Mis galletas acaban chamuscadas
No te recomiendo un viaje por las sombras si te da miedo: a). La oscuridad. b). Los escalofríos que te recorren la columna. c). Los ruidos extraños. d). Correr a una velocidad que parece que se te vaya a pelar la piel de la cara.
En otras palabras, me pareció alucinante. No veía absolutamente nada. Sólo notaba el pelaje de la Señorita O’Leary y los eslabones de bronce de su collar, que aferraba con todas mis fuerzas.
Y, de golpe, las sombras se disolvieron para mostrar otro escenario. Estábamos sobre un risco de los bosques de Connecticut. O al menos parecía Connecticut: o sea, montones de árboles, grandes casas y muros bajos de piedra. A mis pies se veía por un lado una autopista que cruzaba un barranco y, por el otro, el patio trasero de una finca enorme, aunque parecía más un terreno salvaje que un prado. La casa, blanca y de estilo colonial, era de dos pisos. Aunque tuviera la autopista al otro lado de la colina, daba la sensación de estar plantada en medio de la nada. Se veía luz en la ventana de la cocina. Bajo un manzano, había un columpio viejo y oxidado.
No me imaginaba a mí mismo en una casa como aquélla, con un patio de verdad y esas cosas. Había vivido toda mi vida en un apartamento minúsculo o en internados. Si realmente aquélla era la casa de Luke, me pregunté por qué habría querido marcharse de allí.
La Señorita O’Leary se tambaleó. Nico ya me había advertido que un viaje por las sombras la dejaría agotada, así que me deslicé por su lomo y bajé. Ella soltó un bostezo descomunal, con todos los colmillos al aire (habría intimidado incluso a un tiranosaurio Rex), giró en redondo y se desmoronó con todo su peso, haciendo temblar el suelo.
Nico apareció justo a mi lado, como si las sombras se hubieran adensado hasta darle forma. Dio un traspié, pero lo agarré del brazo.
—Estoy bien —acertó a decir, restregándose los ojos.
—¿Cómo lo has hecho?
—Es sólo cuestión de práctica. Unos cuantos porrazos contra un muro, unos cuantos viajes improvisados a China…
La Señorita O’Leary empezó a roncar. De no haber sido por el rugido del tráfico que subía de la autopista, seguro que habría despertado a todo el vecindario.
—¿Tú también te vas echar una siesta? —le pregunté a Nico.
Negó con la cabeza.
—La primera vez que viajé por las sombras estuve inconsciente una semana. Ahora sólo me deja un poco adormilado, aunque no puedo hacerlo más de una o dos veces por noche. La Señorita O’Leary no se moverá de aquí en un buen rato.
—Así que tenemos tiempo de sobra. —Observé con atención la casa colonial blanca—. Bueno, ¿y ahora qué?
—Ahora llamamos al timbre.
* * *
Si hubiera sido la madre de Luke, no les habría abierto la puerta de noche a dos chicos desconocidos. Pero aquella mujer no se parecía en nada a la madre de Luke.
Eso lo supe incluso antes de llegar a la puerta principal. En el sendero lateral había una hilera de esos animalitos de peluche que venden en las tiendas de regalos. Leones, cerditos, dragones e hidras en miniatura, e incluso un minotauro diminuto en pañales. A juzgar por su penoso estado, aquellos muñecos llevaban allí fuera mucho tiempo: al menos desde el deshielo de la última primavera. Entre los cuellos de una hidra había empezado a brotar un arbusto.
El porche estaba plagado de móviles de campanillas, y sus pedacitos relucientes de vidrio y metal tintineaban al viento. Las cintas de latón producían un murmullo como de gotas de agua y me recordaron que tenía que usar el baño. No entendía cómo podía soportar la señora Castellan todo aquel ruido.
La puerta estaba pintada de color turquesa. Arriba aparecía el apellido en inglés —Castellan—, y debajo figuraba en griego: Dioikhthz jrouriou.
Nico me miró.
—¿Listo?
En cuanto llamó, la puerta se abrió de par en par.
—¡Luke! —exclamó alegremente la anciana.
