Capítulo 20

Ganamos premios fabulosos

Las tres Moiras en persona se llevaron el cuerpo de Luke.

No había visto a las viejas damas desde hacía mucho, desde que las sorprendí cortando un hilo de la vida en un puesto de frutas de carretera cuando sólo tenía doce años. Entonces me habían dado pavor y ahora también me lo dieron: tres abuelas macabras con bolsos llenos de hilo y agujas de hacer punto.

Una de ellas me miró y, aunque no dijo una palabra, toda mi vida —literalmente— desfiló ante mis ojos en un fogonazo. De repente tenía veinte años. Luego fui un hombre de media edad. Y por fin me convertí en un viejo arrugado. Toda la energía abandonó mi cuerpo y entonces vi mi propia lápida, una tumba abierta y un ataúd que descendía hacia el fondo. Todo eso en menos de un segundo.

—Ya está —dijo.

La Moira sujetaba un trozo de hilo azul. Era el mismo que había visto cuatro años atrás: el cordón vital que yo les había visto cortar entonces. Había creído que era mi vida. Ahora comprendía que no, que se trataba de la de Luke. Ellas me habían mostrado la vida que habría de ser sacrificada para arreglar las cosas.

Se reunieron las tres junto al cuerpo de Luke, ahora envuelto en un sudario blanco y verde, y cargaron con él para sacarlo de la sala del trono.

—Esperad —dijo Hermes.

El dios mensajero iba vestido con su conjunto clásico, es decir, túnica griega, sandalias y casco alado (las alitas se agitaban mientras caminaba). Las serpientes, George y Martha, se enroscaban en su caduceo, murmurando: «Luke, pobre Luke».

Pensé en May Castellan, sola en su cocina, preparando galletas y sándwiches para un hijo que jamás volvería a casa.

Hermes le destapó la cara a Luke, le besó la frente y murmuró unas palabras en griego antiguo: una bendición final.

—Adiós —susurró. Luego asintió, dando su venia a las Moiras para que se llevaran el cuerpo de su hijo.

Mientras salían, pensé en la Gran Profecía. Ahora todos los versos cobraban sentido. «El alma del héroe, una hoja maldita habrá de segar». El héroe era Luke; la hoja maldita, el cuchillo que él mismo le había dado a Annabeth mucho tiempo atrás: maldita porque Luke había quebrantado su promesa y traicionado a sus amigos. «Una sola decisión con sus días acabará». Mi decisión había consistido en darle a él el cuchillo y creer —como Annabeth había hecho— que todavía era capaz de corregirse y arreglar las cosas. «El Olimpo preservará o asolará». Al sacrificarse a sí mismo, él había salvado al Olimpo. Rachel tenía razón. Al final, no era yo el héroe. Era Luke.

Y entendí otra cosa también: al sumergirse en el río Estigio, Luke había tenido que concentrarse en algo importante que lo mantuviera unido a su vida mortal. De lo contrario, se habría disuelto. Yo había pensado en Annabeth, y tenía la sensación de que él también. Luke se había imaginado la escena que Hestia me había mostrado: la imagen de sí mismo en los buenos tiempos, con Thalia y Annabeth, cuando él había prometido que formarían una familia. Herir a Annabeth en el combate le había producido una conmoción y le había traído el recuerdo de su promesa. Era eso lo que había permitido que su conciencia mortal tomara el control y se impusiera a Cronos. Su punto débil —su talón de Aquiles— nos había salvado a todos.

Annabeth seguía a mi lado y de repente vi que se le doblaban las rodillas. Me apresuré a sujetarla, pero ella dio un grito de dolor y comprendí que la había agarrado por el brazo roto.

—¡Oh, dioses! —exclamé—. Perdona.

—No pasa nada —musitó, y se desmayó en mis brazos.

—¡Necesita ayuda! —grité.

—Déjame a mí —dijo Apolo, acercándose. Su ardiente armadura brillaba tanto que hacía daño a la vista, y sus RayBan a juego y su encantadora sonrisa le daban el aire de un modelo de ropa de combate—. El dios de la medicina a tu servicio.

