Capítulo 13

Un titán me trae un regalo

La bandera blanca se distinguía a un kilómetro de distancia. Era tan grande como un campo de fútbol y la llevaba un gigante de piel azul y pelo gris helado que debía de medir diez metros.

—Un hiperbóreo —dijo Thalia—. Los gigantes del norte. Es mala señal que se hayan adherido al bando de Cronos. Ellos suelen ser pacíficos.

—¿Los conoces? —pregunté.

—Hum. Hay una colonia en Alberta. Y te aseguro que no conviene meterse en una batalla de bolas de nieve con esos tipos.

Con el gigante venían tres mensajeros de estatura humana: un mestizo con armadura, una empusa diabólica con vestido negro y pelo llameante, y un hombre alto con esmoquin. La empusa iba del brazo de este último, de manera que parecían una pareja de camino a Broadway para ver un musical o algo parecido (eso, naturalmente, si dejabas de lado su pelo en llamas y sus colmillos).

El grupo caminó con parsimonia hacia el parque infantil Heckscher. Los columpios, las pistas y los areneros estaban vacíos. Lo único que se oía era la fuente de Umpire Rock.

Miré a Grover.

—¿Ese tipo del esmoquin es el titán? —le pregunté.

Asintió, nervioso.

—Parece un mago —comentó—. Y no soporto a los magos. Suelen tener conejos.

Lo miré, incrédulo.

—¿Es que te dan miedo los conejos?

—¡Beee-eee! Son unos abusones. Siempre roban el apio de los sátiros indefensos.

Thalia carraspeó.

—¿Qué? —preguntó Grover.

—Habrá que ocuparse de tu fobia a los conejos más tarde —le dije—. Ahí vienen.

El hombre del esmoquin se adelantó. Era más alto que la media de los humanos: mediría unos dos metros diez. Llevaba el pelo oscuro recogido en una coleta y los ojos ocultos tras unas gafas de sol redondas. Pero lo que más me llamó la atención fue su rostro cubierto de arañazos, como si lo hubiese atacado un animalito: un hámster quizá, pero uno muy furioso.

—Percy Jackson —dijo con voz muy suave—. Es un gran honor.

Su amiga, la empusa, me soltó un agudo silbido. Seguramente sabía que yo había destruido a dos de sus hermanas el verano anterior.

—Querida —le dijo el del esmoquin—, ¿por qué no te pones cómoda por ahí?

Ella le soltó el brazo y se deslizó hacia un banco del parque.

Me fijé en el semidiós armado que iba detrás. No lo había reconocido con su nuevo casco, pero era mi viejo amigo Ethan Nakamura, el que había intentado apuñalarme por la espalda. Tenía la nariz como un tomate después de nuestro encuentro en el puente de Williamsburg. Eso me hizo sentir mejor.

—Hombre, Ethan —dije—. Qué buen aspecto tienes.

Me lanzó una mirada asesina.

—Al grano. —El del esmoquin me tendió la mano—. Soy Prometeo.

Me quedé demasiado atónito para estrechársela.

—¿El que robó el fuego? ¿El que fue encadenado a una roca donde los buitres le devoraban el hígado, y todo eso?

Hizo una mueca y se pasó la mano por los arañazos de la cara.

—No me hables de los buitres, te lo ruego. Pero sí, yo les robé el fuego a los dioses y se lo di a tus antepasados. A cambio, el siempre piadoso Zeus me mantuvo encadenado y torturado durante toda la eternidad.

—Pero…

—¿Cómo conseguí liberarme? Lo hizo Hércules, hace muchos eones. Por eso tengo debilidad por los héroes. Algunos llegáis a ser bastante civilizados.

—A diferencia de la compañía que traes —observé.

Yo miraba a Ethan, pero Prometeo pensó que me refería a la empusa.

—Bueno, los demonios tampoco están tan mal —dijo—. Lo único que has de hacer es mantenerlos bien alimentados. Y ahora, Percy Jackson, vamos a parlamentar.

Señaló una mesa de picnic y fuimos a sentarnos allí. Thalia y Grover se quedaron de pie a mi espalda.

