Incineramos un sudario metálico
Soñé con Rachel Elizabeth Dare; se dedicaba a lanzar dardos a un retrato mío.
Estaba de pie en su habitación… Vale, rebobinemos un poco. Debo explicar primero que Rachel no tiene una habitación, sino toda la planta superior de la mansión de su familia, un edificio restaurado de piedra arenisca ubicado en Brooklyn. Su «habitación» es un inmenso desván con iluminación industrial y ventanales del suelo al techo. Es el doble de espacioso que el apartamento de mi madre.
Un tema de rock alternativo rugía por un altavoz ultramoderno manchado de pintura. Por lo visto, la única norma de Rachel en materia musical era que no hubiese en su iPod dos canciones que sonaran igual. Y que todas fueran extrañísimas.
Ella iba con un quimono y tenía el pelo encrespado, como si acabara de levantarse. La cama estaba deshecha. Había una serie de caballetes de pintura tapados con sábanas, y por el suelo se veía ropa sucia tirada y envoltorios de barritas energéticas. Pero, bueno, cuando tienes una habitación así de grande, el desbarajuste no produce tan mala impresión. Las ventanas mostraban el panorama nocturno de los rascacielos de Manhattan.
El cuadro acribillado era un retrato en el que yo aparecía de pie sobre el gigante Anteo. Rachel lo había pintado un par de meses atrás. La expresión de mi rostro era feroz, casi inquietante, de manera que resultaba difícil saber si era el bueno o el malo, pero ella decía que aquél era exactamente mi aspecto después de una batalla.
—Semidioses —mascullaba con retintín mientras lanzaba un dardo al lienzo—. Ellos y sus estúpidas operaciones de búsqueda.
La mayoría de los dardos rebotaban, pero varios se clavaban. Uno colgaba de mi mentón como una perilla.
Alguien aporreaba la puerta.
—¡Rachel! —Era la voz de un hombre—. ¿Se puede saber qué demonios haces? Baja esa…
Rachel apagaba la música con el mando a distancia.
—¡Adelante!
Su padre entraba enfurruñado y parpadeaba a causa de aquella luz tan cruda. Tenía el pelo rojizo, como Rachel, aunque un poco más oscuro y totalmente aplastado por un lado, como si acabara de perder una pelea con su almohada. Su pijama azul de seda llevaba bordadas en el bolsillo las iniciales «W.D.». La verdad, ¿quién se borda las iniciales en el pijama?
—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntaba airado—. Son las tres de la mañana.
—No podía dormir —decía Rachel.
En ese momento uno de los dardos clavados en mi retrato caía al suelo. Ella trataba de tapar el cuadro con el cuerpo, pero el señor Dare lo veía igualmente.
—Vaya… ¿Así que tu amigo no va a venir a Saint Tilomas?
Así era como me llamaba el señor Dare. Nunca «Percy». Sólo «tu amigo». O «joven», si es que se dirigía a mí, cosa que raramente sucedía.
Rachel arqueaba las cejas.
—No lo sé.
—Salimos por la mañana —decía su padre—. Si no se ha decidido ya…
—Seguramente no vendrá —replicaba Rachel con tono sombrío—. ¿Contento?
El señor Dare se paseaba muy serio por la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Supongo que eso era lo que hacía en la sala de reuniones de su promotora inmobiliaria y lo que ponía más nerviosos a sus subordinados.
—¿Aún tienes pesadillas? —preguntaba—. ¿Y dolores de cabeza?
Rachel tiraba los dardos al suelo.
—No debería habértelo contado.
—Soy tu padre. Me preocupo por ti.
—Más bien por el buen nombre de la familia —mascullaba su hija.
El hombre no reaccionaba, quizá porque ya había oído ese comentario otras veces, o quizá porque era cierto.
—Podríamos llamar al doctor Arkwright —sugería—. Él te ayudó a superar la muerte de tu hámster.
—Entonces tenía seis años. Y no, papá, no necesito un terapeuta. Sólo… —Movía la cabeza con impotencia.
Su padre se detenía junto a los ventanales. Observaba el horizonte de rascacielos como si fueran suyos, lo que no era el caso: sólo poseía una parte.
—Te vendrá bien alejarte un poco —decidía—. Has estado sometida a influencias poco saludables.
—No pienso ir a la Academia de Señoritas Clarion —le espetaba Rachel—. Y mis amistades no son asunto tuyo.
Él sonreía, pero no con calidez, sino en plan: «Algún día comprenderás que eso son tonterías».
