Capítulo 3

Echo una mirada furtiva a mi propia muerte

Si quieres ser un tipo popular en el Campamento Mestizo, no vuelvas de una misión con malas noticias.

Apenas salí del mar, corrió la voz de mi llegada. Nuestra playa está situada al norte de Long Island y tiene un hechizo gracias al cual la mayoría de la gente no puede verla siquiera. O sea, que no aparece nadie por las buenas en esa playa, a menos que se trate de semidioses, dioses o repartidores de pizza muy, muy despistados. (Ha ocurrido, en serio, pero ésa es otra historia).

El caso es que aquella tarde el vigía de guardia era Connor Stoll, de la cabaña de Hermes. En cuanto me divisó, se emocionó tanto que se cayó del árbol. Luego hizo sonar la caracola para avisar al campamento y vino corriendo a mi encuentro.

Tenía una sonrisa torcida que armonizaba con su retorcido sentido del humor. Es un buen tipo, pero te conviene sujetar bien la cartera cuando anda cerca. Y no se te ocurra poner a su alcance un bote de crema de afeitar si no quieres encontrarte el saco de dormir lleno de espuma. Tiene el pelo castaño y rizado, y es un poco más bajo que su hermano Travis (el único rasgo que te permite distinguirlos). Son tan distintos de mi viejo enemigo Luke que cuesta creer que los tres son hijos de Hermes.

—¡Percy! —chilló—. ¿Cómo ha ido? ¿Dónde está Beckendorf? —Entonces vio mi expresión y su sonrisa se esfumó en el acto—. Oh, no —se lamentó—. Pobre Silena. Por Zeus sagrado, verás cuando se entere…

Cruzamos juntos las dunas y a unos trescientos metros vimos a la gente del campamento acercándose en masa, excitada y sonriente. «Percy ha vuelto —debían de estar pensando—. ¡Ha salvado la situación! ¡Quizá haya traído algún recuerdo y todo!».

Me detuve en el pabellón del comedor y los esperé allí. No valía la pena apresurarse para contarles la desgracia que había ocurrido.

Contemplé el valle, tratando de recordar cómo era el Campamento Mestizo la primera vez que lo vi. Tenía la sensación de que había pasado un billón de años. O más.

Desde el comedor se dominaba casi todo. De entrada, el círculo de colinas que rodean el valle. En la más alta, la colina Mestiza, se alza el pino de Thalia; y de una de sus ramas bajas cuelga el famoso Vellocino de Oro, que extiende su protección mágica sobre el campamento. El dragón que lo vigilaba día y noche, Peleo, había crecido tanto que se veía incluso desde aquella distancia, enroscado alrededor del tronco y enviando señales de humo cada vez que soltaba un ronquido.

A mi derecha se extendían los bosques. A mi izquierda, el lago de las canoas brillaba bajo los últimos rayos de sol y el muro de escalada resplandecía con la cascada de lava que caía por uno de sus flancos. Enfrente, se desplegaban en herradura doce cabañas —una por cada dios del Olimpo— alrededor de un prado verde de uso comunitario. Más hacia el sur estaban los campos de fresas, el arsenal y la Casa Grande, un edificio de cuatro pisos pintado de azul cielo y coronado con una veleta de bronce que representa un águila.

En cierto modo, el campamento no había cambiado. No percibías ningún indicio de la guerra en los campos y edificios. La percibías en los rostros de los semidioses, los sátiros y las náyades que subían por la cuesta.

Ahora no había tantos como cuatro veranos atrás. Algunos se habían ido y no habían regresado. Algunos habían caído en combate. Y otros —procurábamos no hablar de ellos— se habían pasado al enemigo.

Los que continuaban allí eran guerreros curtidos, aunque se los veía cansados. Últimamente no se oían muchas risas en el campamento. Ni siquiera los de la cabaña de Hermes hacían tantas travesuras. No es fácil disfrutar de las bromas cuando toda tu vida parece una broma pesada.

