Una ladrona viene en nuestra ayuda
He aquí mi definición de la cosa menos divertida del mundo: volar en pegaso hacia un helicóptero fuera de control. Si Guido no hubiese sido un virtuoso de las acrobacias aéreas, habríamos acabado cortados en pedacitos de confeti.
Oí a Rachel dando gritos en el interior del helicóptero. Inexplicablemente, ella no se había quedado dormida, pero al piloto sí lo vi derrumbado sobre los mandos y sacudido por los bandazos del aparato, que descendía dando tumbos hacia el flanco de un bloque de oficinas.
—¿Alguna idea? —le pregunté a Annabeth.
—Tú ocúpate de dirigir a Guido y de guardar las distancias —repuso.
—¿Y tú qué vas a hacer?
Por toda respuesta, gritó «¡Arre!», y Guido se lanzó en picado.
—¡Agáchate! —alcancé a oírla decir.
Pasamos tan cerca del rotor que sentí como si la fuerza de las aspas me arrancara el pelo. Nos situamos a toda velocidad junto al helicóptero y Annabeth se aferró a la puerta.
Entonces se complicaron las cosas.
Guido se golpeó un ala con la plancha del helicóptero y cayó conmigo a plomo, dejando a Annabeth colgada del aparato. El terror me impedía pensar, pero mientras el pegaso se precipitaba al vacío llegué a ver a Rachel tirando de Annabeth para meterla en la cabina.
—¡Aguanta! —le grité a Guido.
«El ala —gemía—. La tengo machacada».
—¡Puedes hacerlo! —A la desesperada, traté de recordar lo que Silena solía decirnos en las clases de equitación con pegaso—. ¡Relaja el ala! ¡Extiéndela y planea!
Caíamos verticalmente hacia el suelo, ya a menos de treinta metros. En el último momento Guido consiguió extender las alas. Los centauros nos miraron boquiabiertos mientras recuperábamos la horizontal y recorríamos unos metros para aterrizar finalmente dando tumbos y rodar —pegaso y semidiós juntos— por la acera.
«Ay —gimió Guido—. Mis patas. Mi cabeza. Mis alas».
Quirón llegó al galope con su botiquín y empezó a curarle las heridas.
Me puse de pie penosamente. Al levantar la vista, se me subió el corazón a la boca: el helicóptero estaba a punto de estamparse contra el edificio.
Y entonces, milagrosamente, volvió a estabilizarse. Describió un círculo, se quedó suspendido en el aire y, lentamente, comenzó a descender.
Pareció tardar una eternidad, pero por fin tomó tierra en medio de la Quinta Avenida con un golpe sordo. Atisbé a través del parabrisas y no di crédito: era Annabeth quien estaba a los mandos.
* * *
Me adelanté corriendo mientras los rotores aminoraban poco a poco. Rachel abrió la puerta lateral y arrastró fuera al piloto.
Todavía iba vestida como si estuviera de vacaciones, o sea, con pantalones cortos, una camiseta y sandalias. Tenía el pelo enmarañado y la tez verdosa a causa de aquellas acrobacias imprevistas.
Annabeth fue la última en bajar.
La miré maravillado.
—No sabía que pudieras pilotar un helicóptero.
—Ni yo —contestó—. Pero mi padre está obsesionado con la aviación. Además, Dédalo tenía algunas notas sobre máquinas voladoras. Así que he manejado los mandos por deducción.
—Me has salvado la vida —dijo Rachel.
Annabeth flexionó el hombro de la herida.
—Sí, bueno… no vayamos a convertirlo en una costumbre. ¿Se puede saber qué haces aquí, Dare? ¿No se te ocurre nada mejor que volar por una zona de guerra?
—Yo… —Rachel me echó un vistazo—. Tenía que venir. Sabía que Percy estaba en peligro.
—En eso acertabas —refunfuñó Annabeth—. Bueno, si me disculpáis, tengo algunos «amigos» heridos que cuidar. Me alegra que hayas podido pasarte por aquí, Rachel.
—Annabeth… —murmuré.
Ella se alejó airada.
Rachel se sentó en el bordillo, agarrándose la cabeza entre las manos.
—Lo siento, Percy. No pretendía… Siempre lo complico todo.
Resultaba difícil discutírselo, aunque me alegraba que estuviera bien. Busqué a Annabeth con la vista, pero ya había desaparecido entre la multitud. No podía creerme lo que acababa de hacer: salvarle la vida a Rachel, aterrizar con el helicóptero y largarse como si no tuviera mayor importancia.
—No pasa nada —le dije a Rachel, aunque sonaba falso—. Bueno, ¿cuál es el mensaje que debes entregarme?