Le pasó a Annabeth la mano por la cara y pronunció un conjuro. Las magulladuras de su cuerpo desaparecieron en el acto. Los cortes y cicatrices se borraron. Ella extendió el brazo y emitió un suspiro en sueños.

Apolo sonrió, satisfecho.

—En unos minutos se habrá recuperado del todo. Me da tiempo para componer un poema sobre nuestra victoria: «Apolo y sus amigos salvan el Olimpo». ¿A que suena bien?

—Gracias, Apolo —dije—. Hum, la poesía la dejo en tus manos.

Las horas siguientes forman una secuencia más bien confusa en mi memoria. Antes que nada, recordé la promesa que le había hecho a mi madre. Zeus escuchó sin pestañear mi extraña petición, chasqueó los dedos y me comunicó que la cima del Empire State acababa de iluminarse de color azul. La mayoría de los mortales no sabrían qué significaba aquello, pero mi madre lo entendería: había logrado sobrevivir. El Olimpo estaba salvado.

Los dioses pusieron manos a la obra para restaurar la sala del trono, cosa que resultó asombrosamente rápida con doce seres sobrenaturales trabajando al mismo tiempo. Grover y yo nos ocupamos de los heridos y, una vez que estuvo reparado el puente del cielo, dimos la bienvenida a todos los amigos que habían sobrevivido. Los cíclopes habían sacado a Thalia de debajo de la estatua. Andaba con muletas, pero estaba bien. Connor y Travis Stoll habían salido casi ilesos, aparte de algunas heridas menores. Me aseguraron que ni siquiera habían saqueado demasiado la ciudad. Me contaron también que mis padres se encontraban bien, aunque a ellos no se les permitía subir al monte Olimpo. La Señorita O’Leary había logrado rescatar a Quirón de la montaña de escombros y se había apresurado a llevarlo al campamento. Los Stoll parecían preocupados por el viejo centauro, pero por lo menos estaba vivo. Katie Gardner me dijo que, nada más acabar la batalla, había visto a Rachel Elizabeth Dare saliendo a toda prisa del Empire State. Según ella, Rachel no parecía herida, pero nadie sabía adónde había ido, cosa que me inquietó.

Nico di Angelo entró en el Olimpo como un héroe, escoltado por su padre, cosa excepcional porque se suponía que Hades sólo visitaba el Olimpo en el solsticio de invierno. El dios de los muertos se quedó patidifuso cuando los demás dioses se pusieron a darle palmaditas en la espalda. No creo que hubiese hallado nunca un recibimiento tan caluroso.

Clarisse apareció también, todavía tiritando por el rato que había pasado dentro del bloque de hielo, y Ares bramó:

—¡Ésa es mi chica!

El dios de la guerra le alborotó el pelo y le aporreó la espalda, proclamando que era la mejor guerrera que había visto.

—¿Acabar con un drakon de esa manera? ¡Eso sí es luchar!

Ella parecía más bien abrumada. Se limitaba a asentir, parpadeando, como si temiera que fuese a darle otra vez, pero al final se animó a sonreír un poco.

Hera y Hefesto pasaron por mi lado: éste, algo enfurruñado por haberme atrevido a saltar sobre su trono, aunque consideró que, por lo demás, había hecho «un trabajo guay».

Hera resopló con desdén.

—Por ahora, supongo, no os destruiré a esa chica y a ti —dijo.

—Annabeth ha salvado el Olimpo —le dije—. Ella ha convencido a Luke para que detuviera a Cronos.

—Hum.

La diosa dio media vuelta, enojada, pero supuse que no corríamos peligro, al menos por un tiempo.

Dioniso aún tenía la cabeza vendada. Me miró de arriba abajo.

—Bueno, Percy Jackson. Veo que Pólux ha salido vivo, así que deduzco que no eres del todo inepto. Todo gracias a mi entrenamiento, me imagino.

—Eh, sí, claro.

El señor D asintió.

—En agradecimiento a mi valentía —añadió—, Zeus ha reducido a la mitad mi destierro en ese miserable campamento. Ahora sólo me quedan cincuenta años en lugar de cien.

