Miguel franqueó muy sereno y erguido el puente levadizo. Pero al llegar a campo raso, sintió vértigo y estuvo a punto de caerse del caballo. La visión de aquel panorama de amplias y lejanas perspectivas lo aturdía y le parecía que le iba a estallar la cabeza. Recorrió a caballo el corto trecho de camino que había hasta el embarcadero, mandó traer la barca de pasaje y lo transportaron a la otra orilla. Pero esto fue todo lo que pudo hacer aquel día. Enfermo y mareado, se vio forzado a entrar en la posada del embarcadero, donde inmediatamente se metió en la cama. A la mañana siguiente se levantó más animoso y fuerte que nunca; cambió algún dinero por moneda menuda en la posada y comenzó a ver con más claridad las perspectivas de aquel viaje, al que tanto había temido desde el momento en que quedó decidido. Él y el posadero estuvieron un rato tomando la mañana copa tras copa. Pero pronto Miguel comenzó a dar muestras de actividad y diligencia, y mandó que sacaran el caballo.
—Tengo que ir a Lübeck —dijo, dándose aires de personaje importante—. Tengo mucho camino que trotar. Misión de parte del rey.
Y no dijo más. Se limitó a rodearse de misterio —de un misterio trascendental— propio de un estadista.
—Ea, haced que me traigan el caballo.
El posadero no consiguió sacarle más noticias, pero tampoco le importaban un comino. Miguel estaba ligeramente chispo. Montó en el caballo revolviendo los ojos y tirándole al mozo de cuadra una gran moneda, que se hundió en el polvo.
Y se puso en marcha… ¡Atiza! Aquel viejo apergaminado se lanzó a un galope asombroso y desapareció en un santiamén, por el camino real, lanzando chispas.
Miguel sabía viajar. Lo hacía a conciencia: entraba en toda taberna que encontraba en su ruta. En todos los puntos por donde pasaba dejaba caer la noticia de que él llevaba una importante y urgente orden de parte del mismo rey. La gente se quedaba asombrada ante aquel viejo cascajo, y hacía mil cábalas pensando si aquél no sería acaso un coronel retirado o un charlatán de feria, enchochecido de puro viejo. Por su aspecto parecía un personaje ilustre, con su amplia frente despejada; pero se bebía las copas al estilo de un recluta. Su persona tenía una cualidad indefinible que inspiraba respeto; y, sin embargo, la gente se reía a sus espaldas. Por donde él pasaba, iba suscitando diálogos como éste:
—¿Qué comisión real es ésa que ha mencionado? ¿Qué será?
—Tiene que tratarse de un asunto muy urgente, encomendado a una persona de gran experiencia, cuando envían a todo galope a un hombre que apenas puede mantenerse en pie sin caerse a pedazos…
—Sin duda le han ordenado que guarde bien el secreto de su misión, pues nadie ha podido arrancarle cuál es.
Cuando Miguel llevaba un par de días cabalgando, fue sorprendido por lluvias y tormentas; las hojas silbaban en los bosques amarillentos; el viento, el frío y la lluvia pudieron más que Miguel, que tuvo que acostarse enfermo en la primera posada, donde creyeron que ya no se levantaría más. Pero no. A la mañana siguiente, ya lo vieron tan fresco, balanceándose a lomos del caballo.
Atravesó a galope la Jutlandia meridional y, más muerto que vivo, llegó por fin a Lübeck.
Al entrar en la ciudad, Miguel se dirigió a la hostelería llamada La Bota de Oro. Todo aquel día lo dedicó a descansar y darse buena vida. Durmió hasta el mediodía del día siguiente, hora en que se levantó para dirigirse a pie a la Casa Consistorial, para probar la cerveza y los vinos de sus bodegas. Pero en seguida dio por terminado el programa de placeres de su viaje, considerando que ya era hora de cumplir el encargo que le habían encomendado. Preguntó al hostelero por la calle de La Violeta.
—¿La calle de La Violeta, decís? —exclamó el otro, mirando con extrañeza a Miguel, arqueadas las cejas—. ¡Hum! Pues claro, señor. Con mucho gusto se lo indicaré.
El posadero le explicó detalladamente la situación de la calle, y allá se encaminó el viejo jinete.
