Mi profesora de Mates me pone por las nubes
Aparecimos en Central Park, al norte del Pond, el lago con forma de coma. La Señorita O’Leary parecía muy cansada cuando se detuvo cojeando junto a un grupo de rocas. Se puso a olisquear alrededor y temí que fuese a marcar el territorio allí mismo, pero Nico me tranquilizó.
—No pasa nada —dijo—. Ha olido el camino a casa.
Fruncí el entrecejo.
—¿Entre las rocas?
—El inframundo tiene dos entradas principales —repuso—. Tú ya conoces la de Los Ángeles.
—La barca de Caronte.
Asintió.
—La mayoría de las almas entran por allí, pero hay un camino más estrecho y más difícil de encontrar. La Puerta de Orfeo.
—El tipo del arpa.
—El tipo de la lira —me corrigió—. Pero sí, él. Orfeo usó la música para hechizar la tierra y abrir una nueva entrada al inframundo. Avanzó cantando hasta el palacio de Hades y estuvo a punto de rescatar el alma de su esposa y salirse con la suya.
Recordaba bien la historia. Orfeo no debía mirar atrás mientras conducía a su esposa hacia el mundo de los vivos, pero, por supuesto, desobedeció y se volvió a mirarla. Vamos, el típico mito en plan «y así fue como murieron, fin de la historia» que nos cuentan en el campamento al amor de la lumbre mientras nos vamos quedando dormidos.
—Así que ésta es la Puerta de Orfeo. —Fingí estar impresionado, aunque aquello seguía pareciéndome un montón de rocas—. ¿Cómo se abre?
—Nos hace falta un poco de música. ¿Qué tal se te da cantar?
—Hum, no muy bien. ¿No puedes decirle, bueno, que se abra sin más? Eres hijo de Hades…
—No es tan fácil. Necesitamos música.
Yo tenía claro que si me ponía a cantar sólo conseguiría provocar una avalancha.
—Se me ocurre algo mejor. —Me volví y grité—: ¡¡¡Grover!!!
Esperamos un buen rato. La Señorita O’Leary se hizo un ovillo y se echó una siesta. Entre los árboles, oía el canto de los grillos y también el ulular de una lechuza. El zumbido del tráfico llegaba amortiguado desde West Central Park. También oí ruido de cascos en un sendero cercano, quizá una patrulla de la policía montada. Seguro que les encantaría encontrar a dos crios merodeando por el parque a la una de la madrugada.
—No funciona —susurró Nico por fin.
Pero yo tenía un presentimiento. Por primera vez en muchos meses notaba el hormigueo de mi conexión por empatia, cosa que podía significar dos cosas: que un montón de gente había encendido de golpe el canal Naturaleza, o que Grover andaba cerca.
Cerré los ojos y me concentré. «Grover».
Estaba en algún rincón del parque, seguro. Entonces, ¿por qué no podía percibir sus emociones? Lo único que me llegaba era un ligero zumbido en el fondo de mi cerebro.
«Grover», pensé con insistencia.
«Hum-hum», me pareció oír.
Me vino una imagen a la cabeza. Un olmo gigantesco en lo más profundo del bosque, lejos de los senderos principales; unas raíces retorcidas aferradas a la tierra que formaban una especie de lecho. Y allí, tendido de brazos cruzados y con los ojos cerrados, un sátiro. Al principio no supe si era Grover. Estaba cubierto de hojas y ramitas, como si llevara mucho tiempo durmiendo. Las raíces parecían estar rodeándolo y hundiéndolo poco a poco en la tierra.
«Grover —dije—. Despierta».
«Hum… zzzzz».
«Estás cubierto de mugre, colega. ¡Despierta!», lo arengué.
«Sueño…», murmuró su mente.
«Comida —sugerí—. Crepés».
Abrió los ojos de golpe y capté una borrosa secuencia de pensamientos, como si de pronto se le hubiera puesto la mente en avance rápido. La imagen se hizo añicos y no me caí de bruces por poco.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nico.
—He conectado con él. Ya… ya viene hacia aquí.
Un minuto más tarde el árbol que teníamos al lado se estremeció y Grover cayó de sus ramas. De cabeza.
—¡Grover! —grité.
—¡Guau! —La Señorita O’Leary levantó la cabeza. Quizá se preguntaba si íbamos a jugar a lanzarnos el sátiro como un hueso.
—¡Beee-eee! —baló Grover.
—¿Estás bien?
