JACOBO E IDA

En tanto que el rey y Miguel Thögersen se encontraban muy bien resguardados dentro de la fortaleza del castillo de Sönderborg, dos extraños personajes andaban recorriendo el país, errantes y sin hogar. Eran Jacobo, el músico juglar, y la pequeña Ida.

Jacobo era un hombre de edad indefinible, y durante los largos años que él e Ida anduvieron juntos por el mundo, él aparentó siempre la misma edad, como si no supiera envejecer. Pero Ida, que era una niña cuando salió de Kvorne en compañía de Jacobo, se fue desarrollando por los caminos del mundo, transformándose en una doncella bajo el sol y las estrellas.

Salieron de Salling el mismo día en que fue enterrada Ana Mette, la abuela de la niña.

Cuando Ana Mette se encontraba sin habla en su lecho, con el nimbo sagrado de la próxima muerte en torno de su escuálido rostro, su última mirada había sido para su nieta Ida. Ahora que había sido enterrada, Jacobo tomó de la mano a la niña indefensa y salió con ella del cementerio.

Aquel día hizo su aparición en la comarca el avefría. Jacobo oyó su tersa voz triste cuando cruzaba por la marisma. Todo estaba despejado y diáfano en torno de ellos. Y ellos gozaban de entera libertad. Tomando el rumbo del Oeste, se dirigieron hacia aquel sol tan blanco, atravesando un terreno reblandecido por el deshielo. Pasaron por aquella colina que la pequeña Ida había estado viendo durante toda su niñez y que, para ella, se hallaba en el último confín del mundo. Dejaron atrás la colina, y ya ante los ojos de Ida empezó a girar ahora una comarca extraña, como una puerta que se abre hacia un mundo nuevo.

Jacobo e Ida llegaron hasta Graabölle, donde en vano aquél preguntó por Miguel Thögersen.

—Ahora se encuentra en Tierra Santa, si es que no está muerto —aclaró Niels.

Y con estas solas noticias siguieron adelante con sus coplas y su música.

Jacobo e Ida permanecieron dos días en Moholm, donde consiguieron divertir a la gente de la casa señorial con su música. No pudieron ver a los señores de la casa. La pequeña Ida hacía acompañamiento al violín de Jacobo tocando el triángulo; llevaba el compás siguiendo con la mirada los movimientos de la mano del juglar. Aunque no podía oír, ella manejaba magníficamente el instrumento. Pero un día al anochecer, el señor de la mansión, con una expresión de envidia en su rostro gris, ordenó que se despachara a los músicos, pues no quería oír sus gorjeos. Jacobo enfundó su violín en una piel de zorro, y los dos, cogidos de la mano, abandonaron la casa señorial. Conforme Ida iba andando, el triángulo, colgado de su cinturón, iba tintineando con el sonido de unas gráciles campanillas.

Y, atravesando la zona de landas y brezales, se dirigieron hacia el norte del país.

Y fue llegando la primavera, haciéndose rogar como una novia inundada de lágrimas. Todas las mañanas la tierra amanecía fría. El día llegó hasta a sonreír con la alegre aparición del sol, pero sólo para envolverse de nuevo en la penumbra gris. Las nubes navegaban empujadas por un viento cargado de humedad. Por la noche llovía hasta la mañana, y al volver la noche volvía la humedad. La Naturaleza era como una criatura eternamente inconstante y eternamente cansada, que, sin embargo, mantiene siempre la llama de la esperanza.

La lluvia lavaba los cabellos de Ida, abatiéndolos sobre su rostro. Y el sol secaba de nuevo aquella cabellera de un rubio pálido, que formaba en torno de su cabeza una enmarañada aureola de rizos. La lluvia duraba larguísimo tiempo. Ida iba por los caminos, mirando, ausente, a la lejanía con sus ojos claros bajo sus cabellos húmedos, pálidos como los tallos del lino.

—¡Ida, la de los cabellos de lluvia! —exclamaba interiormente Jacobo, mirándola con una mirada alentadora y divertida.

