Nos cargamos un puente
Por suerte, Blackjack estaba de servicio.
Solté mi silbido más convincente y en pocos minutos divisé en el cielo dos formas oscuras volando en círculos. Al principio parecían halcones, pero cuando bajaron un poco más distinguí las largas patas de los pegasos lanzadas al galope.
«Eh, jefe. —Blackjack aterrizó con un trotecillo, seguido de su amigo Porkpie—. ¡Los dioses del viento por poco nos mandan a Pensilvania! ¡Menos mal que he dicho que estaba con usted!».
—Gracias por venir —le dije—. Por cierto, ¿por qué galopáis los pegasos mientras estáis volando?
Blackjack soltó un relincho.
«¿Y por qué los humanos balancean los brazos al andar? No lo sé, jefe. Te sale sin pensarlo. ¿Adónde?».
—Hemos de llegar cuanto antes al puente de Williamsburg.
Blackjack negó con la cabeza.
«¡Y que lo diga, jefe! Lo hemos sobrevolado al venir para aquí y no tenía buena pinta. ¡Suba!».
* * *
De camino hacia el puente se me fue formando un nudo en la boca del estómago. El Minotauro había sido uno de los primeros monstruos que había derrotado. Cuatro años atrás, había estado a punto de matar a mi madre en la colina Mestiza. Aún tenía pesadillas.
Había confiado en que el Minotauro seguiría muerto unos cuantos siglos más, pero debería haber sabido que mi suerte no iba a durar tanto.
Divisamos la batalla antes de tenerla lo bastante cerca como para identificar a los guerreros. Era plena madrugada ya, pero el puente resplandecía de luz. Había coches incendiados y arcos de fuego surcando el aire en ambas direcciones: las flechas incendiarias y las lanzas que arrojaban ambos bandos.
Cuando nos acercamos para hacer una pasada a poca altura, advertí que la cabaña de Apolo se batía en retirada. Corrían a parapetarse detrás de los coches para disparar a sus anchas desde allí; lanzaban flechas explosivas y arrojaban abrojos de afiladas púas a la carretera; levantaban barricadas donde podían, arrastrando a los conductores dormidos fuera de sus coches para que no quedaran expuestos al peligro. Pero el enemigo seguía avanzando pese a todo. Encabezaba la marcha una falange entera de dracaenae, con los escudos juntos y las puntas de las lanzas asomando en lo alto. De vez en cuando, alguna flecha se clavaba en un cuello o una pierna de reptil, o en la juntura de una armadura, y la desafortunada mujer-serpiente se desintegraba, pero la mayor parte de los dardos de Apolo se estrellaban contra aquel muro de escudos sin causar ningún daño. Detrás, avanzaba un centenar de monstruos.
Los perros del infierno se adelantaban a veces de un salto, rebasando su línea defensiva. La mayoría caían bajo las flechas, pero uno de ellos atrapó a un campista de Apolo y se lo llevó a rastras. No vi lo que sucedió con él después. Prefería no saberlo.
—¡Allí! —gritó Annabeth desde el lomo de su pegaso.
En efecto, en medio de la legión invasora iba el Viejo Cabezón: el Minotauro en persona.
La última vez que lo había visto no llevaba nada encima, salvo los calzoncillos (unos blancos y ajustados). No sé por qué, quizá lo habían sacado de la cama para perseguirme. Esta vez, en cambio, sí venía preparado para la batalla.
De cintura para abajo llevaba el equipo de combate griego normal, o sea, un delantal —tipo falda escocesa— de tirillas de cuero y metal; unas grebas de bronce que le cubrían las piernas y unas sandalias de cuero firmemente atadas. De cintura para arriba, era puro toro: pelo, pellejo y músculos que ascendían hacia un cabezón tan enorme que debería haberse volcado sólo por el peso de sus cuernos. Parecía más alto que la otra vez. Ahora debía de medir tres metros al menos. Llevaba a la espalda un hacha de doble filo, pero era demasiado impaciente para molestarse en usarla. En cuanto me vio sobrevolar en círculos el puente (o me olió, cosa más probable, porque tenía mala vista) soltó un bramido mayúsculo y alzó en sus brazos una limusina blanca.
—¡Baja en picado! —le grité a Blackjack.
«¿Qué? —dijo el pegaso—. Imposible, no va… ¡Santo cielo!».
