EEl rey había dado al atalaya orden de que, cuando viera llegar a Miguel, tocara la trompeta como saludo de bienvenida.
Y a los quince días de la marcha de Miguel, el vigía comenzó una mañana a tocar el saludo de bienvenida, pero… de repente interrumpió el toque como si no estuviera seguro de que aquél era Miguel. Tras un momento de vacilación, empuñó de nuevo el instrumento y dio la señal soplando con todas sus fuerzas. Miguel no regresaba a caballo. Venía en un coche, y detrás del coche venía su propio caballo con la silla vacía. Llovía.
Las puertas del castillo se fueron abriendo una a una ante el vehículo, cerrándose otra vez tras él, hasta que el carro entró en el patio de honor.
En lo alto de la escalera estaba esperándole, en pie, el rey Cristián, tocado con el birrete y vestido con una descolorida capa escarlata. Tenía a un lado al músico juglar Jacobo, y al otro a la pequeña Ida. Jacobo recibió orden de tocar una pieza alegre de bienvenida a la llegada de Miguel. Tenía el violín preparado y escondido detrás de la solapa de su levitón para protegerlo contra la humedad.
El rey hizo una seña con la mano a Miguel, esbozando una cordial sonrisa, que le invadía todo el semblante.
—Hola, hola… ¡Bien venido!
Pero Miguel se quedó en el carro sin contestar siquiera al saludo.
—¡Dios del Cielo! —exclamó el rey, turbado y alarmado.
Se acercó al coche.
—¿Es que te encuentras mal, Miguel?
La pregunta no necesitó respuesta: Miguel estaba descolorido y los ojos semicerrados. Parecía muerto. Rápidamente el rey puso sobre la frente de Miguel el dorso de sus dedos, y notó que la piel todavía estaba caliente.
—Llevémoslo arriba inmediatamente —ordenó el rey con los labios sin color—. ¡Jacobo! Vete a buscar al vigilante de la puerta exterior… ¿Dónde se han metido todos? ¡Vamos! Llama a Berent. Rápido: sacadlo de aquí.
Miguel pareció volver a la vida mientras lo iban subiendo. Pero estaba totalmente postrado y exhausto. Lo depositaron en la cama de la cámara de la torre. El rey se sentó a su vera.
Al cabo de una hora Miguel empezó a presentar mejor aspecto y a recobrar el color. Él mismo se sentía mucho mejor.
—¿Qué es esto, Miguel? ¿Qué te ocurre? —preguntó el rey con apenada voz.
Miguel estaba todavía entre los vivos. Pero de repente volvió a quedarse pálido como un cadáver y tan débil como antes. ¡Tenía tanto miedo de que el rey comenzara a hacerle preguntas sobre la misión que le había llevado a él a Lübeck!
—¿Dónde tienes el mal?
—Estoy paralítico del lado izquierdo —siseó Miguel.
Había algo que le impedía hablar con soltura, como si tuviera la lengua ligada.
—Vaya, hombre, vaya —suspiró el rey con el corazón oprimido.
Estuvieron callados un rato. Pero Miguel no tardó en ponerse nervioso y desasosegado: extendía la mano en torno como el que se mueve a tientas, abría la boca, miraba al rey y luego apartaba de nuevo la vista de él. ¡Le hacía tanto peso la noticia que tenía que darle de los resultados de su viaje! Quisiera haber liquidado ya aquel asunto. El rey lo comprendió y evitó tocar este punto. Siempre había tiempo de hablar de aquella cuestión.
Pero a su regreso, por el camino, Miguel había discurrido una falsa versión de los resultados de su gestión en Lübeck. Y ésa era la historia que había deseado contarle. El rey no debía conocer la verdad.
Cuando éste se percató de que Miguel estaba dispuesto a soltar la noticia a toda costa, trató de ayudarle.
—Así, pues, ¿pudiste llegar hasta Lübeck?
—Sí, Majestad —balbució Miguel, desviando la mirada para disimular la pena que sentía—. Sí, he llegado. Pero no obtuve ninguna respuesta. No pude traeros ninguna respuesta. Me puse mal, y me vi forzado a salir antes que me dieran la solución.
