Me doy el peor baño de mi vida
La espada reapareció por fin en mi bolsillo.
A buena hora, la verdad. Ahora podía asestarles a los muros tantos mandobles como quisiera. Mi celda no tenía barrotes ni ventanas, ni siquiera una puerta. Los guardianes-esqueleto me empujaron directamente a través de un muro que se volvió sólido en cuanto lo crucé. Pensé que tal vez era una celda hermética, sin ninguna ventilación. Probablemente. Los calabozos de Hades debían de estar pensados sólo para muertos, y éstos no respiran. Así que mejor olvidarse de los cincuenta o sesenta años encerrado. Estaría muerto en cincuenta o sesenta minutos. Entretanto, si Hades no me había mentido, se iba a activar una trampa en Nueva York al final del día, y yo no podría impedirlo.
Me senté en el frío suelo de piedra. Me sentía fatal.
No recuerdo haberme dormido. Pero, en fin, debían de ser las siete de la mañana, hora mortal, y me habían pasado tantas cosas que estaba agotado.
Soñé que estaba en el porche de la casa de verano de Rachel, en la playa de Saint Thomas. El sol empezaba a salir por el Caribe. Se divisaban docenas de islitas cubiertas de árboles y velas blancas que surcaban el mar perezosamente. El olor a salitre hacía que me preguntara si volvería a ver el océano.
Los padres de Rachel estaban sentados a la mesa de la terraza mientras su chef privado les preparaba unas tortillas. El señor Dare, vestido con un traje de lino blanco, leía el Wall Street Journal. La dama que había sentada enfrente debía de ser la señora Dare, aunque lo único que veía de ella eran sus uñas pintadas de rosa subido y la portada de Condé Nast Traveler. ¿Por qué le apetecía leer sobre viajes cuando ya estaba de viaje?
Rachel se encontraba apoyada en la barandilla del porche y de vez en cuando suspiraba. Iba con bermudas y su camiseta de Van Gogh. (Sí, ella intentaba enseñarme un poco de historia del arte, pero no te dejes impresionar: sólo me acordaba del nombre del tipo porque se cortó una oreja).
Me preguntaba si estaría pensando en mí. O diciéndose que era un fastidio que no hubiera ido con ellos de vacaciones. Desde luego, era lo que yo estaba pensando.
Entonces la escena cambiaba. Ahora me encontraba en San Luis, en el centro de la ciudad, justo debajo del Gateway Arch. Ya había estado allí una vez. De hecho, me había faltado muy poco para matarme tras caer desde las alturas.
Sobre la ciudad se cernía una gran tormenta eléctrica: una masa nubosa negra, densa como un muro, surcada de relámpagos. Unas manzanas más allá, veía un enjambre de ambulancias y vehículos de emergencia con las luces parpadeantes. Una columna de polvo se elevaba de una montaña de escombros. Un rascacielos desmoronado, deducía.
Una periodista gritaba en su micrófono:
—Las autoridades lo atribuyen a un fallo estructural, Dan, aunque nadie sabe si tiene alguna relación con el temporal.
El viento azotaba su pelo. La temperatura descendía rápidamente: cinco o seis grados en el tiempo que llevaba allí.
—Por fortuna, el edificio se encontraba vacío a la espera de ser demolido —añadía la periodista—. Pero la policía ha ordenado la evacuación de todos los inmuebles colindantes por temor a que el hundimiento pudiera provocar…
Se le quebraba la voz al resonar en el cielo un tremendo crujido. Un rayo estallaba en el centro de la oscuridad y la ciudad entera sufría una sacudida. Los pelos se me ponían de punta mientras se expandía por el aire un gran resplandor. El estruendo había sido de tal magnitud que sólo podía tratarse de una cosa: el rayo maestro de Zeus. Tendría que haber pulverizado sin más a su objetivo, pero la nube oscura no se disolvía; sólo retrocedía bamboleándose. Entre la espesa masa negra surgía un puño de contornos difusos que le asestaba un golpe a otro rascacielos. El edificio entero se venía abajo como si fuese de juguete.