Debíamos de estar al menos a treinta metros de altura, pero la limusina venía hacia nosotros girando sobre sí misma como un boomerang de dos toneladas. Annabeth y Porkpie hicieron un brusco viraje a la izquierda para esquivarla, pero Blackjack cerró las alas y se dejó caer a plomo. La limusina pasó casi rozándome la cabeza y no me dio por unos cuantos centímetros; se coló entre los cables de suspensión del puente sin tocarlos y se desplomó hacia las aguas del río Este.
Los demás monstruos soltaban gritos y abucheos, y el Minotauro tomó otro coche en sus manos.
—Déjanos detrás de las líneas de la cabaña de Apolo —le ordené a Blackjack—. No te alejes demasiado por si te necesito, pero ponte enseguida a cubierto.
«¡No pienso discutir, jefe!».
Descendió a toda velocidad y fue a posarse tras un autobús escolar volcado, donde había dos campistas apostados. Annabeth y yo bajamos de un salto en cuanto los pegasos tocaron el suelo con sus cascos. Luego Blackjack y Porkpie desaparecieron en el cielo oscuro.
Michael Yew corrió a nuestro encuentro. Era el líder más canijo que había visto en mi vida. Tenía el brazo vendado y su cara de hurón tiznada, y apenas le quedaban flechas en el carcaj, pero sonreía como si lo estuviera pasando en grande.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo—. ¿Y los demás refuerzos?
—Por ahora, somos nosotros los refuerzos —repuse.
—Entonces estamos apañados.
—¿Todavía tienes tu carro volador? —preguntó Annabeth.
—No —dijo Michael—. Lo dejé en el campamento. Le dije a Clarisse que podía quedárselo. Qué más da, ¿entiendes? No valía la pena discutir más. Pero ella me contestó que ya era tarde. Que nunca más íbamos a ofenderla en su honor, o una estupidez por el estilo.
—Al menos lo intentaste.
Se encogió de hombros.
—Sí, bueno, le solté unos cuantos insultos cuando me dijo que aun así no pensaba combatir. Me temo que eso tampoco ayudó demasiado. ¡Ahí vienen esos adefesios!
Sacó una flecha y se la lanzó al enemigo. La saeta voló con un agudo silbido y, al estrellarse en el suelo, desató una explosión que sonó como una guitarra eléctrica amplificada por un altavoz brutal. Los coches cercanos saltaron por los aires. Los monstruos soltaron sus armas y se taparon los oídos con muecas de dolor. Algunos echaron a correr; otros se desintegraron allí mismo.
—Era mi última flecha sónica —comentó Michael.
—¿Un regalito de tu padre, el dios de la música? —pregunté.
Michael me miró con una sonrisa malvada.
—La música a tope puede perjudicar la salud —dijo—. Por desgracia, no siempre mata.
En efecto, la mayoría de los monstruos, una vez recuperados de su aturdimiento, empezaban a reagruparse.
—Tenemos que retroceder —dijo Michael—. Tengo a Kayla y Austin colocando trampas un poco más abajo.
—No —respondí—. Trae a tus campistas a esta posición y aguarda mi señal. Vamos a mandar al enemigo de vuelta a Brooklyn.
Michael se echó a reír.
—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó.
Desenvainé mi espada.
—Percy —dijo Annabeth—, déjame ir contigo.
—Demasiado peligroso. Además, necesito que ayudes a Michael a coordinar la línea defensiva. Yo distraeré a los monstruos. Vosotros agrupaos aquí. Sacad de en medio a los mortales dormidos. Luego podéis empezar a abatir monstruos a distancia mientras yo los mantengo ocupados. Si hay alguien capaz de hacer todo eso, eres tú.
—Muchas gracias —gruñó Michael.
Mantuve los ojos fijos en Annabeth, que asintió de mala gana.
—Está bien. En marcha —dije. Antes de que pudiera acobardarme, añadí—: ¿No hay un beso para darme suerte? Ya es una especie de tradición, ¿no?
Temí que me diera un puñetazo. Pero lo que hizo fue sacar su cuchillo y mirar al ejército de monstruos.
—Regresa vivo, sesos de alga. Entonces veremos.
Pensé que era la mejor oferta que iba a sacar, de modo que salí de detrás del autobús escolar y caminé por el puente a la vista de todos, directo hacia el enemigo.
* * *
Cuando el Minotauro me vio, sus ojos llamearon de odio. Soltó un gran bramido, que era una combinación de chillido, mugido y eructo brutal.
—Eh, Pedazo de Buey —le dije a voz en cuello—. ¿No te había matado ya?
Él le arreó un puñetazo al capó de un Lexus, que se arrugó como si fuese papel de plata.
Varias dracaenae me lanzaron jabalinas en llamas que desvié con la espada. Un perro del infierno saltó sobre mí y lo esquivé. Podría haberlo atravesado sin más, pero vacilé.