Quirón llegó el primero galopando (cosa que no le resulta difícil, porque es un caballo de cintura para abajo). Tenía la barba cada vez más larga y enmarañada a medida que avanzaba el verano. Llevaba una camiseta con la leyenda «MI OTRO COCHE ES UN CENTAURO» y un arco colgado a la espalda.

—¡Percy! —exclamó—. Gracias a los dioses. Pero ¿dónde…?

Annabeth entró corriendo en el pabellón justo detrás de él, y he de reconocer que al verla el corazón se me aceleró un poco. No es que ella se esforzara mucho en tener buen aspecto. Últimamente habíamos participado en tantas misiones que apenas se entretenía en cepillarse su ondulado pelo rubio ni se preocupaba de la ropa que llevaba puesta: normalmente, la vieja camiseta anaranjada del campamento y unos tejanos; y de vez en cuando, claro, la armadura de bronce. Tenía los ojos de un gris tormentoso. La mayoría de las veces no podíamos mantener una conversación sin intentar estrangularnos el uno al otro. Pero, aun así, sólo de verla me sentía confuso y aturdido. El pasado verano, antes de que Luke se convirtiera en Cronos y todo se torciera entre nosotros, hubo algunos momentos en los que pensé que tal vez… bueno, que tal vez llegaríamos a superar esa fase de querer estrangularnos el uno al otro.

—¿Qué ha pasado? —Me agarró del brazo—. ¿Luke está…?

—El barco voló por los aires —dije—. Pero él no ha sido destruido. No sé dónde…

Silena Beauregard se abrió paso entre la multitud. No iba peinada ni llevaba maquillaje, cosa sorprendente en ella.

—¿Dónde está Charlie? —preguntó, mirando alrededor como si pudiera haberse escondido.

Miré a Quirón, impotente.

El viejo centauro carraspeó.

—Silena, querida, vamos a hablar a la Casa Grande…

—No —musitó—. No. No.

Rompió a llorar y los demás nos quedamos alrededor paralizados, demasiado aturdidos para decir nada. Habíamos sufrido muchas pérdidas a lo largo del verano, pero ésta era sin duda la peor. Con Beckendorf desaparecido, era como si alguien nos hubiera robado el áncora de todo el campamento.

Finalmente, se adelantó Clarisse, de la cabaña de Ares, y rodeó con un brazo a Silena. Tenían una de las amistades más raras del mundo —una hija del dios de la guerra y una hija de la diosa del amor—, pero desde que Silena le había dado algunos consejos a Clarisse sobre su primer novio, ésta había decidido convertirse en su guardaespaldas personal.

Clarisse iba con su armadura de combate manchada de sangre y llevaba el pelo castaño recogido bajo un pañuelo. Era tan fornida y grandullona como un jugador de rugby y siempre andaba con una expresión huraña, pero ahora le habló con suma delicadeza a Silena:

—Anda, chica. Vamos a la Casa Grande. Te prepararé una taza de chocolate caliente.

Todos dieron media vuelta y empezaron a regresar hacia las cabañas en grupitos de dos o tres. Ya no sentían unas ganas locas de verme ni querían saber cómo había estallado el barco.

Sólo Annabeth y Quirón se quedaron a mi lado.

Ella se secó una lágrima de la mejilla.

—Me alegra que no estés muerto, sesos de alga.

—Gracias —dije—. A mí también.

Quirón apoyó una mano en mi hombro.

—Estoy seguro de que hiciste todo lo que pudiste, Percy. ¿Quieres contarnos lo que pasó?

No me apetecía repasarlo una vez más, pero aun así les conté la historia completa, incluido mi sueño sobre los titanes. Sólo me dejé un pequeño detalle: el comentario de Nico. En su día me había hecho prometerle que no le contaría a nadie su plan hasta que me decidiera, y ese plan era tan espeluznante que no me importaba mantenerlo en secreto.

Quirón contempló el valle que se extendía a nuestros pies.

—Tenemos que convocar de inmediato un consejo de guerra para hablar de ese espía y de otros asuntos.

—Poseidón se refirió a otra amenaza —dije—. Una más importante que la del Princesa Andrómeda. Pensé que quizá se trataba del desafío al que se había referido el titán en mi sueño.