—Procura dormir un poco —le sugería—. Mañana por la noche estaremos en la playa. Ya verás qué divertido es.
—Muy divertido —resoplaba Rachel—. Divertidísimo.
Su padre salía de la habitación, dejando la puerta abierta.
Rachel contemplaba mi retrato. Luego se acercaba al caballete de al lado, cubierto con una sábana.
—Ojalá sean sueños —decía.
Destapaba el caballete para revelar un dibujo al carboncillo esbozado deprisa, aunque se notaba que Rachel era muy buena. Se trataba de un retrato de Luke de niño. Debía de tener unos nueve años y sonreía de oreja a oreja, todavía sin aquella cicatriz en la cara. No se me ocurría cómo podía saber Rachel qué aspecto tenía Luke entonces, pero el retrato era tan fiel que me daba la sensación de que no era inventado. Por lo que yo sabía de la vida de Luke, que no era mucho, aquel retrato lo mostraba justo antes de descubrir que era mestizo y escapar de casa.
Rachel lo contemplaba largamente. Luego destapaba el siguiente caballete. Ese cuadro todavía era más inquietante: una imagen del Empire State sobre un cielo plagado de relámpagos. A lo lejos se preparaba una gran tormenta y una mano gigantesca se insinuaba entre las nubes negras. Al pie del edificio se había congregado una multitud, pero no de turistas y peatones. Lo que se veían eran lanzas, jabalinas y estandartes: los símbolos de un ejército.
—Percy —murmuraba Rachel—, ¿qué está pasando?
El sueño se desvaneció, y lo último que recuerdo haber pensado fue que me gustaría poder responder a su pregunta.
* * *
Quería llamarla a la mañana siguiente, pero en el campamento no había teléfonos. A Dioniso y Quirón no les hacía falta una línea fija. Cuando necesitaban algo, les bastaba con enviar un mensaje Iris al Olimpo. Y en cuanto a los teléfonos móviles, cuando los usa un semidiós la señal alerta a todos los monstruos en cien kilómetros a la redonda. Viene a ser como lanzar una bengala: «¡Aquí estoy! ¡Hazme una cara nueva, por favor!». Así que, incluso dentro de los límites de seguridad del campamento, es una clase de publicidad que preferimos evitar.
Por este motivo, la mayoría de los mestizos, salvo Annabeth y algún otro, ni siquiera poseían su propio móvil. Y a ella, desde luego, no podía decirle: «Oye, déjame tu teléfono, tengo que llamar a Rachel». En fin, para hacer la llamada tenía que salir del campamento y caminar varios kilómetros hasta el supermercado más cercano. E incluso si Quirón me daba permiso, cuando llegase allí Rachel ya estaría volando hacia Saint Thomas.
Engullí un desayuno deprimente, sentado solo en la mesa de Poseidón. No quitaba la vista de la fisura del suelo de mármol por la que Nico había arrojado dos años atrás al inframundo a un puñado de esqueletos sedientos de sangre. Aquel recuerdo no contribuía precisamente a abrirme el apetito.
* * *
Después del desayuno, Annabeth y yo bajamos a inspeccionar las cabañas. Le tocaba hacer la inspección a ella. Mi tarea matinal consistía en clasificar informes para Quirón. Pero como los dos aborrecíamos nuestros respectivos trabajos, decidimos hacerlos juntos para que no resultaran tan insoportables.
Empezamos por la cabaña de Poseidón, que ocupaba sólo yo. Había hecho la cama esa mañana (bueno, más o menos) y había colocado bien el cuerno de minotauro de la pared, así que me daba a mí mismo un cuatro sobre cinco.
—Estás siendo muy generoso —dijo Annabeth con una mueca, mientras recogía con la punta de su lápiz unos pantalones sucios.
Se los arrebaté de un tirón.
—Eh, dame un respiro. Este verano no cuento con Tyson para que ponga orden y arregle mis estropicios.
—Tres sobre cinco —sentenció Annabeth.
No me convenía discutir, así que continuamos.
Eché una ojeada al montón de informes de Quirón mientras caminábamos. Había mensajes de semidioses, de sátiros y espíritus de la naturaleza procedentes de todo el país, que informaban sobre los últimos movimientos de los monstruos. Eran bastante deprimentes, y a mi cerebro aquejado de THDA (Trastorno Hiperactivo por Déficit de Atención) no le gusta concentrarse en las cosas deprimentes.