Frunció el entrecejo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Por un sueño.
No pareció sorprendida. Se alisó los shorts. Los tenía cubiertos de dibujos, cosa nada rara en ella, pero reconocí aquellos símbolos a primera vista: eran letras griegas, imágenes de collares de cuentas del campamento, bocetos de monstruos y rostros de dioses… No comprendía cómo podía conocer Rachel todo aquello. Ella nunca había estado en el Olimpo ni en el Campamento Mestizo.
—Yo también veo cosas últimamente —musitó—. No sólo a través de la Niebla. Es algo distinto. Me he dedicado a hacer dibujos y escribir algunas líneas…
—En griego antiguo —observé—. ¿Sabes su significado?
—De eso quería hablar contigo. Confiaba… bueno, suponiendo que hubieras venido con nosotros de vacaciones, confiaba en que me ayudaras a comprender lo que me pasa.
Me miró con aire suplicante. Tenía el bronceado de la playa y se le estaba pelando la nariz. Yo no lograba superar la impresión de tenerla allí delante, en carne y hueso. Había obligado a su familia a interrumpir sus vacaciones; había aceptado ingresar en una espantosa escuela para señoritas y había venido en helicóptero al centro de una batalla monstruosa… sólo para verme a mí. A su manera, era tan valiente como Annabeth.
Pero lo que podía derivarse de todas aquellas visiones me asustaba de verdad. Quizá les sucedía lo mismo a todos los mortales capaces de ver a través de la Niebla. Pero mi madre jamás me había hablado de nada parecido. Y seguían viniéndome a la cabeza las palabras de Hestia sobre la madre de Luke: «May Castellan fue demasiado lejos. Quiso ver demasiado».
—Ojalá lo supiera, Rachel —le dije—. Quizá deberíamos preguntárselo a Quirón…
Ella dio un respingo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—Algo está a punto de suceder, Percy. Una treta que desemboca en una muerte.
—¿Qué quieres decir? ¿La muerte de quién?
—No lo sé. —Miró alrededor con nerviosismo—. ¿No lo percibes?
—¿Ése es el mensaje que querías transmitirme?
—No. —Titubeó—. Perdona. A lo mejor no tiene sentido, pero la idea me ha venido espontáneamente. No: el mensaje que escribí en la playa era distinto. Tu nombre aparecía en él.
—Perseus —recordé—. En griego antiguo.
Rachel asintió.
—No entiendo lo que significa, pero sé que es muy importante. Decía: «Perseus, tú no eres el héroe».
Me quedé mirándola como si me hubiera dado una bofetada.
—¿Has hecho miles de kilómetros para venir a decirme que no soy el héroe?
—Es importante —insistió—. Influirá en lo que hagas.
—¿Que no soy el héroe de la profecía, el héroe que derrotará a Cronos? ¿Qué quieres decir?
—Lo… lo siento, Percy. Es lo único que sé. Tenía que decírtelo porque…
—¡Bueno! —Quirón llegó a medio galope—. Esta debe de ser la señorita Dare.
Habría deseado espetarle que se largase, pero no podía, naturalmente. Procuré dominar mis emociones. Me sentía como si tuviera otro huracán personal girando alrededor.
—Quirón, Rachel Dare —los presenté—. Rachel, mi maestro Quirón.
—Hola —musitó ella. No parecía sorprendida por el hecho de que Quirón fuese un centauro.
—Usted no está dormida, señorita Dare —observó él—. ¿Es mortal?
—Lo soy —asintió, como si fuera una idea deprimente—. El piloto se quedó dormido cuando sobrevolamos el río. No sé por qué no me he dormido también. Yo sólo sabía que tenía llegar aquí para advertir a Percy.
—¿Advertir a Percy?
—Ha visto cosas últimamente —expliqué—. Ha escrito frases y hecho dibujos inquietantes.
Quirón enarcó las cejas.
—¿De veras? Cuénteme.
Rachel le explicó lo mismo que a mí.
Él se acarició la barba.
—Señorita Dare… tal vez debiéramos hablar.
—Quirón —lo interrumpí. Había recordado bruscamente mi visión del Campamento Mestizo en 1990 y aquel grito desgarrador de May Castellan desde el desván—. Tú… ayudarás a Rachel, ¿no? Quiero decir, le advertirás que debe andarse con cuidado con estas cosas, ¿verdad? Sin ir demasiado lejos.
Él sacudió la cola como hace cuando está inquieto.