Quirón y Annabeth cruzaron una mirada, como si supieran algo que yo ignoraba. No soporto que me hagan eso.

—También hablaremos de ello —me prometió Quirón.

—Una cosa más. —Inspiré hondo—. Cuando hablé con mi padre, me pidió que te dijera que el momento ha llegado. Que debo conocer la profecía entera.

Quirón bajó los hombros, pero no pareció sorprendido.

—Durante mucho tiempo he temido que llegara este día. Muy bien. Annabeth, vamos a mostrarle a Percy la verdad. Toda la verdad. Subamos al desván.

* * *

Ya había subido al desván de la Casa Grande tres veces, lo cual era tres veces más de lo que habría deseado.

Había una escalera de mano que ascendía desde el último rellano. Me pregunté cómo iba a arreglárselas Quirón para subir, siendo un centauro, pero ni siquiera hizo el intento.

—Ya sabes dónde está —le dijo a Annabeth—. Bájalo aquí, por favor.

Ella asintió.

—Vamos, Percy.

Fuera, el sol se había puesto, así que el desván resultaba más sombrío y espeluznante de lo normal. Por todas partes se veían montones de trofeos de antiguos héroes: escudos mellados, tarros con cabezas disecadas de monstruos diversos, un par de dados de peluche sobre una placa de bronce que rezaba: «BIRLADOS DEL HONDA ÚLTIMO MODELO DE CRISAOR POR GUS, HIJO DE HERMES, 1988».

Tomé una espada curvada de bronce tan sumamente retorcida que parecía una M. Todavía se distinguían en la hoja las manchas verdes del veneno mágico con que había estado impregnada. La etiqueta tenía una fecha del verano anterior: «CIMITARRA DE CAMPE, DESTRUIDA EN LA BATALLA DEL LABERINTO».

—¿Te acuerdas de Briares lanzando todas aquellas rocas? —le pregunté a Annabeth.

Me dirigió una sonrisa reticente.

—¿Y de Grover desatando el pánico?

Nos miramos a los ojos. Recordé otro momento de aquel verano, bajo el monte Saint Helens, cuando Annabeth creyó que no saldría vivo y me dio un beso.

Ahora carraspeó y desvió la mirada.

—La profecía —dijo.

—Exacto. —Dejé la cimitarra—. La profecía.

Nos acercamos a la ventana. Sobre un taburete de tres patas reposaba el Oráculo: una momia de mujer con un colorido vestido hippy. Todavía tenía algunos mechones de pelo oscuro pegados al cráneo, y sus ojos vidriosos sobresalían en la cara apergaminada. Se me ponía la piel de gallina sólo de mirarla.

Normalmente, si querías salir del campamento durante el verano era porque tenías que subir a escuchar al Oráculo antes de emprender una búsqueda. Pero este verano habíamos dejado de lado esa norma. Los campistas salíamos continuamente en misión de combate. No nos quedaba otro remedio si queríamos pararle los pies a Cronos.

Aun así, me acordaba demasiado bien de aquella niebla verde —el espíritu del Oráculo— que vivía dentro de la momia. Parecía sin vida ahora, pero cuando pronunciaba una profecía podía moverse. A veces salía humo de su boca, creando formas extrañas. Una vez incluso bajó del desván y dio un pequeño paseo por el bosque en plan zombi para entregar un mensaje. Así que yo no estaba muy seguro de lo que sería capaz de hacer para la Gran Profecía. Quizá se ponía a bailar claque o algo por el estilo.

Sin embargo, la momia permaneció inmóvil y como muerta (y lo estaba, sin duda).

—Nunca lo he entendido —susurré.

—¿El qué? —preguntó Annabeth.

—Por qué es una momia.

—En la Antigüedad no lo era. Durante miles de años, el espíritu del Oráculo vivió en el interior de una hermosa doncella. El espíritu pasaba de una generación a otra. Quirón me contó que ella era así hace cincuenta años —explicó, señalándola—. Pero ésta fue la última.

—¿Qué sucedió?

Estaba a punto de responder, pero cambió de idea.