Era una calleja muy estrecha, como estrecha era la casa que buscaba, pues no tenía más anchura que la de un entrepaño normal. Carecía de ventanas. Sólo se veían unos tragaluces allá arriba. Sobre el dintel de la puerta pendía una bacía de latón cubierta de verdín. La puerta estaba cerrada y atrancada. Miguel levantó el aldabón y lo dejó caer pesadamente. Pasaron varios minutos. Miguel esperó con paciencia, hasta que finalmente oyó resonar pisadas en el interior, seguidas del ruido de una llave que se introducía en la cerradura. La puerta se entreabrió, dejando ver la cara de un hombre con los ojos ocultos detrás de grandes gafas negras.
—¿Sois vos maese Zacarías?
—El mismo, señor —dijo el de las gafas, con voz baja y susurrante.
Los dos se quedaron silenciosos durante un momento. Luego Miguel empezó a explicar vagamente el objeto de su visita. Pero apenas Zacarías le oyó mencionar el nombre del rey, abrió la puerta de par en par con solemne ademán.
—Entrad, caballero, entrad —exclamó croando—. ¡Vaya, vaya! ¡Así que venís de parte de mi querido amigo Cristián…!
Miguel traspuso el umbral y Zacarías volvió a cerrar por dentro la puerta. Estaban a oscuras. Zacarías sacó fuego con un eslabón, encendió una tea, y caminando delante de Miguel, comenzó a subir por una escalera de mano.
—Seguidme por aquí. Arriba hay más luz.
Subieron a una gran habitación, iluminada por la luz de una ventana que daba al patio. Pero en aquella habitación reinaba una atmósfera lóbrega y siniestra. Miguel vio allí un esqueleto de cocodrilo y aves disecadas colgadas del techo, como fantasmas. El suelo estaba inundado de libros y ropas viejas. En la mesa, entre gran cantidad de papeles polvorientos, había un globo terráqueo. En los estantes que corrían a lo largo de las cuatro paredes se vislumbraban frascos y redomas de todos los tamaños. En la habitación flotaba un feo y rancio tufo de medicinas como el olor del cardenillo o el de una seta.
—¡Me sorprende vuestra visita! —exclamó Zacarías, con tono cordial—. Pero… ¡sentaos! ¡Vaya, conque el rey Cristián se ha dignado enviar un mensajero a este insignificante doctor! Y, sin embargo…, ¡no son mis artes de cirujano lo que él necesita en esta ocasión!
—En efecto, señor —corroboró Miguel, rendido a la clarividencia de aquel hombre.
Mientras hablaba, Zacarías movía adelante y atrás la cabeza como quien mece una cuna. De pronto comenzó a gruñir entre dientes:
—Nos estamos volviendo viejos, Miguel Thögersen…
Con el cuello estirado hacia delante miraba fijamente a Miguel.
Le pilló tan de sorpresa, que dio un respingo al oír pronunciar su nombre. Con una expresión de bobo, preguntó:
—¡Cómo! ¿Pero sabéis…?
Zacarías, volviendo a acunar su cabeza, siguió mirándolo, divertido, disfrutando del triunfo.
—¡Pues claro! —dijo—. ¡Pues claro!
Pero inmediatamente se volvió a poner serio, como el que vuelve a la realidad.
Permanecieron callados unos momentos. Miguel miraba al suelo moviendo la cabeza. «Con este hombre —pensó— tengo que hacer buenas migas». Con la cabeza ladeada, miró confiada e ingenuamente a Zacarías, diciendo:
—¿Viejos, decís? Oh, vos no parecéis tener nada de viejo. Yo paso de los setenta. Vos sois sin duda mucho más joven.
Entonces Zacarías se levantó de un salto, y después de soltar una carcajada brutal y cacareante, se puso a dar vueltas por la habitación, a grandes zancadas. Un instante después volvió a soltar una carcajada más formidable aún e hizo una mueca de desprecio ante las mismas narices de Miguel.
—¡Pero si yo todavía soy un joven, amigo!
Y dando zancadas aún más largas, se puso a citar unos versos latinos. Aullando de placer, empezó:
Mugit et in teneris…
Y luego, con un grito de mofa:
… Formosus…
Y después, dando una vuelta majestuosa, barbotó entre carcajadas:
… Obambulat herbis!…
Largo tiempo estuvo Zacarías riéndose y refocilándose a costa de la musa dulce y sentimental de este verso de Ovidio.
