Capítulo 9

Dos serpientes me salvan la vida

Me encanta Nueva York. Aunque salgas del reino de Hades a Central Park; aunque subas a un taxi y bajes por la Quinta Avenida con un perro del inframundo gigante corriendo detrás, nadie te mira ni pone cara rara.

Desde luego, la Niebla ayudaba lo suyo. Lo más probable es que la gente no viera a la Señorita O’Leary, o tal vez la tomaban por un camión ruidoso y simpático.

Corrí el riesgo de utilizar el móvil de mi madre para llamar a Annabeth por segunda vez. La había llamado antes desde el túnel, pero había saltado su buzón de voz. Me había sorprendido lo bien que se recibía la señal, teniendo en cuenta que estaba en el centro mitológico de la tierra, pero no quería ni imaginarme la tarifa que iban a aplicarle a mi madre por aquella llamada.

Esta vez sí se puso Annabeth.

—Hola —le dije—. ¿Recibiste mi mensaje?

—¡Percy!, ¿dónde te habías metido? Apenas decías nada en tu mensaje. ¡Nos tenías muertos de preocupación!

—Luego te lo contaré —le dije, aunque no tenía ni idea de cómo iba a cumplirlo—. ¿Dónde estáis ahora?

—Vamos de camino a donde nos pediste. Estamos a punto de llegar al túnel de Queens. Pero, Percy, ¿cuál es tu plan? Hemos dejado el campamento prácticamente indefenso. Y es imposible que los dioses…

—Confía en mí —la interrumpí—. Nos vemos allí.

Colgué. Me temblaban las manos. No sabía si era una secuela de mi inmersión en el Estigio o la excitación ante lo que estaba a punto de hacer. Si no funcionaba, no podría evitar que me volaran en pedazos por muy invulnerable que fuera.

* * *

El taxi me dejó frente al Empire State hacia media tarde. La Señorita O’Leary saltaba de aquí para allá en la Quinta Avenida, lamiendo taxis y husmeando puestos de perritos calientes. Nadie parecía detectar su presencia, aunque la gente se apartaba con aire confuso cuando ella se acercaba.

La llamé con un silbido al ver que paraban tres furgonetas blancas junto al bordillo: las tres con un rótulo de Fresas Delfos, que es el nombre que se usa como tapadera para el Campamento Mestizo. Nunca había visto las tres furgonetas juntas en el mismo sitio, aunque sabía que iban y venían a la ciudad con nuestros productos frescos.

La primera la conducía Argos, nuestro jefe de seguridad de múltiples ojos. Las otras dos, sendas arpías, que son un híbrido demoníaco de gallina y humano con bastante mala uva. Normalmente se dedicaban a limpiar el campamento, pero también se les daba bien conducir entre el denso tráfico del centro de la ciudad.

En cuanto pararon, se abrieron las puertas laterales y empezaron a bajar un montón de campistas (algunos un poco lívidos por el largo trayecto). Me llenó de alegría que hubieran venido tantos: Pólux, Silena Beauregard, los hermanos Stoll, Michael Yew, Jake Mason, Katie Gardner y Annabeth, junto con la mayoría de los miembros de sus cabañas. Quirón fue el último en bajar de la furgoneta. Llevaba comprimida la mitad de su cuerpo de caballo en una silla de ruedas mágica, así que utilizó la plataforma para discapacitados. La cabaña de Ares no había venido, pero procuré no enfadarme demasiado ni pensar en ello. Clarisse era una estúpida testaruda. Y punto.

Hice un recuento. Cuarenta campistas en total.

No muchos para librar una guerra, pero aun así era el grupo más numeroso de mestizos que había visto reunido jamás fuera del campamento. Parecían nerviosos, cosa que comprendía perfectamente. El aura de semidioses que debíamos de estar emitiendo era tan potente que ya habríamos alertado a todos los monstruos del nordeste del país.

Mientras repasaba los rostros de los campistas a los que conocía de tantos veranos, una voz insistente susurraba en mi interior: «Uno de ellos es un espía».

Pero no podía entretenerme pensando en eso. Eran mis amigos. Y los necesitaba.

Entonces recordé la maligna sonrisa de Cronos: «No puedes confiar en los amigos. Siempre te acabarán decepcionando».

Annabeth se me acercó. Iba con un uniforme negro de camuflaje, con el cuchillo de bronce celestial sujeto al brazo y su portátil al hombro: o sea, lista para repartir puñaladas o navegar por internet. Lo que hiciera falta.

—¿Qué pasa? —preguntó, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—Me miras de un modo raro.

Advertí que estaba pensando en la extraña visión que había tenido de ella sacándome del río Estigio.