Ya todos los pájaros de Dinamarca volvieron a aparecer. Todas las mañanas, cuando el sol ascendía radiante borrando la escarcha de los surcos, cantaba apasionadamente el estornino con su música aflautada. Sobre los campos estériles las alondras se cernían, altísimas, deshechas en trinos. El viento corría sobre la hierba marchita de las laderas y pasaba rizando el agua azul y glacial que brillaba entre los surcos. Las primeras flores amarillas del año le miraban a uno desde el suelo como ojos fijos. Las golondrinas cabalgaban silenciosas sobre el viento del Este.

Y luego toda la Naturaleza se quedó definitivamente tranquila y encalmada. Aparecieron las noches tibias. Germinaba la vida. Los sapos comenzaron a ladrar en los hoyos, con una voz escondida, íntima, familiar. La tierra se tornó verde. Y las ranas cantaban su inacabable cántico vespertino a la fuerza germinativa y a la fecundidad de la tierra.

Se vistieron de verdor las cunetas del camino real, a las que a Ida le gustaba bajar, ya que tenía allí muchas cosas que ver. Ella recogía las blancas flores del sauce enano, se las llevaba a la boca y se acariciaba con ellas las mejillas. Tejía trenzas con los juncos, que fácilmente podía arrancar con su raíz. Ida contemplaba a los corderillos recién nacidos en el campo, que todavía no podían ponerse en pie, sino que yacían en tierra junto a la cabeza inclinada de la oveja.

Y vinieron los días cálidos de sol cegador. El día primero de mayo Jacobo e Ida tocaron piezas de baile en Aalborg, ganando una buena suma de dinero. Allí Jacobo compró zuecos nuevos de madera para los dos, y luego prosiguieron su viaje, sanos, felices y contentos. A las gentes les gustaba oír música, y por eso ellos jamás carecieron de alimentos ni de albergue. De este modo llegaron a Skagen, donde Ida vio el gran mar. Allí la arena era la más fina y blanca que jamás había visto en sitio alguno. Nunca habían reunido tanta fortuna en sus manos como entonces, y estaban tan contentos, que Jacobo rompió a cantar una canción que él mismo había compuesto y que se refería a los dos. Allí, en la ribera, no tuvieron otro auditorio que el de las gaviotas que se acercaban a ellos revoloteando. Jacobo sonreía alargando las manos hacia las gaviotas, mientras los dos cantaban. Ida veía cómo aquellas blancas aves abrían el pico; pero su oído no percibía nada. No percibía tampoco el fragor del mar que se dilataba rumoroso o rugiente bajo aquella brisa deliciosa.

La canción que Jacobo cantaba, comenzaba así:

Dad albergue a dos personas

que han sufrido hasta llorar.

¡Cuántas leguas caminadas,

y cuántas por caminar!

¡Dadnos albergue!

Después de haber permanecido algún tiempo en la parte más septentrional de Dinamarca, Jacobo e Ida trabaron amistad con un patrón de barco, en cuya compañía anduvieron navegando durante aquellos meses luminosos. Llegaron hasta Läsö y Anholt; alcanzaron a ver las verdes laderas del fiordo de Randers; estuvieron en la zona interior del fiordo de Lim, donde los campesinos iban a la orilla a pescar con esparavel, pareciendo flotar a veces en el aire a causa del temblor del reflejo del sol. Los días eran largos entonces.

Pero cuando ya declinaba el verano, y cuando empezaban a amarillear todos los campos de la región, Jacobo e Ida emprendieron con el patrón un largo viaje con rumbo a Seelandia. Desembarcaron en Elsinora. En esta ciudad estuvieron largos días tocando y cantando, y consiguieron recoger una cuantiosa suma de dinero. Jacobo se emborrachaba con frecuencia, y cantaba, y juergueaba y alternaba. Mientras él dormía la mona, Ida iba a esconderse en los campos de centeno, donde enlazaba a su cabello tallos maduros y bañaba sus manos en aquel polvo ardiente.