Miguel estaba violento y desconcertado. Volviendo su pensamiento a la misión que le habían encomendado, miró de reojo la esfera que estaba sobre la mesa.
Zacarías cazó ávidamente aquella mirada, y puso fin a su escandalosa palabrería.
—Lo que el rey desea es que yo le resuelva un problema relativo a las constelaciones del cielo, ¿no es cierto?
—Sí, señor, algo parecido —corroboró Miguel, con el ademán humilde y comedido de un pobre viejo.
Por lo visto aquel Zacarías lo sabía todo.
—¡Contadme, contadme! —pidió el doctor con voz estentórea.
Y Miguel se puso a explicar su misión con una concisión admirable.
—Hace unos seis meses —empezó diciendo— que su majestad y yo venimos enzarzándonos en una agria discusión sobre un problema de Astronomía. Un día en Jerusalén me encontré yo con un monje alemán, quien me dijo que estaba personalmente convencido de que no es el Sol el que camina alrededor de la Tierra, sino al revés. Después alguien me dijo lo mismo en Italia. Un día en que yo estaba refiriendo al rey las peripecias de mis viajes, mencioné por casualidad este hecho. El rey se puso excitadísimo y colérico. A partir de ese día hemos venido disputando casi a diario sobre este punto… Yo me había convencido, al fin, de cuán verosímil y razonable era la hipótesis de aquel monje; me vi obligado a darle la razón cuando más tarde, al recorrer el Asia Menor a lomos de camellos, observó atentamente de noche la marcha y los cambios de las estrellas. Además, yo había pasado por otras experiencias personales que me hicieron vislumbrar la probable verdad de esta afirmación: mi propia vida vino a enseñármela en realidad… En efecto, yo había comenzado por creer que toda la existencia giraba en torno de mí mismo, pero poco a poco fui descubriendo que esto no era más que una engañosa apariencia. Pero su majestad no puede soportar que yo crea eso. Sólo de pensarlo se pone furioso.
Miguel se calló un momento, lanzando un leve resoplido al recordar las humillaciones de que le hacía objeto el rey por defender esta hipótesis.
—Más de una vez —prosiguió diciendo— sucedió que, habiendo salido yo triunfante de la discusión que sostuvimos durante el día, el rey se ha levantado por la noche callandito y allí, a oscuras, me molió a palos en la cama… Al fin, los dos convinimos en que yo vendría a Lübeck a someter este problema a vuestra consideración, pues vuestra fama ha pasado las fronteras de nuestro país.
Zacarías pestañeó apretando los párpados. El tono extrañamente apagado con que hablaba Miguel le impresionó. Cualquier cosa le hubiera gustado más que esta tarea de echar por tierra una herejía tan espantosa. Se levantó y empezó a recorrer la habitación todo agitado; se puso las gafas, y estuvo largo rato hojeando papelotes polvorientos. Finalmente se acercó a Miguel, y adoptando una actitud de hombre frío y resuelto, exclamó en latín:
—Bien. Ordenaremos que se haga luego una investigación sobre este problema. Volved por aquí mañana.
Miguel se levantó contrariado y le dio las gracias. «¡Vaya —pensó—, conque tengo que irme ya!». Pero se detuvo paseando una larga mirada escudriñadora en torno suyo, contemplando aquellos frascos.
—Os acompañaré hasta la puerta —dijo el misterioso Zacarías.
Miguel movía los labios sin dejar de contemplar aquellos recipientes. Le parecía que Zacarías estaba leyendo en sus pensamientos.
—Tengo una sed espantosa, maestro. ¿No os sería posible…?
—Lo siento, señor, pero aquí no tengo otra cosa que medicamentos.
A Zacarías parecía dolerle que Miguel tuviera gustos tan profanos y epicúreos. Con voz sorda empezó a hacerle a Miguel un sermón sobre la sencillez de vida y la frugalidad de los verdaderos sabios. A pesar de todo se fue a buscar un pichel y un gran vaso artístico de estaño, y los llenó hasta la mitad. Miguel probó el licor. Era un vino español muy fuerte. Bebió con avidez y entonces recordó, con alegría, un verso de Horacio. Zacarías asintió con entusiasmo y se echó también un trago. Pero apenas el líquido turbador llegó a su estómago, se puso a chasquear la lengua con delicia.