Tenía el aspecto de una persona aficionada a meter los dedos en los enchufes. Su pelo blanco parecía salir disparado en todas direcciones. Llevaba un vestido rosa repleto de trozos chamuscados y manchas de ceniza. Al sonreír, el cutis se le ponía tirante, y la luz de alto voltaje que brillaba en sus ojos me hizo preguntarme si sería ciega.
—¡Ay, mi querido muchacho! —dijo, abrazando a Nico. Yo estaba tratando de comprender por qué lo confundía con Luke (no se parecían en nada), cuando me sonrió y exclamó—: ¡Luke!
Se desentendió de Nico y me dio un abrazo. Olía a galletas carbonizadas. Era tan flaca como un espantapájaros, pero eso no le impidió estrujarme hasta dejarme casi sin aliento.
—¡Vamos, entra! —insistió—. ¡Tengo preparado tu almuerzo!
Nos hizo pasar a la sala de estar, que era todavía más extraña que la entrada. Había espejos y velas por todas partes, hasta en el último rincón. No podías mirar a ningún lado sin verte reflejado. Sobre la repisa de la chimenea, un Hermes de bronce se desplazaba con el minutero de un reloj. Intenté imaginarme al dios de los mensajeros enamorándose de aquella mujer, pero la idea resultaba demasiado estrafalaria.
Entonces me fijé en la foto enmarcada que había al lado del reloj. Me quedé de piedra. Era exactamente igual que el boceto de Rachel: Luke en torno a los nueve años, con el pelo rubio y una amplia sonrisa en la que faltaban dos dientes. No tenía todavía la cicatriz en la cara y eso lo hacía parecer otra persona: un chico más feliz y despreocupado. ¿Cómo era posible que Rachel conociera aquella fotografía?
—¡Por aquí, cariño! —La señora Castellan me llevó hacia la parte trasera—. ¡Ya les había dicho yo que volverías! ¡Lo sabía!
Nos sentó junto a la mesa de la cocina. Amontonados en la encimera, había centenares —no exagero: centenares— de envases de plástico con sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada. Los de más abajo estaban verdes y enmohecidos, como si llevaran allí una eternidad. El olor me recordó a mi taquilla de sexto curso, lo cual no era muy buena referencia que digamos.
Encima del horno había una serie de bandejas, cada una con una docena de galletas chamuscadas. Del fregadero asomaba una montaña de envases vacíos de zumo de frutas. Y, apoyada en el grifo, una Medusa de peluche parecía vigilar aquel inmenso desbarajuste.
La señora Castellan se había puesto a tararear mientras sacaba mermelada y mantequilla de cacahuete y empezaba a preparar un nuevo sándwich. Venía un olorcillo a quemado del horno. Intuí que había más galletas cociéndose.
En la ventana, encima del fregadero, se veían pegadas docenas de fotos pequeñitas, sin duda recortadas de anuncios de revistas y periódicos: imágenes de Hermes sacadas del logo de una empresa de envío de flores y de otra de limpieza a domicilio, y también imágenes de caduceos recortadas de anuncios médicos (la vara rodeada de dos culebras, símbolo del dios y también de la medicina).
Se me cayó el alma a los pies. Quería salir corriendo, pero la señora Castellan no paraba de sonreírme mientras me preparaba el sándwich, como para asegurarse de que no me daba a la fuga.
Nico tosió discretamente.
—Eh… ¿señora Castellan? —dijo.
—¿Hum?
—Hemos de hacerle unas preguntas sobre su hijo.
—¡Ah, sí! Ellos me dijeron que nunca volvería. Pero yo sabía que no era cierto. —Me dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla, dejándomela pringada de mantequilla.
—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Nico.
Su mirada pareció desenfocarse.
—Era muy joven cuando se fue —dijo con tristeza—. Estaba en tercer curso. ¡Demasiado pronto para fugarse! Me dijo que volvería a almorzar. Y yo esperé. Le gustan los sándwiches de mantequilla de cacahuete, las galletas y el zumo de frutas. —Me miró de repente y sonrió—. Bueno, Luke, ¡y aquí estás! Hay que ver lo guapo que te has vuelto. Tienes los ojos de tu padre. —Se volvió hacia las imágenes de Hermes en la ventana—. Un buen hombre, ya lo creo. Viene a verme, ¿sabes?