—Oh, sí —dijo, y se rascó la cabeza. Los cuernos le habían crecido tanto que le sobresalían un par de centímetros entre su pelo ensortijado—. Estaba en la otra punta del parque. Las dríadas han tenido la gran idea de pasarme de un árbol a otro para llegar aquí. No acaban de comprender el factor altura.
Sonrió de oreja a oreja y se puso de pie… bueno, quiero decir sobre sus pezuñas. Desde el verano anterior, Grover había dejado de disfrazarse de humano. Ya no se ponía una gorra para disimular los cuernos ni zapatos con pies postizos. Ni siquiera llevaba tejanos para cubrirse las patas peludas y los cuartos traseros. Iba, eso sí, con una camiseta estampada con un dibujo del libro titulado Donde viven los monstruos, aunque estaba manchada de tierra y savia. Tenía su barbita de chivo más poblada (todo un hombre ya, ¿o un macho cabrío?) y me había igualado en estatura.
—Me alegro de verte, Grover —le dije—. ¿Te acuerdas de Nico?
Grover lo saludó con un gesto y luego me dio un fuerte abrazo. Olía a césped recién cortado.
—¡Peeeercy! —baló—. ¡Te he echado de menos! ¡Y también el campamento! Las enchiladas que sirven en las tierras vírgenes no son muy buenas, que digamos.
—Me tenías preocupado —le dije—. ¿Dónde te has metido en los dos últimos meses?
—Los dos últimos… —La sonrisa se le desdibujó—. ¿Los dos últimos meses? Pero ¿qué demonios dices?
—No hemos tenido noticias tuyas. Enebro está muy angustiada. Te enviamos mensajes Iris, pero…
—Aguarda un segundo. —Alzó los ojos hacia las estrellas, como si pretendiera calcular su posición—. ¿En qué mes estamos?
—En agosto.
Se le fue el color de la cara.
—¡Imposible! Estamos en junio. Me he tumbado un ratito a dormir la siesta… —De pronto, me agarró con fuerza—. ¡Ahora lo recuerdo! Me dejó fuera de combate. ¡Hemos de detenerlo, Percy!
—Eh, calma —dije—. No corras tanto. Cuéntamelo todo.
Inspiró hondo.
—Yo estaba… caminando por el bosque, cerca del lago de Harlem, y noté un temblor en el suelo, como si se aproximara algo muy poderoso.
—¿Tú percibes esas cosas? —preguntó Nico.
Grover asintió.
—Desde la muerte de Pan, noto si algo va mal en la naturaleza. Es como si se me aguzasen la vista y el oído cuando estoy en la naturaleza. Bueno, el caso es que me puse a seguir el rastro. El hombre caminaba por el parque con un largo abrigo negro y me fijé en que no tenía sombra. Era un día soleado, pero su cuerpo no arrojaba ninguna sombra. Y su imagen parecía temblar al moverse.
—¿Como un espejismo? —preguntó Nico.
—Sí —contestó Grover—. Y cada vez que se cruzaba con humanos…
—Los humanos se desmayaban —adivinó Nico—. Se acurrucaban en el suelo y se ponían a dormir.
—¡Exacto! Y cuando ya se había marchado, la gente se levantaba y seguía con sus asuntos como si nada.
Miré a Nico.
—¿Tú conoces a ese tipo del abrigo negro? —le pregunté.
—Me temo que sí. ¿Y qué pasó, Grover?
—Seguí al tipo. Él no paraba de mirar los edificios que hay alrededor del parque, como si estuviera calculando algo. Pasó una señora en chándal trotando y, al llegar a su altura, se tendió en un lado del sendero y empezó a roncar. El tipo de negro le puso la mano en la frente como si le tomara la temperatura. Luego siguió andando. Para entonces, ya sabía que era un monstruo o algo peor. Lo seguí por una arboleda hasta el pie de un olmo gigante. Iba a llamar a las dríadas para que me ayudaran a capturarlo cuando dio media vuelta y… —Tragó saliva—. Su cara, Percy. No pude distinguir su cara porque no paraba de modificarse. Sólo de mirarlo me entraba sueño. «¿Qué estás haciendo?», le dije. «Sólo echando un vistazo», respondió. «Siempre hay que explorar el campo de batalla antes del combate». Contesté algo tremendamente inteligente, tipo: «Este bosque está bajo mi protección. ¡Y no vas a librar aquí ninguna batalla!». Se echó a reír y me dijo: «Tienes suerte de que esté ahorrando energías para el número principal, pequeño sátiro. Sólo te voy a conceder una pequeña siesta. Dulces sueños». Eso es lo último que recuerdo.