Vaciaron todo el jarro. Miguel volvió a recordar todo el olvidado latín de su juventud, y empezó a soltarse en la lengua del Lacio esquivando hábilmente los subjuntivos. Pero de la boca de Zacarías salían a torrentes las citas clásicas. Empezó a contar anécdotas repugnantes de cuando era estudiante en Leipzig y crónicas cínicas que pusieron a Miguel en apuros. Ya sus carcajadas eran verdaderos gritos. Se estaba poniendo exaltado como un poseso. De cuando en cuando empinaba el codo con la gravedad del mejor estilo clásico. Miguel hacía esfuerzos por ponerse a tono y al nivel de Zacarías, tratando de convertirse en el perfecto retrato del universitario juerguista. Pero este Miguel de ahora había olvidado muchas cosas, y sus miembros habían perdido la antigua agilidad y se habían agarrotado. Parecía un arruinado órgano con el fuelle agujereado, que, cuando Zacarías le pisaba el pedal, emitía tal vez la nota exacta, pero al mismo tiempo perdía aire.
Había oscurecido por completo. Las aves disecadas parecieron aumentar de tamaño, flotando al capricho del viento.
Zacarías debía de estar ya borracho perdido, pues se subió a una silla y se puso a cantar la hermosa Metamorfosis, con sus mitos de Júpiter y Europa. Miguel lo miraba, emocionado, con la santa ingenuidad de un viejo, de modo que casi no notaba los efectos de su embriaguez. ¿Sería él capaz de competir con el recitado de la Metamorfosis? Pero… ¿qué porquerías estaba intercalando en el recitado?
—¿Sabéis quién soy yo? —berreó Zacarías.
—No.
En efecto, Miguel no lo sabía.
—Fui yo quien, en su carro volador, se acercó demasiado al Sol. Yo he estado en un lugar ardiente. Fijaos: ¿no veis cómo estoy quemado?
Miguel se vio obligado a reconocer la verdad de tal afirmación. No había un pelo en la cabeza amarilla rojiza ni en las manos de Zacarías. Ni siquiera sus párpados tenían pestañas. Su piel estaba fruncida y lustrosa como la inmensa cicatriz de una quemadura.
—Esto ocurrió en Magdeburgo hace doce años —añadió de repente Zacarías con voz sorda y cascada—. Allí me acerqué demasiado al fuego. Allí nuestro carro dio la vuelta…
Su risotada sonó como un fustazo. Pero inmediatamente se quedó serio, silencioso y reconcentrado, con una mirada perversa en los ojos, una mirada que abrasaba. Miguel estaba aturdido y desconcertado.
El doctor volvió a hablar:
—¿No queréis subir a ver mi oráculo? Pero… ¿qué os pasa? Parece que os habéis vuelto mudo, mi sensible amigo Miguel. ¡Venid!
Tambaleándose subieron por la escala y entraron en una reducida habitación situada en el último piso de la casa. Todo estaba oscuro allí. Miguel casi se sintió mareado del olor que se respiraba en aquel aposento. Era un olor espeso y fúnebre, como el que exhala una habitación donde hay niños de pecho o el que produce la carne cocida y aceda.
—Escuchad: yo no sé ni una palabra de la ciencia de las estrellas ni de Filosofía —gritó Zacarías de un modo escandaloso—. Yo he sido toda mi vida un simple cirujano, y nunca me he ocupado de las relaciones existentes entre los órganos y el alma. Pero, para cuando tenga que ejercer mis funciones de doctor universal, he de cuidar de tener a mi lado a un alter ego. Y no hay cuestión de Metafísica que no se pueda resolver en esta casa. Bien, voy a haceros la presentación de mi honorable colega.
Y diciendo esto, abrió el tragaluz, que iluminó la habitación. Allá junto a la pared, acostada sobre un banco de patas muy cortas, yacía una criatura humana, mirándolos fijamente con ojos hundidos, de enfermo. El tamaño y la forma de su cabeza no parecían los de un ser humano. Su rostro parecía estar achatado al apoyarse contra el banco, como si se abollara con el peso. Aquella cabeza tenía la blancura blanda del sebo y parecía estar hecha de tumores.
—Sí… ¡Miradlo! —gritó Zacarías—. No os hará daño. Es muy manso. Éste es Carolus, mi omnisciente brazo derecho. Pero en este momento no está en condiciones de aclarar dudas. Son necesarias dos horas largas para hacerlo entrar en calor: para ello es preciso que le froten con el cepillo de un problema más… Levántate, Carolus, y salúdanos.