—Hagamos lo que tenemos que hacer y salgamos de aquí —dijo.

Miré nervioso la cara marchita del Oráculo.

—Vale, ¿y ahora qué?

Annabeth se volvió hacia la momia y extendió las palmas de las manos.

—Oh, Oráculo, se acerca la hora. Te pido la Gran Profecía.

Me armé de valor, pero la momia no se movió ni un milímetro. Annabeth se acercó un poco más y le desabrochó uno de sus collares. Nunca me había detenido a examinar sus baratijas. Me imaginaba que eran adornos de estilo hippy, en plan paz y amor y esas cosas. Pero cuando Annabeth se volvió hacia mí, tenía en las manos una bolsita de cuero, como la bolsa de la medicina de los nativos americanos, que colgaba de un cordón de plumas trenzadas. La abrió y extrajo un rollo de pergamino no más grande que su meñique.

—No me lo puedo creer —dije—. ¿Así que me he pasado todos estos años haciendo preguntas sobre esa estúpida profecía y ahora resulta que la tenía aquí, colgada del cuello?

—No había llegado el momento —dijo Annabeth—. Créeme, Percy. Yo la leí con sólo diez años y todavía tengo pesadillas.

—Fantástico. ¿Ya puedo leerla?

—Abajo, en el consejo de guerra —repuso—. No delante de… ya me entiendes.

Miré los ojos vidriosos del Oráculo y decidí no discutir.

Bajamos a reunimos con los demás. No lo sabía entonces, pero aquélla sería la última vez que subía al desván.

* * *

Los líderes más veteranos del campamento estaban reunidos alrededor de la mesa de ping-pong. No me preguntes por qué, pero la sala de juegos se había convertido en una especie de cuartel general improvisado para celebrar los consejos de guerra. De todos modos, cuando llegamos Annabeth, Quirón y yo, aquello parecía más bien un concurso de alaridos.

Clarisse iba aún con la indumentaria de combate. Llevaba sujeta a la espalda su lanza eléctrica (mejor dicho, su segunda lanza eléctrica, porque yo le había partido la primera. Ella la llamaba «Matamonstruos», aunque todo el mundo la conocía como «Matamoscas»). Sostenía bajo el brazo su casco con forma de jabalí y llevaba un puñal al cinto.

Justo en ese momento Michael Yew, el nuevo líder de la cabaña de Apolo, le estaba echando un buen rapapolvo, lo cual resultaba bastante gracioso porque Clarisse le sacaba al menos treinta centímetros. Michael había ocupado el puesto de Lee Fletcher cuando éste cayó en combate el verano anterior. Medía sólo un metro cuarenta, pero con su actitud parecía que midiese dos metros. A mí me recordaba a un hurón, con su nariz puntiaguda y aquellos rasgos contraídos de tanto fruncir el entrecejo o acaso de tanto afinar la puntería con sus flechas.

—¡Ese botín es nuestro! —chillaba Michael, irguiéndose de puntillas para tratar de ponerse a la altura de Clarisse—. ¡Y si no te gusta, que te zurzan!

En torno a la mesa, todos hacían esfuerzos para no reír: los hermanos Stoll; Pólux, de la cabaña de Dioniso; Katie Gardner, de Deméter. Incluso esbozó una leve sonrisa Jake Mason, nombrado precipitadamente nuevo líder de Hefesto para sustituir a Beckendorf. La única que no prestaba atención al altercado era Silena Beauregard. Permanecía sentada junto a Clarisse, contemplando la red de ping-pong con aire ausente. Tenía los ojos rojos e hinchados, y una taza de chocolate delante que ni siquiera había tocado. Me pareció injusto que tuviera que asistir a la reunión. Y no podía creer que Clarisse y Michael se hubieran puesto a discutir allí mismo de algo tan idiota como un botín cuando ella acababa de perder a su novio.

—¡Basta! —bramé—. ¿Qué demonios estáis haciendo?

Clarisse me miró enfurruñada.

—Dile a Michael que no se porte como un imbécil y un egoísta.

—Muy indicado que lo digas tú nada menos —replicó el aludido.

