Capítulo 10

Gano amigos rascándome el bolsillo

La Señorita O’Leary era la única que parecía contenta con la ciudad dormida.

La encontramos poniéndose morada en un carrito de perritos calientes volcado. El dueño se había hecho un ovillo en el suelo y roncaba con el pulgar en la boca.

Argos nos esperaba con sus cien ojos abiertos como platos. No dijo nada. Nunca dice una palabra. Supongo que será porque tiene un ojo en la lengua, según dicen. Pero su expresión dejaba claro que estaba flipando.

Le expliqué lo que había descubierto en el Olimpo, y que los dioses no pensaban acudir a salvar la ciudad. Argos, disgustado, puso los ojos en blanco, lo cual resultaba bastante psicodélico porque hacía que todo su cuerpo se retorciese.

—Será mejor que vuelvas al campamento —le dije—. Defiéndelo lo mejor que puedas.

Me señaló y alzó las cejas con expresión inquisitiva.

—Yo me quedo —dije.

Argos asintió, como si la respuesta le pareciera satisfactoria. Miró a Annabeth y trazó un círculo en el aire con el dedo.

—Sí —dijo ella—. Ya va siendo hora.

—¿De qué? —pregunté.

Argos revolvió en la trasera de su furgoneta, sacó un escudo de bronce y se lo entregó a Annabeth. Parecía ñormal y corriente: el mismo tipo de escudo redondo que utilizábamos para capturar la bandera. Pero cuando Annabeth lo depositó en el suelo, su bruñida superficie metálica dejó de reflejar el cielo y los edificios circundantes y mostró la estatua de la Libertad… que no estaba cerca ni mucho menos.

—¡Vaya! —exclamé—. Un vídeo-escudo.

—Una de las ideas de Dédalo —dijo Annabeth—. Conseguí que me lo hiciera Beckendorf antes de… —Le echó un vistazo a Silena—. Hum, en fin, el escudo desvía los rayos de sol o de luna procedentes de cualquier parte del mundo para crear un reflejo. Puedes ver literalmente cualquier objetivo que se encuentre bajo el cielo, siempre, eso sí, que lo toque la luz natural. Mira.

Nos agolpamos alrededor mientras Annabeth se concentraba. La imagen se movía y giraba muy deprisa al principio, y casi me daba vueltas la cabeza al mirarla. Primero mostró el zoo de Central Park, luego descendió por la calle Sesenta Este, pasó por Bloomingdale’s y dobló en la Tercera Avenida.

—¡Hala! —exclamó Connor Stoll—. Retrocede un poco. Enfoca ahí.

—¿Qué? —preguntó Annabeth, nerviosa—. ¿Has visto invasores?

—No, ahí, en Dylan’s, la tienda de golosinas. —Miró a su hermano con una sonrisa—. Está abierta, colega. Y todos los dependientes dormidos… ¿Me lees el pensamiento?

—¡Connor! —lo reprendió Katie Gardner, que sonaba igual que su madre, Deméter—. Déjate de bromas, esto es muy serio. ¡No vais a saquear una tienda de golosinas en medio de una guerra!

—Perdón —musitó Connor, aunque no parecía muy avergonzado.

Annabeth pasó la mano frente al escudo y apareció otra imagen: la avenida Franklin Roosevelt y, al otro lado del río, el parque Lighthouse.

—Así podremos ver lo que pasa a lo largo de la ciudad —dijo—. Gracias, Argos. Espero que volvamos a vernos en el campamento… un día de éstos.

Argos emitió un gruñido y me lanzó una mirada que significaba a todas luces: «Buena suerte; vas a necesitarla». Subió a su furgoneta y arrancó; las arpías, que aguardaban al volante de las otras dos, lo siguieron serpenteando entre los coches parados en medio de la calle.

Llamé a la Señorita O’Leary con un silbido y vino dando saltos.

—Eh, chica —le dije—. ¿Te acuerdas de Grover, el sátiro que vimos en el parque?

—¡Guau!

Confié en que eso significase: «¡Claro!», y no: «¿Hay más perritos calientes?».

