Conozco a varios parientes con aletas
Los sueños de los semidioses son una lata.
La cuestión es que nunca son sueños simplemente. Siempre han de ser visiones, presagios y otros fenómenos místicos por el estilo que me dejan el cerebro hecho polvo.
Soñé que estaba en un oscuro palacio en lo alto de una montaña. Por desgracia, lo conocía: el palacio de los titanes en la cima del monte Othrys, también conocido como monte Tamalpais, en California. El pabellón principal se abría a la noche cercado de negras columnas griegas y estatuas de titanes. La luz de las antorchas relucía en el suelo de mármol negro. En el centro, un gigante con armadura forcejeaba bajo el peso de una nube que giraba sobre sí misma como un torbellino. Era Atlas, sosteniendo el cielo.
Cerca de él había otros dos hombres gigantescos junto a un brasero de bronce, estudiando las imágenes de las llamas.
—Menuda explosión —comentaba uno de ellos. Llevaba una armadura negra tachonada de puntos plateados, como una noche estrellada, y un casco de guerra del que sobresalía un cuerno de carnero a cada lado.
—No importa —decía el otro, un titán con una túnica de oro y unos ojos tan dorados como los de Cronos. Todo su cuerpo fulguraba. Me recordaba a Apolo, dios del sol, pero el resplandor del titán era más chillón y su expresión infinitamente más cruel—. Los dioses han respondido al desafío. Pronto serán destruidos.
Las imágenes de las llamas eran muy confusas: tormentas terribles, edificios que se desmoronaban, mortales enloquecidos de terror.
—Yo iré al este a organizar nuestras fuerzas —decía el titán dorado—. Tú, Crios, permanecerás aquí, vigilando el monte Othrys.
El tipo de los cuernos de carnero emitía un gruñido.
—Siempre me tocan las tareas más idiotas. Señor del Sur. Señor de las Constelaciones. Y ahora resulta que he de hacerle de niñera a Atlas mientras tú te quedas la parte más divertida.
Bajo el torbellino de nubes, Atlas soltaba un bramido agónico:
—¡Sácame de aquí, maldito seas! Soy tu mejor guerrero. ¡Líbrame de mi carga para que pueda combatir!
—¡Silencio! —rugía el titán dorado—. Ya tuviste tu oportunidad, Atlas. Y fracasaste. Cronos quiere que te quedes donde estás. En cuanto a ti, Crios, cumple con tu deber.
—¿Y si necesitas más guerreros? —replicaba Crios—. Nuestro traicionero sobrino con su esmoquin no te servirá de gran cosa en una batalla.
El titán dorado se echaba a reír.
—No te preocupes por él. Además, los dioses apenas dan abasto para hacer frente a este primer desafío tan insignificante. No saben que aún les tenemos reservados muchos otros. Acuérdate de lo que te digo: en unos días tan sólo, el Olimpo estará en ruinas, ¡y nosotros volveremos a reunimos aquí para celebrar el nacimiento de la Sexta Era!
El titán dorado estallaba en llamas y desaparecía.
—Sí, claro —rezongaba Crios—. Él puede estallar en llamas y yo tengo que andar con estos absurdos cuernos de carnero.
La escena cambiaba. Ahora me encontraba fuera del pabellón, oculto tras una columna griega. A mi lado había un chico escuchando a los titanes. Un chico de pelo negro y tez pálida, con ropas oscuras: mi amigo Nico di Angelo, el hijo de Hades.
Me miraba con expresión lúgubre.
—¿Lo ves, Percy? —susurraba—. Se te agota el tiempo. ¿De veras crees que podrás vencerlos sin mi plan?
Sus palabras caían sobre mí, heladas como el fondo del océano, y de repente todo se volvía negro.
* * *
—¿Percy? —dijo una voz ronca.
Sentía como si me hubiesen metido la cabeza en un microondas. Abrí los ojos y vi una figura enorme y oscura inclinada sobre mí.