—Sí, Percy. Haré todo lo posible para comprender lo que pasa y aconsejar a la señorita Dare, pero puede llevar su tiempo. Entretanto, debes descansar. Hemos arrastrado el coche de tus padres a un lugar seguro. El enemigo no parece con intenciones de moverse por ahora. Hay literas montadas en el Empire State. Aprovecha para dormir un poco.
—Todo el mundo me manda a dormir —rezongué—. No necesito dormir.
Quirón esbozó una sonrisa.
—¿Te has echado un vistazo?
Me miré la ropa. La tenía chamuscada, desgarrada y casi en jirones de tanto combatir a lo largo de la noche.
—Estoy hecho un desastre —reconocí—. Pero ¿crees que voy a poder dormirme después de todo esto?
—Tal vez seas invulnerable en el combate —me reprendió Quirón—, pero eso sólo hace que te agotes más deprisa. Me acuerdo muy bien de Aquiles. Cuando el tipo no combatía, estaba siempre durmiendo. Debía echarse veinte siestas al día. Necesitas descansar, Percy. Quizá seas nuestra única esperanza.
Quise replicar que yo no era su única esperanza. Ni siquiera era el héroe, según Rachel. Pero por la mirada de Quirón comprendí que no aceptaría un no por respuesta.
—De acuerdo —refunfuñé—. Hablad tranquilos.
Me dirigí hacia el Empire State arrastrando los pies. Al echar un vistazo atrás, vi a Rachel y Quirón enfrascados en una conversación muy seria, como si estuvieran decidiendo los detalles de un funeral.
En el vestíbulo, encontré una litera vacía y me desplomé sobre ella, convencido de que no me dormiría ni a tiros. Un segundo más tarde se me cerraban los ojos.
* * *
En mis sueños, me encontré otra vez en el jardín de Hades. El señor de los muertos se paseaba de un lado para otro con las manos en los oídos, mientras Nico lo seguía gesticulando y haciendo aspavientos.
—¡Tienes que hacerlo! —insistía.
Deméter y Perséfone estaban sentadas más atrás, junto a la mesa del desayuno. Las dos diosas parecían aburridas. Deméter servía copos de cereal en cuatro cuencos enormes. Perséfone transformaba mágicamente el ramo de la mesa, tiñendo las flores del rojo al amarillo y cubriéndolas luego de lunares.
—¡No tengo que hacer nada! —clamaba Hades con ojos llameantes—. ¡Soy un dios!
—Padre —decía Nico—, si cae el Olimpo, la seguridad de tu palacio ya no te servirá de nada. Tú también te desvanecerás.
—¡Yo no soy un olímpico! —gruñía—. Mi familia me lo ha dejado bien claro.
—Sí lo eres —insistía Nico—. Tanto si te gusta como si no.
—Ya viste qué le hicieron a tu madre —decía Hades—. Zeus la mató. ¿Y pretendes que los ayude? ¡Se merecen lo que les pase!
Perséfone soltaba un suspiro. Deslizaba los dedos por la mesa distraídamente, convirtiendo la vajilla de plata en ramos de rosas.
—¿Podríamos abstenernos de hablar de esa mujer, por favor?
—¿Sabes lo que le vendría bien a ese chico? —murmuraba Deméter con aire pensativo—. Trabajar en una granja.
Perséfone ponía los ojos en blanco.
—Madre…
—Seis meses detrás de un arado. Lo mejor que hay para fortalecer el carácter.
Nico se plantaba ante su padre, obligando a Hades a mirarlo.
—Mi madre comprendía lo que es una familia —decía—. Por eso no quería separarse de nosotros. No puedes abandonar a tu familia porque te hayan hecho algo horrible. Tú también les has hecho cosas terribles a ellos.
—Pero ¡Maria murió por su culpa! —le recordaba Hades.
—¡No puedes aislarte como si no tuvieras nada que ver con los demás dioses!
—Llevo miles de años haciéndolo sin ningún problema.
—¿Y así te has sentido mejor? —seguía Nico—. ¿De qué te ha servido maldecir al Oráculo? Guardar rencor es un defecto fatídico. Bianca me lo advirtió, y era cierto.
—¡Será cierto para los semidioses! ¡Yo soy inmortal y todopoderoso! No ayudaría a los demás dioses aunque me suplicaran; aunque el mismísimo Percy Jackson me lo pidiera de rodillas…
—¡Eres un paria y un marginado como yo! —gritaba Nico—. Deja ya de lado tu cólera y haz algo útil por una vez. ¡Sólo así te respetarán!
La palma de la mano de Hades se llenaba de fuego negro.
—Adelante —decía Nico—. Fulmíname. Es lo que los demás dioses esperarían de ti. Demuestra que no se equivocan.
—Sí, por favor —protestaba Deméter—. Ciérrale la boca de una vez.