El gigante azul apoyó la bandera blanca en un árbol y empezó a jugar distraídamente en el campo de juegos. Se subió a las barras para trepar y las aplastó, cosa que no pareció contrariarlo. Se limitó a fruncir el entrecejo y decir: «Oh-oh». Luego se metió en la fuente y partió por la mitad la base de hormigón. «Oh-oh». El agua se congelaba en cuanto la tocaba con el pie. Llevaba colgados del cinturón un montón de peluches: de esos tan enormes que dan como premio máximo en las máquinas recreativas. Me recordaba a Tyson, y la sola idea de combatir contra él me deprimía.

Prometeo se echó hacia delante y entrelazó los dedos. Parecía formal, afable y sabio.

—Percy, tu posición es muy endeble —comenzó—. Sabes perfectamente que no podrás parar otro asalto.

—Ya lo veremos.

Pareció dolido por mi respuesta, como si de verdad le importase lo que me sucediera.

—Percy, soy el titán de la previsión —prosiguió—. Sé lo que va a pasar.

—También el titán de los consejos astutos —intervino Grover—. Por no decir taimados.

Prometeo se encogió de hombros.

—No lo niego, señor sátiro. Pero yo apoyé a los dioses en la última guerra. Se lo advertí a Cronos: «No tienes la fuerza suficiente. Perderás». Y acerté. Así que, ya lo ves, sé elegir el bando vencedor. Esta vez apoyo a Cronos.

—Porque Zeus te encadenó a una roca —apunté.

—En parte, sí. No voy a negar que deseo vengarme. Pero ése no es el único motivo de que haya dado mi apoyo a Cronos. Es la opción más sensata. Y si estoy aquí es porque he pensado que tal vez escuches la voz de la razón.

Dibujó un mapa en la mesa. Allí donde tocaba con el dedo, surgía una línea dorada en la superficie de hormigón.

—Todo esto es Manhattan. Tenemos situadas nuestras fuerzas aquí, aquí, aquí y aquí. Sabemos cuántos sois. Os superamos en una proporción de veinte a uno.

—Veo que vuestro espía os ha mantenido informados —comenté.

Él esbozó una sonrisa de disculpa.

—En todo caso, nuestros efectivos crecen día a día —continuó—. Esta noche, Cronos atacará. Seréis arrollados. Habéis combatido con gran bravura, pero no podéis controlar todo Manhattan, es imposible. No tendréis otro remedio que retiraros al Empire State. Y allí seréis destruidos. Lo he visto. Sucederá así.

Pensé en el cuadro que Rachel había pintado en mis sueños: aquel ejército al pie del Empire State. Recordé las palabras de la joven Oráculo en el sueño de esa misma tarde: «Yo preveo el futuro. No puedo cambiarlo». Prometeo hablaba con tal seguridad que resultaba difícil no creerle.

—No lo permitiré —dije finalmente.

Prometeo se sacudió una mota de la solapa del esmoquin.

—Compréndelo, Percy. Estás volviendo a librar aquí la guerra de Troya. Hay ciertas pautas que se repiten en la historia. Reaparecen una y otra vez, igual que los monstruos. Un gran asedio. Dos ejércitos. La única diferencia es que en esta ocasión tú estás defendiendo. Eres Troya. Y ya sabes lo que les sucedió a los troyanos, ¿no?

—¿Así que vais a embutir un caballo de madera en el ascensor del Empire State? —bromeé—. Buena suerte.

Prometeo sonrió.

—Troya acabó completamente destruida, Percy. Y no querrás que suceda lo mismo aquí, ¿no? Retírate y Nueva York será perdonada. A tus hombres se les concederá la libertad. Y yo personalmente me encargaré de garantizar tu seguridad. Deja que Cronos tome el Olimpo. ¿Qué más da? Tifón acabará destruyendo a los dioses de todos modos.

—Ya. Y se supone que he de creerme que Cronos dejará la ciudad intacta.

—Lo único que quiere es el Olimpo —me aseguró Prometeo—. La fuerza de los dioses está ligada a la sede de su poder. Ya viste lo que le sucedió a Poseidón en cuanto su palacio submarino empezó recibir ataques.

Hice una mueca al recordar lo viejo y decrépito que parecía mi padre.