«No es la Señorita O’Leary —me recordé—. Es un monstruo indómito que podría matarnos a mí y a mis amigos».
Volvió a saltar. Esta vez tracé un arco mortal con Contracorriente y el perro se desintegró en una nube de polvo y pelos.
Ya venía una nueva oleada de monstruos —serpientes, gigantes y telekhines—, pero el Minotauro les soltó un rugido y retrocedieron de inmediato.
—¿Uno contra uno? —grité—. ¿Como en los viejos tiempos?
Las narices del Minotauro temblaban de rabia. Debería haber llevado un paquete de pañuelitos de aloe vera en el bolsillo de la armadura, porque tenía las napias rezumantes, enrojecidas y decididamente asquerosas. Desató la correa del hacha y la blandió por encima de su cabeza con ademanes furiosos.
Era un arma preciosa, no podía negarse, en un estilo bestial del tipo voy-a-destriparte-como-a-un-pescado. Cada una de sus hojas gemelas tenía forma de omega: W, la última letra del alfabeto griego (quizá porque aquella hacha era lo último que veían sus víctimas). El mango, de bronce forrado de cuero, era casi tan alto como el Minotauro. Atados en torno a la base de cada hoja había montones de collares de cuentas. Comprendí con un escalofrío que eran cuentas del Campamento Mestizo: collares arrebatados a los semidioses vencidos.
Me puse tan furioso que mis ojos destellaron igual que los del bicharraco. Alcé la espada. El ejército de monstruos vitoreó al Minotauro, pero sus gritos se acallaron en seco cuando eludí su primer golpe con un quiebro y partí en dos el hacha, justo entre las dos hojas.
—¿Muuuuu? —gruñó.
—¡Ja! —Me volví y le arreé una patada en el hocico.
Él retrocedió tambaleándose, procurando no perder pie, y enseguida bajó la cabeza para embestir.
No le dio tiempo: mi espada destelló en el aire, seccionándole un cuerno y luego el otro. Intentó apresarme, pero rodé por el suelo y recogí la mitad de su hacha rota. Los otros monstruos retrocedieron atónitos, formando un círculo alrededor. El Minotauro aullaba rabioso. Nunca había sido muy avispado, pero ahora su cólera lo volvió todavía más imprudente. Arremetió contra mí a toda marcha y yo corrí hacia la barandilla del puente, abriéndome paso entre una hilera de dracaenae.
La bestia debió de oler la victoria. Creyó que trataba de escabullirme. Sus secuaces la aclamaron a gritos. Frené en el borde mismo del puente, me di media vuelta y apoyé el hacha en los barrotes de hierro para resistir mejor su embestida. El Minotauro ni siquiera redujo la marcha.
CRUNCH.
Bajó la vista, sin poder creerlo, hacia el mango del hacha que le sobresalía por la coraza.
—Gracias por participar —dije.
Entonces lo levanté por las patas y lo arrojé por encima de la barandilla. Se fue desintegrando a medida que caía, para convertirse en polvo y regresar otra vez al Tártaro.
Me volví hacia su ejército. Éramos aproximadamente ciento noventa y nueve contra uno. Yo hice lo más natural: me lancé sobre ellos.
* * *
Seguramente te preguntarás cómo funcionaba lo de ser «invencible», o sea, si esquivaba mágicamente las armas, o si éstas me daban sin hacerme daño. No lo recuerdo, la verdad. Lo único que tenía claro era que no iba a permitir que aquellos monstruos invadieran mi ciudad natal.
Rebanaba las armaduras como si fueran de papel. Las mujeres-serpiente explotaban y los perros del infierno se deshacían en sombras. Repartía tajos y estocadas, giraba y me revolvía, y creo que incluso me reí un par de veces: una risa loca que me dio tanto miedo a mí como a mis oponentes. Notaba el respaldo de los campistas de Apolo, que disparaban flechas desde atrás, impidiendo que los monstruos se reagruparan. Y éstos, finalmente, dieron media vuelta y emprendieron la huida. Los que seguían vivos: unos veinte de doscientos.
Los perseguí corriendo, con los guerreros de Apolo pegados a mis talones.
—¡Sí! —aullaba Michael Yew—. ¡Así se hace!
Los empujamos por el puente hacia la orilla de Brooklyn. El cielo había empezado a clarear hacia el este y, al fondo, distinguí el peaje.
—¡Percy! —gritó Annabeth—. Ya los has puesto en fuga. ¡Vuelve atrás! ¡Nos estamos desperdigando!