—¡La única razón por la que estoy aquí es para apoyar a Silena! —gritó Clarisse—. Si no, me habría quedado en mi cabaña.

—¿Se puede saber qué pasa? —pregunté.

Pólux carraspeó.

—Clarisse no piensa hablarnos hasta que su, hum… asunto se resuelva. No nos dirige la palabra desde hace tres días.

—¿Qué asunto?

Clarisse se volvió hacia Quirón.

—Eres tú quien está al mando, ¿no? ¿Le corresponde o no le corresponde a mi cabaña lo que pedimos?

Quirón arrastró las pezuñas, incómodo.

—Tal como expliqué en su día, querida, Michael tiene razón —respondió—. La reclamación de la cabaña de Apolo es más convincente. Además, tenemos cosas más importantes…

—Ya, claro —le espetó Clarisse—. Siempre hay cosas más importantes que atender las reclamaciones de Ares. Se supone que hemos de presentarnos y luchar sin rechistar cuando vosotros lo digáis.

—No estaría mal —murmuró Connor Stoll.

Clarisse empuñó el cuchillo.

—Quizá debería preguntarle al señor D…

—Como bien sabes —la interrumpió Quirón, ahora algo irritado—, nuestro director, Dioniso, está muy ocupado con la guerra y no se le puede molestar.

—Ya veo. ¿Y los líderes veteranos? ¿Ninguno de vosotros va a ponerse de mi lado?

Ya nadie sonreía ni se atrevía a mirarla a los ojos.

—Muy bien —dijo, volviéndose hacia Silena—. Perdona. No pretendía meterme en esta discusión cuando tú acabas de perder… En fin, me disculpo. Pero sólo ante ti. Ante nadie más.

Silena no pareció captar sus palabras.

Clarisse arrojó su cuchillo sobre la mesa de ping-pong.

—Y vosotros ya podéis prepararos para librar esta guerra sin Ares. Hasta que reciba una reparación, ningún miembro de mi cabaña levantará un dedo. Que os divirtáis cayendo como moscas.

Los demás líderes se habían quedado pasmados y se limitaron a mirarla salir hecha una furia.

Michael Yew dijo al fin:

—¡Que se pudra!

—¿Bromeas? —protestó Katie Gardner—. ¡Esto es un auténtico desastre!

—No puede hablar en serio —dijo Travis—. ¿O sí?

Quirón suspiró.

—Se ha sentido herida en su orgullo. Acabará calmándose.

No parecía muy convencido.

Tenía ganas de preguntar por qué demonios estaba tan rabiosa Clarisse, pero, cuando miré a Annabeth, ella me respondió con los labios: «Te lo cuento luego».

—Bueno —prosiguió Quirón—. Si hacéis el favor, Percy ha traído algo que debéis oír. Percy… la Gran Profecía.

Annabeth me tendió el pergamino. Se notaba viejo y reseco al tacto. Forcejeé con el cordel, lo desenrollé con cuidado, procurando no romperlo, y empecé a leer:

—«De los dioses más anfibios un mestizo…».

—Hum, Percy —me interrumpió Annabeth—. Son «antiguos», no «anfibios».

—Ah, vale. —La dislexia es uno de los rasgos típicos de un semidiós, aunque a veces resulta una verdadera lata. Cuanto más nervioso me pongo, peor leo—. «De los dioses más antiguos un mestizo… llegará a dieciséis contra todo lo predicho…».

Titubeé un momento, examinando los versos siguientes. Me había entrado una sensación de frío en los dedos, como si el pergamino estuviera helado.

«Y en un sueño sin fin el mundo verá… El alma del héroe, una hoja maldita habrá de segar».

De pronto, me pareció que Contracorriente me pesaba más en el bolsillo. ¿Una hoja maldita? Quirón me había dicho una vez que Contracorriente había causado dolor a muchas personas. ¿Sería posible que yo fuese a morir por el filo de mi propia espada? ¿Y cómo podía caer el mundo en un sueño sin fin, a menos que se tratara de la muerte?

—Percy —me apremió Quirón—. Lee el resto.