—Ah, no… nada —le dije, y miré a los demás—. Gracias a todos por venir. Quirón, pasa tú primero.

Mi viejo mentor negó con la cabeza.

—He venido a desearte suerte, muchacho. No pienso volver a visitar el Olimpo si no me llaman.

—Pero eres nuestro líder…

Él sonrió.

—Soy vuestro entrenador, vuestro maestro. Lo cual no es lo mismo que ser vuestro líder. Me dedicaré a reunir a todos los aliados que pueda. Quizá no sea demasiado tarde para que mis hermanos centauros nos ayuden. Entretanto, tú eres quien ha convocado aquí a los campistas, Percy. Tú eres el líder.

Iba a protestar, pero todos me miraban con expectación, incluida Annabeth.

Inspiré hondo.

—De acuerdo —asentí—. Como le he dicho a Annabeth por teléfono, algo malo va a pasar esta noche. Una especie de trampa. Tenemos que conseguir una audiencia con Zeus y convencerlo para que defienda la ciudad. Recordadlo: no podemos aceptar un no por respuesta.

Le pedí a Argos que vigilara a la Señorita O’Leary, cosa que no pareció gustar a ninguno de los dos.

Quirón me dio la mano.

—Te las arreglarás, Percy. Recuerda tus puntos fuertes y vigila tus debilidades.

Aquello sonaba casi igual que lo que me había dicho Aquiles. Entonces recordé que Quirón también había sido su maestro, lo cual no me tranquilizó precisamente, pero asentí y traté de sonreírle con aplomo.

—Vamos —dije a los campistas.

* * *

Había un guardia de seguridad sentado tras el mostrador del vestíbulo, leyendo un grueso volumen negro con una flor en la portada. El hombre levantó la vista cuando desfilamos con nuestras armas y armaduras tintineando.

—¿Un grupo escolar? —preguntó—. Estamos a punto de cerrar.

—No —le dije—. Vamos a la planta seiscientos.

Nos examinó con más atención. Tenía los ojos azul claro y la cabeza completamente afeitada. No sabía si era humano, pero parecía ver nuestras armas, así que supongo que la Niebla no lo cegaba.

—No existe la planta seiscientos, chico. —Lo dijo como si fuera la respuesta obligada, aunque él no la creyera—. Circula.

Me incliné sobre el mostrador.

—Cuarenta semidioses atraen a un montón increíble de monstruos —susurré—. ¿De verdad quiere que nos quedemos en su vestíbulo?

Reflexionó un momento. Después pulsó un botón y se abrió la puerta de seguridad.

—De acuerdo, pero rápido.

—No va a hacernos pasar por el detector de metales, ¿no?

—Pues no. El ascensor de la derecha. Supongo que ya conoces el camino.

Le lancé un dracma de oro y desfilamos sin más.

Calculé que harían falta dos viajes para subir todos en ascensor. Fui con el primer grupo. Habían cambiado la música ambiental desde mi última visita; ahora sonaba un viejo tema de música disco: Stayin’ Alive («Sobreviviendo»). Me pasó por la cabeza una imagen terrorífica de Apolo con los típicos pantalones acampanados de los setenta y una ceñida camisa de seda.

Respiré aliviado cuando sonó una campanilla y se abrieron por fin las puertas del ascensor. Ante nosotros se extendía un sendero de piedras flotantes, suspendido a dos mil metros sobre Manhattan, que ascendía entre las nubes hacia el monte Olimpo.

Había visto varias veces el Olimpo, pero aún me dejaba sin aliento. Las mansiones blancas y doradas relucían en la ladera de la montaña; había jardines en flor en centenares de terrazas; las sinuosas callejas estaban bordeadas de braseros que perfumaban el aire con su aroma. Y justo en la cima coronada de nieve se alzaba el palacio de los dioses. Se veía todo tan majestuoso como siempre, pero había algo raro en el ambiente. Y sólo entonces advertí que la montaña estaba en silencio: sin música, sin voces, sin risas.

Annabeth me examinó con atención.

—Se te ve… distinto —comentó—. ¿Dónde has estado exactamente?

En aquel momento volvieron a abrirse las puertas del ascensor, que llegaba con el segundo grupo de mestizos.

—Luego te lo explico —le dije—. Vamos.

Subimos por el puente suspendido entre las nubes y nos internamos en las calles del Olimpo. Las tiendas estaban cerradas y los parques, vacíos. Había un par de Musas en un banco tocando unas liras llameantes, pero no parecían poner el corazón en ello. Un cíclope solitario barría la calle con un roble arrancado de cuajo. Un diosecillo menor nos divisó desde un balcón y corrió a refugiarse dentro, cerrando los postigos.

Pasamos bajo un gran arco de mármol flanqueado con las estatuas de Zeus y Hera. Annabeth le hizo una mueca a la reina de los dioses.