—Sí —prosiguió Prometeo con tristeza—. Sé que te resultó muy duro. Cuando Cronos destruya el Olimpo, los dioses se desvanecerán. Se volverán tan débiles que serán derrotados con gran facilidad. Cronos preferiría hacerlo mientras Tifón mantiene distraídos a los olímpicos en el oeste. Mucho más sencillo. Menos vidas perdidas. Pero no vayas a equivocarte: lo máximo que puedes conseguir es que nuestro avance sea más lento. Pasado mañana, Tifón llegará a Nueva York y ya no tendrás alternativa. Los dioses y el monte Olimpo serán destruidos, pero todo será mucho más sangriento. Y muchísimo peor para ti y tu ciudad. En uno u otro caso se impondrán los titanes.

Thalia dio un puñetazo en la mesa.

—Yo sirvo a Artemisa —bramó—. Y mis cazadoras lucharán hasta el último aliento. Percy, ¿vas a hacerle caso a este tipo repulsivo?

Creí que Prometeo la fulminaría, pero se limitó a sonreír.

—Tu valor te honra, Thalia Grace —dijo.

Ella se puso tensa.

—Ése es el apellido de mi madre. Yo no lo uso.

—Como quieras —dijo Prometeo, como quitándole importancia, pero me di cuenta de que había conseguido sacarla de quicio. En cierto modo, había logrado que pareciese casi vulgar. Con menos misterio y menos poder—. En todo caso —continuó el titán—, no tienes por qué ser mi enemiga. Yo siempre he ayudado a la humanidad.

—¡Y una mierda de Minotauro! —le espetó Thalia—. Cuando la humanidad hizo su primer sacrificio a los dioses, los engañaste para quedarte la mejor porción. Nos diste el fuego para desafiar a los dioses, no porque te importásemos en absoluto.

Prometeo negó con la cabeza.

—No lo entiendes. Yo contribuí a modelar vuestra naturaleza. —Entonces surgió en sus manos un trozo de arcilla que se retorcía como dotado de vida y le dio forma hasta convertirlo en un muñeco con brazos y piernas. No tenía ojos, pero se movía a tientas por la mesa y tropezaba con los dedos del titán—. Le he susurrado al oído al hombre desde los inicios de su existencia. Represento vuestra curiosidad, vuestras ansias de exploración, vuestra inventiva. Ayúdame a salvaros, Percy. Si lo haces, le otorgaré a la humanidad un nuevo regalo: una nueva revelación que significará para vosotros un paso tan grande como pudo serlo el fuego en su momento. No experimentaréis un avance parecido bajo el poder de los dioses. Nunca os lo permitirán. Esto podría representar para vosotros una nueva edad de oro. O si no… —Cerró el puño y aplastó al hombre de arcilla, dejándolo plano como una tortita.

El gigante azul masculló: «Oh-oh». La empusa, todavía sentada en el banco, sonrió mostrando los colmillos.

—Percy, sabes que los titanes y sus descendientes no son todos malos —añadió Prometeo—. Conociste a Calipso.

Noté que me ruborizaba.

—Eso es distinto —dije.

—¿Ah, sí? Ella, como yo, no había hecho nada malo y, no obstante, fue exiliada toda la eternidad simplemente por ser la hija de Atlas. Nosotros no somos tus enemigos. No dejes que suceda lo peor. Te ofrecemos la paz.

Miré a Ethan Nakamura.

—Esto debe de revolverte las tripas —le dije.

—No sé a qué te refieres —contestó el muchacho.

—Si aceptáramos este trato, no podrías vengarte. Perderías la oportunidad de matarnos a todos. ¿No era eso lo que querías?

Su ojo bueno destelló de ira.

—Lo único que quiero es respeto, Jackson. Cosa que nunca me dieron los dioses. Pretendíais que fuese a vuestro estúpido campamento, que perdiera el tiempo apretujado en la cabaña de Hermes… ¿Y todo por qué? ¿Porque no soy lo bastante importante? ¿Porque ni siquiera he sido reconocido?

Sonaba igual que Luke cuando trató de matarme en el bosque del campamento, cuatro años atrás. Al recordarlo sentí un pinchazo en la mano, justo donde el escorpión del abismo me había picado.

—Tu madre es la diosa de la venganza —le dije a Ethan—. ¿Eso también deberíamos respetarlo?

—¡Némesis representa el equilibrio! —espetó—. Cuando alguien tiene demasiada suerte, ella se encarga de bajarle los humos.