En parte tenía razón, pero las cosas me estaban yendo tan bien que quería destruir hasta el último enemigo.
Entonces divisé a una multitud en la entrada del puente. Los monstruos en desbandada corrían directamente a reunirse con sus refuerzos. No parecía un grupo muy numeroso: unos treinta o cuarenta semidioses con armadura, montados en caballos-esqueleto. Uno de ellos llevaba un estandarte morado con la guadaña negra.
El jinete que iba delante avanzaba al trote. De improviso, se quitó el casco y reconocí en él al mismísimo Cronos, con aquellos ojos inconfundibles de oro fundido.
Annabeth y los campistas de Apolo vacilaron. Los monstruos a los que habíamos perseguido alcanzaron las líneas del titán y fueron a engrosar sus filas. Cronos miró en nuestra dirección. Estaba a unos quinientos metros, pero juraría que lo vi sonreír.
—Ahora sí vamos a retirarnos —dije.
Los hombres del señor de los titanes desenvainaron sus espadas y se lanzaron a la carga. Los cascos de sus caballos-esqueleto atronaban en el pavimento. Nuestros arqueros lanzaron una salva de flechas, derribando a unos cuantos enemigos, pero los demás siguieron al galope.
—¡Retiraos! —grité a mis amigos—. ¡Yo los distraeré!
En cuestión de segundos los tuve encima.
Michael y sus arqueros emprendieron la retirada, pero Annabeth se quedó a mi lado, combatiendo con su cuchillo y su escudo mágico mientras retrocedíamos poco a poco hacia el otro lado del puente.
La caballería de Cronos se arremolinó alrededor de nosotros, lanzando mandobles e insultándonos. El titán avanzó tranquilamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Cosa que no dejaba de ser cierta, dado que era el señor del tiempo.
Yo procuraba herir a sus hombres y no matarlos, lo cual me hacía ir más despacio, claro, pero aquéllos no eran monstruos, sino semidioses que habían sucumbido al hechizo de Cronos. Aunque no podía verles la cara, porque todos llevaban casco, seguramente algunos habían sido amigos míos. Lancé tajos a las patas de sus caballos para que se desintegraran. Y cuando unos cuantos semidioses cayeron de bruces, los demás optaron por desmontar y enfrentarse a pie conmigo.
Annabeth y yo luchábamos hombro con hombro, mirando en direcciones opuestas. Noté una sombra sobre mí y me atreví a levantar la vista. Eran Blackjack y Porkpie, que hacían rápidas pasadas, repartiendo coces a los cascos de nuestros enemigos, para alejarse enseguida como grandes palomas kamikaze.
Ya casi habíamos llegado a la mitad del puente cuando sucedió una cosa muy rara. Sentí un escalofrío en la espina dorsal: como si alguien caminara sobre mi tumba, según el viejo dicho. A mi espalda, Annabeth soltó un grito de dolor.
—¡Annabeth! —Me volví justo cuando se desplomaba y aún pude sujetarla del brazo. Junto a ella había un semidiós empuñando un cuchillo ensangrentado.
Comprendí lo sucedido en una fracción de segundo. Era a mí a quien había tratado de apuñalar y, a juzgar por su posición, me habría dado justo (tal vez por pura chiripa) en la base de la columna: en mi único punto débil.
Annabeth había parado el golpe con su propio cuerpo.
Pero ¿por qué? Ella no conocía mi punto débil. Ni ella ni nadie.
El guerrero y yo nos miramos. Sólo se le veía un ojo bajo el casco; el otro lo llevaba tapado con un parche. Ethan Nakamura, el hijo de Némesis. No sabía cómo, pero había sobrevivido a la explosión del Princesa Andrómeda. Con el puño de la espada, le di un golpe tan brutal en la cara que le abollé el casco.
—¡Atrás! —Blandí la espada a izquierda y derecha, obligando a los enemigos a apartarse de Annabeth—. ¡Que nadie la toque!
—Qué interesante —dijo Cronos.
Se alzaba sobre mí en su caballo-esqueleto, sosteniendo la guadaña con una mano. Estudiaba la escena con los ojos entornados, como si intuyera que yo había estado muy cerca de la muerte (igual que un lobo es capaz de oler el miedo).
—Un bravo combate, Percy Jackson —prosiguió—. Pero ha llegado el momento de rendirse… o la chica morirá.
—No, Percy —gimió Annabeth. Tenía la camiseta empapada de sangre. Debía sacarla de allí cuanto antes.
—¡Blackjack! —grité.