—La odio —masculló.

—¿Te ha echado alguna maldición? —le pregunté. El año pasado se había ganado la ojeriza de Hera, pero no habíamos vuelto a hablar del asunto desde entonces.

—Poca cosa por ahora. Su animal sagrado es la vaca, ¿verdad?

—Exacto.

—Pues no para de enviarme vacas.

Intenté aguantarme la risa.

—¿Vacas? ¿En San Francisco?

—Ya lo creo. Normalmente no las veo, pero me dejan regalitos por todas partes: en el patio trasero, en el sendero de entrada, en los pasillos del colegio… Siempre tengo que vigilar por dónde piso.

—¡Mirad! —gritó Pólux, señalando el horizonte—. ¿Qué es eso?

Nos quedamos de piedra. Unas luces azules rasgaban el cielo de la tarde como cometas diminutos lanzados hacia el Olimpo. Parecían proceder de todos los rincones de la ciudad y apuntaban directamente a la montaña. Al aproximarse, se disolvían bruscamente sin dejar rastro. Las observamos durante varios minutos. No daban la impresión de causar ningún daño, pero aun así era raro.

—Son como rayos infrarrojos —murmuró Michael Yew—. Nos están apuntando.

—Vamos al palacio —dije.

No encontramos ninguna vigilancia. Las puertas de oro y plata estaban abiertas de par en par. Nuestros pasos resonaban huecos mientras avanzábamos por la sala del trono.

Bueno, «sala» no acaba de ser el término para definirla. Aquello era tan grande como el Madison Square Garden. En lo alto, relucían las constelaciones en el techo azul. La mayor parte del espacio estaba ocupado por doce tronos gigantescos dispuestos en U alrededor de una hoguera. En una esquina flotaba en el aire un globo de agua tan grande como una casa, y en su interior nadaba mi viejo amigo el taurofidio, una criatura mitad vaca, mitad serpiente.

—¡Muuuuu! —saludó alegremente, trazando un círculo.

Pese a la gravedad de la situación, no tuve más remedio que reírme. Dos años atrás habíamos invertido mucho tiempo tratando de salvar al taurofidio de los titanes, y había acabado encariñándome con él. Yo también parecía caerle bien, a pesar de que al principio lo había tomado por una hembra y lo había llamado Bessie.

—Eh, colega —dije—. ¿Te tratan bien?

—Muuuuu —respondió Bessie.

Al acercarnos a los tronos, resonó una voz femenina.

—Hola de nuevo, Percy Jackson. Tú y tus amigos sois bien recibidos.

Hestia se hallaba junto a la hoguera, atizando el fuego con un palo. Llevaba un sencillo vestido marrón como el de la otra vez, aunque ahora había adoptado la apariencia de una mujer madura.

Le hice una reverencia.

—Señora Hestia.

Mis amigos siguieron mi ejemplo.

Hestia me miró con sus ojos rojos e incandescentes.

—Veo que has seguido adelante con tu plan —dijo—. Llevas en ti la maldición de Aquiles.

Los demás campistas empezaron a murmurar entre sí: «¿Qué ha dicho?», «¿El qué de Aquiles?».

—Debes andarte con cuidado —me advirtió Hestia—. Ganaste mucho en tu viaje. Pero sigues ciego frente a la verdad más importante. Tal vez te venga bien un pequeño atisbo.

Annabeth me dio un codazo.

—¿De qué demonios habla? —preguntó.

Miré a Hestia a los ojos y me vino súbitamente una imagen a la cabeza: un callejón oscuro entre almacenes de ladrillo rojo, con un rótulo sobre una de las puertas: «HERRAJES RICHMOND».

Entre las sombras había dos mestizos agazapados: un chico de catorce años y una chica de doce. Advertí sobresaltado que el chico era Luke. Y ella, Thalia, la hija de Zeus. Estaba presenciando una escena de la época que habían pasado como fugitivos, antes de que Grover los encontrase.

Luke llevaba un cuchillo de bronce; Thalia, su lanza y su terrorífico escudo, la Égida. Se los veía flacos y hambrientos, con una expresión salvaje en la mirada, como si vivieran continuamente acosados.

—¿Estás seguro? —decía Thalia.

Luke asentía.

—Hay algo ahí al fondo. Lo percibo.

Entonces resonaba un estruendo en el callejón, como si alguien hubiera golpeado una plancha de metal. Los mestizos avanzaron con gran sigilo.

Había un montón de cajas viejas en una plataforma de carga, y se acercaban con las armas dispuestas. Una plancha metálica se estremecía como si hubiese algo detrás.