Nico suspiró.
—Era Morfeo, Grover, el dios de los sueños. Tienes suerte de haber despertado.
—Dos meses —gimió—. ¡Me dejó dormido dos meses!
Traté de asimilar todo aquello. Ahora se entendía por qué no habíamos podido contactar con Grover durante tanto tiempo.
—¿Por qué no han intentado despertarte las ninfas?
Él se encogió de hombros.
—La mayor parte de las ninfas no se aclaran mucho con el tiempo —explicó—. ¿Qué son dos meses para un árbol? Nada. Seguramente no creían que me pasara nada raro.
—Debemos averiguar qué estaba haciendo Morfeo en el parque —dije, pensativo—. No me gusta ese «número principal» del que te habló.
—Trabaja para Cronos —observó Nico—, como muchos otros dioses menores. Cosa que ya sabemos. Esto sólo demuestra que va a haber invasión. Hay que seguir con el plan, Percy.
—Un momento —intervino Grover—. ¿Qué plan?
Se lo explicamos rápidamente. Grover empezó a arrancarse pelos de la pata izquierda.
—¡No hablarás en serio! —exclamó—. ¡Otra vez el inframundo no!
—No te estoy pidiendo que vengas, colega —le aseguré—. Ya sé que acabas de levantarte. Pero necesitamos un poco de música para abrir la puerta. ¿Podrías tocar algo?
Grover sacó sus flautas de junco.
—Vale, puedo intentarlo. Conozco algunas canciones de Nirvana capaces de partir por la mitad una roca. Pero, Percy, ¿seguro que quieres hacerlo?
—Vamos, hombre —le dije—. Te lo agradecería mucho. Por los viejos tiempos, ¿de acuerdo?
Él gimoteó.
—En los viejos tiempos, que yo recuerde, estábamos a punto de morir cada dos por tres. Pero qué remedio, vamos allá. Tampoco va a servir de nada.
Se puso las flautas en los labios y tocó una melodía estridente y animada. Las rocas temblaron. Unas cuantas estrofas más y se resquebrajaron del todo, mostrando una grieta triangular.
Atisbé el interior. Había unos peldaños que se hundían en la oscuridad. Olía a moho y a muerto, lo cual me traía malos recuerdos del viaje por el Laberinto del año pasado, pero este túnel parecía más peligroso. Conducía directamente al reino de Hades, y ese viaje era casi siempre sólo de ida.
Me volví hacia Grover.
—Gracias… o eso creo —le dije.
—Peeeercy, ¿de veras crees que Cronos va a invadirnos?
—Ojalá pudiera decirte otra cosa. Pero sí. Lo hará.
Creí que iba a masticar sus flautas de pura angustia, pero se irguió y se sacudió la hojarasca de la camiseta. No pude evitar pensar en lo distinto que era del viejo y orondo Leneo.
—Entonces debo reunir a los espíritus de la naturaleza —contestó—. Quizá podamos echar una mano. ¡Miraré si podemos localizar a ese Morfeo!
—Será mejor que llames a Enebro para decirle que estás bien —le aconsejé.
Abrió los ojos como platos.
—¡Enebro! Ay, me va a matar.
Echó a correr, retrocedió bruscamente y me dio otro abrazo.
—¡Ve con cuidado ahí abajo! ¡Y regresa vivo!
Cuando lo perdimos de vista, Nico y yo despertamos a la Señorita O’Leary de su siesta.
Se removió excitada al olfatear el túnel y enseguida abrió la marcha por las escaleras. Entraba casi a presión. Confiaba en que no se quedara atascada. No quería ni imaginarme la cantidad de líquido desincrustante que habría que echar para desatascar a un perro del infierno empotrado en medio de un túnel del inframundo.
—¿Listo? —preguntó Nico—. Todo irá bien, no te preocupes.
Sonaba como si quisiera convencerse a sí mismo.
Levanté la vista hacia las estrellas, preguntándome si volvería a verlas. Y luego me zambullí en la oscuridad.