Miguel volvió hacia la pared su rostro arrasado de lágrimas.
—Sí, sí, comprendo —susurró el rey tranquilizándolo—: Eso no tiene ya ninguna importancia, Miguel. No debimos siquiera haberte enviado allá. Desde el día en que te fuiste, todos los días nos hemos estado arrepintiendo de haberlo hecho. Ahora has de procurar poner todos los medios de tu parte para restablecerte por completo.
El rey permaneció largo rato conversando y consolando a su viejo compañero de cautiverio. Miguel se quedó completamente tranquilo y quedó en aquella magnífica habitación: agradecido y con el corazón destrozado. Un rato después, observó el rey que Miguel estaba a punto de quedarse amodorrado, pues sus facciones, trabajadas por la pena, se estaban distendiendo y alisando. Dos o tres veces se incorporó sobresaltado en su duermevela, con los ojos cerrados, mientras por su faz se extendía la sombra de la tristeza y del dolor. Pero al fin su cara volvió a distenderse lentamente hasta que se quedó dormido con semblante plácido e indiferente. El rey se apartó sigilosamente de junto a su lecho y se sentó a leer.
Al día siguiente Miguel se encontraba bastante recobrado y mejorado. Pero jamás volvió a estar como antes. Permaneció encamado todo el invierno y parte de la primavera, hasta su muerte, ocurrida en el mes de marzo.
Fue aquél un invierno muy tranquilo.
El rey envejeció mucho durante aquel período en que estuvo constantemente al lado de Miguel viendo cómo se iba derrumbando poco a poco.
Pero aquel tiempo le resultó inacabable a Miguel. La muerte no acababa de llegar. La vida se agarraba fieramente a él ahora que al fin él quería abandonarla. Parece como si la vida tomara ahora su venganza. Miguel jamás había dejado a la vida hacerle justicia, porque a lo largo de toda su existencia él nunca había querido morir.
Todas estas cosas se las confesaba él a sí mismo durante aquellas largas noches en que el rey dormía en su propia cama con él mientras Miguel estaba a solas con sus pensamientos. Afuera, en la torre, el viento suspiraba con una voz honda y familiar, como si fuera un espíritu experimentado que escuchara amorosamente los pensamientos de desolación de Miguel. Aquél que no muere cada día, nunca vivirá. Pero Miguel nunca había querido morir.
Un día el rey ordenó que hiciera subir a la habitación de Miguel a la pequeña Ida, y la presentó ante Miguel, pensando que ahora quizá se pondría muy contento al ver a su nieta. Pero Miguel volvió la cara hacia la pared. Dijo que no tenía idea de haber tenido ningún nieto, que nunca había tenido ningún hijo, y que ni siquiera había estado casado. Estaba solo. Estaba doblemente solo. Aunque Ana Mette fue la mujer que él amó, jamás su corazón suspiró por ella.
El rey, descorazonado, dejó salir de la habitación a la pequeña.
¡Y ahora estaban solos, en aquella habitación, los dos viejos leones! ¡Por un lado, el rey Cristián que, con fogosa y ardiente impaciencia, se había lanzado a planear proyectos colosales, y que resultó ser el verdadero responsable de la falta de historia de que adolece Dinamarca! Por otro lado, Miguel Thögersen que, con su soberano orgullo y afán de abarcarlo todo, se convirtió en el fundador de una raza muy ramificada y frondosa, pero… ¡sólo imaginada! ¡Allí se encontraban juntos en la misma celda los dos fundadores de una dinastía fantasma!
En la noche en que murió, Miguel volvió a recobrar el sentimiento hondo y avasallador de su juventud. Recobró su carácter ardiente y la bella primavera del corazón en el mismo momento en que su corazón estaba cesando de latir.
Pero era la muerte que llegaba a él antes que él llegara a ella. Miguel sufrió decepción tras decepción. A mediados del invierno pareció que hasta iba a restablecerse definitivamente, ya que estuvo muy fogoso y lleno de vida y hasta recobró la coloración roja de su nariz.