De debajo de las pieles que lo cubrían, Carolus sacó sus dos brazos blancos y sutiles como los de un fantasma, y, apoyándolos en el banco, se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado. En un principio pareció que aquella cabeza blanducha no quisiera obedecer a su voluntad, pero él consiguió al fin levantarla. Y cuando quedó sentado, se vio que su rostro era como una pasta que le bajaba por los ojos y le llegaba hasta los hombros.
—Hoy está sin fuerzas —aclaró Zacarías—, ya que ayer estuvo meditando profundamente en la solución de un problema altamente difícil. Para ello tiene que estar encerrado en la oscuridad… ¡Vamos, acuéstate otra vez, Carolus, y deja que el sueño caiga sobre ti!
Carolus se dejó caer lentamente hacia atrás, colocando con grandes precauciones la cabeza en el banco, de modo que le quedaran los ojos en condiciones de poder mirarlos sin esfuerzo. Y aquel pequeño rostro indeciblemente avejentado se quedó como petrificado. Unicamente su boca, vuelta hacia arriba como la boca de un lenguado, se movía con extrañas convulsiones de dolor.
—Cuando está descansando en esa posición, puede resolver cosas fáciles, hacer cálculos, realizar trabajos de memoria… Dadle un número para que os lo eleve a la segunda potencia.
—El tres mil setecientos diecinueve —propuso Miguel.
Carolus cerró los ojos y los abrió casi instantáneamente para contestar:
—Trece millones ochocientos treinta mil novecientos sesenta y uno.
Su voz débil y pastosa sonó como el croar de una rana.
—Muy bien. Ahora verás, Carolus: venimos a proponerte la solución de un problema difícil. Y puedes ir empezando a meditar en él desde ahora mismo. El rey de Dinamarca quiere saber con absoluta certeza y precisión si el Sol anda alrededor de la Tierra, o si es la Tierra la que anda alrededor del Sol. Tienes que hacernos ese favor.
Conversando siempre en voz alta, Zacarías se volvió hacia Miguel y le indicó una enorme campana de vidrio de color verde hierba, que se veía en un ángulo de la estancia.
—En esa campana se ha criado Carolus. Ah, me ha costado mucho dinero esa dichosa campana. Hace ahora nueve años que conseguí hacerme con Carolus. Se lo compré a una bribona vagabunda. Entonces tenía sólo dos años de edad. Por tanto, no es tan joven ya. He tenido suerte con él. Hace diecisiete años comencé a trabajar con un niño, que tenía encerrado en una campana más pequeña; pero murió de una inflamación cuando sólo había alcanzado la mitad dei desarrollo de Carolus. La verdad es que aquel niño era hijo de un rufián de la más baja estofa y de una dama realmente distinguida. En cambio, Carolus… ¡es príncipe de sangre real! Sí, lleva sangre real en sus venas, sangre fresca como vino recién salido del tonel. ¿Sabéis quién es Carolus en realidad?
Zacarías estaba como beodo de alegría y de triunfo. Miraba fijamente a Miguel con una mirada que era un desafío a la misma muerte.