El reloj seguía resonando con su tictac en la sala. Me limpié la mantequilla de la cara y miré suplicante a Nico, en plan: «¿Podemos largarnos ya?».
—Señora —dijo él—, ¿qué… hum… qué le pasó en los ojos?
Miraba de un modo raro, como si estuviera tratando de enfocarlo a través de un calidoscopio.
—Pero, Luke, si tú ya lo sabes… Fue justo antes de que nacieras. Yo siempre había sido especial: veía a través de… esa cosa, como se llame.
—¿La Niebla? —apunté.
—Sí, cariño —asintió—. Y ellos me ofrecieron un trabajo muy importante. ¡Fíjate si era especial!
Le eché un vistazo a Nico, que estaba tan perplejo como yo.
—¿Qué clase de trabajo? —pregunté—. ¿Y qué sucedió?
La señora Castellan frunció el entrecejo y el cuchillo se detuvo sobre la rebanada de pan.
—Santo cielo, la cosa no salió bien. Tu padre ya me advirtió que no lo intentara. Me dijo que era demasiado peligroso. Pero yo tenía que hacerlo. ¡Era mi destino! Ni siquiera ahora puedo sacarme las imágenes de la cabeza. Hacen que lo vea todo borroso. ¿Queréis unas galletas?
Sacó una bandeja del horno y plantó sobre la mesa una docena de grumos de chocolate carbonizados.
—Luke fue muy bueno —musitó la señora Castellan—. Se marchó para protegerme, ¿sabes? Me dijo que si él se marchaba, los monstruos ya no me amenazarían. Pero le dije que los monstruos no son ninguna amenaza. Se pasan el día ahí fuera, en el sendero, y nunca entran. —Tomó la pequeña Medusa de peluche que estaba junto al grifo—. ¿Verdad, señora Medusa? No, ¡qué van a ser una amenaza! —Me dedicó una sonrisa radiante—. ¡Estoy tan contenta de que hayas vuelto a casa! ¡Sabía que no te avergonzabas de mí!
Me removí en mi asiento. Me imaginé en la piel de Luke, sentado ante aquella mesa, con ocho o nueve años, y empezando a darme cuenta de que mi madre no estaba en sus cabales.
—Señora Castellan —le dije.
—Mamá —me corrigió.
—Sí, eso. ¿Ha visto a Luke desde que se marchó de casa?
—¡Pues claro!
No podía saber si eran imaginaciones suyas. Al fin y al cabo, cada vez que se presentara el cartero ella debía de creer que era Luke. Pero Nico se echó hacia delante, interesado.
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo la visitó por última vez?
—Bueno, fue… Ay, cielos… —Una sombra cruzó su rostro—. La última vez se lo veía muy cambiado. Una cicatriz. Una cicatriz terrible y una voz tan dolida…
—Sus ojos —dije—. ¿Eran de oro?
—¿De oro? —Parpadeó—. No, qué tontería. Luke tiene los ojos azules. ¡Unos preciosos ojos azules!
Así que Luke había estado allí, y había sido antes del último verano: antes de convertirse en Cronos.
—Señora Castellan. —Nico le puso una mano en el brazo—. Esto es muy importante. ¿Luke le pidió algo?
Ella arrugó la frente, tratando de recordar.
—Mi… mi bendición. ¿No lo encontráis bonito? —Nos miró indecisa—. Se iba a un río, y me dijo que necesitaba mi bendición. Yo se la di, por supuesto.
Nico me miró con aire triunfal.
—Gracias, señora —dijo—. Eso es todo lo que…
Ella sofocó un grito y, bruscamente, se dobló sobre sí misma. La bandeja de las galletas se estampó en el suelo. Nico y yo nos pusimos de pie de un salto.
—¡Señora Castellan! —exclamé.
—¡Ah! —La anciana se incorporó.