Sentí la boca llena de arena, pero leí en voz alta los dos últimos versos:

—«Una sola decisión… con sus días acabará. El Olimpo perseverará…».

—«Preservará» —corrigió en voz baja Annabeth—. Quiere decir «salvará».

—Ya sé lo que quiere decir —refunfuñé—. «El Olimpo preservará o asolará».

La habitación quedó en silencio. Connor Stoll comentó al fin:

—«Asolará» no está tan mal. Es «aislar», ¿no?

—De eso nada —repuso Silena. Hablaba con tono inexpresivo, pero me sobresaltó oír su voz—. Significa «destruirá».

—«Arrasará» —añadió Annabeth—. «Aniquilará». «Reducirá a escombros».

—Sí, vale. —Sentía un peso en el corazón—. Mensaje recibido.

Todo el mundo me miraba: con inquietud o compasión, o tal vez con un poco de miedo.

Quirón tenía los ojos cerrados, como si se hubiera puesto a rezar. Cuando adoptaba forma de caballo, su cabeza casi rozaba el techo de la sala.

—Ahora entenderás, Percy, por qué consideramos conveniente no contarte la profecía entera. Bastante peso tenías ya sobre tus hombros…

—¿Sin saber que, de todos modos, iba a morir al final? —dije—. Vale, ya lo entiendo.

Quirón me miró con tristeza. El tipo tenía tres mil años, había visto morir a centenares de héroes. Quizá no le gustara, pero ya estaba acostumbrado. Seguramente era consciente de que no valía la pena tratar de tranquilizarme.

—Percy —apuntó Annabeth—, ya sabes que las palabras de una profecía siempre tienen doble sentido. Quizá no signifique literalmente que vayas a morir.

—Sí, ya —dije—. «Una sola decisión con sus días acabará». Eso tiene una infinidad de significados, ¿no?

—Quizá podamos impedirlo —aventuró Jake Mason—. «El alma del héroe, una hoja maldita habrá de segar». Tal vez podríamos encontrar esa hoja maldita y destruirla. Suena como si fuera la guadaña de Cronos, ¿no creéis?

No se me había ocurrido, pero tampoco importaba demasiado si la hoja maldita era Contracorriente o la guadaña de Cronos. Se suponía que una hoja segaría mi alma. Y la verdad, prefería que no me la segaran.

—Quizá deberíamos dejar que Percy medite sobre esas líneas —dijo Quirón—. Necesita un poco de tiempo…

—No. —Doblé el pergamino y me lo metí en el bolsillo. Me sentía desafiante y lleno de enojo, aunque no sabía con quién estaba enojado—. No necesito tiempo. Si debo morir, moriré. No voy a preocuparme por eso, ¿vale?

A Annabeth le temblaban un poco las manos. No se atrevía a mirarme a los ojos.

—Prosigamos —dije—. Tenemos otros problemas. Hay un espía.

Michael Yew frunció el entrecejo.

—¿Un espía?

Les conté lo que había descubierto en el Princesa Andrómeda, o sea, que Cronos sabía que íbamos a presentarnos allí y que incluso me había enseñado el colgante con una guadaña de plata que usaba para comunicarse con su informador.

Silena se echó de nuevo a llorar; Annabeth la rodeó con un brazo.

—Bueno —dijo Connor Stoll, incómodo—, llevamos años sospechando que podría haber un espía, ¿no? Alguien que ha estado pasándole información a Luke. Como la localización del Vellocino de Oro hace un par de años. Tiene que ser alguien que lo conoce bien.

Tal vez sin darse cuenta, le echó un vistazo a Annabeth. Ella había conocido a Luke mejor que nadie, desde luego, pero Connor desvió la mirada.

—Bueno, en fin, podría ser cualquiera.

—Sí. —Katie Gardner les lanzó una hosca mirada a los Stoll. No los soportaba desde que habían decorado el tejado de hierba de la cabaña de Deméter con conejitos de Pascua de chocolate—. Como, por ejemplo, alguno de los hermanos de Luke.

Travis y Connor se enzarzaron en una discusión con ella.

