Recibo un jarro de agua fría
Nadie me roba mi pegaso. Ni siquiera Rachel. No sabía si estaba más enfadado, asombrado o preocupado.
—¿En qué estaría pensando? —me dijo Annabeth mientras corríamos hacia el río. Por desgracia, yo tenía una idea bastante aproximada, y me daba mucho miedo.
Había un tráfico espantoso. Todo el mundo estaba en la calle mirando boquiabierto los daños causados en la zona de guerra. Se oían sirenas de policía a cada paso. Era imposible encontrar un taxi y todos los pegasos se habían largado volando. Me habría conformado con unos Ponis Juerguistas, pero ellos habían desaparecido con casi todas las existencias de cerveza de raíces de la ciudad. Así pues, no nos quedó más remedio que correr y abrirnos paso entre aquella multitud de mortales alelados que atestaban las calles.
—No podrá atravesar las defensas —dijo Annabeth—. Peleo la devorará.
Eso no se me había ocurrido. La Niebla no despistaría a Rachel como a la mayoría de la gente; localizaría el campamento sin problemas. Pero yo había dado por supuesto que los límites mágicos la mantendrían a raya como un campo de fuerza. No se me había ocurrido que Peleo pudiera atacarla.
—Hemos de darnos prisa. —Le eché una mirada a Nico—. ¿No podrías invocar a unos caballos-esqueleto?
Él corría jadeando.
—Estoy tan agotado… que no podría hacer aparecer ni un hueso para el perro.
Finalmente, subimos al terraplén de la orilla y solté un silbido bien fuerte. No me apetecía hacerlo. Incluso con el medio dólar de arena que le había dado al río East para que se limpiara mágicamente, el agua seguía allí bastante contaminada. No me hacía gracia provocarle una enfermedad a ninguna criatura marina. Pero ellas, de todos modos, acudieron a mi llamada.
Surgieron en el agua gris tres estelas y enseguida salieron a la superficie sendos hipocampos, relinchando con repugnancia y sacudiéndose la mugre de sus crines. Eran criaturas preciosas, con cola de pez multicolor y cabeza y patas delanteras de semental. El que iba delante era mucho mayor que los otros dos: una montura adecuada para un cíclope.
—¡Rainbow! —grité—. ¡Cómo va, amigo!
Él relinchó, quejándose.
—Sí, lo siento —le dije—. Pero es una emergencia. Tenemos que llegar al campamento.
Dio un resoplido.
—¿Tyson? ¡En plena forma! Lamento que no esté aquí. Ahora es un gran general del ejército de los cíclopes.
—¡Hiiiiiiiiii!
—Sí, ya me imagino que siempre te trae manzanas. Bueno, ¿y qué me dices de ese trayecto…?
En un periquete, Annabeth, Nico y yo estábamos deslizándonos por el río Este más aprisa que en una moto acuática. Aceleramos al pasar bajo el puente Throgs Neck y nos dirigimos hacia Long Island Sound.
* * *
Me pareció que transcurría una eternidad hasta que divisamos la playa del campamento. Les dimos las gracias a los hipocampos y vadeamos hacia la orilla, donde descubrimos que Argos nos estaba esperando. Se hallaba de pie sobre la arena, con los brazos cruzados y sus cien ojos mirándonos airados.
—¿Está aquí? —pregunté.
Asintió, muy serio.
—¿Va todo bien? —preguntó Annabeth.
Argos meneó la cabeza.
Lo seguimos por el sendero. Era surrealista encontrarse en el campamento, porque allí todo parecía tranquilo y pacífico, sin edificios carbonizados, ni guerreros malheridos. Las cabañas destellaban al sol y los campos relucían cubiertos de rocío. Aunque el lugar estaba casi desierto.
No había duda: en la Casa Grande algo iba rematadamente mal. De todas las ventanas salía un resplandor verde, idéntico al que había visto en mi sueño sobre May Castellan. La Niebla (la de tipo mágico) se arremolinaba en el patio. Quirón yacía en una camilla tamaño caballo junto a la pista de voleibol, rodeado de un corrillo de sátiros. Blackjack galopaba nervioso de un lado para otro.