—¿Beckendorf? —pregunté, esperanzado.
—No, hermano.
Mis ojos lo enfocaron lentamente. Era un cíclope lo que tenía delante: una cara deformada, con greñas de color castaño y un enorme ojo marrón lleno de inquietud.
—¿Tyson?
Mi hermano sonrió ampliamente mostrándome los dientes.
—¡Yuju! ¡Te funciona el cerebro! —exclamó.
Yo no estaba tan seguro. Notaba el cuerpo frío e ingrávido. Y la voz me sonaba rara. Oía a Tyson, pero era como si percibiera vibraciones en mi cráneo, más que sonidos normales.
Me incorporé y la sábana vaporosa que me tapaba se elevó flotando. Me encontraba en una cama de sedosas algas entrelazadas. Las paredes estaban cubiertas de caparazones de orejas de mar y en el techo había perlas del tamaño de pelotas de baloncesto que iluminaban la estancia.
Me hallaba bajo el agua. Lo cual, siendo hijo de Poseidón, no es ningún problema para mí. Puedo respirar aunque esté sumergido, y ni siquiera se me moja la ropa. Aun así, me sobresalté un poco cuando un tiburón martillo entró por la ventana de la habitación. Pero se limitó a echarme un vistazo y salió tranquilamente por el lado opuesto.
—¿Dónde…?
—En el palacio de papá —contestó Tyson.
En otras circunstancias habría sentido una gran excitación. Nunca había visitado el reino de Poseidón, y llevaba años soñando con ello. Pero ahora me dolía la cabeza, tenía la camisa toda chamuscada por la explosión y, aunque las heridas del brazo y la pierna se me habían curado casi del todo (uno de los efectos que tiene en mí el agua del mar, siempre que actúe el tiempo suficiente), aún me sentía como si me hubiera pisoteado un equipo de fútbol de gigantes lestrigones con botas de tacos metálicos.
—¿Cuánto tiempo…?
—Te encontramos anoche, cuando te hundías hacia el fondo.
—¿Y el Princesa Andrómeda?
—¡Hizo BUUUUM! —aclaró, por si me quedaban dudas.
—Beckendorf iba a bordo. ¿Lo has…?
Su rostro se ensombreció.
—Ni rastro de él. Lo siento, hermano.
Miré por la ventana el agua azul oscuro. Beckendorf iba a ir a la universidad en otoño. Tenía novia, un montón de amigos y toda una vida por delante. No podía haber muerto. Quizá había logrado saltar del barco también. Quizá se había lanzado por la borda… No: él no habría sobrevivido como yo a una caída al agua desde treinta metros. Ni habría conseguido alejarse lo suficiente de la explosión.
Sabía que había muerto. Se había sacrificado para destruir el Princesa Andrómeda y yo lo había dejado allí.
Recordé mi sueño. Los titanes comentaban la explosión como si no tuviera importancia, y Nico di Angelo me había advertido que nunca derrotaría a Cronos si no seguía su plan: una idea peligrosa que yo llevaba más de un año rehuyendo.
Una explosión lejana sacudió la habitación. En el exterior relumbró una oleada de luz verde, iluminando el fondo marino como si fuese mediodía.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
Tyson me miró preocupado.
—Papá te lo explicará. Ven. Les está haciendo ¡bum! a los monstruos.
* * *
El palacio me habría parecido el lugar más increíble que había visto en mi vida si no hubiese sido porque estaban destruyéndolo. Nadamos hasta el fondo de un largo pasillo y subimos disparados en línea recta aprovechando un géiser. Al elevarnos por encima de los tejados contuve el aliento… bueno, si es que puede uno contener el aliento bajo el agua.