—Necesito que lo localices —le expliqué—. Comprueba que sigue despierto. Nos va a hacer falta su ayuda. ¿Entendido? ¡Encuentra a Grover!

La perra me dio un beso repleto de babas, lo cual estaba de más, y se alejó al galope hacia el norte.

Pólux se agachó junto a un policía dormido.

—No lo entiendo. ¿Por qué no nos hemos quedado dormidos también? ¿Por qué sólo los mortales?

—Es un hechizo inmenso —dijo Silena Beauregard—. Y cuanto mayor es su alcance, más fácil resulta resistirse a sus efectos. Para dormir a millones de mortales, sólo has de usar una magia superficial. Dormir a semidioses es más difícil.

Me quedé mirándola.

—¿Dónde has aprendido tanto sobre magia?

Silena se ruborizó.

—No paso todo el tiempo probándome vestidos, por si no lo sabías.

—Percy —intervino Annabeth, todavía concentrada en el escudo—. Será mejor que vengas a echar un vistazo.

El reflejo de la superficie de bronce mostraba el estuario de Long Island Sound, a la altura del aeropuerto de La Guardia. Una docena de lanchas surcaba las aguas oscuras hacia Manhattan, todas repletas de semidioses equipados con armadura griega. En la popa de la embarcación que abría la marcha vi un estandarte con una guadaña negra flameando al viento nocturno. No había visto ese dibujo hasta entonces, pero no costaba mucho descifrarlo: era la bandera de guerra de Cronos.

—Explora todo el perímetro de la isla —le dije—. Rápido.

Annabeth desplazó la imagen al sur hasta el puerto. Un ferry de Staten Island avanzaba entre las olas ya muy cerca de Ellis Island. La cubierta estaba infestada de dracaenae y de una manada de perros del infierno. Nadando delante del barco iba un nutrido grupo de mamíferos marinos. Al principio creí que eran delfines. Luego vi sus caras de perro y las espadas que llevaban sujetas a la cintura, y comprendí que eran telekhines: demonios marinos.

La imagen cambió otra vez: ahora era la costa de Jersey, justo a la entrada del túnel Lincoln. Un centenar de monstruos de todo tipo desfilaban por los carriles del tráfico inmovilizado: gigantes con porras, cíclopes golfos, varios dragones que escupían fuego y, para más recochineo, un tanque Sherman de la Segunda Guerra Mundial, que iba apartando los coches a su paso a medida que se adentraba retumbando en el túnel.

—¿Y qué pasa con los mortales de fuera de Manhattan? —pregunté—. ¿Es que todo el estado se ha quedado dormido?

Annabeth frunció el entrecejo.

—No lo creo, pero es raro. Por lo que estoy viendo, todo Manhattan está en brazos de Morfeo. Luego, a un radio de ochenta kilómetros a la redonda, el tiempo parece avanzar muy, pero que muy despacio. Cuanto más te acercas a Manhattan, más despacio se mueve.

Me mostró otra escena: una autopista de Nueva Jersey. Era sábado por la noche, así que el tráfico no era tan horrible como en un día laborable. Los conductores parecían despiertos, pero los coches se movían a dos kilómetros por hora y los pájaros que pasaban por encima movían las alas a cámara lenta.

—Cronos —murmuré—. Está ralentizando el tiempo.

—Quizá Hécate también esté haciendo de las suyas —dijo Katie Gardner—. Fíjate, todos los coches evitan las salidas de Manhattan, como si hubieran recibido el mensaje inconsciente de volver atrás.

—No acabo de entenderlo —comentó Annabeth, contrariada: no soportaba no entender nada—. Es como si hubieran rodeado Manhattan con varias capas mágicas. El mundo exterior quizá no llegue a enterarse siquiera de que algo va mal. Cualquier mortal que venga hacia aquí se moverá tan despacio que no percibirá nada de lo que sucede.

—Como moscas en una gota de ámbar —murmuró Jake Mason.

Annabeth asintió.

—Así que no podemos esperar ninguna ayuda.