La periodista no paraba de dar gritos; la gente corría por las calles; pasaban ambulancias y coches de policía con sus luces parpadeantes. Veía un trazo plateado en el cielo: un carro tirado por renos. Pero no era Papá Noel quien lo conducía, sino Artemisa, que se abría paso entre la tormenta y lanzaba flechas de luz de luna hacia la oscuridad. Un dorado cometa ardiente pasaba a toda velocidad por su lado… quizá su hermano Apolo.
Una cosa estaba clara: Tifón había llegado a la altura del río Misisippi. Había cruzado ya la mitad de Estados Unidos, dejando una estela de destrucción, y los dioses apenas lograban retrasar su avance.
La montaña de oscuridad se alzaba entonces sobre mí y de su espesor surgía un pie del tamaño del estadio de los Yankees. Iba a aplastarme cuando oía un suave susurro: «¡Percy!».
Me lanzaba ciegas y sin pensarlo. Antes de despertarme del todo, advertía que tenía inmovilizado a Nico en el suelo de la celda y que le había puesto en la garganta la punta de mi espada.
—Yo… venía a… rescatarte —decía él con voz estrangulada.
La rabia me despertó en el acto.
—¿Ah, sí? —repliqué—. ¿Y por qué habría de fiarme de ti?
—¿A lo mejor porque… no tienes… otro remedio? —farfulló.
Ojalá no hubiera dicho una cosa tan lógica. Lo solté.
Nico se retorció hecho un ovillo emitiendo sonidos de arcadas. Cuando se recuperó, se puso de pie echando ojeadas recelosas a mi espada. La suya seguía envainada. Comprendí que si hubiera querido matarme podría haberlo hecho mientras dormía. Aun así, no me fiaba.
—Debemos salir de aquí —dijo.
—¿Para qué? —le espeté—. ¿Es que tu padre quiere hablar otra vez conmigo?
Él hizo una mueca.
—Te juro por el río Estigio que no sabía lo que planeaba.
—¡Ya sabes cómo es tu padre!
—Me engañó. Me había prometido… —Alzó las manos—. Escucha… ahora tenemos que largarnos. He dejado dormidos a los guardias, pero el efecto no durará mucho.
Todavía tenía ganas de estrangularlo. Pero, por desgracia, estaba en lo cierto. No había tiempo para discutir, y yo no podría escapar por mi cuenta. Apuntó a la pared con un dedo y desapareció un tramo entero, mostrando un angosto pasillo.
—Vamos —susurró, abriendo la marcha.
Habría deseado tener el gorro de invisibilidad de Annabeth, pero resultó que tampoco hacía falta. Cada vez que veíamos a un guardia-esqueleto, Nico se limitaba a apuntarlo con un dedo y sus ojos llameantes se apagaban de inmediato. Por desgracia, cuanto más lo hacía, más extenuado quedaba. Atravesamos un laberinto de corredores plagados de guardias. Cuando llegamos a las cocinas, cuyos cocineros y criados eran todos esqueletos, prácticamente tenía que sujetar a Nico para que no se viniera abajo. Aún sacó fuerzas para dejarlos dormidos, pero poco le faltó para caer también él desmayado. Lo arrastré por la puerta de servicio y salimos a los Campos de Asfódelos.
Empezaba a sentirme aliviado cuando oímos gongs de bronce en lo alto del castillo.
—Han dado la alarma —murmuró, adormilado.
—¿Qué hacemos?
Él bostezó y arrugó la frente, como tratando de recordar.
—¿Qué tal… si corremos?
* * *
Correr con un hijo de Hades completamente soñoliento es como hacer una carrera a tres piernas con un muñeco de trapo de tamaño extra. Lo arrastraba como podía y mantenía mi espada en ristre para abrirme paso. Los espíritus de los muertos se apartaban como si el bronce celestial quemara.