«¡A mí no me culpe, jefe! —suplicó al verme—. ¡Esa chica extraña me obligó!».
Rachel Elizabeth Dare estaba de espaldas, al pie de los escalones del porche, con los brazos alzados, como si esperase que alguien le lanzara una pelota desde el interior de la casa.
—¿Qué está haciendo? —masculló Annabeth—. ¿Y cómo habrá atravesado los límites de seguridad?
—Volando —dijo uno de los sátiros, echándole una mirada acusadora a Blackjack—. Ha pasado justo por encima del dragón y ha cruzado las fronteras mágicas.
—¡Rachel! —grité, pero los sátiros me detuvieron cuando intenté acercarme a ella.
—No, Percy —me advirtió Quirón. Hizo una mueca al tratar de moverse. Tenía un brazo en cabestrillo, las patas traseras entablilladas y la cabeza vendada—. No puedes interrumpir.
—¡Creía que habías hablado con ella!
—Así es. Y la invité a venir aquí.
Lo miré, incrédulo.
—¡Dijiste que nunca permitirías que nadie volviera a intentarlo! Dijiste…
—Sé lo que dije. Pero me equivocaba. Rachel tuvo una visión sobre la maldición de Hades. Cree que tal vez haya sido levantada. Me ha convencido de que vale la pena intentarlo.
—¿Y si no ha sido levantada aún? Como Hades no se haya ocupado de ello, se volverá loca.
La Niebla se arremolinó alrededor de Rachel, que empezó a temblar como si sufriera una convulsión.
—¡Rachel! —grité—. ¡Detente!
Corrí hacia ella sin hacer caso a los sátiros. Cuando ya la tenía a tres metros, choqué con una especie de pelota invisible elástica. Salí rebotado hacia atrás y aterricé en la hierba.
Rachel abrió los ojos y se volvió. Tenía aspecto de sonámbula, como si sólo me viera en sueños.
—Todo va bien. —Su voz sonaba remota—. Para eso he venido.
—¡Serás destruida!
Ella meneó la cabeza.
—Éste es mi sitio, Percy. Por fin comprendo por qué.
Aquello se parecía demasiado a lo que había dicho May Castellan. Tenía que detenerla, pero ni siquiera podía levantarme.
La casa retumbó y la puerta se abrió de golpe, dejando escapar un fulgor verde. Noté un olor rancio a reptil.
La Niebla se retorció sinuosamente convertida en un centenar de serpientes, que se deslizaban por las columnas del porche y envolvían en sus anillos toda la casa. Entonces apareció el Oráculo en el umbral.
La momia avanzó arrastrando los pies con su vestido multicolor. Tenía peor aspecto que de costumbre, lo que ya es decir. El pelo se le caía a mechones. Su piel apergaminada se agrietaba como el asiento gastado de un autobús. Sus ojos vidriosos parecían perdidos en el vacío, aunque tuve la espeluznante sensación de que caminaba directamente hacia Rachel.
Ésta extendió los brazos. No parecía asustada.
—Llevas demasiado esperando —dijo—. Pero aquí estoy por fin.
El sol brilló todavía con más ardor. Por encima del porche, apareció una figura flotando en el aire: un tipo rubio con toga blanca, gafas de sol y sonrisa engreída.
—Apolo —dije.
Él me guiñó un ojo, pero se llevó un dedo a los labios.
—Rachel Elizabeth Dare —dijo el dios—. Posees el don de la profecía. Pero también se trata de una maldición. ¿Estás totalmente decidida?
Ella asintió.
—Es mi destino.
—¿Aceptas los riesgos?
—Sí.
—Entonces, adelante.
Rachel cerró los ojos.
—Acepto esta misión. Me entrego a Apolo, dios de los Oráculos. Abro mis ojos al futuro y abrazo el pasado. Acepto al espíritu de Delfos, Voz de los Dioses, Portador de Enigmas, Vidente del Destino.
No sabía de dónde sacaba aquellas palabras, pero salían de ella con toda fluidez mientras la Niebla se iba espesando. De la boca de la momia brotó entonces un serpenteante reguero verde, grueso como una pitón, que se deslizó por los escalones y empezó a enroscarse perezosamente por las piernas de Rachel. La momia del Oráculo se desmoronó y se fue deshaciendo hasta que sólo quedó un montoncifío de polvo y un viejo vestido de colores.