Me aparté instintivamente y estuve a punto de caerme sobre la mesa de la cocina, porque sus ojos… tenían un intenso resplandor verde.
—Mi niño —dijo con una voz ronca y mucho más grave—. ¡Debo protegerlo! ¡Hermes, socorro! ¡Mi niño, no! ¡Ese destino no!
Agarró a Nico de los hombros y empezó a sacudirlo como si quisiera hacérselo comprender.
—¡Ese destino no! —repitió.
Nico emitió un grito ahogado y la apartó. Agarró con firmeza la empuñadura de su espada.
—Percy, vamonos de aquí… —dijo.
De repente, la anciana empezó a derrumbarse. Me eché hacia delante, la sujeté antes de que se diera con el canto de la mesa y a duras penas conseguí sentarla en una silla.
—¿Señora Castellan?
Murmuró algo incomprensible y sacudió la cabeza.
—Cielos… Se me han caído las galletas. Tonta de mí.
Pestañeó y sus ojos recobraron su aspecto normal (o al menos, el que tenían antes). El brillo verde había desaparecido.
—¿Se encuentra bien?
—Claro, querido. Perfectamente. ¿Por qué lo preguntas?
Le eché una mirada a Nico, que me dijo con los labios: «Larguémonos».
—Señora Castellan, nos estaba explicando una cosa —le dije—. Sobre su hijo.
—¿De veras? —murmuró, distraída—. Sí, sus ojos azules. Hablábamos de sus ojos azules. ¡Un chico tan guapo!
—Tenemos que irnos —dijo Nico con tono acuciante—. Le diremos a Luke… hum… le daremos recuerdos de su parte.
—Pero ¡no podéis marcharos! —Se puso de pie, tambaleante, y retrocedí.
Me sentía idiota por asustarme de una frágil anciana, pero aquel cambio que había experimentado su voz, y aquella manera de agarrar a Nico…
—Hermes vendrá pronto —nos aseguró—. ¡Querrá ver a su hijo!
—Quizá la próxima vez —dije—. Gracias por… —Bajé la vista hacia las galletas carbonizadas, que habían quedado esparcidas por el suelo—. Gracias por todo.
Ella trató de retenernos, nos ofreció zumo de frutas, pero yo quería salir cuanto antes de allí. En el porche me agarró repentinamente de la muñeca, dándome un susto de muerte.
—Al menos ten cuidado, Luke —suplicó—. Prométeme que te mantendrás a salvo.
—Sí… mamá.
Eso le arrancó una sonrisa. Me soltó y, mientras cerraba la puerta, la oí hablar con las velas de la sala.
—¿Lo habéis oído? Estará a salvo. ¡Ya os lo había dicho!
En cuanto cerró del todo, Nico y yo echamos a correr.
Los animalitos de peluche parecían sonreímos cuando cruzamos el sendero.
* * *
Arriba, en lo alto del risco, la Señorita O’Leary había encontrado una amiga.
A la luz de una hoguera que chisporroteaba entre un cerco de piedras, vi a una niña de unos ocho años, sentada con las piernas cruzadas, rascándole las orejas a la perra del infierno.
Llevaba un sencillo vestido marrón y un pañuelo en la cabeza que le daba todo el aire de ser la hija de un colono: como un fantasma de La casa de la pradera o algo parecido. Removió con un palo la hoguera, que resplandeció con un rojo más intenso que el fuego normal.
—Hola —dijo.
Mi primer pensamiento fue: un monstruo. Cuando eres un semidiós y te tropiezas con una dulce niña en medio del bosque, lo más recomendable es desenvainar la espada y lanzarte al ataque. El encuentro con la señora Castellan, además, me había puesto más nervioso de la cuenta.
Nico, sin embargo, le hizo una reverencia.
—Hola de nuevo, señora.
Ella me estudió con unos ojos tan rojos como las llamas. Decidí que lo mejor sería inclinarme también.
—Siéntate, Percy Jackson —dijo—. ¿Te apetece cenar algo?