—¿De ahí que te quitara un ojo?

—Fue el precio que tuve que pagar —refunfuñó—. A cambio, juró que yo modificaría un día el equilibro de poder. Que lograría que los dioses menores fueran respetados. Un ojo era un precio muy modesto para semejante hazaña.

—Una madre ejemplar.

—Al menos mantiene su palabra, no como los olímpicos. Ella siempre paga sus deudas: las buenas y las malas.

—Sí —dije—. Por eso te salvé la vida y tú me lo pagaste ayudando a Cronos a alzarse. Muy justo por tu parte.

Ethan se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Prometeo lo detuvo.

—Calma, calma —dijo el titán—. Esto es una misión diplomática.

Prometeo me estudió atentamente, como tratando de entender mi enfado. Enseguida asintió, como si hubiera atrapado un pensamiento de mi cerebro.

—Ya veo. Te preocupa lo que le sucedió a Luke —concluyó—. Hestia no te dejó ver toda la historia. Quizá si comprendieras…

El titán alargó el brazo.

Thalia gritó, pero, antes de que yo pudiera reaccionar, el índice de Prometeo me tocó la frente.

* * *

De pronto, me encontré otra vez en la sala de May Castellan. Las velas parpadeaban en la repisa de la chimenea y se reflejaban en los espejos de las paredes. A través de la puerta de la cocina veía a Thalia sentada a la mesa, mientras la señora Castellan le vendaba la herida de la pierna. La Annabeth de siete años jugaba en la silla de al lado con la Medusa de peluche.

Hermes y Luke se hallaban en la sala, frente a frente, manteniendo las distancias.

El rostro del dios parecía borroso a la luz de las velas, como si no acabara de decidir qué forma adoptar. Iba vestido con un equipo de deporte azul marino y unas Reebok con alitas.

—¿Por qué te presentas ahora? —le preguntó Luke. Se le veían los hombros en tensión, como si previese una pelea—. Te he llamado cientos de veces durante todos estos años; he rezado para que aparecieras, y nada. Me dejaste con ella —dijo, señalando hacia la cocina, como si no soportara mirar a su madre, y menos aún pronunciar su nombre.

—No la desprecies, Luke —le advirtió Hermes—. Tu madre lo ha hecho lo mejor que ha podido. En cuanto a mí, no podía interferir en tu destino. Los hijos de los dioses han de encontrar su propio camino.

—Así que era por mi propio bien. Crecer en las calles, cuidando de mí mismo y luchando con monstruos.

—Eres mi hijo —dijo Hermes—. Sabía que tenías la capacidad necesaria. Cuando no era más que un bebé, salí a rastras de la cuna y fui…

—¡Yo no soy un dios! Al menos una vez podrías haber dicho algo. O haber echado una mano cuando… —inspiró agitadamente, bajando la voz para que no lo oyeran desde la cocina—, cuando a ella le daba uno de sus ataques y me sacudía y me decía cosas demenciales sobre mi destino. Cuando yo me escondía en el armario para que ella no me encontrara con… esos ojos incandescentes. ¿Te importaba que estuviera muerto de miedo? ¿Te enteraste siquiera cuando finalmente me fugué?

En la cocina, la señora Castellan les servía a Thalia y Annabeth un vaso tras otro de zumo de frutas y no paraba de contarles historias de cuando Luke era niño. Thalia se frotaba nerviosamente el vendaje de la pierna. Annabeth echó una mirada a la sala de estar y le mostró a Luke una galleta carbonizada. «¿Ya podemos irnos?», le preguntó con los labios.

—Me importaba y me importa mucho, Luke —dijo Hermes lentamente—, pero los dioses no deben interferir en los asuntos de los mortales. Es una de nuestras Leyes Antiguas; sobre todo cuando tu destino… —Su voz se apagó bruscamente. Contempló las velas, como recordando algo desagradable.

—¿Qué? —preguntó Luke—. ¿Qué ocurre con mi destino?

—No deberías haber vuelto —masculló—. Sólo sirve para disgustaros a ambos. Por lo que veo, sin embargo, te has hecho demasiado mayor para andar por ahí como un fugitivo sin ninguna ayuda. Hablaré con Quirón, en el Campamento Mestizo, y le pediré que envíe un sátiro a buscarte.