—¡Parad ya! —Silena dio un puñetazo tan fuerte en la mesa que volcó su taza de chocolate—. ¡Charlie ha muerto y sin embargo vosotros no dejáis de discutir como crios!

Bajó la cabeza y se echó otra vez a llorar.

Ahora corría un reguero de chocolate caliente por la mesa de ping-pong. Todo el mundo parecía avergonzado.

—Tiene razón —comentó Pólux por fin—. Acusarnos unos a otros no servirá de nada. Hemos de mantener los ojos bien abiertos por si vemos un collar con una guadaña como amuleto. Si Cronos tiene uno, seguramente el espía también.

Michael Yew soltó un gruñido.

—Tenemos que encontrar a ese espía antes de planear la próxima operación. Que hayamos volado el Princesa Andrómeda no va a detener a Cronos eternamente.

—Por supuesto que no —dijo Quirón—. De hecho, su siguiente asalto ya está en marcha.

Arrugué el ceño.

—¿Hablas de esa «amenaza mayor» que mencionó Poseidón?

Él y Annabeth se miraron un instante, como diciéndose: «Ahora sí». ¿He dicho ya que no soporto que me hagan eso?

—Percy —prosiguió Quirón—, no queríamos contártelo hasta que regresaras. Necesitabas un descanso con… tus amigos mortales.

Annabeth se sonrojó. Comprendí que sabía que yo había estado saliendo con Rachel, y me sentí culpable. Enseguida me enfadé conmigo mismo por sentirme culpable. ¿Es que no podía tener amigos fuera del campamento? Cualquiera diría…

—Cuéntame lo que ha pasado —le pedí.

Quirón tomó una copa de bronce de la mesita auxiliar y vertió agua en la plancha caliente donde solíamos fundir el queso de los nachos. De inmediato se elevó una columna de humo, formando un arco iris a la luz de los fluorescentes. Quirón sacó un dracma de oro, lo lanzó a través de la niebla y musitó:

—Oh, Iris, muéstranos la amenaza.

La niebla tembló. Vi la imagen humeante de un volcán conocido: el monte Saint Helens. Mientras lo contemplaba, la ladera de la montaña estalló violentamente, arrojando fuego, lava y cenizas. La voz de un locutor comentaba: «… incluso mayor que la erupción del año pasado, y los geólogos advierten que podría no haber concluido aún».

Conocía con todo detalle la erupción del año pasado. La había provocado yo. Pero esta explosión era muchísimo peor. La montaña se hizo pedazos y se desmoronó hacia el interior de la tierra, y entre el humo y la lava se alzó una silueta colosal, como si emergiera de la boca de una alcantarilla. Confiaba en que la Niebla impidiese que los humanos vislumbraran aquello con claridad, porque lo que veía ante mis ojos habría desatado el pánico y provocado revueltas en todo el país.

Aquel gigante era más grande que cualquier otro con el que yo hubiera tropezado. Incluso mis ojos de semidiós no lograban distinguir su forma con exactitud entre las llamas y la ceniza, pero parecía algo humanoide y era tan descomunal, tan brutalmente inmenso, que podría haber usado un rascacielos del tamaño del edificio Chrysler como bate de béisbol. La montaña se estremeció con un retumbo horrible, parecido a un terremoto, como si el monstruo se estuviera riendo.

—Es él —dije—. Tifón.

Albergaba la esperanza de que Quirón dijera algo positivo, como: «¡No, ése es el grandullón de nuestro amigo Leroy! ¡Viene a echarnos una mano!». Pero no hubo suerte, porque se limitó a asentir.

—El monstruo más horrible de todos —explicó—, la mayor amenaza que los dioses han afrontado jamás. Ha sido liberado finalmente de debajo de la montaña. Pero esa escena fue grabada dos días atrás. Aquí tienes lo que está ocurriendo ahora.

Quirón hizo un ademán y la imagen cambió. Una masa de nubes tormentosas que se cernían sobre las llanuras del Medio Oeste. Los relámpagos rasgaban el cielo y una serie de tornados lo arrasaban todo a su paso, arrancando casas de cuajo y estrujando coches y camiones como si fuesen de juguete.