El palacio era tan grande como la ciudad del monte Olimpo, con jardines, patios enormes y pabellones rodeados de columnas. Los jardines tenían colonias de coral y relucientes plantas acuáticas. Había veinte o treinta edificios construidos con caparazones de oreja de mar. Eran blancos, pero destellaban con todos los colores del arco iris. Los peces y pulpos entraban y salían por las ventanas, y los caminos se hallaban bordeados de perlas brillantes que recordaban a ristras de luces navideñas.
El patio principal estaba lleno de guerreros: tritones con cola de pez de cintura para abajo y cuerpo humano de cintura para arriba, aunque con la piel azul. Hasta entonces no había visto ninguno. Algunos atendían a los heridos, otros afilaban sus lanzas y espadas. Uno de ellos pasó nadando a toda prisa por nuestro lado. Tenía ojos verde fosforescente y dientes de tiburón. Estas cosas no te las enseñan en La sirenita.
Alrededor del patio principal se alzaban grandes fortificaciones —torres, murallas, artefactos contra los asedios—, aunque la mayoría se encontraban en ruinas. Algunas ardían con un fulgor verde que yo conocía bien: era fuego griego, que arde incluso bajo el agua.
Más allá se extendía el fondo del mar sumido en la penumbra. Entrevi batallas enfurecidas: destellos de energía, explosiones, chisporroteos que saltaban cuando los ejércitos chocaban. Un humano normal lo habría encontrado todo demasiado oscuro para distinguir nada. Pero, qué demonios, un humano normal habría resultado aplastado por la presión y congelado por el frío. Y, en realidad, ni siquiera mis ojos sensibles a los cambios de calor lograban identificar con claridad lo que sucedía.
En un lado del palacio explotó un templo con techo de coral rojo. El fuego y los escombros saltaron a cámara lenta y llegaron a los jardines más lejanos. Arriba, surgió entre las sombras una silueta monumental: un calamar más grande que un rascacielos rodeado de una nube de polvillo reluciente; bueno, creí que era polvillo, hasta que comprendí que se trataba de un enjambre de tritones que intentaban atacar al monstruo. El calamar descendió hacia el palacio y, con un solo barrido de sus tentáculos, aplastó una columna entera de guerreros. Entonces salió un arco de luz azulada de la azotea de uno de los edificios más altos. La luz le dio de lleno al enorme calamar, que se disolvió en el agua como una mancha de colorante.
—Papá —dijo Tyson, señalando el punto del que había surgido el arco azulado.
—¿Ha sido él? —De pronto me sentía más esperanzado. Mi padre tenía poderes increíbles. Era el dios del mar. Él podía hacer frente a aquel ataque. Y quizá me dejara echarle una mano—. ¿Tú has participado en el combate? —le pregunté a Tyson, maravillado—. ¿Te has dedicado a aporrear cabezas con tu alucinante fuerza de cíclope?
Tyson se enfurruñó y comprendí que acababa de formular la pregunta menos indicada.
—Yo me he dedicado… a forjar armas —masculló—. Ven, vamos a buscar a papá.
* * *
Ya sé que esto le sonará un poco raro a la gente con, bueno, con padres normales, pero yo sólo había visto a mi padre cuatro o cinco veces en mi vida, y siempre durante unos minutos. Los dioses griegos no son precisamente de los que asisten sin falta a los partidos de baloncesto de sus hijos. Aun así, pensaba que reconocería a Poseidón a primera vista.
Me equivocaba.
La azotea del templo, un espacio enorme y abierto, se había convertido en el centro de mando. En el suelo había un mosaico con un mapa de gran exactitud de los terrenos del palacio y el océano circundante. Pero el mosaico se movía: los azulejos de colores que representaban a los distintos ejércitos y monstruos marinos se iban desplazando a medida que los contendientes cambiaban de posición; y los edificios que se desmoronaban en la realidad también se venían abajo en la imagen.
De pie alrededor del mosaico, estudiando la batalla con toda seriedad, había un curioso elenco de guerreros, aunque ninguno se parecía a mi padre. Yo buscaba a un tipo musculoso, de piel bronceada y barba negra, vestido con bermudas y una camisa hawaiana.