Thalia miraba a Luke. Éste contaba hasta tres y apartaba de golpe la plancha: una niña saltaba sobre él con un martillo en la mano.

—¡Uau! —gritaba Luke.

La niña tenía el pelo rubio y enmarañado y llevaba un pijama de franela. No podía tener más de siete años, pero, si Luke no hubiera sido tan rápido, le habría partido la crisma.

La agarraba por la muñeca y el martillo se le escapaba y rebotaba por el suelo de cemento.

La niña luchaba y pataleaba.

—¡Basta, monstruos! ¡Dejadme! —gritaba.

—¡Tranquila! —Luke forcejeaba para sujetarla—. Guarda el escudo, Thalia. La estás asustando.

Thalia le daba unos golpecitos a la Égida, que se encogía hasta convertirse en una pulsera de plata, y se acercaba a la niña.

—¡Eh, calma! —le decía—. No vamos a hacerte daño. Yo soy Thalia. Y éste es Luke.

—¡Monstruos!

—No —le aseguraba él—. Aunque sabemos mucho de monstruos. Nosotros también luchamos contra ellos.

Poco a poco, la niña dejaba de patalear. Examinaba a Luke y Thalia con unos ojos grises enormes e inteligentes.

—¿Sois como yo? —preguntaba, suspicaz.

—Sí —decía Luke—. En fin… es un poco difícil de explicar. Pero combatimos a los monstruos. ¿Dónde está tu familia?

—Mi familia me odia. No me quieren. Me he escapado.

Thalia y Luke se miraban un momento. Ambos se identificaban con aquellas palabras.

—¿Cómo te llamas? —preguntaba Thalia.

—Annabeth.

Luke sonreía.

—Bonito nombre. Vamos a ver, Annabeth… Eres muy valiente. Nos podría ser útil una luchadora como tú.

Annabeth abría mucho los ojos.

—¿De veras?

—Ya lo creo —decía él, dándole la vuelta al cuchillo y ofreciéndole la empuñadura—. ¿Te gustaría tener un arma de verdad para matar monstruos? Es bronce celestial. Funciona mucho mejor que un martillo.

Ofrecerle un cuchillo a una cría de siete años no sería muy buena idea en otras circunstancias, pero, cuando eres un mestizo, las normas habituales no sirven.

Annabeth asía la empuñadura.

—Los cuchillos sólo son aptos para los luchadores más rápidos y valerosos —le explicaba Luke—. No tienen el alcance ni la potencia de una espada, pero son fáciles de esconder y pueden encontrar puntos débiles en la armadura de tu enemigo. Hace falta un guerrero avispado para manejar un cuchillo. Y tengo la sensación de que tú eres bastante avispada.

Annabeth lo miraba con repentina adoración.

—¡Lo soy!

Thalia sonreía.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, Annabeth. Tenemos un refugio en el río James. Te conseguiremos ropa y comida.

—¿Seguro… que no vais a llevarme con mi familia? —preguntaba—. ¿Me lo prometéis?

Luke le ponía una mano en el hombro.

—Ahora formas parte de nuestra familia —le decía—. Y prometo que no dejaré que sufras ningún daño. No voy a fallarte como nos han fallado nuestras familias. ¿Trato hecho?

—¡Trato hecho! —exclamaba la niña alegremente.

—Bueno, vamos —decía Thalia—. ¡No podemos quedarnos quietos mucho rato!

La escena cambió. Ahora los tres semidioses corrían por el bosque. Debía de ser días más tarde, tal vez incluso semanas. Se los veía bastante agotados, como si hubieran pasado por más de una batalla. Annabeth llevaba ropa nueva: unos vaqueros y una chaqueta militar que le iba grande.

—¡Sólo un poco más! —jadeaba Luke.

Annabeth tropezaba y él la tomaba de la mano. Thalia cubría la retaguardia, blandiendo el escudo como si tratara de ahuyentar a su perseguidor. Cojeaba de la pierna izquierda.

Trepaban hasta lo alto de una cresta y al otro lado divisaban una casa blanca de estilo colonial: la casa de May Castellan.

—Bueno —decía Luke con la respiración entrecortada—. Me colaré a hurtadillas y sacaré comida y algunas medicinas. Esperadme aquí.

—¿Estás seguro, Luke? —preguntaba Thalia—. Juraste que jamás volverías. Si ella te pilla…

—¡No tenemos alternativa! —refunfuñaba él—. Nos han quemado el refugio más cercano. Y tienes que curarte esa herida de la pierna.

—¿Ésa es tu casa? —preguntaba Annabeth, asombrada.

—Era —mascullaba Luke—. Créeme que si no fuese urgente…

—¿Tan horrible es tu madre? ¿Podemos verla?

—¡No! —le espetaba él.