Perséfone suspiraba.
—Ay, no sé. Creo que preferiría combatir en la guerra antes que comerme otro cuenco de cereales. Qué aburrimiento.
Hades rugía de ira. Su bola de fuego se estrellaba contra el árbol de plata que Nico tenía a su derecha, convirtiéndolo en un charco de metal líquido.
El sueño cambió repentinamente.
Ahora estaba frente a las Naciones Unidas, a un par de kilómetros al nordeste del Empire State. El ejército del titán había levantado su campamento en torno al complejo de la ONU. De los mástiles de las banderas colgaban como trofeos los cascos y armaduras de los campistas caídos. A lo largo de la Quinta Avenida se veían gigantes afilando sus hachas y telekhines reparando escudos en fraguas improvisadas.
Cronos en persona se paseaba en lo alto de la plaza, balanceando la guadaña de tal modo que las dracaenae de su guardia debían mantenerse a distancia. Ethan Nakamura y Prometeo permanecían algo más cerca, pero fuera del alcance de la hoja maligna. Ethan tamborileaba con los dedos sobre las correas de su escudo; Prometeo, con su eterno esmoquin, parecía tan tranquilo y sereno como de costumbre.
—Odio este lugar —gruñía Cronos—. «Naciones Unidas». Como si la humanidad fuera a unirse jamás. Recordadme que derribe este edificio cuando hayamos destruido el Olimpo.
—Sí, señor. —Prometeo sonreía como si encontrara muy divertida la cólera de su amo—. ¿Derribaremos también las cuadras de Central Park? Sé lo mucho que os irritan los caballos.
—¡No te mofes de mí, Prometeo! Esos malditos centauros se arrepentirán de haberse metido en medio. Se los echaré de comer a los perros del infierno. Empezando por ese hijo mío, el alfeñique de Quirón.
Prometeo se encogía de hombros.
—Ese alfeñique destruyó con sus flechas una legión entera de telekhines —comentaba.
Cronos descargaba su guadaña y cortaba un mástil por la mitad. Los colores nacionales de Brasil caían sobre el ejército y una dracaena recibía un porrazo mortal.
—¡Los aplastaremos! —rugía Cronos—. Ha llegado la hora de soltar al drakon. Nakamura, encárgate tú.
—S… sí, señor. ¿A la puesta de sol?
—No. De inmediato. Los defensores del Olimpo están malheridos. No esperan un ataque repentino. Además, sabemos que no pueden derrotar a ese drakon.
Ethan parecía desconcertado.
—¿Mi señor?
—No hagas preguntas, Nakamura. Cumple mis órdenes. Quiero ver el Olimpo en ruinas cuando Tifón llegue a Nueva York. ¡Destrozaremos a los dioses por completo!
—Pero mi señor… —insistía Ethan—, vuestra regeneración…
Cronos lo apuntaba con un dedo y el semidiós se quedaba congelado.
—¿Te parece que necesito regenerarme? —siseaba el señor de los titanes.
Ethan no contestaba (cosa más bien difícil cuando estás inmovilizado en el tiempo).
Cronos chasqueaba los dedos y Ethan se desmoronaba.
—Muy pronto —gruñía el titán— esta forma ya no será necesaria. No pienso descansar ahora que tengo la victoria tan cerca. ¡Muévete!
Ethan se alejaba renqueante.
—Es peligroso, mi señor —le advertía Prometeo—. No seáis impaciente.
—¿Impaciente? ¿Después de tres mil años pudriéndome en los abismos del Tártaro me llamas impaciente? Voy a cortar en mil pedazos a Percy Jackson.
—Habéis combatido con él en tres ocasiones —señalaba Prometeo—. Y sin embargo, siempre habéis afirmado que combatir con un simple mortal no es digno de un titán. Me pregunto si vuestro anfitrión mortal no ejercerá en vos cierta influencia, debilitando vuestro juicio.
Cronos volvía sus ojos dorados hacia el otro titán.
—¿Te atreves a acusarme de debilidad?
—No, mi señor. Sólo pretendía decir…
—¿Acaso sufres un conflicto de lealtades? A lo mejor echas de menos a tus antiguos amigos, los dioses. ¿Te gustaría unirte a ellos?
Prometeo palidecía.
—Me he expresado mal, mi señor. Vuestras órdenes se cumplirán de inmediato. —Y volviéndose hacia los ejércitos, gritaba—: ¡Listos para la batalla!
Las tropas se ponían en marcha.
Desde detrás del complejo de la ONU, un rugido salvaje sacudía la ciudad: así es como suena el despertar de un drakon.