—Nos va muy bien sin tu ayuda —gruñó Luke—. ¿Qué estabas diciendo de mi destino?

Las alitas de las Reebok de Hermes se agitaban sin descanso. Le dirigió una larga mirada a su hijo, como si quisiera memorizar su rostro. Bruscamente, me recorrió un escalofrío y comprendí que Hermes conocía el sentido de las palabras que farfullaba May Castellan. No sabía bien por qué, pero al observar su rostro no me cabía la menor duda. Hermes sabía lo que le sucedería algún día a Luke; sabía que se volvería malvado.

—Hijo mío —dijo—. Soy el dios de los viajeros, el dios de los caminos. Si alguna cosa sé, es que debes recorrer tu propio camino aunque a mí se me parta el corazón.

—Tú no me quieres.

—Te aseguro que sí te quiero. Ve al campamento. Me ocuparé de que te encarguen pronto una misión. Tal vez puedas desafiar a la Hidra o robar las manzanas de las Hespérides. Tendrás la oportunidad de convertirte en un gran héroe antes…

—¿Antes de qué? —A Luke le salió una voz temblorosa—. ¿Qué fue lo que vio mi madre para quedarse así? ¿Qué va a sucederme? Si me quieres, dímelo.

Hermes se puso aún más tenso.

—No puedo.

—¡Entonces es que te importa un bledo! —chilló Luke.

En la cocina, la chachara se interrumpió de golpe.

—¿Eres tú, Luke? —dijo May Castellan—. ¿Va todo bien, hijito?

Luke se volvió para ocultar el rostro, pero vi lágrimas en sus ojos.

—Estoy bien. Tengo una nueva familia. No os necesito a ninguno de los dos.

—Soy tu padre —insistió Hermes.

—Se supone que un padre está a tu lado. Yo ni siquiera te conozco. Thalia, Annabeth, venga. ¡Nos vamos!

—¡No te vayas, hijo! —dijo May Castellan, suplicante—. ¡Tengo tu almuerzo listo!

Luke salió furioso de la casa, seguido de Thalia y Annabeth. May Castellan intentó correr tras él, pero Hermes la retuvo.

Mientras la mosquitera se cerraba de un portazo, la mujer se desmoronó en brazos de Hermes y empezó a temblar. Abrió unos ojos que relucían con un fulgor verde y se aferró desesperada a los hombros de Hermes.

—Mi hijo —siseó con voz ronca—. Peligro. ¡Un destino terrible!

—Lo sé, cariño —dijo Hermes con tristeza—. Créeme que lo sé.

* * *

La imagen se esfumó. Prometeo apartó la mano de mi frente.

—¿Percy? —Era la voz de Thalia—. ¿Qué… qué ha pasado?

Advertí que estaba empapado de sudor.

Prometeo me hizo un gesto compasivo.

—Espantoso, ¿no? Los dioses conocen el porvenir y sin embargo no hacen nada, ni siquiera por sus hijos. ¿Cuánto tiempo tardaron en contarte tu profecía, Percy Jackson? ¿No crees que tu padre sabe lo que habrá de sucederte?

Estaba demasiado consternado para responder.

—Peeercy —me advirtió Grover—, te está comiendo el coco. Pretende enfurecerte.

Grover percibía las emociones y seguramente se daba cuenta de que Prometeo estaba logrando su propósito.

—¿De veras le echas la culpa a tu amigo Luke? —me preguntó el titán—. ¿Y qué me dices de ti, Percy? ¿Te dejarás llevar por tu destino? Cronos te ofrece un trato mucho mejor.

Apreté los puños. Aunque me resultara odioso lo que Prometeo me había mostrado, odiaba a Cronos muchísimo más.

—Te propongo un trato —dije finalmente—. Dile a Cronos que suspenda su ataque, que abandone el cuerpo de Luke Castellan y vuelva a las profundidades del Tártaro. En ese caso, quizá no me vea obligado a destruirlo.

La empusa soltó un gruñido rabioso y las llamaradas de su pelo se reavivaron. Pero Prometeo se limitó a suspirar.

—Si cambias de opinión —dijo—, tengo un regalo para ti.

Apareció una jarra griega en la mesa. Tendría un metro de alto por unos treinta centímetros de ancho, y una superficie vidriada con dibujos geométricos en blanco y negro. La tapa de cerámica estaba sujeta con una correa de cuero.