* * *
Las escaleras seguían y seguían, interminables: estrechas, empinadas, resbaladizas. Estaban totalmente a oscuras, salvo por el fulgor de mi espada. Yo procuraba ir despacio, pero por lo visto la perra tenía otras ideas y avanzaba dando saltos y ladrando con alegría. El eco de los ladridos rebotaba por el túnel como cañonazos. Desde lúego, no pillaríamos a nadie por sorpresa cuando llegáramos al final.
Nico tendía a quedarse rezagado, cosa rara.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Perfecto. —Tenía una expresión peculiar. ¿De duda tal vez?—. Tú no te pares —añadió.
No tenía muchas alternativas, así que seguí a la Señorita O’Leary hacia las profundidades. Después de dos horas, empecé a oír el rugido tumultuoso de un río.
Emergimos al pie de un risco que se abría a una llanura de arena volcánica. A nuestra derecha, el río Estigio salía a borbotones de las rocas y se lanzaba rugiendo por una cascada llena de rápidos. A nuestra izquierda, al fondo de la penumbra, ardían hogueras en los baluartes del Érebo: las grandes murallas negras del reino de Hades.
Me estremecí de pies a cabeza. Había estado allí por primera vez cuando tenía doce años, y sólo la presencia de Annabeth y Grover me había dado valor para seguir adelante. No parecía que Nico fuera a ser de gran ayuda en ese sentido, porque él mismo estaba pálido y muy inquieto.
Sólo la Señorita O’Leary se movía la mar de contenta. Correteó por la orilla, pescó entre las fauces una tibia humana que encontró por allí y regresó trotando. Me la dejó a los pies y aguardó a que se la lanzara.
—Hum, quizá luego, chica —dije, mirando las aguas oscuras y procurando no amilanarme—. Bueno, Nico, ¿cómo seguimos?
—Primero tenemos que cruzar las puertas.
—Pero si el río está aquí…
—Necesito una cosa —murmuró—. Es la única manera.
Y echó a andar sin más.
Fruncí el entrecejo. No me había dicho que hubiera que entrar. Pero ya estábamos allí y no podía hacer otra cosa, así que lo seguí a regañadientes por la orilla hacia las enormes puertas negras.
Fuera, había largas colas de muertos esperando su turno. Debía de haber sido un día ajetreado en las funerarias, porque incluso la fila de «MUERTE RÁPIDA» estaba a tope.
—¡Guau! —ladró la Señorita O’Leary. Y antes de que pudiera detenerla echó a correr hacia la barrera de seguridad.
Cerbero, el perro guardián de Hades, surgió entre las sombras: un rottweiler de tres cabezas tan descomunal que, a su lado, la Señorita O’Leary parecía un caniche de peluche. Cerbero es medio transparente y apenas puedes verlo hasta que está lo bastante cerca para matarte. Pero en esta ocasión no nos hizo caso. Estaba muy ocupado saludando a nuestra perra del infierno.
—¡No, Señorita O’Leary! —le grité—. No lo olisquees… Ay, dioses.
Nico sonrió un instante. Luego me miró otra vez con expresión seria, como si acabara de recordar algo desagradable.
—Vamos —dijo—. No nos pondrán ningún problema en la cola. Tú vienes conmigo.
No me hacía mucha gracia, pero nos deslizamos entre los demonios de seguridad y entramos en los Campos de Asfódelos. Tuve que silbar tres veces para que la Señorita O’Leary dejara tranquilo a Cerbero y viniera corriendo.
Caminamos a través de unos campos negros de hierba, salpicados de chopos negros. Si de verdad moría en unos pocos días como afirmaba la profecía, quizá acabase allí eternamente, aunque procuré no pensar en ello.
Nico iba delante, avanzando con dificultad y llevándonos cada vez más cerca del palacio de Hades.
—Eh —dije—, ya hemos cruzado las puertas. ¿Dónde estamos…?
La perra soltó un gruñido y una sombra apareció por encima de nuestras cabezas: una cosa oscura, fría y apestosa como la muerte, que descendió en picado y fue a posarse en lo alto de un chopo.
Por desgracia, la reconocí. Tenía la cara marchita y llevaba un horrible gorro azul de punto y un vestido de terciopelo arrugado. De la espalda le salían unas correosas alas de murciélago. Sus pies acababan en garras afiladas, y en las zarpas metálicas de las manos sostenía un látigo llameante y un bolso de cachemir.
—Señorita Dodds —dije.
Ella me enseñó sus colmillos.
—Bienvenido de nuevo, cariño.
Sus dos hermanas —las otras Furias— descendieron bruscamente y se colocaron a su lado, en las ramas del chopo.