El estruendo fue tan horrible que me despertó, y entonces caí en la cuenta de que también se oía a un par de kilómetros.
Grover apareció a mi lado, hecho un manojo de nervios.
—¿Qué ha sido eso?
—Ya vienen. Y estamos en un buen aprieto.
* * *
La cabaña de Hefesto se había quedado sin fuego griego. La de Apolo y las cazadoras andaban por ahí mendigando flechas. La mayoría habíamos ingerido tanto néctar y ambrosía que no nos atrevíamos a tomar más.
Sólo quedábamos en condiciones de combatir dieciséis campistas, quince cazadoras y media docena de sátiros. Los demás se habían refugiado en el Olimpo. Los Ponis Juerguistas intentaban mantenerse en formación, pero no paraban de dar tumbos y soltar risitas, y todos apestaban a cerveza de raíces. Los de Texas les daban cabezazos a los de Colorado. Y la sección de Missouri se había enzarzado en una discusión con la de Illinois. Había bastantes posibilidades de que acabaran peleándose entre ellos, en lugar de hacer frente al enemigo.
Quirón se me acercó al trote con Rachel sobre su lomo. Sentí una punzada de irritación porque Quirón raramente llevaba a nadie montado, y desde luego nunca a un mortal.
—Tu amiga tiene intuiciones muy útiles, Percy —me dijo.
Rachel se sonrojó.
—Sólo son cosas que he visto en mi cabeza.
—Un drakon —dijo Quirón—. Un drakon lidio, para ser exactos. El tipo más antiguo y peligroso.
Me quedé mirándola.
—¿Cómo lo has sabido?
—Ni idea. Pero ese drakon tiene un destino especial. Morirá a manos de un hijo de Ares.
Annabeth se cruzó de brazos.
—¿Cómo es posible que sepas algo así? —preguntó.
—Lo he visto, simplemente. No sé cómo explicarlo.
—Bueno, esperemos que te equivoques —dije—. Porque andamos un poco escasos de hijos de Ares… —Entonces se me ocurrió una idea espantosa y solté un juramento en griego antiguo.
—¿Qué pasa? —preguntó Annabeth.
—El espía. Cronos ha dicho: «Sabemos que no pueden derrotar a ese drakon». El espía los ha mantenido informados. Cronos se ha enterado de que la cabaña de Ares no está aquí. Ha escogido adrede un monstruo que no podemos matar.
Thalia frunció el entrecejo.
—Como agarre a tu espía, te aseguro que se va a arrepentir. A lo mejor podríamos enviar otro mensaje al campamento…
—Ya lo he hecho —dijo Quirón—. Blackjack está en camino. Pero si Silena no ha logrado convencer a Clarisse, dudo mucho que Blackjack…
Un rugido sacudió el suelo. Sonaba muy, muy cerca.
—Rachel —dije—, entra en el edificio.
—Quiero quedarme.
Una sombra tapó el sol. Al otro lado de la calle, el drakon se deslizó por la fachada de un rascacielos. Soltó un rugido y un millar de ventanas se hicieron añicos.
—Pensándolo mejor —dijo Rachel con una vocecita estrangulada—, esperaré dentro.
* * *
Os lo explicaré: una cosa es un dragón y otra un drakon.
Los drakon son varios milenios más antiguos que los dragones y mucho más grandes. Tienen el aspecto de una serpiente gigante. La mayoría carecen de alas y no arrojan fuego por la boca (algunos sí). Todos son venenosos. Poseen una fuerza inmensa y sus escamas son más duras que el titanio. Sus ojos pueden dejarte paralizado; no con una parálisis estilo Medusa, del tipo te-convertiré-en-una-estatua-de-piedra, sino con una parálisis en plan ay-dioses-esa-serpiente-espantosa-va-a-devorarme, que es prácticamente igual de nefasta.
En el campamento habíamos recibido clases para luchar con un drakon, pero la verdad es que no hay manera de prepararse frente a una serpiente de sesenta metros de longitud y del grosor de un autobús escolar, que se desliza por la fachada de un edificio, con sus ojos amarillos reluciendo como dos reflectores y una boca repleta de colmillos afiladísimos capaces de mascar un elefante. Casi añoré a la cerda voladora.
Entretanto, el ejército enemigo avanzaba por la Quinta Avenida. Nos habíamos esforzado en sacar los coches de en medio para no herir a los mortales, pero eso no había hecho más que facilitar el avance del enemigo. Los Ponis Juerguistas sacudían la cola, nerviosos. Quirón galopaba de un extremo a otro de sus filas, arengándolos con gritos de ánimo para que se mantuvieran firmes y sólo pensaran en la victoria y la cerveza de raíces, pero a mí me daba la impresión de que saldrían despavoridos en cualquier momento.