Y he aquí que un día se produjo un inusitado alboroto y agitación en la ciudad. Todos los habitantes bajaron corriendo al puerto con la mano sobre los ojos como pantalla. Hablaban con extraordinaria animación, excitados y emocionados, señalando hacia el Sur, en dirección al Sund. Por el Sund avanzaban tres grandes barcos negros en medio de una fresca brisa: la nave del centro enarbolaba la bandera roja en el tope del mástil. Todas las personas que en Elsinora eran capaces de caminar o de arrastrarse se juntaron rápidamente en la orilla; entre ellos fue cundiendo un clamor de lamentos, aunque sólo los de las filas más avanzadas sabían el porqué de estos lamentos. Los tres barcos de guerra se iban deslizando silenciosamente por el terso espejo del Sund, bajo la escasa luz del sol de aquel día de agosto. Tardaron dos horas en llegar frente a Elsinora.

Jacobo preguntó a un hombre quién era el personaje que venía en aquellos barcos. El hombre le respondió que era nada menos que el rey Cristián. Otras personas le informaron de que el rey venía a Copenhague, donde había ido a celebrar conversaciones con el Consejo del Reino después de sus largos años de exilio en Holanda y Noruega. Pero nadie sabía a punto fijo adonde pensaba dirigirse ahora. Todo lo que ellos sospechaban era que ahora iban a perderlo. Que ya no lo volverían a ver más.

Cuando las tres carabelas pasaban exactamente frente a ellos con las velas hinchadas por la brisa, entre la muchedumbre congregada en la orilla empezaron a levantarse voces y gritos, dirigidos a los barcos. Las naves cabeceaban y levantaban olas al hender las aguas con su roma proa. Ningún hombre de la tripulación se llevó la mano al sombrero; no se oyó un disparo ni una señal siquiera.

Durante un buen trecho todos los vecinos de Elsinora corrieron a lo largo de la orilla acompañando la marcha de las embarcaciones. Luego fue acudiendo un número mucho mayor de gentes: campesinos del interior y de la zona costera, que habían acertado a descubrir la presencia de las naves. A lo largo de la orilla había muchos centenares de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que corrían haciendo señas con la mano y dando voces, hasta llegar a la última punta de tierra. Al llegar al extremo del cabo, se detuvieron todos en una grandiosa concentración, apiñándose hasta casi poner los pies en el mar.

—¡Adiós, rey Cristián! —exclamó un anciano.

Los que estaban a su lado, al oír aquella voz decrépita y fatigada, rompieron a llorar, y repitieron el grito.

—¡Adiós! —era el clamor unánime que salía de todas las gargantas como el ondeante rugido de la tempestad.

Callaron todos durante un instante para seguir ansiosos, con los ojos, la marcha de la flotilla. Resonaron gemidos y suspiros. Los espectadores se estiraban sobre las puntas de los pies, agitando manos y pañuelos para saludar a los navíos.

Luego volvió a alzarse un clamor de gritos doloridos; pero ya los barcos estaban demasiado lejos, y las voces iban resonando cada vez más débiles y llenas de desaliento.

—¡Adiós, rey Cristián!

En las últimas filas de aquella multitud, detrás de todos, apareció una anciana que, sólo con grandes trabajos y esfuerzos, pudo seguir a los demás. Estaba en pie, apoyada en un bastón, temblequeándole la cabeza, rendida de fatiga. Su cara de momia, de un color amarillo parduzco, estaba enmarcada por un pañuelo de cabeza. Cuando se desencadenaba aquel clamor de «¡Adiós, rey Cristián!», ella rompía a llorar, contestando también con su voz rota por los sollozos.

Su débil espalda estaba totalmente encorvada por los años. Su talla ya no era superior a la longitud de una vara. Temblaba y vacilaba, sacudida por aquel dolor general que, aun siendo una anciana, resultaba casi un misterio para ella. Esta encorvada abuelita era Susana, la hija de Mendel Speyer.

En el aire se elevó por última vez el lastimero clamor:

—¡Adiós, rey Cristián!

Jacobo arrancó el violín de su funda de piel y se puso a tocar una melodía, mientras las lágrimas, corriéndole por las mejillas, le caían en las comisuras de la boca, crispada en una sonrisa de desesperación. A su lado estaba la pequeña Ida tocando el triángulo, mientras veía cómo toda la gente abría la boca estremeciéndose como si de aquellas bocas saliera algo a fuerza de dolor. Ella movía la lengua también, simulando entender lo que ellos decían…