—¿Conoces a Alecto? —me preguntó Nico.
—Si te refieres a la bruja del medio, sí —contesté—. Era mi profesora de Matemáticas.
Nico asintió, como si no le sorprendiera. Alzó los ojos hacia las Furias e inspiró hondo.
—Ya he hecho lo que me pidió mi padre —anunció—. Llevadnos al palacio.
Me erguí, alarmado.
—Un momento, Nico. ¿Qué demonios…?
—Me temo que ésa es mi nueva pista, Percy. Mi padre prometió darme información sobre mi familia, pero quiere verte antes de que entremos en el río. Lo siento.
—¿Me has engañado? —Estaba tan furioso que me arrojé sobre él sin pensarlo. Pero las Furias eran muy rápidas. Dos de ellas se lanzaron desde lo alto, me agarraron por los brazos (la espada se me escurrió de la mano) y, antes de que pudiera reaccionar, me encontré suspendido a veinte metros del suelo.
—No te resistas, cariño —me gritó al oído mi antigua profe de Mates—. No me gustaría tener que soltarte.
La perra ladraba rabiosa y daba saltos tratando de alcanzarme, pero estábamos demasiado alto.
—Dile a la Señorita O’Leary que se tranquilice —me advirtió Nico, que se balanceaba a mi lado en las garras de la tercera Furia—. No quiero que le hagan daño, Percy. Mi padre nos espera. Sólo quiere hablar.
Me habría gustado decirle a la Señorita O’Leary que atacara a Nico, pero no habría servido de nada. Y él tenía razón en una cosa: podía salir malparada en una pelea con las Furias.
Apreté los dientes.
—¡Basta de saltos, Señorita O’Leary! ¡Tranquila, no pasa nada!
Ella gimió y se puso a dar vueltas sobre sí misma sin dejar de mirarme.
—Muy bien, traidor —refunfuñé—. Ya tienes tu presa. Llévame a tu maldito palacio.
* * *
Alecto me soltó como si fuera un saco de nabos en medio del jardín del palacio.
Era bonito en su estilo espeluznante. Había esqueléticos árboles blancos en macetas de mármol y macizos de flores que rebosaban de plantas de oro y piedras preciosas. En una terraza desde la que se dominaban los Campos de Asfódelos vi un par de tronos: uno de esqueletos y el otro de plata. Habría sido un sitio ideal para pasar la mañana del domingo, de no ser por el olor sulfuroso y los alaridos de las almas torturadas que resonaban a lo lejos.
La única salida estaba custodiada por guerreros-esqueleto, vestidos con uniformes andrajosos del ejército estadounidense y armados con fusiles M16.
La tercera Furia depositó a Nico a mi lado. Luego las tres fueron a posarse en lo alto del trono de esqueletos. Me resistí al impulso de estrangular a Nico allí mismo. Me lo habrían impedido. Tendría que esperar para vengarme.
Miré los tronos vacíos, expectante. Entonces el aire se agitó con una luz trémula y aparecieron tres figuras: Hades y Perséfone, sentados en sus tronos, y una mujer más vieja, de pie entre ambos. Parecían enfrascados en una discusión.
—¡Te dije que era un inútil! —gritó la mujer mayor.
—¡Madre! —replicó Perséfone.
—Tenemos visitas —ladró Hades—. ¡Por favor!
Hades, uno de mis dioses menos predilectos, se alisó la túnica negra, cubierta con imágenes de caras aterrorizadas de condenados. En su tez lívida resaltaban los ojos intensos de un demente.
—Percy Jackson —dijo satisfecho—. Por fin.
La reina Perséfone me estudió con curiosidad. La había visto una vez en invierno, pero ahora, en pleno verano, parecía una diosa completamente distinta. Tenía el pelo negro y lustroso y unos ojos castaños muy cálidos. Su vestido relucía con un brillo cambiante y las flores del estampado —rosas, tulipanes, madreselvas— se transformaban y florecían constantemente.
La mujer que permanecía entre ellos era obviamente la madre de Perséfone. El pelo y los ojos los tenía iguales, pero se la veía mucho mayor y también más severa. Iba con un vestido dorado, del color de los campos de trigo, y llevaba el pelo trenzado con hierbas secas, semejante a una cesta de mimbre. Me imaginé que si alguien encendía a su lado una cerilla, la pobre mujer correría serio peligro.
—Hum —murmuró—. Semidioses. Vaya. Lo que nos faltaba.