Después de ver tantos sándwiches mohosos y galletas chamuscadas no tenía demasiado apetito, pero la niña agitó una mano y apareció junto al fuego un picnic completo. Había bandejas de rosbif, patatas asadas, zanahorias cocidas con mantequilla, pan recién hecho y un montón de cosas que hacía mucho que no probaba. Mi estómago empezó a rugir. Era el tipo de comida casera que se supone que la gente debería comer pero nunca come. La niña hizo aparecer también una galleta para perros de metro y medio y se la dio a la Señorita O’Leary, que se apresuró a desmenuzarla alegremente.
Me senté junto a Nico y nos servimos. Estaba a punto de ponerme a zampar cuando lo pensé mejor.
Arrojé una parte de mi comida a las llamas, como hacía en el campamento, y murmuré:
—Por los dioses.
La niña sonrió.
—Gracias. Como guardiana de la llama, me llevo una parte de cada sacrificio, ¿sabes?
—Ahora la reconozco —le dije—. La primera vez que entré en el campamento usted estaba sentada junto al fuego, en medio de la zona comunitaria.
—No te paraste a hablar conmigo —recordó ella con tristeza—. Como la mayoría. Nico sí me habló. Fue el primero en muchos años. Todos andan con prisas, no tienen tiempo de visitar a la familia.
—Usted es Hestia —dije—. La diosa del hogar.
Ella asintió.
Vale… así que tenía una apariencia de ocho años. No pregunté por qué. Ya había aprendido que los dioses podían presentar el aspecto que quisieran.
—¿Y cómo es, señora —preguntó Nico—, que no está luchando contra Tifón con los demás olímpicos?
—No estoy hecha para luchar. —Sus ojos rojos destellaron. No sólo reflejaban las llamas de la hoguera, advertí entonces, sino que estaban verdaderamente en llamas. Aunque no como los ojos de Ares. Los suyos eran cálidos y acogedores—. Además, alguien tiene que mantener encendido el fuego del hogar mientras los dioses están fuera.
—¿Así que usted está custodiando el monte Olimpo? —proseguí.
—«Custodiar» es mucho decir. Pero si alguna vez necesitas un lugar cálido donde reposar y una comida casera, tu visita será bien recibida. Y ahora, come.
Vacié mi plato en un periquete, casi sin darme cuenta. Nico se zampó el suyo igual de rápido.
—Estaba buenísimo —dije—. Gracias, señora Hestia.
Volvió a asentir.
—¿Ha sido agradable la visita a May Castellan?
Por un momento, casi se me había olvidado aquella anciana de ojos relucientes y sonrisa demente. Y también el ataque que le había dado, como si estuviera poseída.
—¿Qué le pasa exactamente? —pregunté.
—Nació con un don. La capacidad de ver a través de la Niebla.
—Como mi madre —dije. Y pensé: «Como Rachel»—. Pero ese resplandor que tenía en los ojos…
—Algunos sobrellevan mejor que otros el maleficio de la visión —dijo la diosa con tristeza—. Durante un tiempo May Castellan llegó a reunir muchas cualidades. Llamó la atención del mismísimo Hermes. Tuvieron un niño precioso. Durante un breve período, ella conoció la felicidad. Luego fue demasiado lejos.
Recordé lo que había dicho la señora Castellan: «Me ofrecieron un trabajo muy importante… La cosa no salió bien». ¿Qué clase de trabajo podía dejarte en tal estado?
—O sea, que era la mar de feliz —dije— y, de repente, se encontró muerta de miedo, aterrorizada por el destino de su hijo, como si supiera ya que Luke se convertiría en Cronos. ¿Qué sucedió para… que su vida se partiera en dos de esa manera?
El rostro de la diosa se ensombreció.
—Es una historia que no me gusta contar. Pero May Castellan vio demasiado. Si quieres comprender a tu enemigo Luke, has de comprender a su familia.
Pensé en las patéticas imágenes de Hermes que había pegadas encima del fregadero. Me pregunté si la señora Castellan ya estaba tan loca cuando Luke era niño. El resplandor verde que había aparecido en sus ojos le habría dado pánico a un chaval de nueve años. Y si Hermes nunca los visitaba, y si había dejado a Luke solo con su madre todos aquellos años…
—No es de extrañar que se escapara —comenté—. Bueno, no estuvo bien que abandonara a su madre, pero aun así… era sólo un crío. Hermes no tendría que haberlos abandonado.
