LA HOGUERA

Estaba anocheciendo cuando Miguel salió a la calle, casi tambaleándose. Miguel observó que los habitantes de aquella ciudad vivían una vida azarosa. A su paso por las calles, vio hombres y mujeres cantando, mientras otros le hacían señas desde las ventanas enarbolando su jarro de vino. Soldados y marinos recorrían la ciudad alborotando. Miguel aceleró el paso y se alejó vacilando, mientras los soldados lo saludaban con salvas de carcajadas. Pero consiguió pasar adelante entre aquella chusma y llegar, casi a ciegas, a La Bota de Oro. En la hostería pidió que le sirvieran vino, y bebió como un enfermo calenturiento, sintiendo un nudo en la garganta como el que está a punto de llorar. No tardó en perder el uso lúcido de sus sentidos.

El hostelero ordenó que lo llevaran a la cama, situada en el cuarto de huéspedes. Minutos después lo oyeron llorar allí dentro como una criatura abandonada, y cuando entraron para echar un vistazo al viejo, éste estaba tendido boca arriba en la cama con los brazos en jarras y mirando fijamente al techo como un desventurado. Nada pudieron hacer sino dejarlo sollozar hasta que se desahogara. Cuando, algunas horas después, lo volvieron a visitar, tenía fiebre elevada. Toda la noche permaneció en vela, delirando, de modo que tuvieron que velar a su lado.

Pero esta vez él, en su delirio, habló de sí mismo y de todo lo que había visto y oído en casa de Zacarías. El hostelero, sin andarse con rodeos, se fue a la mañana siguiente a ver a la Policía y a contar todo lo que le había oído decir a Miguel.

Una hora después Zacarías estaba ya atado con grillos y cadenas, y su homúnculo quedaba bajo la custodia y protección de la Justicia. No hay duda de que los habitantes de Lübeck tenían razones para hacerse cruces.

Miguel estuvo durante dos días al borde de la muerte. Pero al tercer día experimentó una sorprendente mejoría y pudo levantarse de nuevo. Sin embargo, estaba muy débil y hubo de caminar apoyado en dos bastones.

El mismo día en que Miguel se levantó de su lecho de enfermo, fueron quemados en la hoguera Zacarías y Carolus. Miguel había acudido a la plaza del Mercado para presenciar la escena.

Al rayar el día todo Lübeck se había lanzado a la calle, apiñándose en el ámbito de la plaza. No obstante, Miguel consiguió ocupar un buen sitio que le permitía contemplar el espectáculo desde muy cerca, pues el público se mostró deferente con él, al ver que era viejo y estaba inválido. La hoguera, que ya estaba preparada, producía un efecto imponente. Había una docena de brazadas de leña de la mejor clase, y el ejecutor, con gran acierto y talento, había dejado en la pira tres huecos como canales para que pudiera circular libremente el aire en la leña.

Zacarías iba a ser quemado vivo. No iba meramente a perecer asfixiado por el humo, sino devorado por las puras llamas. El pueblo esperaba con un insólito interés y curiosidad esta ejecución, ya que Zacarías no era un novato en estas experiencias de jugar con el fuego. Ya anteriormente había estado en la hoguera, con los pies metidos en las brasas. Aquello había ocurrido en Magdeburgo, donde fuera condenado a la hoguera por el mismo delito que ahora: un delito del que él se había declarado convicto y confeso en presencia de un Tribunal. Pero en Magdeburgo Zacarías había sido indultado en el último momento por haber salvado una vez la vida al príncipe elector.

Hacia las once llegó la comitiva. Los alabarderos despejaron el camino abriéndose paso por entre la muchedumbre con sus alabardas. Zacarías caminaba detrás del verdugo, entre dos ayudantes de éste. Iba descalzo, con el cuerpo cubierto por un simple ropón de lino, embadurnado de un color rojo de ladrillo que representaba la imagen de las llamas. En la cabeza llevaba una caperuza de papel, alta y puntiaguda, en la que iban pintadas culebras, sapos y escorpiones. Zacarías caminaba entre estremecimientos, con las manos apretadas contra el pecho, una sobre otra. Se estaba congelando con aquel duro y glacial aire de octubre. No parecía sentir ninguna otra impresión que la del frío.

La muchedumbre profería, furiosa, frases e insultos contra él, metiendo y alargando las manos crispadas por encima y por debajo de las lanzas que los alabarderos sostenían en posición horizontal para acordonar a la multitud. Zacarías no miraba a derecha ni a izquierda. Detrás de él venía uno de los mozos de la ejecución llevando a cuestas a Carolus, que iba embutido dentro de un saco, sin que nadie pudiera verlo. A continuación venía la comitiva integrada por el Consejo de la Ciudad, los jueces y el clero.

Mientras se dio lectura a la sentencia, Zacarías permaneció indiferente, sin dar siquiera muestras de rebeldía ni terquedad. De cuando en cuando se estremecía hasta casi dar consigo en tierra, pero era por efecto del frío. Era un día rigurosísimo. Los circunstantes próximos notaron en los brazos y piernas del reo una coloración roja clara, producida por una mezcla de agua y sangre que se había secado. Lo habían sometido a torturas durante el interrogatorio, lavándolo después. Sus dos pulgares, amoratados, le colgaban rotos de las manos.