«Inundaciones colosales —decía un locutor—. Cinco estados han sido declarados zona catastrófica mientras el monstruoso temporal se desplaza hacia el este, sembrando la destrucción». Las cámaras enfocaron un frente tormentoso que se acercaba a una ciudad. No sabía cuál era. En el interior de aquella masa rugiente vislumbraba al gigante, aunque sólo percibía atisbos fugaces de su verdadera forma: la silueta borrosa de un brazo, una mano de afiladas garras tan grande como un bloque de casas… Su furioso bramido se propagaba por la llanura como un estallido nuclear. Otras formas más pequeñas surcaban las nubes y volaban en círculos alrededor del monstruo. Vi destellos de luz y comprendí que el gigante trataba de aplastarlas. Entorné los ojos y me pareció distinguir un carro de oro que se zambullía en la negrura. Luego una especie de pájaro enorme, un buho monstruoso, se lanzó directamente contra el gigante.

—¿Ésos… son los dioses? —pregunté.

—Sí, Percy —dijo Quirón—. Llevan días combatiendo con él y tratando de frenarlo. Pero Tifón continúa avanzando… hacia Nueva York. Hacia el Olimpo.

Hice una pausa para asimilar aquellas noticias.

—¿Cuánto le falta para llegar?

—¿A menos que los dioses consigan detenerlo? Quizá cinco días. La mayoría de los olímpicos están ahí luchando… salvo tu padre, que ha de librar su propia guerra.

—¿Quién vigila entonces el Olimpo?

Connor Stoll negó con la cabeza.

—Si Tifón llega a Nueva York, eso ya no importará.

Recordé las palabras de Cronos en el barco: «Me habría encantado ver tu expresión de horror cuando entendieras cómo voy a destruir el Olimpo».

¿A eso se refería, a un ataque de Tifón? No podía negarse que era terrorífico. Pero Cronos siempre estaba engañándonos y tratando de despistarnos. Aquello parecía una maniobra demasiado evidente viniendo de él. Y en mi sueño, el titán dorado había asegurado que nos tenían reservados muchos más desafíos. Como si Tifón fuera sólo el primero.

—¡Es una trampa! —dije—. Hay que avisar a los dioses. Va a ocurrir otra cosa.

Quirón me miró con gravedad.

—¿Peor que Tifón? Espero que no.

—Tenemos que defender el Olimpo —insistí—. Cronos tiene planeado un ataque distinto.

—Lo tenía —me recordó Travis Stoll—. Pero vosotros dos hundisteis su barco.

Todos me miraban. Querían oír algo positivo. Querían creer que al menos yo les había traído un rayo de esperanza.

Le eché una mirada a Annabeth, y sentí que estábamos pensando lo mismo. ¿Y si el Princesa Andrómeda era sólo una estratagema? ¿Y si Cronos nos había dejado volar el barco para que bajásemos la guardia?

Sin embargo, eso no pensaba decirlo delante de Silena. Su novio se había sacrificado por el éxito de aquella misión.

—Quizá tengas razón —dije, aunque no lo creía.

Intenté imaginarme cómo podrían empeorar aún las cosas. Los dioses se encontraban en el Medio Oeste luchando con un monstruo descomunal que en una ocasión había estado a punto de derrotarlos. Poseidón sufría un duro asedio y parecía camino de perder la guerra contra el titán Océano. Cronos seguía indemne en algún lugar. El monte Olimpo estaba prácticamente indefenso. Los semidioses del Campamento Mestizo luchábamos por nuestra cuenta, pero con un espía en nuestro seno.

¡Ah! Y según la antigua profecía, yo iba a morir cuando cumpliera los dieciséis, cosa que sucedería en cinco días: justo el tiempo que se suponía que iba a necesitar Tifón para llegar a Nueva York. Casi se me olvidaba ese detalle.

—Bueno —dijo Quirón—. Creo que ya hemos tenido bastante por esta noche.

Hizo un gesto con la mano y el humo se disipó.

—Una manera muy suave de decirlo —musité.

El consejo de guerra fue aplazado hasta el día siguiente.