—¿Cincuenta años? —Traté de imaginarme lo que sería aguantar a Dioniso hasta hacerme viejo (suponiendo que viviera tantos años).

—No te emociones demasiado, Jackson —dijo, y entonces advertí que pronunciaba mi nombre correctamente—. Aún sigo decidido a hacerte la vida imposible.

No pude reprimir una sonrisa.

—Desde luego.

—Que te quede claro. —Se volvió y empezó a reparar su trono de vides, bastante chamuscado por el fuego.

Grover permanecía a mi lado. De vez en cuando rompía a llorar.

—Tantos espíritus de la naturaleza muertos, Percy… —sollozó—. Tantos…

Le puse un brazo sobre los hombros y le di un pañuelo para que se sonara la nariz.

—Has hecho un gran trabajo, chico-cabra —le dije—. Nos recuperaremos de todo esto. Plantaremos árboles, limpiaremos los parques. Tus amigos se reencarnarán en un mundo mejor.

Él gimoteó, desalentado.

—Sí… quizá. Pero no sabes lo que me costó reclutarlos. Yo sigo siendo un desterrado. A duras penas lograba que me hicieran caso cuando les hablaba de Pan. ¿Quién va a querer escucharme ahora? Los he arrastrado a una carnicería.

—Te escucharán —le aseguré—. Porque te preocupas por ellos, porque te interesas por la Naturaleza más que nadie.

Trató de sonreír.

—Gracias, Percy. Espero… que sepas que me siento orgulloso de verdad de ser amigo tuyo.

Le di unas palmaditas en el brazo.

—Luke acertaba en una cosa, chico-cabra: eres el sátiro más valiente que he conocido.

Se puso rojo como la grana, pero, antes de que pudiera replicar, resonaron las caracolas y el ejército de Poseidón entró desfilando en la sala del trono.

—¡Percy! —gritó Tyson, y se abalanzó sobre mí con los brazos abiertos. Por fortuna, se había encogido hasta adoptar su tamaño normal. O sea, que su abrazo era como si te viniera encima un tractor, pero no la granja entera—. ¡No has muerto!

—¡No! —corroboré—. ¿Increíble, verdad?

Él aplaudió y se echó a reír alegremente.

—Yo tampoco he muerto. ¡Yuju! Hemos encadenado a Tifón. ¡Eso sí que ha sido divertido!

Detrás de él, otros cincuenta cíclopes con armadura sonreían satisfechos y chocaban esos cinco unos con otros.

—¡Tyson nos ha comandado! —tronó uno—. ¡Es un valiente!

—¡El más valeroso de los cíclopes! —bramó otro.

Tyson se ruborizó.

—No es para tanto.

—¡Te he visto! —le dije—. ¡Has estado increíble!

Pensé que el pobre Grover iba a desmayarse. Le dan pánico los cíclopes. Pero controló sus nervios y dijo:

—Sí. Hum… ¡tres hurras por Tyson!

—¡Hurra! —rugieron los cíclopes.

—Por favor, no me comáis —murmuró Grover, aunque no creo que lo oyera nadie.

Las caracolas sonaron de nuevo. Los cíclopes abrieron paso y mi padre avanzó por la sala del trono con su armadura y su tridente, que fulguraba en sus manos.

—¡Tyson! —tronó—. Buen trabajo, hijo mío. Y Percy… —Adoptó una expresión muy seria y meneó un dedo con severidad. Por un instante temí que me fulminara—. Incluso te perdono que te sentaras en mi trono. ¡Has salvado al Olimpo!

Abrió los brazos y me estrechó contra su pecho. Caí en la cuenta, algo incómodo, de que nunca había recibido un abrazo de mi padre. Resultaba cálido —como un humano normal— y olía a salitre y brisa marina.

Cuando me soltó, me examinó con una gran sonrisa. Me sentí tan bien que se me escapó alguna lagrimilla, debo confesarlo. Supongo que hasta entonces no me había permitido reconocer lo aterrorizado que me había sentido en los últimos días.