Pero no había nadie con ese aspecto. Uno de los tipos era un tritón con dos colas de pez en lugar de una. Tenía la piel verde y la armadura tachonada de perlas. El pelo oscuro lo llevaba en una cola y parecía joven, aunque siempre resulta difícil decirlo con los no humanos. Pueden tener tres años o mil, nunca se sabe. A su lado había un viejo con una poblada barba blanca y el pelo gris. La armadura de combate parecía pesarle. Tenía ojos verdes y las típicas arruguitas que se forman de tanto sonreír, aunque ahora no sonreía. Estudiaba el mapa apoyado en un báculo de metal. A su derecha había una mujer muy guapa con armadura verde y larga cabellera negra, y tenía unos pequeños cuernos muy raros, similares a pinzas de cangrejo. También había un delfín: uno normal, aunque examinaba atentamente el mosaico.
—Delfín —dijo el viejo—. Envía a Palemón y su legión de tiburones al frente occidental. Debemos neutralizar a esos leviatanes.
El delfín respondió con un par de chillidos, pero pude entenderlo: «Sí, mi señor». Luego se alejó a gran velocidad.
Miré consternado a Tyson y luego de nuevo al viejo.
Parecía imposible, pero…
—¿Papá? —balbucí.
Él levantó la vista. Reconocí el brillo de sus ojos, pero su rostro, en cambio, parecía haber envejecido cuarenta años.
—Hola, Percy.
—¿Qué… qué te ha pasado?
Tyson me dio un codazo. Se puso a menear la cabeza con tanto ímpetu que casi temí que se la dislocara, pero Poseidón no parecía ofendido.
—No pasa nada, Tyson —dijo—. Disculpa mi aspecto, Percy. La guerra me ha afectado mucho.
—Pero ¡si eres inmortal! —musité—. Puedes tener el aspecto que quieras.
—Yo reflejo el estado de mi reino —repuso—. Y ese estado ahora mismo es bastante lamentable. Voy a presentarte, Percy. Me temo que acabas de cruzarte con mi lugarteniente Delfín, dios de los delfines. Ésta es mi esposa Anfítrite. Querida…
La mujer de la armadura verde me lanzó una mirada gélida.
—Perdonadme, mi señor —dijo—. Me necesitan en la batalla.
Y se alejó nadando.
Me sentí bastante incómodo, aunque imagino que ella no pudo evitarlo. Nunca me había parado a pensarlo, pero sabía que mi padre tenía una esposa inmortal. Y todos sus romances con mortales, incluida mi madre… bueno, no debían de hacerle mucha gracia a Anfítrite.
Poseidón carraspeó.
—Sí, en fin, y éste es mi hijo Tritón —añadió—. Eh… mi otro hijo.
—Tu hijo y heredero —lo corrigió el tipo de color verde. Sus dos colas de pescado se agitaban de un lado para otro. Me dedicó una sonrisa, pero no había en sus ojos nada amistoso—. Hola, Perseus Jackson. ¿Por fin has venido a ayudar?
Me lo dijo como si yo fuese un remolón o un perezoso. Si es posible ruborizarse bajo el agua, probablemente me ruboricé.
—Dime qué tengo que hacer —repliqué.
Tritón sonrió como si le hiciese gracia mi respuesta, como si yo fuera un perro simpático que acabara de soltar un ladrido. Luego se volvió hacia Poseidón.
—Voy a encargarme de la primera línea, padre. No te preocupes. Yo no te fallaré.
Le hizo a Tyson una inclinación educada (¿por qué a mí no?) y se alejó por el agua velozmente.
Poseidón soltó un suspiro y alzó su báculo, que se transformó en su arma habitual: un enorme tridente cuyas puntas refulgían con una luminosidad azul. El agua hervía alrededor a causa de la energía que desprendían.
—Perdona —me dijo.