—Yo me encargo del drakon. —Me salió una especie de gallo al decirlo. Volví a gritar con más fuerza—: ¡Yo me encargo del drakon! ¡Los demás haced frente al ejército!
Annabeth se quedó a mi lado. Se había puesto su casco con forma de lechuza, pero vi que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Vas a ayudarme? —pregunté.
—Es lo que hago siempre —dijo con tono desolado—. Ayudar a mis amigos.
Me sentí como un idiota integral. Me habría gustado llevarla aparte y explicarle que yo no esperaba que Rachel apareciese allí, que no había sido idea mía. Pero no quedaba tiempo.
—Vuélvete invisible —le dije— y busca puntos débiles en su armadura mientras lo entretengo. Pero ten mucho cuidado.
Di un silbido:
—Señorita O’Leary, aquí.
—¡Guau! —Mi perra saltó una fila de centauros y me dio un beso que olía sospechosamente a pizza de salchichón.
Saqué la espada y nos lanzamos contra el monstruo.
* * *
El drakon se encontraba tres pisos por encima de nosotros, reptando lentamente por el rascacielos mientras calibraba nuestras fuerzas. Allí donde miraba, dejaba a los centauros paralizados de terror.
Desde el norte, el ejército del titán arremetió contra los Ponis Juerguistas y rompió nuestras líneas. El drakon lanzó un ataque fulgurante y, antes de que pudiera acercarme siquiera, se tragó de golpe a tres centauros californianos.
La Señorita O’Leary dio un gran salto por el aire, convertida en una sombra mortífera dotada de colmillos y garras. Normalmente, un perro del infierno abalanzándose sobre una presa ofrece una estampa terrorífica; pero, al lado del drakon, la Señorita O’Leary parecía el peluche de un bebé.
Sus garras rechinaron sobre las escamas del monstruo sin causarle ningún daño. Y aunque le hincó los colmillos en la garganta, ni siquiera le hizo mella. Su peso, no obstante, bastó para arrancar al drakon de la fachada del rascacielos. Agitándose torpemente, cayó sobre la acera con estruendo y se enzarzó en una violenta lucha con la perra del infierno. Ambos se retorcían y revolcaban enloquecidos. El drakon intentaba morder a la Señorita O’Leary, pero ella estaba demasiado cerca de sus fauces. El veneno del reptil se derramaba por todas partes, fundiendo centauros a mansalva y también a más de un monstruo enemigo, pero la perra se movía en zigzag por su cabeza, arañándola y dándole bocados.
—¡¡Yahaaaa!! —Hundí mi espada hasta la empuñadura en el ojo izquierdo del monstruo y su resplandor se extinguió en el acto.
El drakon silbó rabioso y retrocedió para lanzarse sobre mí, pero me anticipé y rodé hacia un lado. Su brutal dentellada arrancó un pedazo de pavimento del tamaño de una piscina. Luego se revolvió velozmente y me enfocó con su ojo sano. Desvié la mirada hacia sus colmillos para no quedarme paralizado. La Señorita O’Leary hizo un esfuerzo para distraer a la bestia. Saltó de nuevo sobre su cogote y se puso a arañarlo mientras gruñía con ferocidad. Parecía una peluca de pesadilla completamente furiosa.
El resto de la batalla no iba bien. Los centauros se habían dejado ganar por el pánico ante la embestida de los gigantes y demonios. De vez en cuando se distinguía alguna camiseta anaranjada del campamento, pero enseguida desaparecía entre la multitud. Silbaban las flechas y en ambos bandos estallaban bolas de fuego, pero la lucha se iba desplazando hacia la entrada del Empire State. Estábamos cediendo terreno.
De repente, Annabeth se materializó en el lomo del drakon. Se le había caído la gorra de invisibilidad justo cuando le hincaba su cuchillo de bronce en una rendija entre sus escamas.
El monstruo rugió, se enroscó sobre sí mismo con increíble agilidad y consiguió derribar a Annabeth.
La agarré en cuanto tocó el suelo y la saqué de en medio a rastras, mientras la serpiente aplastaba la farola junto a la que había caído unos segundos antes.
—Gracias —dijo.
—¡Te he dicho que tuvieses cuidado!
—Ya, bueno… ¡Agáchate!
Ahora le tocó a ella salvarme. Me hizo un placaje justo cuando el drakon me lanzaba una dentellada que me pasó rozando por los pelos. La Señorita O’Leary le aporreó la cabezota con todo su peso para distraerlo y nosotros rodamos para quitarnos de en medio.