Me volví hacia mis amigos. Los vi atónitos y asustados, y la verdad es que no podía culparlos. El escudo nos había revelado que había al menos trescientos enemigos en camino. Nosotros éramos cuarenta. Y estábamos solos.

—Muy bien —dije—. Vamos a defender Manhattan.

Silena se ajustó la armadura.

—Hum, Percy. Manhattan es enorme.

—Vamos a mantenerlo bajo control —insistí—. Debemos hacerlo.

—Tiene razón —afirmó Annabeth—. Los dioses del viento mantendrán a raya por el aire a las fuerzas de Cronos, lo cual significa que intentará el asalto al Olimpo por tierra. Tenemos que cortar las entradas a la isla.

—Tienen lanchas —señaló Michael Yew.

Un escalofrío me recorrió la columna. Había comprendido de golpe el consejo de Atenea: «Acuérdate de los ríos».

—Yo me ocuparé de eso —dije.

Michael me miró incrédulo.

—¿Cómo?

—Déjamelo a mí —respondí—. Tenemos que vigilar los puentes y túneles. Supongamos que se proponen asaltar el centro de la ciudad, al menos en el primer intento. Sería el camino más directo hacia el Empire State. Michael, llévate a la cabaña de Apolo al puente de Williamsburg. Katie, con la cabaña de Deméter, se encargará del túnel Brooklyn-Battery. Haced crecer espinos y hiedra venenosa por dentro. ¡Todo lo que haga falta con tal de ahuyentarlos! Connor, llévate a la mitad de la cabaña de Hermes y cubre el puente de Manhattan. Travis, llévate la otra mitad y cubre el puente de Brooklyn. ¡Y sin paradas para saquear y entregarse al pillaje!

—¡Ufff! —protestó la cabaña entera de Hermes.

—Silena —proseguí—, llévate a la cabaña de Afrodita al túnel de Queens.

—Oh, dioses —suspiró una de ellas—. La Quinta Avenida nos viene súper-de-paso. Podríamos comprarnos un bolso y unos zapatos a juego. Los monstruos no soportan el olor a Givenchy.

—Sin paradas —repetí—. Bueno, lo del perfume, si estás segura de que funciona…

Seis chicas de Afrodita me besaron emocionadas (en la mejilla).

—¡Muy bien, ya basta! —Cerré los ojos tratando de pensar si se me olvidaba algo—. El túnel Holland. Jake, llévate allí a la cabaña de Hefesto. Usad fuego griego, poned trampas. Todo lo que tengáis a mano.

Él sonrió.

—Con mucho gusto. Tenemos cuentas pendientes que saldar. ¡Por Beckendorf!

La cabaña entera estalló en vítores.

—El puente de Queensboro —añadí—. Clarisse… —Me interrumpí de golpe. Clarisse no estaba. Toda la cabaña de Ares (maldita sea) se había quedado en el campamento.

—Nosotros nos ocupamos de eso —intervino Annabeth, salvándome de un silencio embarazoso—. Malcolm —dijo, volviéndose hacia sus hermanos—, llévate a la cabaña de Atenea y activa el plan veintitrés por el camino, tal como te he explicado. Defended esa posición.

—Entendido.

—Yo me quedaré con Percy —añadió—. Nos uniremos a vosotros más tarde, o acudiremos donde sea necesario.

Alguien apuntó desde atrás:

—Sin entreteneros por el camino, vosotros dos.

Hubo algunas risitas, pero hice la vista gorda.

—Muy bien —dije—. Nos mantendremos en contacto con los teléfonos móviles.

—Pero ¡si no tenemos! —protestó Silena.

Me agaché, recogí la BlackBerry de una dama que roncaba profundamente y se la lancé a Silena.

—Ahora sí. Todos sabéis el número de Annabeth, ¿no? Si nos necesitáis, tomad un teléfono cualquiera y llamadnos. Usadlo sólo una vez y tiradlo. Si luego os hace falta, tomáis otro prestado. Así a los monstruos les costará más localizaros.

Todo el mundo sonrió, satisfecho con la idea.

Travis carraspeó.

—Hum, si encontramos un teléfono verdaderamente guay…

—No. No os lo podéis quedar —respondí.