Había batallas menores por todas partes. El reclutamiento de efectivos para el campamento se había reducido a cero. A los sátiros les costaba muchísimo localizar a nuevos semidioses y traerlos a la colina Mestiza, debido a la cantidad de monstruos que pululaban por el país. De nuestra amiga Thalia, que dirigía a las cazadoras de Artemisa, no nos llegaban noticias desde hacía meses, y si Artemisa sabía lo que les había ocurrido, no parecía dispuesta a contárselo a nadie.
Visitamos la cabaña de Afrodita, que, por supuesto, sacó un cinco sobre cinco. Las camas estaban hechas a la perfección y la ropa guardada en baúles y ordenada por colores. Había flores frescas en los alféizares de las ventanas. Aunque yo quería quitarle un punto porque todo apestaba a perfume de diseño, Annabeth no me hizo caso.
—Impecable como siempre, Silena —sentenció.
Silena asintió lánguidamente. La pared detrás de su cama estaba empapelada con fotografías de Beckendorf. Ella permanecía sentada con una caja de bombones en el regazo. Recordé que su padre tenía una tienda de chocolate en el Village (de ahí que Afrodita se hubiera fijado en él en su día).
—¿Quieres un bombón? —preguntó—. Me los ha enviado mi padre. Ha pensado… que quizá sirvan para levantarme el ánimo.
—¿Son buenos? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Saben a cartón.
Yo no tenía nada contra el cartón, de manera que probé uno. Annabeth pasó. Le prometimos a Silena que iríamos más tarde a verla y seguimos adelante.
Mientras cruzábamos la zona comunitaria, se desató una pelea entre las cabañas de Ares y Apolo. Varios campistas de Apolo provistos de bombas incendiarias sobrevolaron la cabaña de Ares con un carro tirado por dos pegasos. Nunca había visto aquel carro, pero daba la impresión de ser cómodo y ligero. El tejado de Ares empezó a arder enseguida, y las náyades del lago de las canoas se apresuraron a echarle agua para apagarlo.
Entonces los de Ares les lanzaron una maldición y las flechas de los arqueros de Apolo se volvieron de goma. Éstos seguían disparando, pero las flechas rebotaban sin hacerles ningún daño.
Dos arqueros pasaron corriendo por nuestro lado, perseguidos por un chico de Ares furioso que les gritaba en verso:
—¿Maleficios contra mí lanzáis? ¡A pagar me las vais! ¡Días y noches os arrepentiréis! ¡Y a la rima despreciaréis!
Annabeth suspiró.
—No, por favor. ¡Otra vez no! La última vez que Apolo le echó un maleficio a una cabaña, costó una semana que las víctimas dejaran de hablar en pareados.
Me estremecí. Apolo no solamente era dios de los arqueros, sino también de la poesía, y yo lo había oído recitar en persona. Casi habría preferido que me clavaran una flecha.
—¿Por qué se están peleando? —pregunté.
Annabeth no me prestó atención mientras anotaba en un rollo de papiro su veredicto: uno sobre cinco para ambas cabañas.
De pronto la miré fijamente, cosa bastante absurda porque la había visto un millón de veces. Ese verano, para mi alivio, teníamos prácticamente la misma estatura. Aun así, ella parecía mucho más madura. Resultaba incluso algo intimidante. O sea, sí, Annabeth siempre ha sido mona, pero ahora estaba empezando a ser guapa de verdad.
Finalmente, levantó la vista y dijo:
—Por ese carro volador.
—¿Qué?
—Me has preguntado por qué se peleaban, ¿no?
—Ah, sí.
—Lo capturaron la semana pasada durante un ataque en Filadelfia. Unos mestizos de Luke se habían presentado allí con el carro volador y los de la cabaña de Apolo se apoderaron de él durante la batalla. Pero el ataque lo dirigía la cabaña de Ares, así que llevan discutiendo desde entonces a quién le corresponde quedárselo.
Nos agachamos bruscamente, porque Michael Yew pasaba lanzado con su carro para bombardear a un campista de Ares. Éste intentó clavarle la espada y le echó una maldición rimada.
—Estamos tratando de salvar nuestras vidas —dije—, y lo único que se les ocurre es pelearse por un carro estúpido.
—Ya se les pasará. Clarisse acabará entrando en razón.
A mí no me parecía tan seguro. Entrar en razón no iba demasiado con la Clarisse que yo conocía.
