Y vino de nuevo la primavera.
Y llegó el verano.
Jacobo e Ida iban peregrinando. Con dolor abandonaban cada pueblo por donde pasaban. Diríase que todos los lugares del país suspiraban por ellos, que cada día tenían más compromisos a que atender, a pesar de que ya habían olvidado la misión que se habían impuesto al salir por el mundo: buscar a los parientes de la joven.
Anduvieron errantes por el país durante siete años. Todas las gentes los conocían y, cuando volvían, les dispensaban una magnífica acogida. Pero donde eran más conocidos y populares era en la comarca del fiordo de Lim, por donde andaban peregrinando la mayor parte del año. Más tarde circularon por allí numerosas anécdotas sobre Jacobo, el músico juglar, que las gentes seguían recordando. Sus canciones eran repetidas fielmente por el pueblo durante años enteros. Las gentes decían que aquel hombre era algo pasmoso cantando y tocando el violín; que cuando estaba un poco achispado —fenómeno nada raro en él— se mostraba como un gran artista. De él se contaba que, una noche, después de haber tocado piezas para baile en el bosque de Björnsholm, se había echado buenos tragos de aguardiente, y cuando lo encontraron a la mañana siguiente, resultó que había perdido el arco. Pero él no se quedó cruzado de brazos: tomó su vara de caminante, y, después de encerarla con resina, la aplicó a las cuerdas tocando de un modo que dejó admirados a todos. ¡Era un verdadero astro!
Pero he aquí que un año las gentes del fiordo de Lim estuvieron esperando en vano a Jacobo e Ida. También dejaron de aparecer en los demás pueblos y lugares del país. Y ya no los volvieron a ver más.
Y es que Jacobo había descubierto al fin el paradero de Miguel Thögersen, el abuelo de Ida, y, apenas lo averiguó, los dos se pusieron inmediatamente en camino dirigiéndose a Als. Como Ida tenía ahora sus diecinueve años de edad, Jacobo consideró que era hora de ponerla en manos de las personas a quienes correspondía tomarla bajo su protección.
Estuvieron esperando algún tiempo hasta que, al fin, en un día de principios de octubre, emprendieron la travesía del estrecho de Als. Allá lejos vieron combarse los lomos de los bosques, con contornos amarillentos y marchitos. El rojo castillo se alzaba desnudo con su fachada vuelta hacia la orilla. Cuando estaban próximos a desembarcar, una gran bandada de palomas blancas como de nieve salieron volando de la torre y se lanzaron por encima del estrecho, a ratos visibles y a ratos invisibles, hasta que se perdieron en la lejanía de aquel cielo azul pálido; Jacobo siguió con la mirada su vuelo haciendo señales afirmativas a Ida, pues interpretó como señal de buenas noticias su encuentro con aquellas palomas. Los dos iban tranquilamente sentados en la barca, abrazando sus paquetes y bultos; Jacobo miraba a sus zuecos de madera, en uno de los cuales se había reventado la correa de sujeción.
Habían llegado ya.
Pero la fortuna tardó un poco en sonreírles. En el primer día les prohibieron la entrada en el castillo, por lo que se vieron precisados a buscar albergue en el pueblo. Al día siguiente, Jacobo logró abordar al alcaide de la fortaleza, Beltrán Ahlefeld, quien les prometió estudiar su petición con el mayor interés. «Muchas capas hay que atravesar antes de llegar a la presencia de un rey», pensó Jacobo. Por fin, al tercer día consiguieron transponer el puente levadizo y obtener autorización para tocar para las gentes del castillo.
Pero, cuando al mediodía consiguieron una nueva audiencia del alcaide, se encontraron con una contrariedad: Miguel Thögersen, el hombre con quien debían entrevistarse, estaba a punto de salir de viaje.
No obstante, consiguieron verle personalmente. El alcaide les autorizó a entrar en el patio del castillo, y, en el mismo momento de entrar, vieron que Miguel estaba a punto de montar a caballo. Se hallaba en pie junto al arranque de la escalera, y dos escalones más arriba estaba el rey en conversación con él. Jacobo e Ida se quedaron parados bajo la bóveda de la gran puerta de entrada y no se atrevieron a seguir adelante mientras estuviera allí el rey.