—Papá…

—¡Chist! —dijo—. Ningún héroe está por encima del miedo, Percy. Y tú te has elevado por encima de todos los héroes. Ni siquiera Hércules…

—¡Poseidón! —clamó una voz atronadora.

Zeus ya había ocupado su trono y le lanzó una mirada fulminante, mientras los demás dioses ocupaban sus asientos. Incluso Hades estaba entre ellos, acomodado en una simple silla para invitados junto al hogar. Nico se había sentado a sus pies con las piernas cruzadas.

—¿Y bien, Poseidón? —refunfuñó Zeus—. ¿Eres demasiado orgulloso para sumarte a nuestro consejo, hermano?

Pensé que mi padre se enfurecería, pero me miró y me guiñó un ojo.

—Será un honor, señor Zeus —contestó.

Supongo que existen los milagros. Poseidón caminó muy erguido hasta aquel asiento de barcaza y el Consejo de los Dioses dio comienzo.

* * *

Mientras Zeus hablaba —un largo discurso sobre la bravura de los dioses, etcétera—, Annabeth entró y se situó a mi lado. Tenía muy buen aspecto teniendo en cuenta que se había desmayado hacía poco.

—¿Me he perdido mucho? —susurró.

—Nadie piensa matarnos por ahora —dije en voz baja.

—Por primera vez en todo el día.

Poco me faltó para troncharme de risa, pero Grover me dio un codazo. Hera nos observaba con mirada aviesa.

—En cuanto a mis hermanos —dijo Zeus—, estamos agradecidos —se aclaró la garganta, como si no le acabaran de salir las palabras—, hum, agradecidos por la ayuda de Hades.

El señor de los muertos hizo un leve gesto con la cabeza. Mostraba una expresión engreída, pero supongo que tenía derecho. Se lo había ganado. Le dio unas palmaditas en el hombro a su hijo Nico. A éste se lo veía más feliz que nunca.

—Y naturalmente —prosiguió Zeus, aunque parecía que le estuvieran quemando los pantalones—, debemos… eh… darle las gracias a Poseidón.

—Perdona, hermano —dijo el aludido—. ¿Cómo has dicho?

—Debemos darle las gracias a Poseidón —refunfuñó Zeus—, sin cuya ayuda… habría sido difícil…

—¿Difícil? —repitió Poseidón con aire inocente.

—Imposible —dijo Zeus—. Imposible derrotar a Tifón.

Los demás dioses rompieron en murmullos de asentimiento y golpearon el suelo con sus armas en señal de aprobación.

—Dicho lo cual —continuó Zeus—, ya sólo nos queda dar las gracias a nuestros jóvenes héroes semidioses, que tan bien han defendido el Olimpo… más allá de que mi trono haya sufrido algún que otro desperfecto.

Primero llamó ante su presencia a Thalia, ya que era su hija, y le prometió que la ayudaría a cubrir las bajas que se habían producido en las filas de las cazadoras.

Artemisa sonrió.

—Te has portado muy bien, mi lugarteniente —le dijo a Thalia—. Has logrado que me sintiera orgullosa. Y las cazadoras que han perecido a mi servicio jamás caerán en el olvido. Alcanzarán los Campos Elíseos, de eso estoy segura. —Le lanzó a Hades una mirada acerada y llena de intención.

Él se encogió de hombros.

—Es lo más probable —comentó el dios.

Artemisa siguió mirándolo con ferocidad.

—Está bien —rezongó Hades—. Agilizaré sus expedientes.

Thalia sonrió orgullosa.

—Gracias, mi señora.

Hizo una reverencia a todos los dioses, incluido Hades, y cojeó hasta situarse al lado de Artemisa.

—¡Tyson, hijo de Poseidón! —tronó Zeus.

Tyson parecía nervioso, pero avanzó hasta el centro del consejo y Zeus soltó un gruñido.