Nico se arrodilló junto a mí. Me habría gustado tener a mano mi espada para cortarle su estúpida cabeza de chorlito. Por desgracia, Contracorriente seguía en algún rincón del campo donde nos habían sorprendido las Furias.
—Padre —dijo Nico—. He hecho lo que me pediste.
—Has tardado demasiado —refunfuñó Hades—. Tu hermana lo habría hecho mejor.
Nico bajó la cabeza. Si no hubiera estado tan furioso con el maldito renacuajo, quizá lo habría compadecido.
Miré airadamente al dios de los muertos.
—¿Qué queréis, dios Hades? —inquirí.
—Hablar, desde luego. —Retorció la boca en una sonrisa cruel—. ¿No te lo ha dicho Nico?
—Así que toda esta búsqueda era sólo una artimaña. Nico me ha traído aquí abajo para que me matéis.
—Oh, no. Me temo que Nico fue bastante sincero cuando se ofreció a ayudarte. Es un muchacho tan honrado como duro de mollera. Yo simplemente lo convencí para que diera un rodeo y te trajera primero aquí.
—Padre —intervino Nico—, me prometiste que Percy no sufriría ningún daño. Dijiste que si te lo traía me hablarías de mi pasado… de mi madre.
La reina Perséfone suspiró con aire teatral.
—¿Podríais absteneros de mencionar a esa mujer en mi presencia, por favor?
—Perdona, palomita —murmuró Hades—. Algo tenía que prometerle al chico.
La otra dama carraspeó ruidosamente.
—Te lo advertí, hija. Este canalla de Hades es una birria de marido. Podrías haberte casado con el dios de los médicos o el dios de los abogados. Pero no. Tuviste que comerte esa granada…
—Madre…
—¡Y te quedaste atrapada en el inframundo!
—¡Por favor, madre!
—Y resulta que llega agosto y tú no vienes a casa como deberías. ¿Acaso piensas alguna vez en tu pobre y solitaria madre?
—¡Deméter! —la cortó Hades—. Ya basta. Eres una invitada en mi casa.
—Ah, pero ¿es una casa? —replicó ella—. ¿A este vertedero lo llamas una casa? Hacer vivir a mi hija en esta oscura pocilga…
—¡Ya te lo he dicho! —bramó Hades, haciendo rechinar los dientes—. Hay una guerra en el mundo exterior. Tú y Perséfone estáis más seguras aquí.
—Disculpad —los interrumpí—. Pero si vais a matarme, ¿no podríais aligerar y hacerlo cuanto antes?
Los tres dioses me miraron estupefactos.
—Vaya, pues sí que tiene carácter —observó Deméter.
—En efecto —asintió Hades—. Me encantaría matarlo.
—¡Padre! —exclamó Nico—. ¡Lo prometiste!
—Esposo, ya te lo he dicho otras veces —lo reprendió Perséfone—. No puedes andar incinerando a cada héroe con el que te tropiezas. Además, éste es valiente, lo cual me gusta.
Hades puso los ojos en blanco.
—También te gustaba el tal Orfeo. Y fíjate cómo salió aquello. Déjame matarlo, aunque sólo sea un poquito.
—¡Padre, lo prometiste! —insistió Nico—. Dijiste que sólo querías hablar con él. Que si te lo traía, me explicarías…
Hades frunció el entrecejo y alisó de nuevo los pliegues de su túnica.
—Y así lo haré. Tu madre… ¿qué puedo decirte? Era una mujer maravillosa. —Le echó un vistazo incómodo a Perséfone—. Perdona, querida. Quiero decir, para ser una mortal, claro. Se llamaba Maria di Angelo. Era de Venecia, pero su padre trabajaba de diplomático en Washington. Allí la conocí. Cuando tú y tu hermana erais pequeños, la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de desatarse. Un mal momento para ser hijos de Hades. Algunos… hum… de mis otros hijos se habían colocado al frente del bando perdedor. Me pareció que lo mejor sería poneros a los dos fuera de peligro.
—¿Por eso nos escondiste en el Hotel Casino Loto?
Hades se encogió de hombros.
—Así no envejecisteis ni os disteis cuenta del paso del tiempo. Esperé a que llegara el momento oportuno para liberaros.
—¿Y qué pasó con nuestra madre? ¿Por qué no la recuerdo?
—Eso no importa —le soltó Hades.