El rey ya había reanudado la costumbre de hacer sonar las tapaderas de las jarras de vino y cerveza, lo mismo que antes del viaje de Miguel a Lübeck. Ambos reanudaron su antiguo modo de vida en la habitación de la torre —igual que antes— con la diferencia de que ahora Miguel estaba encamado. Ya el rey le prohibió decir cosas tontas: le pedía que hablara y discutiera con él como antes… Y Miguel, sentado en la cama, volvió a referirle historias y anécdotas sobre batallas y aventuras de su vida. Las había relatado infinidad de veces, a pesar de que el número de aquellas historias era inacabable. Miguel había intervenido en las más grandes y famosas batallas que se habían reñido en Europa durante la última generación, y podía contar los más interesantes detalles de ellas. Lo que más le importaba al rey era el conocimiento de la mecánica de las batallas, la artillería y todas aquellas cosas en que Miguel se había fijado bastante, pero a las que luego no siguiera prestando atención. Ya podía el rey hacerle preguntas hasta cansarse, que Miguel sabía desenterrar recuerdos y más recuerdos de su memoria para satisfacer plenamente la curiosidad del rey Cristián.
Miguel tenía un modo de narrar condensado y progresivo, muy característico. Historias que ya había referido anteriormente, las volvía a relatar siempre con idénticos detalles, aun aquéllos que acaso él había inventado la primera vez que las había narrado. A menudo el rey le rogaba que le contara tal o cual historia que ya había oído mil veces, pero que le encantaba escuchar una vez más de labios de Miguel.
Cuando el rey se despertaba por las noches, Miguel, por una costumbre inveterada en él, se despertaba también en el acto. Y luego se estaban a veces despiertos horas enteras departiendo amistosamente. Descansaban cada cual en su alcoba con las pieles muy subidas, hasta rozarles la barbilla, y respiraban el aire frío que, cuando el fuego estaba apagado, entraba por la chimenea en la habitación de la torre. La luz lunar resplandecía en los profundos huecos de las ventanas, atravesando los glaciales vidrios verdes. El rey daba de cuando en cuando la vuelta a su reloj de arena, colocado a la cabecera de la cama… El tiempo no se les acababa nunca y Miguel tenía que ponerse a recordar una nueva historia, cuyo relato iba el rey jalonando con sus «¡oh!», y sus «¿y bien?», y sus «¡hum!», con su aprobación o su movimiento desaprobador de cabeza.
A la mañana el rey siempre amanecía peligroso y explosivo como una bomba bien cargada. Miguel se quedaba muy quieto y callado, como un ratón en su agujero mientras se disponía a vestirse derribando sillas. Bien temprano entraba Berent y encendía la chimenea, y cuando había expulsado ya el frío de la habitación, el rey se levantaba del lecho. Inmediatamente después se hincaba de rodillas sobre el desnudo pavimento de piedra y rezaba sus oraciones de la mañana. Una vez cumplido este deber, la emprendía con la pesada bola de piedra que cada día levantaba y sostenía cien veces sobre su cabeza: cincuenta veces con cada brazo. Miguel le oía llevar la cuenta de las veces y percibía su resuello, su voz se iba haciendo más mansa y apacible conforme lo iba dominando el cansancio. Mientras se aseaba, hablaba consigo mismo en un susurro vehemente. Miguel oía cómo el agua chapoteaba acá y allá al caer en el suelo cuando él metía furiosamente en ella sus manos. Resoplaba amenazador; Miguel, que solía mirarlo furtivamente de reojo, lo veía a veces secarse con la toalla, enrojecido por efecto del agua fría, con las cejas y la boca crispadas en una mueca, lanzando furiosas miradas en todas direcciones.
Una vez había terminado de lavarse y asearse, solía leer —dominándose a duras penas— un pasaje de las Sagradas Escrituras, hasta que se descorrían los cerrojos de la puerta y aparecía Berent trayendo en una bandeja el refrigerio matinal: cerveza caliente sazonada con clavo y jengibre. Miguel tomaba su parte; los dos bebían sin hablar una palabra. Cuando la cerveza venía demasiado caliente, Su Majestad arrojaba al suelo la jarra con su contenido.