Annabeth retrocedía, sorprendida por la violencia de su reacción.

—Perdona —se disculpaba Luke—. Vosotras esperad aquí. Ya veréis como todo sale bien. No os va a pasar nada. Volveré…

Un resplandor dorado iluminaba el bosque. Los tres semidioses guiñaron los ojos y una voz masculina resonó con fuerza:

—No deberías haber vuelto a casa.

* * *

La visión se interrumpió de golpe.

Me fallaron las rodillas, pero Annabeth me sujetó.

—¡Percy! ¿Qué ha pasado?

—¿Lo… lo has visto? —farfullé.

—¿El qué?

Miré a Hestia, pero el rostro de la diosa permanecía impasible. Recordé lo que me había dicho en el bosque: «Si quieres comprender a tu enemigo Luke, has de comprender a su familia». Pero ¿por qué me había mostrado aquellas escenas?

—¿Cuánto rato he pasado desmayado? —murmuré.

Annabeth arqueó las cejas.

—No te has desmayado, Percy. Sólo has mirado a Hestia un segundo y te has venido abajo.

Notaba todos los ojos fijos en mí. No podía traslucir debilidad. Fuese cual fuese el significado de aquellas visiones, tenía que seguir concentrado en nuestra misión.

—Hum… señora Hestia —dije—, hemos venido por un asunto urgente. Queremos ver…

—Sabemos lo que queréis —contestó una voz masculina. Me estremecí. Era la misma que acababa de oír en mi visión.

La figura de un dios tembló en el aire y se materializó junto a Hestia. Tenía unos veinticinco años, el pelo rizado y entrecano y rasgos de elfo. Llevaba uniforme de piloto militar y se le veían unas alitas en el casco y las botas de cuero. Sobre el brazo flexionado sostenía una larga vara con dos serpientes entrelazadas.

—Ahora debo dejaros —anunció Hestia. Le hizo una reverencia al piloto y se esfumó en una nube de humo. Comprendí que tuviera tanta prisa por marcharse. Hermes, el dios de los mensajeros, no parecía estar de buenas pulgas.

—Hola, Percy —dijo.

Me miró como si estuviera enojado conmigo, y me pregunté si estaría al corriente de la visión que acababa de sufrir. Me habría gustado preguntarle por qué estaba aquella noche en casa de May Castellan y qué había sucedido cuando sorprendió a Luke. Recordé la primera ocasión en que había hablado con éste en el Campamento Mestizo. Le había preguntado si había visto alguna vez a su padre y él había respondido con una mirada agria: «Una vez». Pero, por supuesto, la expresión de Hermes me decía que no era el momento indicado para preguntárselo.

Me incliné torpemente.

—Señor Hermes.

«Ah, claro —oí decir a una de las serpientes en el interior de mi mente—. A nosotras no nos saludes. Sólo somos reptiles».

«George —la regañó la otra—. Compórtate».

—Hola, George —dije—. Eh, Martha.

«¿Nos has traído una rata?», preguntó George.

«¡Para ya! —lo reprendió Martha—. ¿No ves que está ocupado?».

«¿Demasiado ocupado para encontrar una rata? —contestó George—. Qué lástima».

Decidí que sería mejor no discutir con él.

—Hum, Hermes —dije—. Tenemos que hablar con Zeus. Es importante.

Hermes me observaba con expresión glacial.

—Yo soy su mensajero —repuso—. ¿Quieres darme un mensaje?

A mi espalda, los demás semidioses se removían inquietos. Aquello no estaba saliendo según lo previsto. Tal vez si intentaba hablar con Hermes a solas…

—A ver, chicos —dije—. ¿Por qué no exploráis la ciudad? Revisad las defensas. Mirad quién queda en el Olimpo. Annabeth y yo nos reuniremos aquí otra vez con vosotros en media hora.

Silena frunció el entrecejo.

—Pero…

—Buena idea —dijo Annabeth—. Connor y Travis, tomad el mando.

A los Stoll les gustó que se les otorgara una responsabilidad tan importante justo delante de su padre. Ellos no solían dirigir ninguna operación (salvo los robos de papel de váter).

—Vamos —dijo Travis, y se los llevó a todos del salón del trono, dejándonos a Annabeth y a mí con Hermes.

—Señor —añadió Annabeth—, Cronos va a atacar Nueva York. Ustedes ya deben de sospecharlo. Mi madre lo habrá previsto.

—Tu madre —gruñó Hermes. Se rascó la espalda con el caduceo; George y Martha rezongaron: «Uf, uf, uf»—. No me hagas hablar de tu madre, jovencita. Estoy aquí por culpa de ella. Zeus no quería que ninguno de nosotros dejara el frente de batalla. Pero tu madre no ha parado de darle la lata: «Es una trampa, una maniobra de distracción, bla, bla, bla». Quería venir ella misma, pero Zeus no iba a permitir que su estratega principal se alejara de su lado en pleno combate con Tifón. Y claro, ha tenido que enviarme a mí para hablar con vosotros.