Seguí ojeando informes mientras revisábamos unas cuantas cabañas más. Deméter sacó un cuatro. Hefesto un tres justo, y seguramente le correspondía una nota más baja, pero con lo de Beckendorf les perdonamos un poquito. Hermes se llevó un previsible dos. Todos los campistas que no conocían a su progenitor olímpico iban a parar a Hermes y, como los dioses son un poco olvidadizos, aquella cabaña estaba siempre repleta.
Llegamos por fin a la cabaña de Atenea, que se veía tan ordenada y pulcra como de costumbre. Los libros alineados en los anaqueles, las armaduras pulidas y relucientes, y las paredes decoradas con planos y mapas de batallas. Únicamente la cama de Annabeth estaba hecha una calamidad, con montones de papeles esparcidos por encima y con su portátil plateado abierto y en funcionamiento.
—Vlacas —masculló Annabeth por lo bajini, que era como llamarse idiota a sí misma en griego.
Su lugarteniente Malcolm reprimió una sonrisa.
—Eh… bueno, hemos limpiado todo lo demás. No sabíamos si sería prudente tocar tus notas.
Una muestra de inteligencia por su parte. Annabeth tenía un cuchillo de bronce que reservaba para los monstruos más peligrosos y para la gente que se atrevía a tocar sus cosas.
Malcolm me sonrió.
—Esperaremos fuera a que terminéis la inspección.
Todos los campistas de Atenea desfilaron por la puerta mientras Annabeth ordenaba y arreglaba su cama.
Me paseé incómodo arrastrando los pies y simulando que revisaba varios informes más. Oficialmente, incluso durante una inspección, iba contra las normas del campamento que dos campistas permanecieran… hum, solos en una cabaña.
Esta norma había dado mucho que hablar cuando Silena y Beckendorf habían empezado a salir. Sí, ya sé, quizá estarás pensando: «¿No son parientes todos los semidioses por su lado divino? ¿Cómo es posible que puedan salir juntos?». Pero la cuestión es que el lado divino de tu familia no cuenta, genéticamente hablando, porque los dioses no tienen ADN. Aun así, a ningún semidiós se le ocurriría salir con otro que tenga el mismo progenitor divino. Por ejemplo, ¿dos miembros de la cabaña de Atenea? Imposible. En cambio, ¿una hija de Afrodita y un hijo de Hefesto? Perfecto, porque no tienen ningún parentesco.
En fin, no sé por qué me había puesto a pensar en todo eso mientras Annabeth ordenaba y cerraba el portátil, un regalo del inventor Dédalo el verano pasado.
—Bueno —carraspeé—, ¿has sacado información interesante de ese trasto?
—Demasiada. Dédalo tenía tantas ideas que podría pasarme cincuenta años tratando de entenderlas.
—Ya —murmuré—. Menuda diversión.
Recogió sus papeles, la mayoría dibujos de edificios, y también un montón de notas manuscritas. Sabía que quería ser arquitecta, pero ya había aprendido que no debía preguntarle en qué estaba trabajando, porque se ponía a hablar de ángulos y paredes de carga y acababa mareándome.
—¿Sabes? —Se recogió el pelo detrás de la oreja, como suele hacer cuando se pone nerviosa—. Toda esta historia de Beckendorf y Silena… da que pensar. Sobre las cosas importantes, me refiero. Como perder a las personas que te importan.
Asentí. Mi cerebro, alarmado, empezó a buscar algún detalle insignificante al que aferrarse: cualquier cosa para distraerme. Por ejemplo, que aún llevara puestos los pendientes de plata con forma de lechuza que le había regalado su padre, un profesor de historia militar de San Francisco y una especie de genio estrafalario.
—Ah, hum —balbuceé—. Y… ¿todo bien en tu familia? —Vale, sí, era una pregunta idiota, pero bueno, estaba nervioso.
Annabeth pareció decepcionada, pero asintió.
—Mi padre quería llevarme a Grecia este verano —dijo, melancólica—. Siempre he deseado ver…
—El Partenón —recordé.
Ella esbozó una sonrisa.
—Sí.
—No importa. Habrá otros veranos, ¿no?
Nada más decirlo, comprendí que era un comentario de lo más estúpido. Se acercaba el momento que acabaría con mis días, según la profecía. En una semana, el Olimpo podía caer. Y si la Era de los Dioses llegaba a su fin, el mundo tal como lo conocíamos se sumiría en el caos. Los semidioses serían perseguidos y exterminados. Ya no tendríamos más veranos.
Annabeth miraba fijamente el rollo de papiro con los resultados de la inspección.