Grover gimió nada más verla.

Thalia sofocó un grito.

—No será…

—Sí —dijo Prometeo—. La has reconocido.

Mirando la jarra, sentí una rara sensación de temor, aunque no sabía por qué.

—Era de mi cuñada —explicó Prometeo—. Pandora.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿La de la caja de Pandora?

Él negó con la cabeza.

—No entiendo cómo empezó toda esa historia de la caja. Nunca se trató de una caja. Era una pithos, una vasija para almacenar aceite o cereales. Supongo que la pithos de Pandora no suena igual de bien, pero no importa. Sí, ella abrió esta jarra, donde estaban la mayoría de los demonios que ahora atormentan a la humanidad: el miedo, la muerte, el hambre, la enfermedad…

—No te olvides de mí —ronroneó la empusa.

—En efecto —asintió Prometeo—. La primera empusa estaba encerrada en esta jarra y fue liberada por Pandora. Pero lo que encuentro llamativo de la historia es que Pandora se lleva toda la culpa y es castigada por ser demasiado curiosa. Los dioses os quieren hacer creer que ésa es la moraleja: la humanidad no debe explorar ni hacer preguntas, sólo obedecer. A decir verdad, Percy, esta jarra fue una trampa concebida por Zeus y los demás dioses. Una venganza contra mí y mi familia: mi pobre y retardado hermano Epimeteo y su mujer, Pandora. Los dioses sabían que ella abriría la jarra. Estaban dispuestos a castigar a toda la raza humana para castigarnos a nosotros.

Me acordé de mi sueño sobre Hades y María di Angelo. Zeus había destruido un hotel entero para eliminar a dos niños semidioses, es decir, para salvar su propio pellejo porque una profecía lo atemorizaba. Había matado a una mujer inocente y seguramente no había perdido el sueño por ello. Hades no era mejor que él. No tenía suficiente poder para vengarse de Zeus, así que maldijo al Oráculo, condenando a una chica a un destino espantoso. Y Hermes… ¿por qué había abandonado a Luke? ¿Por qué no lo había prevenido por lo menos, ni había intentado criarlo en mejores condiciones para que no se convirtiera en un malvado?

Quizá Prometeo estaba manipulando mi pensamiento.

«Pero ¿y si tiene razón? —me decía una voz—. ¿En qué sentido son mejores los dioses que los titanes?».

Prometeo dio unos golpecitos en la tapa de la jarra.

—Sólo un espíritu se quedó dentro cuando Pandora la abrió.

—La esperanza —dije.

Pareció complacido.

—Muy bien, Percy. Elpis, el espíritu de la esperanza, no abandonó a la humanidad. La esperanza no se marcha sin permiso. Sólo puede ser liberada por un vastago humano. —El titán deslizó la jarra por encima de la mesa—. Te la doy a modo de recordatorio, para que tengas presente cómo son los dioses —agregó—. Manten a Elpis, si ése es tu deseo. Pero si decides que ya has visto bastante destrucción, bastante sufrimiento inútil, entonces abre la jarra. Deja que Elpis se vaya. Abandona toda esperanza, y yo sabré que te has rendido. Prometo que Cronos será clemente. Perdonará la vida a los supervivientes.

Contemplé la jarra y me entró una sensación muy desagradable. Me imaginé que Pandora, igual que yo, estaba aquejada de THDA. Yo nunca podía dejar las cosas tal como estaban. No me gustaban las tentaciones. ¿Y si aquélla era mi famosa elección? Tal vez toda la profecía se reducía a eso: si dejaba la jarra cerrada o la abría.

—No la quiero —rezongué.

—Demasiado tarde —dijo Prometeo—. El regalo ha sido entregado. No puede ser devuelto.

Se puso en pie. La empusa se acercó y deslizó el brazo en el suyo.

—¡Morrain! —dijo el titán, llamando al gigante azul—. Nos vamos. Recoge la bandera.

—Oh-oh.

—Nos veremos muy pronto, Percy Jackson —prometió Prometeo—. De un modo u otro.

Ethan Nakamura me lanzó una última mirada de odio. Luego la comitiva dio media vuelta y se alejó por el camino a través de Central Park, como si fuese la tarde soleada de un domingo normal y corriente.