—Os diré quién es Carolus, pero tenéis que guardar el más absoluto secreto de esta revelación. Pues bien: ¡es hijo del rey de Dinamarca! Sí, sí, es cierto… Nació en el castillo de Sönderborg. ¡El rey tuvo este hijo durante su prisión! Su madre era una muchacha del pueblo. El gran caballero Canuto Pedersen Gyldenstjärne le quitó el niño a la madre y se lo traspasó a aquella bribona bohemia que me lo vendió. Tengo papeles que lo acreditan. Así, pues, Carolus es el vástago más noble que jamás haya sido injertado en el árbol de la Ciencia. ¡Carolus, hijo de rey, príncipe de Dinamarca! Su cabeza ha demostrado poseer una capacidad de expansión única en el mundo. Yo puedo reblandecer su cráneo y hacer que la membrana del cerebro se convierta en piel, ¿comprendéis?; por eso le doy alimentos de una virtud especial. Pero tengo que vigilar constantemente la temperatura de la atmósfera que debe rodear su cabeza. Para ello me sirvo de la campana. Por cierto que a Carolus le gusta todavía meterse bajo su campana, donde ha permanecido durante tantos años, aunque se le está quedando demasiado pequeña. Carolus es el mejor cerebro de Europa. Y no sólo por la profundidad, sino también por la rapidez de su inteligencia. No hay otro aparato como él. Y es que está bien desarrollado de cuerpo y miembros. No es ningún monstruo, y goza de una salud excelente. Tiene una sangre magnífica para alimentar su inteligente cerebro. Es un observador agudo como hay pocos. Basta que le muestre un trozo de hierro para que comience a babear. Sabe distinguir unos metales de otros con sólo tocarlos. El cobre y todas las aleaciones no nobles le hacen sudar instantáneamente las yemas de los dedos. En cambio, el oro y la plata ejercen en él una influencia saludable y bienhechora, y además… no es un experto en un solo ramo. Domina el sistema de numeración, y sabe latín, pues yo se lo he enseñado. Pero he procurado apartarlo de todas las demás cosas, para que él se convierta en lo que Platón llamaría un arquetipo. Todo está en su cabeza. Es la perfección y la exactitud mismas. En el interior de esas membranas encierra todo el universo. ¡Miradlo!…
Se aproximaron al banco. Miguel notó que aquella cabeza se había puesto de un color más oscuro. Todas aquellas blandas hinchazones, de color rosado, se habían puesto mucho más abultadas. Tenía los ojos cerrados. Zacarías apartó a un lado las pieles que lo cubrían y mostró a Miguel aquel pobre cuerpo alfeñicado que yacía encogido sobre el banco. Sus miembros continuaban yertos y fríos.
—Ya ha empezado —susurró Zacarías—. Fijaos cómo tiene el semblante atormentado: es el tormento de pensar. ¡Tentad aquí las palpitaciones!
Miguel palpó a regañadientes aquella cabeza blanducha, que ya estaba muy recalentada y palpitaba enérgicamente, llena de agitación.
—Ahora ya podemos marcharnos tranquilos —dijo Zacarías—. Ya está muy adentrado en el estudio del problema. Pero su cerebro tardará más de una hora en quedar completamente hinchado y tenso. Cuando está totalmente hinchado, presenta muy buen aspecto: su cuerpo es entonces como un pedúnculo unido a la fruta madura, que es su cabeza. Acaso deseáis, querido colega, venir dentro de un par de horas para recoger la respuesta. ¿O preferís volver mañana?
—Pero ¿por qué tiene ese aspecto de agonía en el semblante? —preguntó Miguel, compadeciéndose tímidamente de aquella criatura.
Miguel estaba como loco a causa de los efectos del vino, del espanto y de la compasión.
—Eso es la cosa más natural —repuso Zacarías—. Como os he dicho, es un fenómeno que acompaña siempre al esfuerzo del pensamiento.
—Yo siempre he creído que el trabajo de la inteligencia era fuente de alegría y no causa de dolor —balbució Miguel—. Y además, ¡qué débil se ha puesto!
—¿Vamos ya? —propuso Zacarías—. Y escuchad, caballero Miguel: la sabiduría multiplica los enigmas. Esto fue lo que me dijo Carolus como expresando la quinta esencia de sus meditaciones. Su cabeza, normalmente, es decir, en frío, pesa una libra y algunos quintos de libra. Pero cada vez que ha resuelto un problema, su peso aumentó en un quinto. Carolus me ha dicho también que, cuando se piensa en abstracto, al cabo de cierto tiempo se vuelve al punto de partida. Esto quiere decir que, en el momento en que uno se aproxima a la solución de un problema, éste deja de existir como tal problema. Pero hasta ese mismo proceso que, entre otras cosas, se manifiesta en forma de dolor y cuya duración es indiferente, tiene siempre su interés y su valor. Yo no sé si vos, colega, entendéis lo que os estoy diciendo… Bien. ¿Bajamos? Si no me engaño, nos queda abajo todavía un jarro lleno.
Pero Miguel no quiso quedarse por más tiempo. Estaba deseando regresar. Se sentía mareado y aturdido. Zacarías bajó en su compañía por la escala. No estaba totalmente despejado de los vapores del vino. Seguía hablando con una petulancia brutal y despiadada.
Pero Miguel no quiso oír nada ya. En la puerta de la calle convinieron en que Miguel volvería por allí al día siguiente para recoger la deseada respuesta.