La Niebla envolvía a Rachel de tal modo que apenas la veía. Luego, poco a poco, empezó a despejarse.
Rachel cayó al suelo y se acurrucó en posición fetal. Annabeth, Nico y yo corrimos hacia ella, pero Apolo nos detuvo:
—¡Alto! Ahora viene la parte más delicada.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿A qué se refiere?
Apolo estudió a Rachel con inquietud.
—El espíritu puede alojarse en su interior o no.
—¿Y si no lo hace? —preguntó Annabeth.
—Cinco sílabas —dijo Apolo, contándolas con los dedos—. «Sería fatal».
Pese a la advertencia de Apolo, corrí a arrodillarme junto a Rachel. El olor del desván se había disipado. La Niebla descendió a ras de suelo y el resplandor verde se extinguió. Ella, sin embargo, seguía muy pálida y apenas respiraba.
De pronto se le abrieron los párpados. Me enfocó con dificultad.
—Percy.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Intentó sentarse.
—Uf. —Se llevó las manos a las sienes.
—Rachel —dijo Nico—, tu aura vital se había desvanecido casi del todo. He visto cómo morías con mis propios ojos.
—Estoy bien —musitó—. Ayudadme a levantarme, por favor. Las visiones… me desorientan un poco.
—¿Seguro que estás bien? —pregunté.
Apolo bajó flotando desde el porche.
—Damas y caballeros —dijo—, es un placer presentarles al nuevo Oráculo de Delfos.
—Está de broma —resopló Annabeth.
Rachel esbozó una leve sonrisa.
—También para mí resulta algo sorprendente, pero éste es mi destino. Lo vi al llegar a Nueva York. Ahora sé por qué nací con este don. Fui creada para convertirme en Oráculo.
Parpadeé, perplejo.
—¿Estás diciendo que ahora mismo puedes predecir el futuro? —pregunté.
—No a todas horas —dijo—. Pero hay visiones, imágenes y palabras en mi mente. Cuando alguien me hace una pregunta, yo… ¡Oh, no…!
—Ya empieza —anunció Apolo.
Rachel se dobló como si le hubieran dado un puñetazo. Al incorporarse de nuevo, tenía en los ojos un brillo verdoso.
Entonces comenzó a hablar con una voz que parecía triplicada, como tres Rachel hablando a la vez:
Siete mestizos responderán a la llamada.
Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer.
Un juramento que mantener con un último aliento,
y los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte.
Al pronunciar la última palabra, Rachel cayó fulminada. Nico y yo nos apresuramos a sujetarla y la llevamos hacia el porche. Tenía un calor febril en la piel.
—Estoy bien —dijo, ya con su voz normal.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
Ella negó con la cabeza, desconcertada.
—¿El qué?
—Yo diría que acabamos de oír la siguiente Gran Profecía —comentó Apolo.
—¿Qué significa? —inquirí.
Rachel frunció el entrecejo.
—Ni siquiera recuerdo qué he dicho.
—No —terció Apolo, pensativo—. El espíritu sólo hablará a través de ti en ocasiones. El resto del tiempo, Rachel seguirá siendo la de siempre. No tiene sentido interrogarla, aunque acabe de pronunciar la nueva gran predicción sobre el futuro del mundo.
—¿Qué? —exclamé—. Pero…
—Percy —atajó Apolo—, yo no me preocuparía demasiado. La última Gran Profecía sobre ti tardó casi setenta años en cumplirse. Esta quizá ni siquiera suceda durante el curso de tu vida.
Reflexioné en lo que Rachel había dicho con aquella voz espeluznante sobre fuego y tormentas y las Puertas de la Muerte.
—Puede ser —comenté—. Pero no sonaba demasiado bien.
—Ya —dijo Apolo jovialmente—. Nada bien. ¡Va a ser una Oráculo fantástica!
* * *
No era fácil olvidarse por el momento del asunto, pero Apolo insistió en que Rachel debía reposar. A decir verdad, se la veía bastante desorientada.