—Éste no se salta ni una comida, ¿eh? —musitó, como para sus adentros—. Tyson, por el valor demostrado en la batalla y por dirigir el ataque de los cíclopes, te nombramos general de los ejércitos del Olimpo. En adelante, comandarás a tus hermanos en la guerra siempre que los dioses lo requieran. Y te concedemos una nueva… hum… ¿Qué clase de arma te gusta? ¿La espada? ¿El hacha?

—¡La porra! —dijo Tyson, mostrando su porra rota.

—Muy bien —repuso Zeus—. Te concedemos una nueva, eh, porra. La mejor que pueda encontrarse.

—¡Hurra! —gritó Tyson, y los demás cíclopes estallaron en vítores y se pusieron a darle porrazos en la espalda en cuanto se reunió con ellos.

—¡Grover Underwood, de los sátiros! —llamó Dioniso.

Grover se adelantó, nervioso.

—Deja de mordisquearte la camisa —lo reprendió el dios—. En serio, no voy a fulminarte. Bien. Por tu bravura y sacrificio, bla, bla, bla, y dado que lamentablemente tenemos una vacante, los dioses hemos considerado oportuno nombrarte miembro del Consejo de los Sabios Ungulados.

Grover se desmayó allí mismo.

—Fantástico —suspiró Dioniso, mientras varias náyades corrían a socorrer a Grover—. Bueno, cuando despierte, que alguien le explique que ya no está desterrado y que todos los sátiros, náyades y demás espíritus de la naturaleza lo tratarán en adelante como señor de la naturaleza, con todos los derechos, honores y privilegios, bla, bla, bla. Y ahora, por favor, sacadlo de aquí antes de que despierte y se ponga demasiado sumiso.

—¡Comidaaaa! —gemía Grover en sueños, mientras los espíritus de la naturaleza se lo llevaban.

Supuse que se recuperaría enseguida. Despertaría convertido en señor de la naturaleza y rodeado de los cuidados de un puñado de hermosas náyades. Qué vida más dura.

Entonces alzó la voz Atenea:

—Annabeth Chase, mi propia hija.

Annabeth me apretó el brazo; luego se adelantó y fue a arrodillarse a los pies de su madre.

Atenea sonrió.

—Tú, hija mía, has superado todas las expectativas —dijo—. Has empleado tu inteligencia, tu fuerza y tu coraje para defender esta ciudad y la sede de nuestro poder. Nos han llegado noticias de que el Olimpo está… en fin, destrozado. El señor de los titanes ha causado graves daños que habrán de ser reparados. Podríamos reconstruirlo todo mágicamente, desde luego, y dejarlo tal como estaba. Pero los dioses creemos que la ciudad podría mejorarse. Vamos a tomarnos esta situación como una oportunidad. Y tú, hija mía, te encargarás de diseñar las mejoras…

Annabeth levantó la vista, totalmente pasmada.

—¿Mi… mi señora?

Atenea sonrió con ironía.

—Eres arquitecta, ¿no? Has estudiado las técnicas del mismísimo Dédalo. ¿Quién mejor para remodelar el Olimpo y convertirlo en un monumento que perdurará durante otro eón?

—Eso significa… ¿que puedo diseñar lo que quiera? —preguntó Annabeth.

—Lo que te salga de dentro —contestó la diosa—. Construyenos una ciudad a la altura de los tiempos.

—Siempre que haya muchas estatuas mías —añadió Apolo.

—Y mías —asintió Afrodita.

—Eh, ¡y mías! —gritó Ares—. Grandes estatuas con enormes espadas mortíferas y…

—¡Muy bien! —cortó Atenea—. Ha captado el mensaje. Levántate, hija mía, arquitecta oficial del Olimpo.

Annabeth se puso de pie y caminó hacia mí prácticamente en trance.

—Enhorabuena —le dije, sonriendo.

Por una vez, se había quedado sin palabras.

—Tendré… tendré que empezar a hacer planos… Papel de dibujo, hum, y lápices…

—¡Percy Jackson! —tronó Poseidón. Los ecos de mi nombre recorrieron la sala del trono.