—Uf, colega…

—Un momento, Percy —dijo Jake Mason—. Te olvidas del túnel Lincoln.

Reprimí una maldición. Era cierto. Un tanque Sherman y un centenar de monstruos avanzaban en ese momento por el túnel, y ya había situado nuestras fuerzas en todos los demás puntos.

Entonces se oyó la voz de una chica desde la acera de enfrente.

—¿Qué tal si nos lo dejas a nosotras?

Nunca me ha hecho tan feliz oír a alguien. Un grupo de treinta chicas cruzó la Quinta Avenida. Vestían blusas blancas, pantalones de camuflaje plateados y botas de combate. Cada una con una espada al cinto, un carcaj en la espalda y un arco dispuesto. Entre ellas correteaban unos cuantos lobos blancos. Muchas sostenían en el puño un halcón de caza.

La chica que abría la marcha llevaba el pelo negro erizado en punta, al estilo punk, y una chaqueta de cuero negro. Lucía en la frente una diadema de plata, como si fuera una princesa, lo cual no acababa de casar con sus pendientes en forma de calavera y su camiseta de «MUERTE A LA BARBIE», en la que se veía una Barbie con la cabeza atravesada por una flecha.

—¡Thalia! —gritó Annabeth.

La hija de Zeus sonrió.

—Se presentan las Cazadoras de Artemisa.

* * *

Hubo abrazos y saludos… bueno, al menos Thalia se mostró muy amigable. A las demás cazadoras no les gustaba verse rodeadas de campistas, sobre todo de chicos, aunque tampoco nos dispararon ninguna flecha, lo cual ya era mucha gentileza viniendo de ellas.

—¿Dónde has estado este último año? —le pregunté a Thalia—. ¡Tienes el doble de cazadoras que antes!

Se echó a reír.

—Es una historia muy, muy larga. Apuesto a que mis aventuras han sido más peligrosas que las tuyas, Jackson.

—De eso nada.

—Ya lo veremos —me aseguró—. Cuando esto acabe, tú, Annabeth y yo iremos a comernos una hamburguesa con queso en ese hotel de la calle Cincuenta y siete.

—El Parker Meridien —dije—. Trato hecho. Y oye, gracias.

Se encogió de hombros.

—Esos monstruos ni siquiera las verán venir. En marcha, cazadoras.

Le dio un golpecito a su pulsera de plata y ésta giró en espiral hasta adoptar la forma de la Égida. En el centro del escudo figuraba la cabeza de la Medusa en relieve dorado y su aspecto era tan espantoso que todos los campistas se echaron atrás. Las cazadoras se alejaron calle abajo, seguidas por sus lobos y halcones, y a mí me quedó la sensación de que el túnel Lincoln estaba asegurado por ahora.

—Gracias a los dioses —dijo Annabeth—. Pero si no bloqueamos los ríos para cortarles el paso a las lanchas, no servirá de nada vigilar los puentes y túneles.

—Cierto —contesté.

Miré a los campistas; tenían expresiones serias y resueltas. Procuré no sentirme como si aquélla fuera la última vez que los veía juntos.

—Sois los mayores héroes del milenio —los arengué—. No importa cuántos monstruos se echen sobre vosotros. Luchad con valentía y venceremos. —Alcé a Contracorriente y grité—: ¡Por el Olimpo!

Respondieron a voz en cuello y nuestras cuarenta voces reverberaron por los edificios del centro: un grito desafiante que resonó unos segundos para disolverse rápidamente en aquel silencio de diez millones de neoyorquinos dormidos.

* * *

Annabeth y yo podríamos haber escogido el coche que más nos hubiera gustado, pero estaban todos apretujados unos contra otros y no habría sido posible mover ninguno. No había ningún motor en marcha, curiosamente. Era como si los conductores hubieran tenido tiempo de girar la llave antes de echarse a dormir. O a lo mejor Morfeo tenía también la facultad de dejar los motores dormidos. Daba la impresión de que muchos conductores habían intentado parar junto al bordillo al ver que perdían el conocimiento, pero aun así las calles estaban demasiado colapsadas para circular.