Hestia rascó a la Señorita O’Leary detrás de las orejas. El animal se puso a menear la cola y derribó un árbol sin querer.
—Es fácil juzgar a los demás —me advirtió la diosa—. Pero, dime, ¿seguirás el camino de Luke? ¿Tratarás de conseguir los mismos poderes?
Nico dejó su plato.
—No nos queda más remedio, señora —dijo—. Sólo así tendrá Percy alguna oportunidad.
—Hum. —Hestia abrió la mano y el fuego rugió repentinamente con unas llamaradas de casi cien metros. Sentí la oleada de calor como una bofetada en la cara. Fue sólo un instante. Enseguida el fuego se apaciguó y volvió a ser como antes.
—No todos los poderes son espectaculares. —Hestia me miró—. A veces el poder más difícil de dominar es la capacidad de ceder. ¿Me crees?
—Ajá —murmuré. Cualquier cosa con tal de que no se le ocurriera abusar de su control de las llamas.
La diosa sonrió.
—Eres un buen héroe, Percy Jackson. No demasiado orgulloso. Eso me gusta. Pero todavía tienes mucho que aprender. Cuando Dioniso fue convertido en dios, cedí mi trono para que lo ocupase. Era la única manera de evitar una guerra civil entre los dioses.
—Así fue como se rompió el equilibrio en el Consejo —recordé—. De repente había siete chicos y cinco chicas.
Hestia se encogió de hombros.
—Era la mejor solución, aunque no fuera perfecta. Ahora cuido del fuego. Me desvanezco poco a poco en un segundo plano. Nadie escribirá poemas épicos sobre las hazañas de Hestia. La mayoría de los semidioses ni siquiera se detienen a hablar conmigo. Pero no importa. Yo mantengo la paz. Cedo cuando es necesario. ¿Tú eres capaz de hacerlo?
—No sé a qué se refiere.
Ella me estudió detenidamente.
—Quizá no todavía, pero pronto lo sabrás. ¿Vas a proseguir tu búsqueda?
—¿Por eso está aquí?, ¿para advertirme que no siga adelante?
Hestia negó con la cabeza.
—Estoy aquí porque cuando falla todo lo demás, cuando los dioses más poderosos se han ido a la guerra, yo soy lo único que queda. El hogar. El fuego del hogar. Yo soy la última de los olímpicos. Debes acordarte de mí cuando encares tu decisión final.
No me gustó nada cómo dijo «final». Le eché un vistazo a Nico y luego volví a contemplar los ojos cálidos y encendidos de la diosa.
—Debo continuar, señora —anuncié—. Tengo que detener a Luke… digo, a Cronos.
Hestia asintió.
—Muy bien. No puedo ayudarte mucho más, aparte de lo que te he dicho. Pero, como me has dedicado un sacrificio, te devolveré a tu propio hogar. Nos veremos de nuevo, Percy. En el Olimpo.
Lo dijo con un tono de mal agüero, como si nuestro próximo encuentro no fuera a ser muy alegre.
Luego agitó una mano y todo se desvaneció.
* * *
Me encontré de golpe en mi casa. Nico y yo estábamos sentados en el sofá del apartamento de mi madre, en el Upper East Side. Ésa era la buena noticia. La mala era que el resto del salón estaba ocupado por la Señorita O’Leary.
Oí un berrido amortiguado procedente del dormitorio. Era la voz de Paul:
—¿Quién ha puesto una pared de pelo en la puerta?
—¿Percy? —gritó mi madre—. ¿Estás ahí? ¿Va todo bien?
—¡Sí, estoy aquí! —respondí.
—¡Guau! —La Señorita O’Leary intentó darse la vuelta al oír las voces y derribó todos los cuadros de las paredes. Ella sólo había visto a mi madre una vez (es una larga historia), pero la adoraba.