Miguel tardó mucho tiempo en salir, pues tuvo que hacer grandes preparativos para su largo viaje. El caballo pataleaba y escarbaba el empedrado. La voz del rey resonaba entre los altos muros del patio. Parecía que aquello no iba a acabar nunca. Miguel Thögersen, ataviado con espléndidas y flamantes prendas —medias de color verde, levita de gruesa lana de color castaño— no hacía más que ir y venir alrededor del caballo, metiendo el dedo por debajo de la cincha y palpando la cabezada. Era aquél un caballo joven e inquieto. Miguel, que tenía las piernas torcidas al nivel de la rodilla, no parecía estar afligido por este defecto.
—¡Ya está todo listo, Miguel! —sonrió el rey, un poco impaciente—. Ya puedes marcharte. Ahora pediré al Cielo que regreses sano y salvo. Cuídate.
Miguel se inclinó cortésmente, dando fin a su petición de instrucciones. El mozo que tenía al caballo sujeto por las riendas, se estiró cuanto pudo para ayudar a subir a Miguel, mientras miraba de reojo hacia la ventana abierta de la cocina a la que se habían asomado dos o tres rostros de muchachas para espiar furtivamente. Las jóvenes estaban a punto de estallar de risa.
Miguel apoyó el pie en el estribo, y se elevó con gran lentitud y serenidad.
—¡Eh, no te vayas a caer por el otro lado! —exclamó el rey con una sonrisa llena de aprensión.
Pero no. Miguel se situó felizmente en la silla. Una vez montado, se colocó bien el sombrero y, con gesto de dignidad ofendida, volvió hacia el rey su rostro cubierto de blanca barba.
—Bueno… ¡adiós, Miguel! —dijo el rey con voz emocionada—. Esperamos que pronto volverás sano y salvo.
—¡Pues claro, majestad! —contestó Miguel.
Resoplando, Miguel recogió las riendas y se restregó repetidas veces hacia arriba su blanco bigote. El mozo se apartó y el caballo arrancó al trote. Miguel se iba balanceando desmadejado en la silla.
—Me temo que esto no va a salir bien —exclamó el rey, golpeando la balaustrada—. No, no…
Pero todo salió perfectamente. Miguel se enderezó sobre el caballo y volvió por sus viejos fueros de jinete. El vigilante le abrió la puerta y Miguel pasó muy derecho a caballo, casi rozando a Jacobo e Ida. La puerta volvió a cerrarse tras él. Oyeron cómo cruzaba el patio exterior y pasaba tronando por el puente levadizo.
Cuando volvió a quedar en silencio el patio, el rey dio media vuelta en la escalera para volver a subir, pero de repente se detuvo hablando solo, en voz baja. Y entonces descubrió la presencia de Jacobo e Ida.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó bajando por la escalera, y perforándolos con su penetrante mirada.
Se detuvo frente a ellos, mirando alternativamente a uno y a otra, intrigadísimo.
Jacobo no contestó, pues se había quedado aturdido y desconcertado. Ida permaneció inmóvil con su hermoso rostro indescifrable, mirando al rey cara a cara. El rey resopló fuertemente por la nariz y los miró con aire interrogativo.
—¿Quiénes sois?
—Somos… Nuestra profesión es recorrer el país, yendo de pueblo en pueblo —tartamudeó Jacobo.
Luego, después de hacer una profunda aspiración, se animó y prosiguió:
—Somos de esos músicos que vienen mucho por aquí… Esta niña es nieta del señor que acaba de salir a caballo por aquella puerta.
—¡Ah, ya! Conque una parienta de Miguel, ¿eh? Supongo que habréis venido para hacerle una visita. Es lástima que haya tenido que marcharse tan pronto. ¿Por qué no le habéis hablado?
—No me atreví… Estaba hablando con vuestra majestad…
Jacobo sonrió con la más exquisita cortesía, bajando los ojos, mientras trazaba un círculo en la arena con la vara.
—No os preocupéis por eso —le dijo el rey consolándolo.
Se quedaron callados un momento. Él volvió a mirarlos.