Una inmensa serpiente marina apareció por encima de nuestras cabezas y descendió hacia nosotros con un movimiento en espiral. Era de un anaranjado brillante y su boca llena de colmillos parecía capaz de tragarse un yate entero.
Sin levantar apenas la vista, Poseidón apuntó con su tridente y le disparó un rayo de energía azul. ¡Buuuum! El monstruo estalló en un millón de pececillos de colores, que se alejaron aterrorizados.
—Mi familia está muy nerviosa —prosiguió él, como si nada—. La batalla contra Océano no va nada bien.
Me señaló el borde del mosaico y dio unos golpecitos con la punta del tridente en la imagen de un tritón mucho mayor que los demás, provisto de cuernos de toro. Parecía conducir un carro arrastrado por cangrejos de agua dulce y, en lugar de espada, empuñaba una serpiente viva.
—Océano —repetí, hurgando en mi memoria—. ¿El titán del mar?
Poseidón asintió.
—En la primera guerra entre dioses y titanes se mantuvo neutral. Pero Cronos lo ha convencido para que luche de su lado. Cosa que… en fin, no es muy buena señal. Océano no se comprometería si no estuviera seguro de elegir el bando ganador.
—Tiene un aspecto estúpido —comenté, procurando parecer optimista—. Vamos, ¿a quién se le ocurre esgrimir una serpiente?
—Papá la retorcerá con sus manos y le hará cuatro nudos —dijo Tyson, muy convencido.
Poseidón sonrió, pero parecía cansado.
—Agradezco vuestra fe. Llevamos ya casi un año en guerra. Mis poderes están sobrecargados. Y él sigue encontrando nuevas fuerzas que lanzar sobre mí… Monstruos marinos tan antiguos que ya había olvidado que existían.
Oí a lo lejos una explosión. Más o menos a un kilómetro de distancia, una montaña de coral se desintegró bajo el peso de dos seres gigantescos. Apenas podía distinguir sus siluetas. Uno era una langosta. El otro, un gigante humanoide semejante a un cíclope, pero provisto de una infinidad de miembros. Primero creí que llevaba adosados un montón de pulpos gigantes, pero eran sus propios brazos: un centenar de brazos que se agitaban y combatían a la vez.
—¡Briares! —grité.
Me alegraba de verlo, aunque daba la impresión de estar tratando de salvar el pellejo. Era el último de su especie: un centimano, primo directo de los cíclopes. Lo habíamos rescatado el pasado verano de la prisión de Cronos y luego se había marchado a ayudar a Poseidón, pero no había vuelto a saber de él.
—Lucha muy bien —comentó Poseidón—. Ojalá tuviera un ejército entero, pero es el único que queda.
Briares soltó un bramido furioso, agarró con fuerza a la langosta, que lanzaba golpes e intentaba apresarlo con sus pinzas, y la arrojó desde lo alto de la montaña de coral. La langosta desapareció en la oscuridad y Briares se zambulló tras ella, agitando sus cien brazos como si fueran las hélices de una lancha motora.
—Percy, quizá no tengamos mucho tiempo —dijo mi padre—. Habíame de tu misión. ¿Has visto a Cronos?
Se lo expliqué todo, aunque la voz me flaqueó al contarle lo de Beckendorf. Bajé la vista hacia el patio que teníamos a nuestros pies. Había una multitud de tritones malheridos tumbados en catres de campaña, y una larga hilera de montículos de coral que debían de ser tumbas improvisadas. Comprendí que Beckendorf no era la primera víctima de aquella guerra, sino sólo una más entre centenares, tal vez entre millares. Nunca me había sentido tan furioso e impotente.
Poseidón se acarició la barba.
—Beckendorf escogió una muerte heroica —prosiguió—. Tú no tienes la culpa. El ejército de Cronos debe de estar inmerso en un completo desorden. Muchos han sido destruidos.