—Perdona, Percy —dijo—. No te lo expliqué todo en el Olimpo. La llamada me asustó y no creía que fueses a entenderlo.
—Aún no lo entiendo —reconocí—, pero, bueno, me alegro por ti.
Rachel sonrió.
—Quizá no sea para alegrarse exactamente. Ver el futuro no resultará fácil. Pero es mi destino. Sólo espero que mi familia… —No terminó la frase.
—¿Todavía piensas ir a la Academia Clarion? —pregunté.
—Se lo prometí a mi padre. Intentaré ser una chica normal durante el curso, pero…
—Pero ahora debes dormir —la reprendió Apolo—. Quirón, no me parece que el desván sea el sitio indicado para nuestra nueva Oráculo, ¿no crees?
—Desde luego que no. —Quirón tenía ya mucho mejor aspecto, porque Apolo le había estado aplicando algunos de sus remedios mágicos—. Rachel puede utilizar la habitación de invitados de la Casa Grande mientras lo pensamos con calma.
—Se me ocurre una cueva en las montañas —murmuró Apolo, pensativo—. Con antorchas y una gran cortina morada en la entrada… algo misterioso de verdad. Pero con un apartamento en el interior decorado a la última, que incluya sala de juegos y uno de esos sistemas ultramodernos de cine en casa.
Quirón carraspeó ruidosamente.
—¿Qué pasa? —dijo Apolo, desconcertado.
Rachel me dio un beso en la mejilla.
—Adiós, Percy —susurró—. Y no necesito ver el futuro para decirte lo que debes hacer ahora, ¿verdad?
Su mirada parecía más penetrante que antes.
Me puse colorado.
—No.
—Así me gusta.
Dio media vuelta y se adentró con Apolo en la Casa Grande.
* * *
El resto del día resultó tan extraño como lo había sido el principio. Los campistas empezaron a llegar desde Nueva York en coche, en pegaso o en carro. Los heridos fueron atendidos y los muertos recibieron honras fúnebres en la hoguera del campamento de acuerdo con los antiguos ritos.
El sudario de Silena era de un rosa subido y llevaba bordada una lanza eléctrica. Las cabañas de Ares y Afrodita la aclamaron como a una heroína y luego prendieron juntas la pira. Nadie pronunció la palabra «espía». Ese secreto ardió hasta convertirse en cenizas mientras se elevaba hacia el cielo una nube de humo aromatizado con perfume de diseño.
Incluso Ethan Nakamura tuvo su sudario: uno de seda negra con un logo formado por dos espadas cruzadas bajo una balanza. Mientras el sudario empezaba a arder, confié en que Ethan supiera que había logrado algo importante. Había tenido que pagar un precio mucho más alto que un ojo, pero los dioses menores iban a obtener al fin el respeto que merecían.
La cena en el pabellón transcurrió discretamente. La única nota de interés la puso la ninfa Enebro, que apareció de pronto gritando «¡Grover!», y se lanzó sobre su novio con un abrazo-placaje, entre los aplausos de todos los presentes. Luego bajaron a la playa a dar un paseo a la luz de la luna. Me alegraba por ellos, aunque la escena me hacía pensar en Silena y Beckendorf, y eso me entristecía.
La Señorita O’Leary retozaba alegremente de aquí para allá, comiéndose las sobras de todas las mesas. Nico estaba en la mesa principal con Quirón y el señor D, cosa que nadie parecía encontrar fuera de lugar. Al contrario, todos le daban palmaditas en la espalda y lo felicitaban por su destreza en el combate. Hasta los hijos de Ares lo consideraban un tipo guay. Ya lo ves: preséntate con un ejército de guerreros muertos en el momento crucial y, de repente, todos querrán ser tus amigos.
Poco a poco, la gente se fue retirando del pabellón. Algunos se dirigieron a la hoguera del campamento para cantar a coro; otros se fueron a la cama. Permanecí sentado a la mesa de Poseidón, contemplando cómo rielaba la luna en las aguas de Long Island Sound. Vislumbraba a Grover y Enebro en la playa, tomados de la mano y charlando. Reinaba la tranquilidad.