El sonido de los gongs reverberaba por los campos. Al fondo se alzaban amenazadoras las murallas del Érebo. Pero, cuanto más andábamos, más lejos parecían. Estaba a punto de desmoronarme de agotamiento cuando oí un «¡Guau!» conocido.
La Señorita O’Leary surgió de la nada dando saltos y empezó a correr alrededor de nosotros, por lo visto con ganas de jugar.
—¡Buena chica! —dije—. ¿Puedes llevarnos al Estigio?
La palabra «Estigio» pareció estimularla. Dio unos saltos, persiguió a su propia cola, como para mostrarle quién mandaba allí, y por fin se calmó un poco y pude acomodar a Nico en su lomo. Subí yo también y la perra echó a correr hacia las puertas. De un salto rebasó la fila de «MUERTE RÁPIDA», derribando a los guardias y disparando aún más alarmas. Cerbero empezó a ladrar, pero sonaba más excitado que colérico, como diciendo: «Yo también quiero jugar».
Por suerte, no nos persiguió, y la Señorita O’Leary continuó corriendo sin problemas río arriba. No se detuvo hasta que estuvimos bien lejos y perdimos de vista los fuegos del Érebo.
* * *
Nico bajó del lomo de la perra y se desplomó como un saco sobre la arena negra.
Saqué un trozo de ambrosía: una parte de la reserva de alimento divino que llevo siempre encima. Estaba un poco deformada, pero Nico la masticó igualmente.
—¡Uf! —masculló—. Ya estoy mejor.
—Tus poderes te consumen excesivamente —observé.
Él asintió, soñoliento.
—Cuanto mayores son los poderes, mayor es la necesidad de dormir una siesta. Despiértame dentro de un rato.
—Eh, señor zombi. —Lo sujeté antes de que perdiera otra vez el conocimiento—. Estamos junto al río. Debes decirme qué tenemos que hacer.
Le di el último pedazo de ambrosía, cosa que entrañaba cierto peligro, porque es una sustancia que cura a los semidioses, pero que también puede reducirnos a cenizas si abusamos de ella. Por suerte, pareció funcionar. Nico sacudió la cabeza varias veces y se puso trabajosamente en pie.
—Mi padre vendrá pronto —dijo—. Tenemos que darnos prisa.
La corriente del Estigio arrastraba objetos de lo más extraños: muñecas rotas, diplomas de universidad rasgados, ramilletes marchitos del baile de fin de curso… Todos los sueños que la gente había tirado por la borda al pasar de la vida a la muerte. Mirando aquellas aguas negras, se me ocurrían millones de sitios más agradables donde nadar.
—Entonces… ¿qué? ¿Me zambullo y ya está?
—Debes prepararte primero —me explicó—. Si no, el río te destruirá. Abrasará tanto tu cuerpo como tu alma.
—Suena divertido —murmuré entre dientes.
—No estamos para bromas —advirtió Nico—. Sólo hay un modo de permanecer anclado a tu vida mortal. Tienes que…
Miró a mi espalda y abrió los ojos como platos. Me volví en redondo y me encontré frente a frente con un guerrero griego.
Por un segundo lo tomé por Ares, porque el tipo tenía exactamente el mismo aspecto que el dios de la guerra: alto y fornido, con el rostro lleno de cicatrices y el pelo oscuro rapado. Llevaba una túnica blanca y armadura de bronce. Bajo el brazo sujetaba un casco de guerra con un penacho de plumas. Sus ojos, sin embargo, eran humanos, de un verde tan claro como un mar poco profundo. Debajo de la pantorrilla izquierda, a la altura del tobillo, tenía clavada una flecha ensangrentada.
Siempre se me olvidan los nombres griegos, pero incluso yo recordaba al guerrero más grande de todos los tiempos, que había sucumbido por una herida en el talón.
—Aquiles —dije.
El fantasma asintió.
—Le advertí al otro que no siguiese mi camino. Y ahora te lo advierto a ti.
