingresar en un internado de la ciudad para que permaneciera cerca del Olimpo y pudiera supervisar los trabajos de reconstrucción.

—Y para estar cerca de mí, ¿no? —pregunté.

—Hum, me parece que hay alguien aquí que se da demasiada importancia. —Pero entrelazó sus dedos con los míos. Me acordé de su idea de construir algo permanente, de la que me había hablado en Nueva York, y pensé que quizá estábamos empezando con buen pie.

Peleo, el dragón guardián, se enroscó alrededor del tronco del pino, justo debajo del Vellocino de Oro, y empezó a roncar, echando una bocanada de humo a cada suspiro.

—¿Has estado pensando en la profecía de Rachel? —le pregunté a Annabeth.

Arrugó el ceño.

—¿Cómo lo sabes? —contestó.

—Porque te conozco.

Me dio un empujón con el hombro.

—Vale, sí, he pensado. «Siete mestizos responderán a la llamada». Me pregunto quiénes serán. Vamos a tener muchas caras nuevas el verano que viene.

—Sí —asentí—. Y todo eso del mundo cayendo bajo la tormenta o el fuego…

Frunció los labios.

—Y los enemigos a las Puertas de la Muerte. No lo sé, Percy, pero no me gusta. Creía… bueno, que quizá tendríamos un poco de paz para variar.

—No sería el Campamento Mestizo si fuese pacífico —dije.

—Ya… O tal vez la profecía no se cumpla en muchos años.

—Podría tratarse de un problema para la próxima generación de semidioses. En tal caso podemos relajarnos y disfrutar.

Ella asintió, aunque aún parecía inquieta. No la culpaba, pero me resultaba difícil preocuparme en un día tan bonito, con ella a mi lado y sabiendo que no me estaba despidiendo en realidad. Teníamos mucho tiempo por delante.

—¿Una carrera hasta abajo? —la reté.

—Pues pierdes seguro. —Salió disparada por la ladera y corrí tras ella.

Por una vez, no miré atrás.