—Eh, Percy. —Annabeth se deslizó a mi lado en el banco—. Feliz cumpleaños.
Sostenía un trozo de tarta grandioso y algo magullado, cubierto de azúcar glasé azul.
Me quedé mirándola.
—¿Qué?
—Hoy es dieciocho de agosto —dijo—. Tu cumpleaños, ¿no?
Estaba perplejo. Ni siquiera me había acordado, pero tenía razón. Había cumplido dieciséis años aquella mañana: justamente la mañana en que había decidido darle el cuchillo a Luke. La profecía se había cumplido con toda exactitud, como estaba previsto, y yo no había caído en que era mi cumpleaños.
—Pide un deseo —agregó con una sonrisa.
—¿La has preparado tú?
—Tyson me ha ayudado.
—Ya entiendo por qué parece un ladrillo de chocolate —dije—. Con ración extra de cemento azul.
Annabeth se echó a reír.
Pensé un segundo y luego soplé la vela.
Cortamos la tarta por la mitad y la compartimos, comiendo con los dedos. Sentados uno junto al otro, contemplamos el océano. Nos llegaba el canto de los grillos y algún rugido de los monstruos del bosque, pero por lo demás había silencio.
—Has salvado al mundo —murmuró.
—Hemos salvado al mundo.
—Y Rachel es la nueva Oráculo, lo cual significa que no podrá salir con nadie.
—No pareces muy apenada.
Annabeth se encogió de hombros.
—Bah, me da igual.
—Oh-oh.
Ella arqueó una ceja.
—¿Tienes algo que decirme, sesos de alga? —preguntó.
—Seguramente me darías una patada en el trasero.
—Tenlo por seguro.
Me sacudí las migas de las manos.
—Cuando estaba en el río Estigio, volviéndome invulnerable… Nico me dijo que debía concentrarme en algo que me mantuviera anclado al mundo, algo que me diera ganas de seguir siendo mortal.
Annabeth mantuvo la vista fija en el horizonte.
—¿Sí?
—Luego, en el Olimpo —proseguí—, cuando quisieron convertirme en un dios y tal, yo no paraba de pensar…
—Ah, pero tú lo deseabas…
—Bueno, quizá un poco. Pero no, porque pensaba… que no quería que las cosas siguieran igual toda la eternidad, porque las cosas siempre podrían mejorar. Y pensaba…
Me notaba la garganta reseca.
—¿En alguien en especial? —preguntó Annabeth suavemente.
La miré y vi que reprimía una sonrisa.
—¿Te estás riendo de mí? —protesté.
—¡Qué va!
—No me lo estás poniendo nada fácil.
Entonces se echó a reír de verdad y me rodeó el cuello con los brazos.
—Yo nunca, lo que se dice nunca, voy a ponértelo fácil, sesos de alga. Vete acostumbrando.
Cuando me besó, tuve la sensación de que se me derretía el cerebro por dentro.
Podría haberme quedado así toda la vida, pero inesperadamente una voz gruñó a nuestra espalda:
—¡Bueno, ya era hora!
Y de pronto, el pabellón se llenó de campistas con antorchas. Clarisse dirigió la operación mientras todos se echaban sobre nosotros y nos subían en hombros.
—Pero bueno —protesté—. ¿Es que no hay un poco de intimidad?
—¡Los tortolitos necesitan agua fría! —dijo Clarisse con pitorreo.
—¡Al lago de las canoas! —gritó Connor Stoll.
Entre vítores y aplausos nos llevaron cuesta abajo, aunque siempre lo bastante cerca para que siguiéramos tomados de la mano. Annabeth se reía a carcajadas y yo no podía dejar de reírme tampoco, aunque tenía la cara completamente roja.
No nos soltamos las manos hasta que nos arrojaron al agua.
Pero el último en reírse fui yo. Formé una gran burbuja de aire en el fondo del lago y nuestros amigos se quedaron plantados en la orilla esperando a que saliéramos… Ah, cuando eres el hijo de Poseidón, no tienes que darte tanta prisa.
Fue sin duda el mejor beso submarino de todos los tiempos.