Finalmente encontramos a un mensajero inconsciente, apoyado en una tapia y todavía montado en su Vespa roja. Lo sacamos a rastras de la moto y lo dejamos tendido en la acera.

—Lo siento, chico —le susurré.

Con un poco de suerte, podría devolvérsela más tarde. Y si no, tampoco importaría, porque la ciudad estaría destruida.

Con Annabeth detrás agarrada a mi cintura, bajé en zigzag por la avenida Broadway. El motor zumbaba ruidosamente en aquel silencio inquietante. Sólo se oían aquí y allá algunos móviles sonando inútilmente, como si unos a otros se llamasen en la oscuridad y Nueva York se hubiera convertido en una gigantesca pajarera electrónica.

Avanzamos lentamente. Cada dos por tres tropezábamos con peatones que se habían quedado dormidos justo delante de un coche y nos entreteníamos en arrastrarlos a la acera para dejarlos a salvo. También nos paramos para extinguir el fuego de un carrito de galletas que se había incendiado. Unos minutos más tarde tuvimos que rescatar un cochecito que rodaba sin rumbo calle abajo, aunque luego resultó que no había un bebé dentro, sino un caniche dormido. Vete a saber. Lo dejamos en un portal y seguimos adelante.

Estábamos pasando junto al Madison Square cuando Annabeth me pidió que frenara.

Me detuve en mitad de la calle Veintitrés Este. Annabeth bajó de un salto y corrió hacia el parque. Cuando le di alcance, se había parado frente a una estatua de bronce con pedestal de mármol rojo. Yo debía de haber pasado un millón de veces por delante sin echarle un vistazo siquiera.

El tipo estaba sentado en una silla con las piernas cruzadas. Llevaba un traje anticuado —estilo Abraham Lincoln—, con corbata de lazo, faldones y demás. Bajo su silla había una pila de libros de bronce. En una mano sostenía una pluma y en la otra un gran pergamino de metal.

—¿Qué nos importa este…? —Entorné los ojos para leer la inscripción del pedestal—. ¿William H. Steward?

—Seward —me corrigió Annabeth—. Fue gobernador de Nueva York. Un semidiós menor, hijo de Hebe, me parece. Pero no es eso lo importante. Lo que me interesa es la estatua.

Se subió a un banco del parque y examinó la base.

—No me digas que es un autómata…

Ella sonrió.

—Resulta que la mayoría de las estatuas de la ciudad lo son. Dédalo los colocó aquí por si llegaba a necesitar un ejército.

—¿Para atacar el Olimpo o defenderlo?

Annabeth se encogió de hombros.

—Cualquiera de ambas cosas. Ése era el plan veintitrés. Él sólo tenía que activar una estatua y ésta, a su vez, activaría a sus congéneres por toda la ciudad hasta formar un ejército. Es peligroso, de todos modos. Ya sabes lo impredecibles que son los autómatas.

—Ajá —asentí. Habíamos tenido malas experiencias con ellos: más de la cuenta, de hecho—. ¿En serio piensas activarla?

—Tengo las notas de Dédalo —dijo—. Creo que puedo… Allá vamos.

Presionó la punta de la bota de Seward y la estatua se incorporó en el acto, blandiendo la pluma y el pergamino.

—¿Y qué va a hacer? —murmuré—. ¿Redactar un informe?

—Chist —dijo Annabeth—. Hola, William.

—Bill —le sugerí.

—Bill… Uf, cierra el pico —me dijo por lo bajini.

La estatua ladeó la cabeza y nos miró con sus inexpresivos ojos metálicos.

Annabeth carraspeó.

—Hola, eh, gobernador Seward. Secuencia de mandos: Dédalo veintitrés. Defender Manhattan. Inicio Activación.

Seward saltó del pedestal, aterrizando tan pesadamente que sus zapatos resquebrajaron las losas. Luego se alejó hacia el este con un traqueteo metálico.

—Seguramente va a despertar a Confucio —dedujo Annabeth.

—¿Qué?

—Otra estatua, en la avenida División. Ahora se irán despertando unas a otras hasta que todas queden activadas.