—Tres sobre cinco —murmuró entre dientes— por culpa de una líder desastrada. Vamos. Acabemos con los informes y vayamos a ver a Quirón.
De camino a la Casa Grande leímos el último. Estaba escrito a mano en una hoja de arce y procedía de un sátiro de Canadá. Aquel informe me deprimió todavía más.
—«Querido Grover —leí en voz alta—. Bosques de Toronto atacados por un tejón gigante maligno. Intentado, como sugeriste, invocar el poder de Pan. Sin resultado. Muchas náyades de los árboles destruidas. En retirada hacia Ottawa. Instrucciones, por favor. ¿Dónde estás? Gleeson Hedge, protector».
Annabeth hizo una mueca.
—¿No has tenido noticias de él? —preguntó—. ¿Ni siquiera con vuestra conexión por empatia?
Negué con la cabeza, desanimado.
Desde el verano pasado, cuando el dios Pan había muerto, nuestro amigo Grover había permanecido casi todo el tiempo alejado del campamento. El Consejo de Sabios Ungulados lo consideraba un apestado, pero Grover había seguido viajando por toda la costa Este para propagar el mensaje de Pan y convencer a los espíritus de la naturaleza de que cada uno debía proteger su pequeña parcela de territorio virgen. Sólo había regresado unas cuantas veces para ver a su novia Enebro.
Lo último que había sabido de él era que andaba por Central Park organizando a las dríadas, pero nadie lo había visto ni recibía noticias suyas desde hacía dos meses. Habíamos tratado de mandarle mensajes Iris, pero nunca conseguíamos comunicarnos. Yo tenía una conexión por empatia con Grover, así que esperaba enterarme si llegaba a sucederle algo malo. Una vez me había dicho que si él moría, también podría morir yo a causa de la conexión. Pero no sabía si aquello seguía en vigor.
Me pregunté si todavía estaría en Manhattan. Luego recordé mi sueño y el boceto de Rachel, con las nubes arremolinándose sobre la ciudad y un ejército reunido al pie del Empire State.
—Annabeth. —La detuve junto a la pista de voleibol. Sabía que me estaba metiendo en un lío, pero no se me ocurría otra persona en quien confiar. Además, yo siempre había contado con su consejo—. Escucha, he tenido un sueño, hum… con Rachel.
Y se lo conté todo, incluso lo del retrato de Luke de niño.
Ella se quedó en silencio. Luego se puso a enrollar el papiro de la inspección con tanta saña que acabó rasgándolo.
—¿Qué quieres que te diga? —me espetó al fin.
—No lo sé. Tú eres la mejor estratega que conozco. Si estuvieras en la piel de Cronos planeando esta guerra, ¿cuál sería tu próximo paso?
—Utilizaría a Tifón para distraer al enemigo. Y entonces, mientras los dioses permanecían en el Oeste, atacaría el Olimpo.
—Como en el cuadro de Rachel.
—Percy —dijo con voz tirante—, Rachel es solamente una mortal.
—Pero ¿y si lo que ha soñado es cierto? Los otros titanes dijeron que el Olimpo sería destruido en cuestión de días. Y que nos tenían reservados otros desafíos. Y además está ese retrato de Luke cuando era niño…
—Hay que estar preparados.
—¿Cómo? —exclamé—. Mira el campamento. Ni siquiera podemos dejar de pelear entre nosotros. Y se supone que mi estúpida alma habrá de acabar segada.
Ella tiró el rollo de papiro con rabia.
—Sabía que no debíamos mostrarte la profecía. —Sonaba dolida y contrariada—. Sólo ha servido para asustarte. Y tú sueles huir cuando estás asustado.
La miré, atónito.
—¿Huir?, ¿yo?
Se puso delante de mí.
—Sí, tú. ¡Eres un cobarde, Percy Jackson!
Casi me rozaba con la nariz. Tenía los ojos enrojecidos y de repente comprendí que quizá no se refería a la profecía al llamarme cobarde.
—Si no te convencen las posibilidades que tenemos —dijo—, quizá deberías irte de vacaciones con Rachel.
—Annabeth…
—¡Si es que tanto te disgusta nuestra compañía!
—¡Eso no es justo!
Me dio un empujón y se alejó furiosa hacia el campo de fresas. Mientras cruzaba la pista de voleibol, la pelota se le puso a tiro y le dio tal patada que la mandó al quinto pino.
* * *
Me encantaría poder decir que el día mejoró a partir de ese momento. Pero no fue así, desde luego.