Luego el rey bajaba para dar un paseo por el patio durante una o dos horas. Detrás de él iban sus cuatro acompañantes que debían seguirle siempre que él salía de la torre. El rey se entretenía aplastando con los pies las burbujas de hielo que se habían formado en el foso, o mandaba traer una ballesta y disparaba sobre las cornejas posadas en los árboles blancos de escarcha que había fuera del recinto. Pero cuando llegaba alguna carta para el rey, éste alejaba a los criados y se ponía a pasear solo, yendo y viniendo entre los árboles: a este huerto de manzanos del castillo tenía la costumbre de retirarse y estar a solas cuando se avivaban en su mente los recuerdos.
Al regresar de nuevo a la estancia de la torre, se tornaba afable y benévolo, y llamaba alegremente a Miguel. En seguida comenzaba la comida y el programa normal de sus actividades diurnas. Ahora que Miguel estaba encamado, no podía soñar ya en jugar a los bolos como antaño. Pero, aun así, estaba tan ocupado en mil cosas sin importancia, que el día no le llegaba a nada. Siempre andaba con prisas. Llegada la noche, se iba a descansar completamente fatigado y con el espíritu entregado a las manos de Dios.
Durante toda la temporada de Navidad, hubo fiestas sin cesar en el castillo. El rey cuidó, con la máxima solicitud, de que no le faltaran los mejores manjares y bebidas a Miguel, que en aquellos días tenía que estar solo casi todo el tiempo. Hubo días en que el rey ni siquiera subió a la torre: permanecía en el gran cuerpo de guardia, situado en el patio exterior, jaraneando con Jacobo y los lansquenetes. Jacobo había traído vida y animación a la casa.
A la noche, cuando se aproximaba la hora de cerrar, el rey entraba en el castillo haciendo eses. Gruñendo, atravesaba el patio exterior sin desviarse de la trayectoria recta hasta la puerta y, al desaparecer tras ella, navegaba canturriando e hipando a través del patio interior, elevaba un saludo a la fría luna y viraba de bordo seguido de su sombra sobre la blancura de la nieve.
Durante toda la temporada de Navidad, Jacobo el músico no estuvo un solo día libre de borracheras. Y la Navidad duró hasta la Pascua.
En la noche que precedió al día de Año Nuevo cayó una helada espantosa que producía una sorda crepitación. El Sund estaba congelado y las inmensas planicies de hielo parecían suspirar y cantar. El hielo crujía y restallaba, impulsado por una fuerza colosal: eran verdaderos rayos que fulminaban el hielo de costa, como reminiscencias de fuerzas espantosas encadenadas.
Miguel estaba oyendo estos ruidos desde su lecho. Una noche despertó al rey, creyendo que se iba a morir.
—Siento en mi oído izquierdo un repique ensordecedor —dijo, sintiendo un frío glacial en el cuerpo.
El rey se levantó y, tambaleándose, encendió la luz, con el pelo desgreñado: todavía no había dormido la borrachera de aquel día. El rey vio que Miguel tenía una expresión de pánico; pero no pensó ni mucho menos que estuviera muriéndose.
—¡No es más que el ruido del hielo lo que tú sientes, Miguel! —dijo tranquilizándolo.
Miguel cerró los ojos y el rey se echó de nuevo en la cama.
En la cámara del ala izquierda del castillo había también otra persona que estaba oyendo aquellas sordas y colosales detonaciones: era un joven alabardero de la guarnición del castillo que se acercaba temblando a su mudo amor, a la pequeña Ida. Ida no oía nada de aquel lejano estruendo; y, con una sonrisa fija, sonrió arrobada a su amigo cuando éste, con un miedo inexplicable, intentaba llegar hasta donde ella estaba. Ella observó que aquel hombrachón, tan alto y tan fuerte, se puso de repente tímido, como fulminado por un íntimo terror, casi sin hablar, y con la mirada enferma y vaga. Ida lo amaba, y lo besó. Volvió la paz y la alegría a los ojos de él, turbados por el miedo que le produjera aquel estruendo, y la estrechó entre sus brazos bajo la luz de oro que temblaba en la vela, iluminando la habitación de la muchacha.