—¿Y entonces?

—Defenderán Manhattan, o eso espero.

—¿Saben que nosotros no somos el enemigo?

—Creo que sí.

—Muy tranquilizador. —Pensé en todas las estatuas de bronce de los parques, plazas y edificios de Nueva York. Debía de haber cientos, quizá miles.

Entonces estalló en el cielo nocturno una bola de luz verde. Fuego griego, por la zona del río Este.

—Debemos darnos prisa —dije. Y corrimos hacia la Vespa.

* * *

Aparcamos al lado de Battery Park, en la punta inferior de Manhattan, justo donde se unen el Este y el Hudson para desembocar en la bahía.

—Espera aquí —le dije a Annabeth.

—Percy, no deberías ir solo.

—Bueno, salvo que sepas respirar bajo el agua…

Dio un suspiro.

—A veces eres insoportable —soltó.

—¿Cuando tengo razón, por ejemplo? Confía en mí, no me va a pasar nada. Ahora tengo la maldición de Aquiles. Soy invencible y todo eso.

No parecía muy convencida.

—Tú ándate con cuidado —agregó—. No quiero que te pase nada. Quiero decir… te necesitamos para la batalla.

Sonreí de oreja a oreja.

—Vuelvo en un minuto.

Bajé hasta la orilla y me metí en el agua.

Una advertencia por si no eres un dios del mar ni nada parecido: no se te ocurra bañarte en el puerto de Nueva York. Quizá no esté tan asqueroso como en tiempos de mi madre, pero de todos modos esas aguas harían que te saliera un tercer ojo o que tuvieras un hijo mutante cuando te hicieras mayor.

Me zambullí en la negrura y descendí hasta el fondo. Traté de localizar el punto donde las corrientes de los dos ríos parecían iguales: allí donde se unían para formar la bahía. Me imaginé que sería el lugar ideal para atraer su atención.

—¡Eh, chicos! —grité con mi voz submarina más potente. Los ecos se propagaron por la oscuridad—. Me han dicho que estáis tan contaminados que os da vergüenza dar la cara. ¿Es cierto?

Una gélida corriente se deslizó ondulante por la bahía, revolviendo una espuma sucia de lodo y basuras.

—Había oído decir que el Este es más tóxico —proseguí—, pero el Hudson huele mucho peor. ¿O es al revés?

El agua adquirió un brillo trémulo. Un ser poderoso y colérico me observaba ahora. Notaba su presencia… o tal vez eran dos.

Temía haberme pasado de la raya con los insultos. ¿Y si me machacaban sin presentarse siquiera? Pero no lo creía. Eran dioses de los ríos de Nueva York. Me imaginé que su reacción instintiva sería plantarme cara.

En efecto, dos formas gigantes aparecieron ante mí. Al principio eran sólo dos columnas de lodo marrón oscuro más densas que el resto del agua. Pero enseguida desarrollaron piernas, brazos y unos rostros ceñudos.

La criatura de la izquierda tenía un parecido inquietante con los telekhines. Su cara poseía un aire lobuno, mientras que su cuerpo —lustroso y oscuro, con aletas en pies y manos— recordaba vagamente al de una foca. De sus ojos salía un resplandor verdusco.

El tipo de la derecha resultaba algo más humanoide. Iba vestido con harapos y algas, y con una cota de malla hecha con chapas de botella. Tenía la cara manchada de verde y una barba desaliñada. Sus ojos azul oscuro ardían de rabia.

El de las aletas, que debía de ser el dios del río Este, dijo:

—¿Qué pretendes, chaval, que te maten? ¿O simplemente eres más estúpido de la cuenta?

El espíritu barbudo del Hudson se hizo el gracioso:

—El experto en estúpidos eres tú, Este.

—Cuidadito, Hudson —gruñó su compañero—. Quédate en tu lado de la isla y ocúpate de tus asuntos.

—¿O si no, qué? ¿Vas a lanzarme otra barcaza de basura?

Se deslizaron el uno hacia el otro, dispuestos a atizarse.

—¡Un momento! —grité—. ¡Tenemos un problema más grave!