—¿A Luke? ¿Hablaste con Luke? —pregunté.
—No lo hagas —insistió—. Te volverá muy poderoso, pero también te hará más débil. Tu destreza en el combate superará la de cualquier mortal, pero tus debilidades y defectos se acrecentarán también.
—¿Quieres decir que tendré un problema en el talón? ¿Y no podría, no sé, llevar otra cosa en vez de sandalias? Sin ánimo de ofender.
Él se miró el pie ensangrentado.
—El talón es sólo mi debilidad física, semidiós. Mi madre, Tetis, me sostuvo por él cuando me sumergió en el Estigio. Pero lo que realmente me mató fue mi propia arrogancia. ¡Te lo advierto! ¡Vuelve sobre tus pasos!
Hablaba en serio. Percibí la amargura y el arrepentimiento en su voz. Realmente trataba de salvarme de un terrible destino.
Pero Luke también había estado allí, y él no se había echado atrás. Por eso, ahora me daba cuenta, había sido capaz de albergar el espíritu de Cronos sin que su cuerpo se desintegrara. Así era como se había preparado, y de ahí que pareciera imposible derrotarlo. Se había bañado en el río Estigio y había incorporado los poderes del mayor héroe mortal, Aquiles. Era invencible.
—Debo hacerlo —dije—, o no tendré ninguna posibilidad.
Aquiles bajó la cabeza.
—Los dioses son testigos de que lo he intentado. Escucha, héroe, si debes hacerlo, concéntrate en tu punto mortal. Imagina un punto de tu cuerpo que seguirá siendo vulnerable. Será por ese punto por donde tu alma anclará tu cuerpo al mundo. Ésa será tu mayor debilidad, pero también tu única esperanza. Ningún hombre puede ser del todo invulnerable. Si pierdes de vista lo que te sigue haciendo mortal, el río Estigio te abrasará y te hará cenizas. Cesarás de existir.
—Supongo que no puedes revelarme cuál es el punto mortal de Luke…
Me miró ceñudo.
—Prepárate, necio muchacho. Tanto si sobrevives como si no, acabas de sellar tu perdición.
Y con esa alegre declaración, se desvaneció.
—Percy —me dijo Nico—, quizá tenga razón.
—Esto ha sido idea tuya.
—Ya. Pero ahora que hemos llegado…
—Tú aguarda en la orilla. Si me sucede algo… Bueno, entonces tal vez Hades vea satisfecho su deseo y tú te conviertas en la criatura de la profecía.
No pareció muy contento con la idea, pero me daba igual.
Antes de que pudiera echarme atrás, me concentré en un punto diminuto del final de mi espalda, justo a la altura del ombligo. Lo tenía bien defendido cuando llevaba mi armadura. Sería difícil que me golpeara en esa zona accidentalmente, y dudaba que a algún enemigo se le ocurriera herirme allí. Ninguno era ideal, pero aquél me pareció adecuado y mucho más digno que, digamos, la axila.
Imaginé un hilo, un cordón vital que me conectaba con el mundo desde mi región lumbar. Y me metí en el río.
* * *
Imagínate que te zambulleras en un pozo de ácido hirviendo. Y ahora multiplica ese dolor por cincuenta. Ni siquiera así llegarás a comprender la sensación de nadar en el Estigio. Había pensado meterme despacio y con el aire valeroso de un auténtico héroe. Pero, en cuanto el agua me tocó las piernas, se me aflojaron todos los músculos y caí de bruces en la corriente.
Me sumergí por completo. Por primera vez en mi vida, sentí que no podía respirar bajo el agua. Por fin comprendía el pánico que provoca ahogarse. Me ardía cada nervio del cuerpo. Estaba disolviéndome en aquel líquido. Vi algunos rostros —Rachel, Grover, Tyson, mi madre—, pero se desvanecían de inmediato.
«Percy —decía mi madre—, te doy mi bendición».
«¡Ten cuidado, hermano!», me suplicaba Tyson.