Nuestros compañeros se habían replegado frente a las puertas del Empire State. El ejército enemigo los tenía rodeados y estrechaba el cerco.
No teníamos salida. No iban a acudir más refuerzos. Annabeth y yo tendríamos que emprender la retirada antes de quedarnos aislados del resto de nuestras fuerzas y del monte Olimpo.
Entonces oí un sordo retumbo hacia el sur. No era un ruido demasiado habitual en Nueva York, pero lo reconocí en el acto: ruedas de carros.
—¡Ares! —gritó una voz femenina, y una docena de carros de guerra vinieron a sumarse a la batalla.
Iban tirados por parejas de caballos-esqueleto con crines de fuego, y en cada uno ondeaba un estandarte rojo con el símbolo de la cabeza de jabalí. Treinta guerreros de refresco con armaduras relucientes y ojos encendidos de odio pusieron sus lanzas en ristre todos a una, formando un muro erizado y mortífero.
—¡Los hijos de Ares! —dijo Annabeth, alucinada—. ¿Cómo lo sabía Rachel?
No tenía ni idea, pero en cabeza venía una chica con una armadura roja reconocible y un casco en forma de cabeza de jabalí. Sostenía en alto una lanza que crepitaba, cargada de electricidad. Clarisse había venido en nuestra ayuda. Mientras la mitad de sus carros embestía al ejército de monstruos, ella se dirigió directamente hacia el drakon con los otros seis.
La serpiente retrocedió y logró quitarse de encima a la Señorita O’Leary con un gesto brusco. Mi pobre mascota se estrelló contra un muro y soltó un gañido de dolor. Corrí en su ayuda, aunque la bestia ya se había concentrado en la nueva amenaza. Incluso con un solo ojo, su mirada furibunda bastó para dejar paralizados a dos conductores, cuyos carros viraron y acabaron chocando con los coches aparcados junto al bordillo. Los otros cuatro siguieron adelante. El monstruo abrió las fauces para lanzar una dentellada y se tragó una lluvia de jabalinas de bronce celestial.
—¡Ssssh! —silbó, lo cual en lengua drakon probablemente significa: ¡Aggggg!
—¡Ares, a mí! —gritó Clarisse.
Su voz sonaba algo más chillona de lo normal, pero no era de extrañar teniendo en cuenta con quién se medía.
En la acera de enfrente, la llegada de seis carros alentó a los Ponis Juerguistas, que se reagruparon a las puertas del Empire State y consiguieron sembrar la confusión entre el enemigo, al menos momentáneamente.
Los carros de Clarisse, entretanto, se habían dispuesto en círculo alrededor del drakon. Ahora le llovían lanzas desde todos lados, aunque se partían contra sus duras escamas. Los caballos-esqueleto echaban fuego y relinchaban. Otros dos carros acabaron volcando, pero los guerreros saltaron como si nada, desenvainaron sus espadas y pusieron manos a la obra. Daban tajos buscando las junturas de las escamas y esquivaban ágilmente los chorros de veneno como si llevasen toda la vida entrenándose para ello (y así era, en efecto).
Nadie podría decir que los campistas de Ares no eran valientes. Clarisse se había plantado ante el monstruo y le clavaba la lanza en la cara, tratando de sacarle el otro ojo. Pero las cosas empezaron a ponerse feas. El drakon se zampón un campista de Ares de un bocado, apartó a otro de un golpe y roció de veneno a un tercero, que salió despavorido mientras su armadura se fundía.
—Tenemos que ayudarlos —dijo Annabeth.
Tenía razón. Me había quedado allí de pie, paralizado por la sorpresa. La Señorita O’Leary intentó incorporarse, pero soltó otro gañido. Le sangraba una pezuña.
—¡Quédate aquí, chica! —le dije—. Bastante has hecho ya.
Annabeth y yo saltamos sobre el lomo del monstruo y corrimos hacia su cabeza, tratando de distraerlo.
Los campistas de Ares seguían arrojando jabalinas y habían conseguido alojarle algunas entre los colmillos.
El drakon apretaba las mandíbulas para quebrarlas y su boca había acabado convertida en un amasijo de sangre verdosa, espumarajos venenosos y lanzas medio astilladas.
—¡Vosotros podéis! —gritó Clarisse—. ¡Un hijo de Ares está destinado a matarlo!
A través de su casco sólo le veía los ojos, pero me di cuenta de que algo no encajaba: sus ojos azules brillaban de miedo. Pero Clarisse nunca se asustaba. Y ella no los tenía azules.
—¡Ares! —gritó de nuevo con aquella voz estridente. Puso la lanza en ristre y cargó contra la bestia.