—¡Es que… es una trampa! —insistió Annabeth—. ¿Zeus está ciego?

Un trueno resonó en los cielos.

—Cuidado con lo que dices, chica —la advirtió Hermes—. Zeus no está ciego. Ni sordo. Y no ha dejado el Olimpo del todo indefenso.

—Pero hay unas luces azules…

—Sí, sí. Ya las he visto. Apostaría a que es una travesura de Hécate, esa insoportable diosa de la magia. Pero ya habréis advertido que no causan ningún daño. El Olimpo posee barreras mágicas muy sólidas. Además, Eolo, el rey de los vientos, ha enviado a sus secuaces más poderosos para vigilar la ciudadela. Nadie salvo los dioses puede acercarse al Olimpo por el aire. Quien lo intentara sería barrido y derribado del cielo.

Levanté la mano.

—¿Y qué me dice de ese modo de materializarse o teletransportarse que utilizan las divinidades?

—También es un modo de viajar por el aire, Jackson. Muy rápida, sí, pero los dioses del viento aún lo son más. No. Si Cronos quiere el Olimpo, tendrá que cruzar la ciudad con su ejército, ¡y subir en ascensor! ¿Te lo imaginas haciendo una cosa así?

Había logrado que aquello sonara absurdo: hordas de monstruos subiendo en ascensor de veinte en veinte, con Stayin’Alive como música de fondo. Pero a mí no me convencía.

—Quizá podrían volver algunos dioses —sugerí.

Hermes movió la cabeza con impaciencia.

—No lo comprendes, Percy Jackson. Tifón es nuestro mayor enemigo.

—Creía que era Cronos.

Sus ojos relampaguearon.

—No, Percy. En los viejos tiempos, el Olimpo casi fue derrocado por Tifón. Es el marido de Equidna…

—La conocí en el Gateway Arch —musité—. No muy simpática.

—… y el padre de todos los monstruos. Nunca podremos olvidar lo cerca que estuvo de destruirnos a todos. ¡Y cómo nos humilló! Nosotros éramos más poderosos en aquellos tiempos. Ahora no podemos contar con la ayuda de Poseidón, porque él está librando su propia guerra. Hades se ha quedado en su reino de brazos cruzados, y Deméter y Perséfone siguen su ejemplo. Serán necesarios todos los poderes que aún nos quedan para resistir al gigante-tormenta. No podemos dividir nuestras fuerzas ni aguardar a que llegue a Nueva York. Debemos hacerle frente ahora. Y lo cierto es que estamos progresando.

—¿Progresando? —dije—. Casi ha destruido todo San Luis.

—Sí —admitió Hermes—. Pero sólo ha destruido la mitad de Kentucky. Está aflojando el ritmo, perdiendo fuelle.

No quería discutir, pero daba la impresión de que Hermes intentaba convencerse a sí mismo.

El taurofidio mugió tristemente en su rincón.

—Por favor, Hermes —dijo Annabeth—. Ha dicho antes que mi madre quería venir. ¿No le dio ningún mensaje para nosotros?

—Mensajes, mensajes —masculló—. «Un oficio estupendo», me dijeron. «Poco trabajo. Montones de devotos». Bah. A nadie le importa un bledo lo que yo tenga que decir. Siempre se trata de los mensajes de los demás.

«Roedores —dijo George, pensativo—. Yo lo hago por los roedores».

«Chitón —lo riñó Martha—. A nosotros sí que nos importa lo que Hermes quiera decir. ¿Verdad, George?».

«Desde luego. ¿Ya podemos volver a la batalla? Quiero que nos ponga otra vez en modo láser. Eso sí que es divertido».

—Callaos los dos —gruñó Hermes. El dios miró a Annabeth, que había adoptado aquella expresión suplicante suya, abriendo mucho sus ojos grises—. Bah —continuó—. Tu madre me ha dicho que os advirtiera que estáis solos. Que debéis defender Manhattan sin la ayuda de los dioses. Como si eso no lo supiera yo. No entiendo por qué cobra como diosa de la sabiduría…

—¿Algo más? —preguntó Annabeth.

—Me ha dicho que deberíais probar el plan veintitrés. Que tú ya lo entenderías.

Annabeth palideció. Obviamente lo había entendido. Y no le hacía ninguna gracia.

—¿Sólo eso? —dijo.

—Una última cosa. —Hermes me miró—. Me ha pedido que le diga a Percy: «Acuérdate de los ríos». Y… hum, algo así como que se mantenga alejado de su hija.