—Pero a él no lo hemos matado, ¿no? —Ya mientras lo preguntaba comprendí que era una ingenuidad por mi parte. Habíamos volado su barco por los aires y desintegrado a muchos de sus monstruos, pero el señor de los titanes no sería tan fácil de matar.
—No —reconoció Poseidón—. Pero nos has hecho ganar tiempo.
—Había semidioses en el barco —dije, acordándome del chico con que me había cruzado en la escalera. Me había concentrado únicamente en los monstruos y en Cronos. Me había convencido de que destruir su barco estaba bien porque eran seres malignos y navegaban hacia mi propia ciudad para atacarla. Además, ellos no morían de un modo permanente. Los monstruos se volatilizaban y volvían a formarse al cabo de un tiempo. En cambio, los semidioses…
Poseidón me puso una mano en el hombro.
—Percy, sólo había unos cuantos semidioses a bordo, y todos habían decidido combatir al lado de Cronos. Tal vez algunos hicieron caso de tu advertencia y huyeron. Pero si no… ellos eligieron su destino.
—¡Les habían lavado el cerebro! —exclamé—. Ahora están muertos y Cronos sigue vivo. ¿Debería sentirme mejor por ello?
Miré con rabia el mosaico: diminutas explosiones que destruían monstruos diminutos. Parecía todo muy fácil cuando se trataba sólo de una imagen.
Tyson me rodeó los hombros con el brazo. Si lo hubiera intentado cualquier otro, lo habría apartado sin contemplaciones, pero Tyson era demasiado grande y muy testarudo. Él me abrazaba tanto si quería como si no.
—No es culpa tuya, hermano —dijo—. Con Cronos no sirven las explosiones. La próxima vez le atizaremos con una porra bien grande.
—Percy —añadió mi padre—, el sacrificio de Beckendorf no ha sido en vano. Habéis desbaratado el ejército invasor. Nueva York estará a salvo durante un tiempo, lo cual deja las manos libres a los olímpicos para afrontar una amenaza mucho mayor.
—¿Qué amenaza? —Recordé lo que había dicho en mi sueño el titán dorado: «Los dioses han respondido al desafío. Pronto serán destruidos».
El rostro de mi padre se ensombreció.
—Ya has tenido bastantes disgustos por hoy —dijo—. Pregúntaselo a Quirón cuando vuelvas al campamento.
—¿Volver al campamento? ¿Con todos los problemas que tienes aquí? ¡Yo quiero ayudar!
—No puedes, Percy. Tu misión está en otra parte.
No daba crédito a mis oídos. Miré a Tyson, buscando su apoyo.
Mi hermano se mordió el labio.
—Papá… Percy puede combatir con su espada —dijo—. Es muy bueno.
—Eso ya lo sé —murmuró Poseidón con calma.
—Padre, puedo echar una mano —dije—. Me siento capaz. No lograrás resistir aquí mucho tiempo.
Una bola de fuego surgió de las líneas enemigas y trazó una rápida parábola. Pensé que Poseidón la desviaría o algo así, pero fue a caer en la esquina del patio y explotó. Un montón de tritones saltaron dando tumbos por el agua. Poseidón hizo una extraña mueca, como si hubiera recibido una puñalada.
—Vuelve al campamento —insistió—. Y dile a Quirón que ya ha llegado el momento.
—¿De qué?
—Debes oír la profecía. Entera.
No me hacía falta preguntar cuál. Llevaba años oyendo hablar de la Gran Profecía, aunque nadie me la había explicado nunca del todo. Lo único que sabía era que debía tomar una decisión que decidiría el destino del mundo. Pero nada, sin agobios…
—¿Y si fuera ésa la decisión: quedarse a luchar o marcharse? —discurrí—. ¿Y si te dejo aquí y tú…?
No podía decir «mueres». Se suponía que los dioses no se morían, aunque yo había visto algún caso. Pero incluso sin morirse podían quedar reducidos prácticamente a nada, o bien ser exiliados o arrojados al fondo del Tártaro, como le había sucedido a Cronos.