Nos costó un buen rato, pero conseguimos solucionar el problema. Es decir, nos cargamos la mayor parte del mobiliario de la sala de estar y seguramente pusimos de los nervios a todos los vecinos, pero al final rescatamos a mis padres del dormitorio y los llevamos a la cocina, donde nos sentamos los cuatro alrededor de la mesa. La Señorita O’Leary seguía ocupando la sala ella sólita, pero había encajado la cabeza en el umbral de la cocina para vernos, cosa que ya la tenía contenta. Mi madre le lanzó un paquete de cinco kilos de carne picada, que desapareció en el acto entre sus fauces. Paul nos sirvió limonada a los demás mientras yo les contaba nuestro viaje a Connecticut.
—Así que es cierto. —Paul me miraba como si me viese por primera vez. Iba con un albornoz blanco, ahora cubierto de pelos de perro del infierno, y con su cabello entrecano de punta debido a la impresión—. Todas esas historias sobre monstruos y semidioses… eran verdad.
Asentí. Durante el otoño anterior le había explicado quién era. Mi madre me había respaldado. Pero me parece que hasta ese momento no nos había creído.
—Bueno —dije—, siento que la Señorita O’Leary haya destrozado la sala de estar.
Paul soltó una risita como si estuviera encantado.
—¿Bromeas? ¡Es impresionante! Cuando vi huellas de cascos en el capó de mi Prius pensé: «Quizá». Pero ¡esto!…
Le acarició el hocico a la perra. La sala entera retembló como sacudida por un terremoto —bum, bum, bum—, lo cual podía significar que un equipo de operaciones especiales acababa de echar la puerta abajo… o que la Señorita O’Leary estaba meneando la cola.
No pude reprimir una sonrisa. Paul era un tipo bastante guay, aunque fuese mi profesor de Inglés y mi padrastro.
—Te agradezco que no te hayas puesto a flipar —le dije.
—Claro que estoy flipando —aseguró con los ojos como platos—. Pero me parece emocionante.
—Bueno, a lo mejor no te parece tan emocionante cuando sepas lo que pasa.
Primero les expliqué la situación: lo de Tifón y los dioses, y la batalla que se avecinaba. Luego les conté el plan de Nico.
Mi madre enlazó los dedos alrededor del vaso de limonada. Llevaba su viejo albornoz azul y el pelo recogido. Hacía poco había empezado a escribir una novela, como había deseado durante años, y deduje que se había quedado trabajando hasta tarde, porque las ojeras se le veían más oscuras que de costumbre.
A su espalda, en la ventana de la cocina, un lazo de luna plateado resplandecía en una maceta. El pasado verano había traído aquella planta mágica de la isla de Calipso, y había crecido una barbaridad con los cuidados de mi madre. Su fragancia tenía siempre la virtud de serenarme, pero también me entristecía porque me recordaba viejas amistades perdidas.
Mi madre respiró hondo, como sopesando la manera de disuadirme.
—Es peligroso, Percy —me dijo—. Incluso para ti.
—Ya lo sé, mamá. Podría morir, Nico me lo ha explicado. Pero si no lo intento…
—Moriremos todos —intervino Nico. No había tocado su limonada—. Señora Jackson, no tenemos ninguna posibilidad frente a la invasión. Y créame: la invasión se va a producir.
—¿La invasión de Nueva York? —dijo Paul—. ¿Cómo va a ser posible? ¿Cómo no íbamos a ver a los… monstruos? —Pronunció la palabra como si todavía no creyera del todo que aquello iba en serio.
—No lo sé —reconocí—. No comprendo cómo podría desfilar Cronos con todo su ejército por Manhattan, pero la Niebla es muy poderosa. Tifón está arrasando el país de punta a punta y los mortales creen que sólo es un gran temporal.
—Señora Jackson —dijo Nico—, Percy necesita su bendición. El proceso debe empezar así por fuerza. No estaba seguro hasta que hemos hablado con la madre de Luke, pero ahora no me queda ninguna duda. Es algo que sólo se ha hecho dos veces con éxito en el pasado. Y en ambos casos la madre tuvo que dar su bendición. Tenía que estar dispuesta a permitirle correr ese riesgo a su hijo.