No sé cuál de los dos se puso más rojo, si Annabeth o yo.

—Gracias, Hermes —dijo ella cuando se recobró del sofoco—. Yo… quería decirle… que siento lo de Luke.

La expresión del dios se endureció bruscamente, como si se hubiera vuelto de mármol.

—Eso deberías habértelo ahorrado —le espetó.

Ella retrocedió, asustada.

—Lo siento.

—¡Con decir «lo siento» no se arregla nada!

George y Martha se enroscaron alrededor del caduceo, cuya imagen vibró un instante y se transformó en un objeto sospechosamente parecido a las picanas eléctricas que se usan para aguijonear al ganado.

—Deberías haberlo salvado cuando tuviste ocasión —gruñó el dios—. Eres la única que podría haberlo hecho.

Intenté terciar entre ambos:

—¿Qué está diciendo? Annabeth no…

—¡No la defiendas, Jackson! —gritó Hermes, volviendo la picana hacia mí—. Ella sabe de qué hablo.

—¡Quizá debería culparse a sí mismo! —Tendría que haber mantenido la boca cerrada, ya lo sé, pero sólo pensaba en desviar su atención de Annabeth. El enfado que había exhibido todo el rato no era conmigo, ahora lo veía, sino con ella—. ¡Tal vez si usted no hubiera abandonado a Luke y a su madre…!

Hermes alzó su picana y empezó a aumentar de tamaño hasta alcanzar tres metros de altura. «Bueno, se acabó», pensé.

Pero, cuando se disponía a descargar el golpe, George y Martha se inclinaron sobre él y le susurraron algo al oído.

Hermes apretó los dientes y bajó la picana, que se convirtió de nuevo en caduceo.

—Percy Jackson —dijo—, te perdono la vida porque has asumido la maldición de Aquiles. Ahora estás en manos de las Moiras. Pero nunca vuelvas a hablarme de ese modo. No tienes ni idea de lo mucho que he sacrificado, de lo mucho… —Se le quebró la voz mientras se encogía hasta adoptar otra vez tamaño humano—. Mi hijo, mi mayor orgullo… mi pobre May…

Parecía tan destrozado que no supe qué decir. Hacía sólo un instante había estado a punto de volatilizarnos. Y ahora daba la impresión de necesitar un abrazo.

—Oiga, señor Hermes —dije—. Lo siento, pero necesito saberlo. ¿Qué le pasó a May? Ella dijo algo sobre el destino de Luke, y sus ojos…

Hermes me lanzó una mirada furibunda que me obligó a callar. Su expresión no era realmente de cólera. Era de dolor. De un dolor increíble.

—Os dejo —concluyó con voz tirante—. Debo volver a la lucha.

Empezó a emitir un resplandor. Me apresuré a darme media vuelta y me aseguré de que Annabeth hacía lo mismo, porque aún estaba paralizada por la conmoción.

«Buena suerte, Percy», me susurró Martha, la serpiente.

Hermes resplandeció como una supernova y desapareció.

* * *

Annabeth se sentó al pie del trono de su madre y se echó a llorar. Yo deseaba consolarla, pero no sabía cómo.

—La culpa no es tuya, Annabeth —le dije—. La verdad es que nunca había visto a Hermes de ese modo. Supongo… no sé, que debe de sentirse culpable por lo de Luke. Busca a alguien a quien poder acusar. No entiendo por qué te ha atacado a ti. Tú no hiciste nada para merecerlo.

Ella se secó los ojos y miró la hoguera como si fuese su propia pira funeraria.

Me removí inquieto.

—Hum… no hiciste nada, ¿verdad?

No respondió. Llevaba su cuchillo de bronce celestial atado con una correa en el brazo: el mismo cuchillo que yo había visto en la visión de Hestia. Durante todos aquellos años no había sabido que era un regalo de Luke. Le había preguntado muchas veces por qué prefería luchar con cuchillo y no con espada, pero ella nunca respondía. Ahora sabía el motivo.

—Percy —me dijo—, ¿qué has dicho antes sobre la madre de Luke? ¿La has conocido?

Asentí de mala gana.

—Nico y yo fuimos a verla. Era un poco… especial.

Le hice una descripción de May Castellan y de aquel momento tan extraño, cuando sus ojos habían empezado a resplandecer y ella se había puesto a hablar del destino de su hijo.

Annabeth frunció el entrecejo.

—Eso no tiene sentido. Pero ¿por qué fuisteis…? —De repente abrió mucho los ojos—. Hermes ha dicho que llevas la maldición de Aquiles sobre ti. Y Hestia también. ¿Es que… te has bañado en el río Estigio?