Raudos como la luz, los pegasos bajaron disparados y sujetaron con los dientes las correas de la armadura de Annabeth. Antes de que el enemigo llegara a reaccionar, alzaron el vuelo y se remontaron por encima del río.
Cronos dio un gruñido.
—Un día de éstos voy a hacerme una sopa de pegaso. Mientras tanto… —Desmontó del caballo; la hoja de la guadaña centelleaba a la luz del alba—. Mientras tanto me conformaré con otro semidiós muerto.
Paré su primer golpe con Contracorriente. El impacto sacudió el puente entero, pero me mantuve firme. La sonrisa de Cronos se evaporó.
Con un alarido, le asesté una patada en las piernas y lo derribé. La hoja de la guadaña tintineó por el suelo. Lancé una estocada, pero él rodó hacia un lado y volvió a incorporarse de un salto. La guadaña voló a sus manos.
—Bueno… —Me miró con una expresión ligeramente irritada—. Tuviste el coraje de visitar el Estigio. Hube de presionar a Luke de muchas maneras para convencerlo. Si hubieras sido tú quien me hubiera proporcionado un cuerpo… Pero no importa. Sigo siendo más poderoso de todos modos. ¡Soy un titán!
Golpeó el puente con la punta de la guadaña y salí despedido hacia atrás por una oleada de pura fuerza. Los coches se deslizaron por la calzada, escorándose peligrosamente, y varios semidioses —incluido alguno de Luke— fueron barridos de la superficie del puente. Los cables de suspensión daban latigazos mientras yo resbalaba hacia Manhattan.
Por fin, conseguí ponerme de pie. Los demás campistas casi habían llegado al final del puente. Todos salvo Michael Yew, al que vi encaramado en uno de los cables de suspensión a pocos metros de mí. Tenía preparada en el arco su última flecha.
—¡Corre, Michael! —grité.
—¡Percy, el puente! —me advirtió—. ¡Está flaqueando!
Al principio no lo entendí. Entonces bajé la vista y vi grietas en el pavimento. Había algunos trechos medio fundidos por el fuego griego. El puente había recibido una buena paliza entre el estallido de Cronos y las flechas explosivas.
—¡Rómpelo! —gritó Michael—. ¡Utiliza tus poderes!
Era una idea desesperada que no funcionaría, pero le hice caso y clavé a Contracorriente en el suelo. La hoja mágica se hundió hasta la empuñadura, como si el asfalto fuese de mantequilla, y de la rendija empezó a brotar agua salada a chorro, como de un géiser. Al sacar la hoja, la fisura se ensanchó rápidamente. El puente se estremeció y empezó a desmoronarse. Caían bloques del tamaño de una casa al río Este. Los hombres de Cronos gritaban alarmados y retrocedían a gatas. Algunos habían caído de bruces y no lograban levantarse. En cuestión de segundos, se abrió una sima de quince metros en el puente de Williamsburg entre Cronos y yo.
Las sacudidas se interrumpieron. Los hombres de Cronos se acercaron al borde y contemplaron el abismo de cuarenta metros que había hasta el agua.
Sin embargo, no me sentía seguro. Los cables de suspensión seguían unidos y los enemigos podían llegar por allí a nuestro lado si reunían el suficiente valor. O tal vez Cronos dispondría de algún medio mágico para rellenar el hueco.
El señor de los titanes parecía estudiar la situación. Miró a su espalda, al sol naciente, y luego me dirigió una sonrisa desde la otra orilla de la sima.
—Hasta la noche, Jackson —dijo.
Dicho lo cual, montó en su caballo, hizo un caracoleo y partió al galope hacia Brooklyn, seguido de sus guerreros.
Me volví hacia Michael para agradecerle la idea, pero las palabras se me quedaron atascadas. A cinco metros, había un arco en el suelo. Su dueño no aparecía por ningún lado.
—¡No!
Corrí a buscar entre los escombros de nuestro lado del puente y miré hacia el río. Nada.
Solté un aullido de rabia y frustración. El eco se prolongó una eternidad en la mañana inmóvil. Iba a silbar para que Blackjack me ayudara a buscar cuando sonó el móvil de mi madre. Según decía en la pantalla, tenía una llamada de Finklestein y Asociados: probablemente un semidiós que me llamaba desde un teléfono prestado.
Respondí, rezando para que fueran buenas noticias. Pero, naturalmente, me equivocaba.
—¿Percy? —Silena Beauregard sonaba como si hubiera estado llorando—. Hotel Plaza. Será mejor que vengas deprisa y que traigas a un sanador de la cabaña de Apolo. Se trata de… Annabeth.