—¿Pretendes que bendiga una cosa así? —Negó con la cabeza—. Es una locura. Percy, por favor…
—Mamá, no puedo hacerlo sin tu ayuda.
—Y si sobrevives a ese… proceso, ¿qué?
—Entonces lucharé —aseguré—. Yo contra Cronos. Y sólo uno de los dos sobrevivirá.
No le expliqué la profecía entera: lo del alma segada y lo del fin de mis días. No hacía falta que supiera que probablemente estaba condenado. Sólo me quedaba la esperanza de detener a Cronos y salvar al resto del mundo antes de morir.
—Eres mi hijo —dijo afligida—. No puedo…
Sabía que tendría que presionarla más para que accediera, pero me resistía a hacerlo. Recordé a la pobre señora Castellan en su cocina, esperando eternamente a que regresara su hijo. Y me di cuenta de la suerte que yo tenía. Mi madre siempre había estado a mi lado, siempre había procurado que llevara una vida normal, a pesar de los dioses, los monstruos y demás. Había soportado con paciencia que me fuera cada dos por tres a correr aventuras. Pero lo que ahora estaba pidiéndole era su bendición para hacer una cosa que seguramente acabaría conmigo.
Paul y yo nos miramos y entre ambos se produjo una especie de silencioso entendimiento.
—Sally —le dijo él, poniendo una mano sobre las de mi madre—. No sé lo que habéis tenido que pasar tú y Percy durante estos años. Pero a mí me parece… me parece que Percy se propone algo muy noble. Me gustaría tener el mismo coraje que él.
Se me hizo un nudo en la garganta. No recibía muy a menudo cumplidos como aquél.
Mi madre miraba fijamente su limonada. Daba la impresión de estar esforzándose por no llorar. Pensé en lo que me había dicho Hestia, en lo difícil que es ceder, y supuse que mi madre lo estaba descubriendo ahora.
—Percy —dijo—, te doy mi bendición.
No me sentí distinto. No hubo un resplandor mágico en la cocina ni nada por el estilo.
Le lancé una mirada a Nico. Parecía más angustiado que nunca, pero asintió.
—Ya es la hora.
—Percy —añadió mi madre—, una última cosa. Si… si sobrevives a la lucha con Cronos, envíame una señal, un mensaje. —Hurgó en el bolso y me tendió su teléfono móvil.
—Mamá, ya sabes que los semidioses están reñidos con…
—Ya. Pero por si acaso. Y si no puedes llamar… no sé, envía una señal que yo pueda ver desde cualquier punto de Manhattan. Para que sepa que estás bien.
—Como Teseo —apuntó Paul—. Se suponía que debía izar unas velas blancas cuando regresara a Atenas.
—Pero lo olvidó —musitó Nico—. Y su padre, desesperado, se arrojó desde lo alto del palacio. Una gran idea, aparte de eso.
—¿Qué me dices de una bandera o una bengala? —sugirió mi madre—. Desde el Olimpo, bueno, desde el Empire State.
—Algo azul —murmuré.
Durante años habíamos tenido una especie de chiste privado a propósito de la comida azul. Era mi color favorito, y ella se tomaba un montón de molestias para seguirme la corriente. Todo lo que hiciera falta para que mi pastel de cumpleaños, mi cesta de Pascua y mis chucherías de Navidad fuesen azules.
—Sí —asintió—. Aguardaré una señal azul. Y procuraré no saltar desde lo alto de ningún rascacielos.
Me dio un último abrazo. Traté de no sentirme como si estuviera despidiéndome. Le estreché la mano a Paul, y luego Nico y yo nos acercamos a la puerta de la cocina y miramos a la Señorita O’Leary.
—Lo siento, chica —le dije—. Otro viaje por las sombras.
Ella gimió y cruzó las pezuñas sobre el morro.
—¿Adónde vamos ahora? —le pregunté a Nico—. ¿A Los Ángeles?
—No hace falta. Hay una entrada al inframundo mucho más cerca.