Todos los murmullos se extinguieron y se hizo el silencio. Sólo se oía el chisporroteo de la hoguera. Todo el mundo fijó sus ojos en mí: los dioses, los semidioses, los cíclopes, los espíritus… Me adelanté hasta el centro de la sala. Hestia me dirigió una sonrisa tranquilizadora. Había adoptado nuevamente la apariencia de una niña, y parecía contenta y feliz por poder estar otra vez sentada junto al fuego. Su sonrisa me dio valor para seguir adelante.

Primero me incliné ante Zeus. Luego me arrodillé ante mi padre.

—Levántate, hijo mío —dijo Poseidón.

Me incorporé, vacilante.

—Un gran héroe debe ser recompensado —proclamó—. ¿Hay alguien aquí dispuesto a negar los méritos de mi hijo?

Esperé a que alguien metiera baza. Los dioses nunca se ponían de acuerdo en nada, y a muchos de ellos seguía sin caerles bien, pero ni uno solo de ellos protestó.

—El consejo está de acuerdo —dijo Zeus—. Percy Jackson, recibirás un don de los dioses.

Titubeé.

—¿Cualquier don?

Zeus asintió muy serio.

—Sé lo que vas a pedir. El mayor de todos los dones. Sí, si lo quieres, será tuyo. Los dioses no le han otorgado ese don a ningún héroe mortal desde hace muchos siglos. Sin embargo, Perseus Jackson, si tú lo deseas, te convertirás en un dios. Inmortal. Indestructible. Serás el lugarteniente de tu padre durante toda la eternidad.

Me quedé mirándolo, alucinado.

—¿Un dios?

Zeus puso los ojos en blanco.

—Un dios algo alelado, por lo visto. Pero sí. Con el consentimiento del consejo en pleno, puedo hacerte inmortal. Y luego habré de soportarte toda la eternidad.

—Hum —murmuró Ares, pensativo—. Eso significa que podré hacerlo papilla tantas veces como quiera, y que él seguirá volviendo para recibir la siguiente paliza. Me gusta.

—Yo doy mi aprobación también —dijo Atenea, aunque no apartaba la vista de Annabeth.

Eché un vistazo a mi espalda. Annabeth intentaba eludir mi mirada. Estaba pálida. Me vino un recuerdo de dos años atrás, cuando creí que ella iba a comprometerse con Artemisa y a convertirse en una cazadora. Yo había estado a punto de sufrir un ataque de pánico, sólo de pensar que la perdería. Ahora ella parecía exactamente en la misma posición.

Pensé en las tres Moiras y recordé cómo había visto desfilar mi propia vida en un fogonazo. Todo aquello podía evitármelo. La vejez, la muerte, la tumba. Podría ser un adolescente para siempre: en plena forma, poderoso, inmortal, trabajando al servicio de mi padre. Podía tener poder y una vida eterna.

¿Quién rechazaría semejante oferta?

Entonces volví a mirar a Annabeth. Pensé en mis amigos del campamento: Charles Beckendorf, Michael Yew, Silena Beauregard y tantos otros que ahora estaban muertos. Pensé en Ethan Nakamura y en Luke.

Y comprendí lo que debía hacer.

—No —dije.

El consejo enmudeció. Los dioses se miraban unos a otros frunciendo el entrecejo, como si no hubieran escuchado bien.

—¿No? —balbució Zeus, incrédulo—. ¿Estás… rechazando nuestro generoso regalo?

Había un matiz peligroso en su voz, como una tempestad a punto de estallar.

—Me siento muy honrado y tal —añadí—. No vayáis a entenderme mal. Es sólo… que me queda aún mucho que vivir. Me parecería horrible haber alcanzado mi mejor momento en segundo de secundaria.

Los dioses me miraban airados, pero Annabeth se había tapado la boca con las manos. Sus ojos relucían. Y eso, para mí, lo compensaba todo.

—Quiero un don, sin embargo —proseguí—. ¿Prometéis concederme mi deseo?

Zeus reflexionó un momento.

—Si está en nuestras manos… —repuso.

—Lo está. Y ni siquiera es difícil. Pero quiero que lo prometáis por el río Estigio.

—¿Qué? —gritó Dioniso—. ¿Acaso no te fías de nosotros?