—Debes marcharte, Percy —insistió Poseidón—. Ignoro en qué consistirá tu decisión final, pero tu lugar está en el mundo exterior. Has de ir al campamento, aunque sólo sea para prevenir a tus amigos. Cronos conoce vuestros planes. Tenéis un espía. Nosotros resistiremos aquí. No nos queda otro remedio.
Tyson me apretó la mano con fuerza.
—¡Te echaré de menos, hermano!
Mientras nos contemplaba, nuestro padre pareció envejecer otros diez años.
—Tyson, tú también tienes cosas que hacer, hijo. Te necesitan en el arsenal.
Tyson volvió a enfurruñarse.
—Ya voy —gimió. Me dio un abrazo tan fuerte que casi me parte las costillas—. ¡Ten cuidado, Percy! ¡No dejes que te maten los monstruos!
Asentí, fingiendo confianza, pero aquello era demasiado para el grandullón. Se alejó sollozando hacia el arsenal, donde sus primos los cíclopes fabricaban lanzas y espadas.
—Deberías dejarle luchar —dije a mi padre—. No soporta estar encerrado en el arsenal, ¿no lo ves?
Él negó con la cabeza.
—Basta y sobra con tener que ponerte a ti en peligro. Tyson es demasiado joven. Tengo que protegerlo.
—Deberías confiar en él y no tratar de protegerlo.
Sus ojos llamearon un instante y pensé que había ido demasiado lejos, pero luego bajó la vista hacia el mosaico y se encogió de hombros. En los azulejos, el tritón con el carro tirado por cangrejos se acercaba peligrosamente al palacio.
—Ya viene Océano —dijo—. Debo hacerle frente en el campo de batalla.
Hasta entonces nunca había sentido temor por un dios, pero no veía cómo podría arreglárselas para vencer a aquel titán.
—Resistiré —prometió Poseidón—. No entregaré mis dominios. Sólo dime una cosa, Percy: ¿aún tienes el regalo de cumpleaños que te di?
Asentí y le mostré mi collar. Tenía una cuenta por cada verano pasado en el Campamento Mestizo, pero desde el año anterior también llevaba colgado del cordón un dólar de arena, que es un caparazón plano y redondo de erizo. Mi padre me lo había dado al cumplir quince años.
Aquel día me había dicho que yo sabría cuándo «gastarlo», pero aún no había descubierto a qué se refería. Lo único seguro era que no entraba en las máquinas de la cafetería del colegio.
—Se acerca el momento —aseguró—. Con un poco de suerte, nos veremos la semana que viene, el día de tu cumpleaños, y lo celebraremos como es debido.
Sonrió y, por un instante, me pareció atisbar el brillo de siempre en sus ojos.
Entonces toda la zona del mar que teníamos delante se oscureció, como si se avecinara una tormenta. Hubo un retumbo de truenos, cosa que parecía imposible bajo el agua. Se notaba la proximidad de una presencia inmensa y glacial. Una oleada de miedo se propagó entre las tropas que se hallaban a nuestros pies.
—Debo adoptar mi verdadera forma divina —dijo Poseidón—. Vete. Y buena suerte, hijo mío.
Habría deseado darle ánimos, abrazarlo o algo así, pero no debía entretenerme. Cuando un dios adopta su verdadera forma, la energía que desprende es tal que cualquier mortal se desintegraría con sólo mirarlo.
—Adiós, padre —acerté a decir.
Di media vuelta y pedí a las corrientes que me ayudaran. El agua se arremolinó en torno a mí y me impulsó hacia la superficie a una velocidad que habría hecho estallar como un globo a cualquier humano normal.
Miré atrás, pero lo único que vi fueron los destellos verdes y azules que saltaban mientras mi padre combatía con el titán. El mar mismo se encontraba desgarrado entre los dos ejércitos.