—No os preocupéis —repitió, en voz más fuerte—. Todavía no ha ocurrido ninguna desgracia. Miguel volverá. Entre tanto, vosotros podríais…, podéis quedaros aquí en el castillo. Vamos a hablar con Beltrán… Venid por aquí. Vaya, así que… ¿sabéis tocar el violín?
—¡Sí, majestad! —exclamó Jacobo golpeando la funda del instrumento, con expresión alegre y tímida, mientras se ponían en marcha.
El viejo rey iba delante de ellos tosiendo ligeramente, y de muy buen humor.
—Magnífico. Esto tenemos que arreglarlo.
Y se fueron a hablar del asunto al alcaide de la fortaleza. Jacobo e Ida se mantuvieron cortésmente a distancia mientras el rey exponía el caso intercediendo por ellos. Beltrán Ahlefeld le escuchaba con una cortés deferencia y con la máxima calma. Ahlefeld era mucho más alto que el rey, pero no se inclinaba para hablarle: el rey levantaba hacia él la mirada hablándole con apremiante solicitud y moviéndose de un lado a otro. Al fin obtuvo lo que deseaba, y le dio las gracias con efusión, pero Beltrán conservó su deferente frialdad.
El rey en persona, caminando con sus zapatos desgastados, se fue hasta el patio exterior y se ocupó de que prepararan sendos alojamientos a Jacobo e Ida en una de las alas del edificio. A la noche los dos trovadores tuvieron que tocar para el rey en el salón de la torre, donde él solía estar la mayor parte del tiempo. Los obsequiaron con vinos. Jacobo ejecutó una hopsa[12] con aquel arte que él dominaba como maestro consumado. Esta música sonaba de un modo extraño entre aquellos tristes muros. El rey estaba contento. Una suave melancolía se adueñó de él. Estaba sentado, con la mejilla apoyada en la mano. Las velas ardían sobre la mesa, en la que se veía un gran libro con cierre de broches.
El vino comenzó a hacer efecto en Jacobo, cuyo rostro adquirió una expresión mórbida, y el juglar los obsequió con una pieza de baile galopante, de una alegría loca. Al lado de él estaba Ida, grácil, menuda, bonita, tocando el triángulo.
Durante un descanso, Jacobo preguntó cuándo regresaba Miguel. Soltó la pregunta como al azar para que el rey no se molestara en caso de que tal pregunta fuera inoportuna. Pero el rey contestó con amabilidad:
—Dentro de unos diez o doce días…
Como el rey no se extendió en dar más explicaciones, Jacobo no se atrevió a seguir preguntando. Y se puso a tocar todas las melodías y ritmos que era capaz de recordar. En un momento en que estaba con la barbilla apoyada en el violín pensando una nueva melodía, se le ocurrió mirar disimuladamente las cansadas y venerables facciones del monarca. En aquel momento el rey alzó la vista y observó que Jacobo estaba completamente estragado y derrumbado.
—¿No nos vas a tocar más piezas? —le preguntó en tono cordial, mientras su mente estaba absorta en misteriosos pensamientos.
Jacobo volvió a tocar, llevando el compás con el talón.
—¡Hurra! ¡Magnífico! ¡Espléndido!
Era el Vals de los zuecos.
El rey retuvo a su lado a los juglares durante toda la velada, pues se sentía muy solo: en el transcurso de nueve años era aquélla la primera vez que Miguel se ausentaba del castillo. Cuando en la torre el centinela dio la hora de la medianoche con la trompeta, Jacobo y el rey estaban ya un poco alumbrados. Antes que Ida se retirara, el rey posó su mano sobre el hombro de la muchacha, midiendo de una ojeada su figura con esa cortesía, mezcla de audacia y de renuncia, que es propia de un hombre experto en esta materia.
El guardián principal del castillo, que era un cascarrabias amargado, fue cerrando todas las puertas detrás de Jacobo e Ida. Pero el vigilante de la puerta de abajo, que era un sujeto alegre y sin escrúpulos, al iluminar con su linterna la figura de Ida, observó que la muchacha era muy fina y muy blanca. De pronto levantó ladinamente la linterna en el aire, de modo que ellos quedaran en la oscuridad, y agarró a Ida por el talle con su brazo de fuerte puño. La muchacha dio un salto a un lado, mientras de su garganta salía un alarido, profundo y bestial como el de un animal desconocido, que resonó bajo la bóveda de la gran puerta, oyéndose en todo el castillo.