—Alguien me explicó una vez —dije mirando a Hades— que siempre hay que asegurarse un juramento solemne.

Hades se encogió de hombros.

—Culpable.

—¡Muy bien! —gruñó Zeus—. En nombre del consejo, juramos por el río Estigio concederte tu razonable petición, siempre que esté en nuestro poder.

Los dioses asintieron con un murmullo. Estalló un trueno, que sacudió la sala del trono. El trato estaba cerrado.

—De ahora en adelante, quiero que reconozcáis como es debido a los hijos de los dioses —dije—. A todos los hijos… de todos los dioses.

Los olímpicos se removieron, incómodos.

—Percy —dijo mi padre—, ¿a qué te refieres exactamente?

—Cronos no podría haberse rebelado sin la ayuda de un montón de semidioses que se sentían abandonados por sus padres —expliqué—. Estaban furiosos, llenos de rencor, y tenían motivos.

Zeus parecía a punto de echar fuego por la nariz.

—Te atreves a acusar…

—Se acabaron los hijos no reconocidos —declaré—. Quiero que prometáis que reconoceréis a vuestros hijos, a todos vuestros hijos semidioses, cuando cumplan los trece años. Ninguno será abandonado a su suerte en el mundo, ni dejado a merced de los monstruos. Quiero que sean reconocidos y llevados al campamento para recibir un entrenamiento adecuado y poder sobrevivir.

—A ver, un momentito —terció Apolo, pero yo estaba lanzado.

—Y los dioses menores —proseguí—: Némesis, Hécate, Morfeo, Jano, Hebe, todos ellos merecen una amnistía general y un lugar en el Campamento Mestizo. Sus hijos no deberían ser menospreciados. Calipso y los demás vastagos pacíficos de la estirpe de los titanes también merecen que se los perdone. Y Hades…

—¿Estás diciendo que soy un «dios menor»? —bramó él.

—No, mi señor —me apresuré a responder—. Pero vuestros hijos no deberían ser dejados de lado. Deberían tener su propia cabaña en el campamento. La experiencia de Nico lo ha demostrado. Ya nunca más debiera haber semidioses no reconocidos apretujados en la cabaña de Hermes, preguntándose quiénes podrían ser sus padres. A partir de ahora tendrán sus propias cabañas, y las habrá para todos los dioses sin excepción. Y se acabó el pacto de los Tres Grandes. Tampoco funcionó, de todos modos. Debéis dejar de intentar libraros de los semidioses poderosos. Al contrario: serán aceptados y entrenados como corresponde. Todos los hijos de los dioses serán bienvenidos y tratados con respeto. Ése es mi deseo.

Zeus resopló.

—¿Nada más?

—Percy —dijo Poseidón—. Pides demasiado. Estás abusando.

—Debéis cumplir vuestro juramento —contesté—. Todos.

Recibí un montón de miradas aceradas. Sorprendentemente, fue Atenea la que tomó la palabra:

—El chico tiene razón. Hemos sido imprudentes al dejar de lado a nuestros hijos. Era una debilidad estratégica, como se ha demostrado en esta guerra, y, de hecho, poco ha faltado para que provocara nuestra destrucción. Percy Jackson, tenía mis dudas sobre ti, pero tal vez —miró a Annabeth y luego prosiguió como si le resultara muy desagradable pronunciar aquellas palabras—, pero tal vez estuviera equivocada. Propongo que aceptemos el plan del chico.

—Hum —masculló Zeus—. Que una simple criatura nos diga lo que debemos hacer… Pero, en fin, supongo…

—Votos a favor —dijo Hermes.

Todos los dioses levantaron la mano.

—Bueno, gracias —murmuré.

Me volví, pero, antes de que diera dos pasos, Poseidón gritó:

—¡Guardia de honor!

Los cíclopes se adelantaron y formaron dos filas desde los tronos hasta la puerta: un pasillo para que yo lo atravesara al retirarme. Se pusieron todos firmes.

—¡Salve, Perseus Jackson! —clamó Tyson—. Héroe del Olimpo… ¡y mi hermano mayor!