—¿Qué? Claro que importa. Tú tenías otros hijos. ¿Por qué sólo nosotros fuimos enviados lejos del conflicto? ¿Y quién era el abogado que vino a sacarnos de allí?
Hades hizo rechinar los dientes.
—Harías bien en hablar menos y escuchar más, muchacho. En cuanto al abogado…
Chasqueó los dedos. En el respaldo de su trono, Alecto empezó a transfigurarse hasta adoptar la apariencia de un hombre de media edad con un traje a rayas y un maletín. Allí agazapada, o bueno… agazapado junto al hombro de Hades, tenía un aspecto extrañísimo.
—¡Tú! —exclamó Nico.
La Furia chilló:
—¡Los abogados y los profesores me salen muy bien!
Nico temblaba de pies a cabeza.
—Pero ¿por qué nos sacaste del casino?
—Tú ya sabes por qué —replicó Hades—. Es imposible que este idiota, hijo de Poseidón, sea la criatura de la profecía.
Arranqué un rubí de la planta más cercana y se lo arrojé al dios con rabia, aunque se hundió en su túnica sin causarle el menor daño.
—¡Deberíais estar ayudando al Olimpo! —le espeté—. Todos los demás dioses se encuentran luchando ahora mismo contra Tifón y vos permanecéis aquí sentado tranquilamente…
—Esperando a ver qué pasa —completó mi frase—. Sí, exacto. ¿Cuándo fue la última vez que el Olimpo me ayudó a mí, mestizo? ¿Cuándo fue la última vez que uno de mis hijos recibió el trato de un héroe? ¡Bah! ¿Por qué habría de apresurarme a socorrerlos? No, yo me quedaré aquí con todas mi fuerzas intactas.
—¿Y cuando Cronos venga por vos?
—Que lo intente. Estará muy debilitado. Y mi hijo aquí presente, Nico… —Hades lo observó con desagrado—. Bueno, no es que sea gran cosa ahora mismo, lo reconozco. Habría sido mejor que Bianca hubiera seguido viva. Pero imagínatelo con cuatro años más de entrenamiento… Sin duda podremos resistir todo ese tiempo. Nico tendrá dieciséis, como dice la profecía, y entonces será él quien tome la decisión que salvará al mundo. Y yo seré el rey de los dioses.
—Estáis loco —le dije—. Cronos os aplastará en cuanto termine de pulverizar el Olimpo.
Hades extendió la palma de las manos.
—Bueno, tú mismo tendrás la oportunidad de comprobarlo, mestizo. Porque te vas a pasar esta guerra en mis mazmorras.
—¡No! —gritó Nico—. Eso no fue lo que acordamos, padre. ¡Y no me lo has contado todo!
—Te he contado lo que necesitas saber —replicó Hades—. En cuanto a nuestro acuerdo, he hablado con Jackson, no le he hecho daño, y tú ya tienes tu información. Si querías un acuerdo mejor, tendrías que haberme hecho jurar por el Estigio. ¡Y ahora, vete a tu habitación! —Hizo un ademán y Nico se desvaneció.
—Ese chico debería comer más —rezongó Deméter—. Está demasiado enclenque. Le hacen falta más cereales.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Deja ya lo de los cereales, madre. Mi señor Hades, ¿seguro que no podemos soltar a este pequeño héroe? Tiene un valor increíble.
—No, querida. Ya le he perdonado la vida. Con eso basta.
Estaba convencido de que ella me defendería. La bella y valerosa Perséfone me sacaría de aquel aprieto.
Pero no: se limitó a encogerse de hombros.
—Bueno… ¿Qué hay para desayunar? —preguntó a continuación—. Me muero de hambre.
—Cereales —repuso Deméter.
—¡Madre! —Las dos mujeres desaparecieron en un torbellino de flores y trigo.
—No te deprimas, Percy Jackson —me advirtió Hades—. Mis fantasmas me mantienen informado de los planes de Cronos. Y puedo asegurarte que no tenías ninguna posibilidad de detenerlo a tiempo. Esta misma noche será demasiado tarde para tu precioso monte Olimpo. La trampa ya se habrá accionado para entonces.
—¿Qué trampa? ¡Si sabéis de qué se trata, haced algo! ¡Al menos, dejadme avisar a los demás dioses!
Hades sonrió.
—Tienes arrestos, no lo niego. Disfruta de mi mazmorra. Pasaremos a ver cómo estás dentro de… cincuenta o sesenta años.