SIN PATRIA NI HOGAR

A fuerza de preguntar y hacer pesquisas, Jacobo, el músico, averiguó que Axel, el difunto padre de Ida, había nacido en Elsinora y que era hijo natural de aquella mujer judía que se llamaba Susana Nathansohn. Jacobo e Ida consiguieron celebrar una entrevista con ella.

La anciana Susana vivía en una gran casona de gente distinguida, situada en el centro de la ciudad. Susana les habló de su marido y de sus hijos, ya adultos; pero al mismo tiempo confesó, sin ningún reparo, que, cuarenta años atrás, había cometido aquel desliz y que era madre de Axel. Explicó que éste, apenas vino al mundo, había sido abandonado y puesto en manos extrañas, y que desde entonces ella no había tenido más noticias de él. Respecto a Ida, admitió que era muy probable que fuera hija de él: la anciana miró a Ida, pero no reconoció en ésta ningún rasgo ni facciones suyas. Ida se parecía a su abuelo materno Miguel Thögersen… Al ver que Jacobo e Ida estaban allí parados e indecisos, Susana les dio un poco de dinero y algo de comer diciéndoles que aquél era un mal día para poder atenderlos, ya que era sábado, día de fiesta para un judío.

Jacobo e Ida se marcharon de Elsinora y se pusieron a recorrer Jutlandia. En este recorrido emplearon dos años. Cuando estalló la guerra, Jacobo, en vista de que ya nadie podía andar tranquilo y seguro por los principales caminos, se embarcó con Ida, yendo a parar a la isla de Samsö, por donde anduvieron errantes durante un año. Ida se fue haciendo mujer. Los habitantes de la isla fueron conociendo a los dos músicos errantes, cuyas figuras se hicieron pronto populares. Más tarde, corrieron de boca en boca las más fantásticas historias sobre la persona y las andanzas de aquel desventurado músico juglar.

Una vez terminada la guerra, Jacobo e Ida reanudaron su marcha por el mundo entrando de nuevo en Jutlandia. Y entonces empezaron a sentir una irresistible nostalgia por su patria chica. Antes que llegaran a su tierra natal, se fueron enterando de cómo todas las personas que ellos conocían habían muerto en la guerra; en vista de estas noticias, no quisieron detenerse siquiera en Kvorne, sino que siguieron peregrinando a través de la comarca sin que nadie los detuviera. Ya no tenían una patria ni un hogar en Kvorne; más aún, era como si no fueran naturales de allí.

Un año después Jacobo e Ida llegaban de nuevo a Skagen. Allí se volvieron, dando la espalda a los dos mares que se entrechocan delante de Grenen, y contemplaron el paisaje que se extendía allá abajo a una profundidad de vértigo. Jacobo, sonriendo, tomó de la mano a su muda compañera, y ambos descendieron bordeando la orilla del Norte.

En torno de ellos rugía el viento huracanado de las tormentas de otoño. Con frecuencia tuvieron que apresurarse a subir a las dunas, perseguidos por una ola enorme que entraba rodando y barría la playa por donde ellos caminaban. Hacía un tiempo fresco, con cielo despejado. La salitrosa espuma daba un gran salto desde las olas a la playa, donde se quedaba posada en la arena, temblando al viento como pájaros ateridos de frío. Las gaviotas se elevaban evolucionando silenciosas a contraviento. Las nubes, muy bajas, se sucedían unas a otras, procedentes del Noroeste.

Al anochecer, Jacobo e Ida llegaban a una casa de pescadores, la única que se divisaba en toda aquella desolada orilla. Al llegar a la puerta, Jacobo se detuvo y se puso a rasguear enérgicamente las cuerdas con el arco, recorriéndolas todas, desde la prima al bordón. Al instante se abrió la puerta, y en el umbral apareció un rostro emocionado: la faz de un anciano. Tres o cuatro niños salieron en tropel, saltando unos por encima de los otros.

¡Qué notas más deliciosas! Jacobo arrancaba a su violín unas melodías que recordaban el oro y el diamante y las telas estampadas de flores. El violín era como una gran estrella de la que irradiaban llamas rojas, llamas azules, llamas amarillas, llamas blancas… Como por arte de magia aquel instrumento evocaba una visión de flores. En él vibraba un fogoso y exaltado corazón.

—¡Entrad! —rogó el anciano en tono grave y solemne cuando Jacobo terminó de ejecutar la pieza.

Una vez dentro de la casa, les ofrecieron asiento y los colmaron de atenciones y agasajos. No tenía límites la alegría de aquellas gentes, que al fin podían oír música en su propia casa.

Pero cuando Jacobo hubo tocado algunas piezas más, el viejo descargó un brusco puñetazo en la mesa:

—Mi hijo está en el mar —exclamó, tendiendo una larga mirada en torno—. Hoy mando yo aquí… ¡Severina!

Su nuera era muy afable, dulce y cariñosa, pero extraordinariamente calmosa. El viejo se incomodó. Se levantó con aire altivo y arrogante en la cabecera de la mesa. Estaba en pie, vestido de sayal burdo, y tocado con un gorro puntiagudo. Su barba y su cabello eran de color paja. Volvía a ser el hombre de los tiempos pretéritos.

—¡Severina, tráeme la botella!

¡Ju… u uí! Jacobo atacó frenético las cuerdas del violín lanzando notas rápidas y ruidosas como una descarga, que, en el momento de llegar la botella a la mesa, se transformaron en una melodía queda, dulce y acariciadora.

Aquellas notas eran las mismas gotas cristalinas que caerían de la botella en el vaso. Aquella noche la casucha dejó de ser una cabaña dormida en medio de la arena movediza, el miserable albergue que sólo servía para guarecerse de las tormentas de otoño y de la oscuridad más tenebrosa. La luz, ya no era el resplandor de la turba musgosa que ardía, sino la claridad del mismo sol. Bajo el techo se extendía un calor que parecía el del sol de un país meridional. Toda la sala pareció elevarse de pronto en el espacio como un carro flamígero, en el que Jacobo hacía de auriga con su actitud de hombre arrojado y audaz y su restallante música de violín, mientras el viejo pescador, transfigurado por una nueva juventud, volaba balanceándose en su sillón colgante, y los rostros de ángel de Ida y de los niños parecían volar por encima de aquel barco-dragón[11] transportado en alas de las nubes. Afuera, en la orilla, el mar hervía rugiente, y la tormenta hacía volar las arenas y las estrellas contra los vidrios; pero no eran arenas, era el polvo que las estrellas lanzaban contra ellos mientras viajaban en su carroza de gran gala a través de los siete cielos rugientes.

A la mañana siguiente, muy temprano, Jacobo se levantó de muy mal humor, despertó a la pequeña Ida y sigilosamente abandonaron la casa de aquella familia, que quedaba durmiendo con semblantes demacrados. Siguieron descendiendo a lo largo de la costa.

Los sorprendieron las primeras ráfagas heladas del invierno. Los dos músicos errantes entraron en esos breves y lánguidos días en que se adivina que todas las aves de paso han abandonado el país y el frío va extendiéndose bajo el cielo.

Y un día, cuando se dirigían desde la costa hacia el interior sin dejar de ver en ningún momento la iglesia de Vestervig, cayeron las primeras nieves del año.