Cuando el juez concluyó la lectura de la sentencia, el verdugo condujo a Zacarías hasta la escala, y éste subió por ella sin la menor resistencia ni protesta. Luego el mozo de ejecución subió a Carolus, lo depositó sobre un montón de leña y lo sacó del saco. En el mismo instante se desencadenó un verdadero trueno entre aquella multitud, que empezó a gritar y a amenazar al ver a aquel pequeño monstruo. Unos juraban, otros entonaban salmos. Colocaron a Carolus junto al poste, que se elevaba en medio de la pira. A Zacarías lo ataron al poste por la cintura con una cadena.

Bajó el verdugo y encendió la hoguera. En aquel momento se produjo un silencio mortal en la plaza.

El fuego comenzó por formar un espesísimo humo, y el público empezó a temer que los reos murieran asfixiados en vez de quemados. Pero la leña estaba muy seca, y cuando el fuego hizo presa en ella y empezó a rugir, desapareció el humo. La leña crepitaba y restallaba con gran estruendo. Entre las ramas secas salieron bailando las primeras llamas deslumbrantes y se alzaron, ávidas, para atrapar a los dos pecadores.

Entonces Zacarías, separándose del poste hasta donde le permitía la cadena, se echó hacia delante, y preguntó con voz tranquila:

—¿Está presente en esta plaza Miguel Thögersen?

Miguel sintió que se apoderaba de él el pánico. Apartó los ojos de la hoguera, consiguiendo mantener toda su entereza de hombre impasible. Bajó la cabeza de modo que desde la hoguera sólo se viera su sombrero, para no ser descubierto por Zacarías. Nadie sospechó en absoluto, por fortuna para Miguel. Éste volvió a respirar aliviado.

La fuerza de las llamas creció con rapidez alucinante. Las llamas subían en el aire con tal furia, que desde muy lejos podía notarse la presión del aire y el calor. Zacarías se adelantaba y se echaba atrás esquivando el fuego.

Al ver que nadie contestaba a su pregunta, se serenó e hizo ademán como de decir algo.

Pero en aquel instante una larga llamarada feroz lo alcanzó de lleno, y de un solo ramalazo le arrebató el ropón y la caperuza, dejándolo desnudo. Entre la multitud se desencadenó una tempestad de risas dementes. El hombre se encogió y se refugió detrás del poste. Pero ya las llamas subían por todos lados y Zacarías no pudo permanecer inmóvil al lado del poste.

Se levantó y se reanimó extraordinariamente, saltando de acá para allá en medio del fuego, danzando sobre el tablado ardiente. De repente, dando unos alaridos bestiales, exclamó:

… Mugit et in teneris formosus obambulat herbis!

Miguel recordó los versos y rió en medio de una pena mortal.

De pronto Zacarías se desplomó, se encogió y enmudeció. Una de sus manos quedó colgando por encima del borde del tablado y Miguel vio cómo el fuego le iba achicharrando un dedo tras otro, hasta que éstos estallaban, goteaban y se volvían negros.

—¡Mira, mira, mira! —exclamaron de pronto centenares de gargantas, con el rugir de una tormenta.

Y Miguel miró, y vio que la cabeza de Carolus se había levantado en medio de la hoguera. El pequeño monstruo estaba entre las llamas, pero evidentemente vivo todavía. Su cabeza ya no era blanda y amorfa: estaba completamente hinchada desde las cejas para arriba y dividida en dos mitades perfectamente diferenciadas, las cuales a su vez aparecían subdivididas en sinuosidades y circunvoluciones muy abultadas.

—¡Mira, mira, mira! —gritaba la muchedumbre horrorizada.

Era un espectáculo espantoso. La sangre martilleaba en aquel cerebro violentamente congestionado. Las venas resaltaban de la piel, gruesas y vivas. Toda la cabeza se movía y vibraba, preparándose a estallar. En el interior de aquel cerebro debía de estar librándose una batalla.

—¡Huy, mirad ahora! —resonó el clamor de la multitud, ya en el delirio—. ¡Mira, mira, mira!…

Las venas habían reventado y la sangre salía negra arrastrándose en forma de serpientes hasta precipitarse en el fuego. La cabeza se agrietó por varios puntos y comenzó a carbonizarse, mientras era invadida por pequeñas llamitas por todo su alrededor. Por la parte superior, el fuego ora languidecía tornándose verde como un pus virulento, ora flameaba en vivos torbellinos rojos.

Ya toda la hoguera estaba en el auge de su furia, convertida en única llama clamorosa, rugiente. De Zacarías no quedaba más que un pequeño bulto negro.

De repente toda la hoguera se desplomó, convirtiéndose en un blanco montón incandescente. Tan intenso fue el calor que se desprendió de ella, que les produjo ampollas en la piel a los espectadores más próximos. Se produjeron apreturas y cundió el pánico. La gente se dispersó.

Más tarde muchos afirmaron que habían visto a Satanás moverse entre las llamas, con el color azulado del acero, y luego desaparecer entre el humo en el momento en que la hoguera se desplomó.