—El chaval tiene razón —gruñó Este—. Vamos a cargárnoslo primero; ya lucharemos luego.

—De acuerdo —respondió Hudson.

Antes de que pudiera protestar, un millar de desperdicios se alzaron del fondo y vinieron disparados hacia mí desde ambos lados: piedras, cristales rotos, latas, neumáticos.

Ya me lo esperaba, desde luego. El agua que tenía delante se endureció hasta convertirse en un escudo y los desperdicios rebotaron sin causarme daño. Todos salvo uno: un grueso pedazo de vidrio, que atravesó la barrera y me dio en el pecho. Debería haberme matado, pero se hizo añicos al estrellarse contra mi piel.

Los dos dioses-río me observaron.

—¿Hijo de Poseidón? —preguntó Este.

Asentí.

—¿Con una zambullida en el Estigio? —añadió Hudson.

—Ajá.

Chasquearon la lengua, contrariados.

—Vaya, hombre. Perfecto —dijo Este—. ¿Y ahora cómo lo matamos?

—Podríamos electrocutarlo —sugirió Hudson, pensativo—. Si encontrara unos cables de arranque…

—¡Escuchadme! —grité—. ¡El ejército de Cronos está invadiendo Manhattan!

—¿Crees que no lo sabemos? —soltó Este—. Ahora mismo noto la vibración de sus barcos. Ya casi han pasado.

—Sí —asintió Hudson—. Yo también tengo unos cuantos monstruos asquerosos cruzando mis aguas.

—¡Pues detenedlos! —grité—. ¡Ahogadlos! ¡Hundid sus barcos!

—¿Por qué deberíamos hacerlo, según tú? —rezongó Hudson—. Vale, invaden el Olimpo. ¿Y a nosotros, qué?

—Porque puedo pagaros —dije, y saqué el dólar de arena que mi padre me había regalado por mi cumpleaños.

Los dioses de los ríos abrieron los ojos como platos.

—¡Es mío! —dijo uno—. Trae aquí, chaval, y te prometo que esa escoria de Cronos no cruzará el río Este.

—¡De eso nada! —gritó el otro—. ¡Ese dólar de arena será mío si no quieres que deje pasar a esos barcos por el Hudson!

—Lleguemos a un arreglo. —Partí el dólar de arena. Una oleada de agua fresca y limpia surgió entre ambas mitades, como si la polución de la bahía estuviera disolviéndose—. Cada uno de vosotros se lleva una mitad. A cambio, mantendréis lejos de Manhattan a las fuerzas de Cronos.

—Uf, chaval —gimió Hudson, alargando una mano hacia una mitad del dólar de arena—. ¡Hace tanto que no estoy limpio!

—El poder de Poseidón —murmuró Este—. Es un idiota integral, pero desde luego sabe cómo acabar con la polución.

Los dos se miraron un momento y hablaron al unísono:

—Trato hecho.

Le di a cada uno su mitad. Ellos las tomaron con veneración.

—¿Y los invasores? —los apremié.

Este hizo un ademán.

—Acaban de hundirse.

Hudson chasqueó los dedos.

—Una manada de perros del infierno se ha tirado de cabeza.

—Gracias —dije—. Seguid así de limpios.

Cuando ya subía hacia la superficie, Este me gritó:

—¡Oye, chaval!, ¡vuelve cada vez que tengas un dólar de arena que gastar! Bueno, si sales vivo.

—¡La maldición de Aquiles! —bufó Hudson—. Siempre se creen que eso va a salvarlos.

—Si supieran… —remachó Este.

Los dos se echaron a reír y se disolvieron en el agua.

* * *

Cuando llegué a la orilla, Annabeth estaba hablando por el móvil, pero colgó nada más verme. Parecía consternada.

—Ha funcionado —le informé—. Los ríos están controlados.

—Menos mal. Porque tenemos otros problemas. Acaba de llamarme Michael Yew. Hay otro ejército avanzando por el puente de Williamsburg. La cabaña de Apolo necesita ayuda. Y algo más, Percy. ¿Sabes cuál es el monstruo que encabeza la marcha? El Minotauro.