«¡Enchiladas!», gritaba Grover. No entendí a qué venía eso, y la verdad es que no me ayudaba mucho.
Estaba perdiendo la partida. El dolor era excesivo. Mis manos y pies se disolvían en el agua; sentía que se me desgarraba el alma del cuerpo; ya no recordaba quién era. El dolor que me había causado la guadaña de Cronos no había sido nada comparado con aquello.
«El cordón —dijo una voz conocida—. ¡Recuerda tu cuerda salvavidas, bobo!».
Bruscamente noté una sacudida al final de mi espalda. La corriente tiraba de mí, pero ya no me arrastraba como antes. Imaginé que la cuerda me mantenía amarrado a la orilla.
«Aguanta, sesos de alga. —Era la voz de Annabeth, ahora mucho más clara—. No te vas a librar de mí tan fácilmente».
La cuerda se tensó.
Ahora veía por encima de mi cabeza a Annabeth, aguardando descalza en el amarradero del lago de las canoas. Me había caído de la canoa. Era eso. Ella me tendía la mano para sacarme del agua y parecía contener la risa. Llevaba la camiseta naranja del campamento y unos vaqueros. Tenía el pelo recogido bajo su gorra de los Yankees, cosa extraña porque eso debería haberla vuelto invisible.
«Eres tan idiota a veces… —Sonrió—. Ven. Agárrate de mi mano».
Los recuerdos fluyeron a mi memoria, ahora más vividos y llenos de colorido. Dejé de disolverme. Mi nombre era Percy Jackson. Saqué un brazo y me aferré a la mano de Annabeth.
Bruscamente, salí como despedido del río y me derrumbé en la arena. Nico retrocedió, sobresaltado.
—¿Estás bien? —preguntó—. Tu piel… ¡Oh, dioses! ¡Estás herido!
Tenía los brazos de un rojo intenso. Sentía como si cada centímetro de mi cuerpo hubiera sido asado a fuego lento.
Miré alrededor, buscando a Annabeth, aunque en realidad ya sabía que no estaba allí. Me había parecido tan real…
—Estoy bien… Creo. —Mi piel iba recobrando su aspecto normal. El dolor se apaciguaba. La Señorita O’Leary se acercó y me husmeó, inquieta. Al parecer, era un olor muy interesante.
—¿Te sientes más fuerte? —preguntó Nico.
Antes de que pudiera averiguar lo que sentía, una voz bramó:
—¡¡Allí!!
Se nos acercaba un ejército de muertos. Abría la marcha un centenar de esqueletos con aspecto de legionarios romanos, armados con lanzas y escudos. Le seguía un número idéntico de casacas rojas con las bayonetas caladas. En medio, Hades en persona conducía un carro negro y dorado tirado por unos caballos de pesadilla con crines y ojos de fuego.
—¡Esta vez no escaparás, Percy Jackson! —rugió—. ¡Destruidlo!
—¡No, padre! —gritó Nico, pero ya era tarde. La primera línea de zombis romanos avanzó con sus lanzas en ristre.
La Señorita O’Leary dio un gruñido y se dispuso a saltar. Tal vez fue eso lo que me activó. No quería que hirieran a mi perra. Además, ya estaba harto de las fanfarronerías de Hades. Si tenía que morir, prefería hacerlo peleando.
Solté un alarido y el río Estigio explotó repentinamente. Una oleada negra se abatió sobre los legionarios. Las lanzas y los escudos volaban por todas partes mientras los zombis empezaban a disolverse, echando humo por sus cascos de bronce.
Los casacas rojas bajaron sus bayonetas, pero no esperé a que vinieran a mi encuentro y arremetí contra ellos.
Fue la cosa más estúpida que he hecho en mi vida. Un centenar de mosquetes me dispararon a bocajarro. Todos fallaron. Desbaraté sus líneas y empecé a repartir mandobles con Contracorriente. Me lanzaban estocadas de espadas y bayonetas, los mosquetes volvían a hacer fuego, pero nada me hería ni me tocaba.