A primera hora de la tarde nos congregamos junto a la hoguera del campamento para incinerar el sudario de Beckendorf y decirle adiós. Incluso las cabañas de Ares y Apolo acordaron una tregua provisional para asistir a la ceremonia.
El sudario de Beckendorf estaba hecho de eslabones metálicos, como una cota de malla. Yo no veía cómo podría arder, pero las Moiras debieron de echar una mano porque el metal se fundió sin problemas bajo el fuego, convirtiéndose en un humo dorado que se elevó hacia el cielo. Las llamas de la hoguera reflejaban siempre el estado de ánimo de los campistas, y esta vez ardían con un tono prácticamente negro.
Confié en que el espíritu de Beckendorf acabara en los Campos Elíseos. Aunque quizá eligiera volver a nacer y llegar a los Campos en tres vidas distintas para poder acceder a las Islas Afortunadas, que eran algo así como la sede de la fiesta más guay dentro del inframundo. Nadie lo merecía más que él.
Una vez terminada la ceremonia, Annabeth se alejó sin dirigirme la palabra. La mayoría de los campistas se retiraron a sus respectivas tareas. Yo me quedé contemplando las llamas mortecinas. Silena permanecía sentada sollozando; Clarisse y su novio, Chris Rodríguez, procuraban consolarla.
Finalmente, me armé de valor y me acerqué.
—Silena, lo siento muchísimo —le dije.
Ella se sorbió la nariz mientras Clarisse me dirigía una mirada furibunda (aunque ella mira así a todo el mundo). Chris no se atrevía ni a levantar la vista. Había sido uno de los secuaces de Luke hasta que Clarisse lo rescató del Laberinto el verano pasado, y supongo que todavía se sentía culpable.
Me aclaré la garganta.
—Ya sabes que Beckendorf llevaba encima una foto tuya —proseguí—. La miró justo antes de que entrásemos en combate. Significabas mucho para él. Hiciste que este año fuera el mejor de su vida.
Silena sollozó.
—Bravo, Percy —masculló Clarisse.
—No; está bien —dijo Silena—. Gracias… gracias, Percy. Ahora tengo que irme.
—¿Quieres compañía? —preguntó Clarisse.
Ella negó con la cabeza y se alejó corriendo.
—Es más fuerte de lo que parece —musitó Clarisse casi para sí—. Sobrevivirá.
—Para eso podrías echarnos una mano —le dije—. Podrías rendir honor a la memoria de Beckendorf luchando con nosotros.
Ella buscó instintivamente su cuchillo, pero ya no lo llevaba encima. Lo había dejado clavado en la mesa de ping-pong de la Casa Grande.
—No es problema mío —refunfuñó—. Si mi cabaña no recibe honores, yo no lucho.
Advertí que ella no hablaba en verso. Quizá no andaba cerca cuando sus compañeros habían sufrido el maleficio, o quizá se las había arreglado para romperlo. Me pregunté con un escalofrío si podría ser la espía de Cronos en el campamento. ¿Sería por eso por lo que mantenía a su cabaña apartada de la lucha? Pero, por mal que me cayera, la verdad era que espiar para los titanes no parecía propio de ella.
—Muy bien —le dije—. No quería sacarlo a relucir, pero me debes una. Si no fuera por mí, te estarías pudriendo en la cueva del cíclope del Mar de los Monstruos.
Ella apretó la mandíbula.
—Pídeme cualquier otra cosa, Percy. Pero eso no. La cabaña de Ares ha sido maltratada demasiadas veces. Y no creas que no sé lo que dicen todos de mí en cuanto les doy la espalda.
«Bueno, es la verdad», habría deseado responder, pero me mordí la lengua.
—Entonces… ¿vas a permitir que Cronos nos aplaste? —le pregunté.
—Si tanto deseas mi ayuda, dile a Apolo que nos entregue el carro.
—Sigues siendo una cría: grandullona pero cría.
Hizo el amago de echarse sobre mí, pero Chris se interpuso.
—Vamos, chicos —dijo—. Oye, Clarisse, quizá tenga razón.
Ella lo miró con aire desdeñoso.
—¿Tú también?
Se alejó furiosa y Chris fue detrás de ella.
—¡Eh, espera! Yo sólo… ¡Espera, Clarisse!
Observé cómo se elevaban las últimas chispas de la hoguera de Beckendorf. Luego me encaminé hacia la arena de combate. Necesitaba un respiro, y quería ver a una vieja amiga.