—¡Dios del Cielo!
Los soldados sintieron doblárseles las piernas, y empezaron a retroceder de espaldas hasta la puerta. En un santiamén se abrieron todas las ventanas, troneras y claraboyas del castillo, las de arriba y las de abajo, y voces aterradas preguntaron, borrachas de sueño, qué era lo que había ocurrido. La alarma duró hasta mucho tiempo después que Jacobo e Ida se encontraron a salvo en sus respectivas habitaciones.
También el rey oyó el berrido. Se asomó a la ventana, escrutando las sombras, se lanzó casi de un salto al interior de la cámara de la torre, y con los pelos erizados se deslizó hasta la puerta, alargando una mano para saber si estaba cerrada. Sí. Estaba debidamente cerrada con llave y con el cerrojo corrido.
Exhalando un profundo suspiro, se dirigió temblando a una silla, en la que se dejó caer, mortalmente agotado. Luego abrió la Biblia, y arrimando la luz de las velas a la nariz, se puso a leer la palabra de Dios. De cuando en cuando levantaba silenciosamente la cabeza y, con los ojos paralizados de espanto, se quedaba mirando fijamente las chisporroteantes llamas de las velas.
Poco a poco se fue serenando y tranquilizando; se aventuró a abandonar la mesa, encendió varias luces más y se puso a leer, con un sentimiento de gratitud, el Libro de Ruth. Sentado, con su enorme cabeza blanca entre las velas, leyó todo el libro de tapa a tapa. Y cuando, terminada la lectura, le vino de pronto a la memoria aquella idea que siempre venía a obsesionarlo cuando, tras una atenta lectura de las Sagradas Escrituras, volvía a acordarse de las cosas temporales, a saber: que sus amigos se habían muerto o dispersado, que todos le habían vuelto la espalda y que esto venía ocurriendo desde hacía demasiado tiempo.
Estuvo un rato así, sentado y con la mano enterrada en sus cabellos. Luego apagó las luces dejando sólo tres encendidas. Se puso ceremoniosamente de rodillas en medio de la sala y estuvo susurrando a media voz el Padrenuestro durante un largo rato, hasta que hubo terminado todas las oraciones que solía rezar siempre. Después se dirigió a su lecho dejando encendidas las luces, y se acostó con los ojos serenos y despiertos cruzando las manos sobre la colcha de pieles que cubría su lecho.
Llevaba ya once años viviendo en aquella habitación. Allí fue donde, en los primeros meses de su cautiverio, iba de una pared a otra pared revolviéndose como una fiera enjaulada. Entonces su prisión y reclusión le hizo enfermar de fiebre. Allí había sudado y comido y bebido como lo haría un loco furioso, y allí se dormía, borracho y demente, para despertar a la mañana entre juramentos proferidos en voz baja. Por allí se había revuelto él pataleando entre aquellas sillas desvencijadas. Allí había estrellado contra la pared los picheles y jarros de cerveza. Allí había percibido los resoplidos que salían por su velluda nariz mientras se paseaba de un lado a otro como una fiera.
Ahora, en tanto él tenía los ojos fijos en las luces sin poder conciliar el sueño, su semblante estaba cambiando de expresión a cada momento. Sobre sus cejas pasaban ráfagas de sombra. Luego volvía a adoptar una expresión plácida y tranquila.
De repente se echó a reír. Aquélla era la franca risotada amable de los viejos tiempos. Acababa de recordar a aquella joven que Ditlev Brokdorp le había introducido arteramente en aquella misma habitación hacía ahora once años… Fue en aquella ocasión en que él se había metido en la cama, y no había quien lo levantara de ella. La muchacha le había dejado muy contento y satisfecho. Era realmente muy hermosa.
—No, no quiero pensar en eso. Fue un acto pecaminoso. Cometí un grave delito de desobediencia a la voluntad de Dios. ¡Que Dios la proteja, dondequiera que ahora esté!
El rey respiró profundamente y miró a las llamas de las velas con ojos humedecidos. Al poco rato se quedó dormido, gracias al Señor, que sabe librar al hombre con dulzura del peligro y apagar el fuego de nuestras impaciencias.