Me revolví como un torbellino entre sus filas, dando tajos a los casacas rojas, que se deshacían uno a uno en un montón de polvo. Mi mente funcionaba en piloto automático: clava, haz una finta, corta, desvía el golpe, gira. Contracorriente ya no era una espada. Era un arco de pura destrucción.
Atravesé la línea enemiga y subí de un salto al carro negro. Hades alzó su vara de mando, de la cual salió disparado un rayo de energía negra, pero lo desvié con mi espada y me abalancé sobre el dios. Caímos los dos del carro.
Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré con una rodilla plantada en el pecho de Hades. Con una mano lo agarraba por el cuello de la túnica real y con la otra mantenía la punta de la espada suspendida sobre su rostro.
Se hizo un completo silencio. Los miembros de su ejército no movían un dedo para defender a su señor. Miré de soslayo y comprendí por qué. No quedaba ni rastro de ellos: sólo armas tiradas en la arena, montones de polvo humeante y uniformes vacíos. Los había destruido a todos.
Hades tragó saliva.
—Bueno, Jackson, escucha…
Era inmortal, no podía matarlo de ningún modo. Pero los dioses pueden resultar heridos, eso lo sabía, y supuse que una espada en la cara no le haría mucha gracia.
—Sólo porque soy buena persona —gruñí—, voy a dejar que os vayáis. Pero primero habladme de esa trampa…
No pude terminar la frase, porque Hades se esfumó en silencio, dejándome con su negra túnica en las manos.
Solté una maldición y me puse de pie, jadeante. Ahora que había superado el peligro, noté lo agotado que estaba. Me dolían todos los músculos del cuerpo. Tenía la ropa desgarrada, hecha jirones y llena de agujeros de bala. Pero yo estaba bien. No me había llevado ni un rasguño.
Nico me miraba con la boca abierta.
—Tú… con una espada… tú…
—Me parece que esto del río funciona.
—Vaya —respondió, sarcástico—. No me digas…
La Señorita O’Leary ladraba con alegría, meneaba la cola y saltaba de un lado para otro, husmeando uniformes y buscando huesos. Alcé la túnica de Hades. Todavía se veían los rostros atormentados que temblaban en su tela irisada.
Me acerqué a la orilla del río.
—Sed libres.
Arrojé la túnica al agua y miré cómo giraba sobre sí misma, arrastrada por la corriente, para disolverse y desaparecer.
—Vuelve con tu padre —le pedí a Nico—. Dile que está en deuda conmigo por haber dejado que se marchara. Averigua qué va a ocurrir en el monte Olimpo y convéncelo para que nos ayude.
Él me miró fijamente.
—No… no puedo. Ahora me odiará. Quiero decir… todavía más.
—Tienes que hacerlo —insistí—. Tú también me lo debes.
Se sonrojó hasta las orejas.
—Ya te he pedido perdón, Percy. Por favor… déjame ir contigo. Quiero luchar.
—Serás más útil aquí abajo.
—Quieres decir que ya no te fías de mí —repuso, compungido.
No respondí. Yo mismo no sabía qué quería decir. Aún estaba demasiado atónito por lo que acababa de hacer en la batalla para poder pensar con claridad.
—Vuelve con tu padre —le dije, procurando no sonar muy duro—. Trata de convencerlo. Eres la única persona que tal vez pueda lograr que escuche.
—Una idea más bien deprimente. —Suspiró—. De acuerdo. Haré todo lo que pueda. Además, todavía me oculta algo sobre mi madre. Quizá consiga averiguarlo.
—Buena suerte. Ahora la Señorita O’Leary y yo tenemos que marcharnos.
—¿Adónde? —preguntó.
Miré la entrada del túnel y pensé en el largo ascenso que me esperaba para volver al mundo de los vivos.
—A dar comienzo a esta guerra —repuse—. Ya es hora de que encuentre a Luke.