—¡No! —mascullé—. ¡Espera!
El monstruo la miró desde lo alto, casi con expresión de desdén, y le escupió veneno directamente en la cara.
Ella se vino abajo con un grito.
—¡Clarisse! —Annabeth bajó de un salto y corrió en su ayuda, mientras los demás campistas de Ares trataban de defender a su líder caída.
Clavé a Contracorriente entre dos escamas y conseguí distraer al drakon un instante. La bestia se desembarazó de mí con un latigazo, pero caí de pie.
—¡Vamos, estúpido gusano! ¡Mírame!
Durante los minutos siguientes, no vi otra cosa que hileras de colmillos. Retrocedí y esquivé el veneno, pero no conseguí herir al monstruo.
De repente, un carro volador aterrizó en la Quinta Avenida. Enseguida, alguien se acercó corriendo. Una chica gritó angustiada:
—¡No! Maldita sea, ¿por qué?
Me atreví a echar un vistazo, pero lo que vi no tenía sentido. Clarisse continuaba tirada donde había caído, con la armadura humeante de veneno. Annabeth y los campistas de Ares intentaban desabrocharle el casco. Y arrodillada junto a ella, con la cara arrasada en lágrimas, había una chica con el uniforme del campamento… Clarisse.
La cabeza me daba vueltas. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? La chica con la armadura de Clarisse era mucho más delgada, y no tan alta. Pero ¿por qué se había hecho pasar por ella?
Me quedé tan pasmado que poco faltó para que el drakon me partiera en dos de un bocado. Hice un quiebro en el último segundo y la bestia empotró su cabeza en un muro.
—¿Por qué? —repetía la verdadera Clarisse, sujetando a la otra chica en sus brazos, mientras los demás forcejeaban para sacarle el casco, corroído por el veneno.
Chris Rodríguez llegó corriendo también del carro volador. Él y Clarisse debían de haber salido del campamento con aquel trasto en pos de los campistas de Ares, que habían seguido a la otra chica engañados, tomándola por Clarisse. Pero aun así aquello no tenía sentido.
El drakon sacó la cabeza a tirones del muro de ladrillo y siseó enloquecido.
—¡Cuidado! —gritó Chris.
En lugar de volverse hacia mí, la serpiente giró en redondo siguiendo la voz de Chris y mostró sus horribles colmillos al grupo de semidioses.
La auténtica Clarisse alzó la vista con una expresión de odio mortal. Yo sólo había visto una vez una mirada tan intensa como aquélla. Su padre, Ares, me había dirigido la misma mirada mortífera cuando me había enfrentado con él en singular combate.
—¿Quieres morir? —bramó Clarisse—. ¡Bien, adelante!
Tomó su lanza de las manos de la chica caída y, sin armadura ni escudo, se abalanzó sobre el drakon.
Intenté acercarme para echarle una mano, pero Clarisse fue más rápida. Se echó a un lado para evitar la acometida de la bestia, que pulverizó el suelo que acababa de pisar, y se encaramó de un brinco en su cabeza. Y mientras ésta se alzaba de nuevo, le clavó la lanza eléctrica en el ojo sano con tal fuerza que el mango se partió en pedazos, liberando de golpe todo el poder mágico del arma.
Un arco de electricidad se propagó por la cabeza de la criatura, convulsionando todo su cuerpo. Clarisse había saltado ya y rodaba a salvo por la acera, mientras al drakon le salía una columna de humo por la boca. Su carne se fue disolviendo por dentro, y en un abrir y cerrar de ojos sólo quedó de la bestia un túnel hueco de escamas blindadas.
Todos miramos maravillados a Clarisse. Nunca había visto a nadie abatir a un monstruo tan descomunal, pero ella no pareció darle importancia. Corrió otra vez junto a la chica malherida que le había robado su armadura.
Annabeth había logrado por fin quitarle el casco. Nos agolpamos todos alrededor: los campistas de Ares, Chris, Clarisse, Annabeth y yo. La batalla continuaba con furia a lo largo de la Quinta Avenida, pero por un momento fue como si todo dejara de existir, salvo aquel reducido grupo y la chica tendida.
Sus rasgos, antes hermosos, habían quedado abrasados por el veneno. Todo el néctar y la ambrosía del mundo no lograría salvarla.
Las palabras de Rachel volvieron a resonar en mis oídos: «Algo está a punto de suceder. Una treta que desemboca en una muerte».
Ahora comprendí a qué se refería, y supe quién había arrastrado a la batalla a la cabaña de Ares.
Bajé la mirada hacia el rostro moribundo de Silena Beauregard.