—No cambies de tema.

—¡Percy! ¿Sí o no?

—Hum… quizá. Un poco.

Le conté lo que había pasado con Hades y Nico, y también cómo había derrotado a un ejército de muertos. Dejé de lado la visión que había tenido de ella sacándome del río. Aún no acababa de entender esa parte, y me resultaba embarazoso incluso pensar en ello.

Annabeth sacudió la cabeza, incrédula.

—¿Eres consciente del peligro que has corrido? —preguntó.

—No tenía alternativa —repuse—. Sólo así podré hacerle frente a Luke.

—Quieres decir… ¡Claro, por los dioses! Por eso no murió. Fue al Estigio y… Oh, no, Luke, ¿cómo se te pudo ocurrir?

—Así que ahora estás preocupada otra vez por él —rezongué.

Ella me miró como si yo acabase de caer del cielo.

—¿Qué?

—Olvídalo —murmuré.

Me pregunté a qué podría referirse Hermes al echarle en cara que no hubiese salvado a Luke cuando tuvo ocasión. Obviamente, había algo que ella no me había contado. Pero ahora no me apetecía preguntárselo. Lo último que deseaba era oír más detalles sobre su historia con Luke.

—La cuestión es que no murió en el Estigio —dije—. Y tampoco yo. Ahora debo enfrentarme con él. Tenemos que defender el Olimpo.

Annabeth seguía estudiando mi rostro, como si pretendiera ver los cambios operados en mí desde que me había bañado en el Estigio.

—Supongo que tienes razón —concedió—. Mi madre ha mencionado…

—El plan veintitrés.

Buscó en su mochila y sacó el portátil de Dédalo. En cuanto lo encendió, el símbolo de la delta azul fulguró en la tapa. Abrió unos archivos y empezó a leer.

—Aquí está —dijo—. ¡Dioses, tenemos por delante un montón de trabajo!

—¿Alguno de los inventos de Dédalo?

—Un montón de inventos… de los peligrosos. Si mi madre quiere que utilice este plan, debe de creer que las cosas van muy mal. —Me echó una mirada—. ¿Y qué me dices del mensaje que te ha enviado: «Acuérdate de los ríos»? ¿Qué significa?

Negué con la cabeza. Como de costumbre, no tenía ni idea de lo que me estaban diciendo los dioses. ¿Qué ríos se suponía que debía recordar? ¿El Estigio? ¿El Misisipi?

Entonces los Stoll entraron corriendo en la sala del trono.

—Tenéis que ver esto —dijo Connor—. Deprisa.

* * *

Las luces azules del cielo se habían extinguido, así que al principio no entendí cuál era el problema.

Los demás se habían reunido en un pequeño parque situado al borde de la montaña. Estaban agolpados en la barandilla y observaban Manhattan a sus pies. Había binoculares para turistas con los que contemplar la ciudad depositando un dracma de oro, y los campistas se habían adueñado de ellos.

Miré hacia abajo. Desde allí, lo veía casi todo: el río Este y el Hudson, recortando la silueta de Manhattan; la cuadrícula de calles, las luces de los rascacielos, el trecho oscuro de Central Park hacia el norte. Parecía todo normal, salvo por un detalle… Lo sentí en la piel antes de comprender lo que era.

—No oigo… nada —dijo Annabeth.

Ése era el problema.

Incluso desde aquella altura, debería haber oído los ruidos de la ciudad: millones de personas trajinando de aquí para allá, miles de coches y máquinas, en fin, el zumbido de una gran metrópolis. Ni siquiera eres consciente de él cuando vives en Nueva York, pero está siempre presente. Incluso en mitad de la noche. Nueva York nunca permanece en silencio.

Pero ahora sí. Completamente.

Era como si tu mejor amigo hubiera caído muerto de repente.

—Pero ¿qué le han hecho? —Me salió una voz tensa y furiosa—. ¿Qué le han hecho a mi ciudad?

Aparté a Michael Yew de unos binoculares y eché un vistazo.

El tráfico se había detenido en las calles. Los peatones estaban tendidos en las aceras o acurrucados en los portales. No se veían signos de violencia: ningún destrozo ni nada parecido. Era como si todos los habitantes de Nueva York hubieran decidido dejar sus asuntos para desmayarse.

—¿Están muertos? —preguntó Silena, patidifusa.

Sentí una opresión repentina en el estómago. Un verso de la profecía resonó en mis oídos: «Y en un sueño sin fin el mundo verá». Recordé el encuentro de Grover con el dios Morfeo en Central Park. «Tienes suerte de que esté ahorrando energía para el número principal».

—Muertos no —respondí—. Morfeo ha puesto a toda la isla de Manhattan a dormir. La invasión acaba de empezar.