A última hora del día regresó Niels acompañado de sus hijos Thöger y Andrés. Venían sucios de polvo y barro. Niels, que distaba ya mucho de ser joven, casi no podía arrastrarse. Además de haber intervenido en los incendios de Moholm y Stenerslev, habían colaborado en la quema de otra finca señorial situada más lejos, hacia el Este.
Pero Niels estaba disgustado e insatisfecho de la hazaña. Se echó sobre el banco, y comenzó a referirle a Miguel los detalles de los sucesos.
—¡Yo no aguanto esto! —dijo, vencido—. Podíamos haber respetado a Moholm; y lo hubiéramos hecho, si no fuera por los de Salling. Dicen que los primeros en comenzar la cosa, allá en Salling, fueron los de Himmerland. Bueno, considero que, bien mirado, nuestro señor y amo no merecía precisamente nuestra admiración y respeto; pero, cuando lo mataron, a mí francamente me pareció inocente e incapaz de dañar a nadie… ¡Allí cayó Steffen! Oh, procedimos como salvajes. Una lucha ciega y atroz. Yo apenas sé a quién derribé a hachazos, y a quién no. El señor de Stenerslev chillaba como un cochinillo cuando lo mataron. Pero el caso es que hemos empezado: éste es un hecho cuyas consecuencias nadie puede alterar. Y, puesto que hemos empezado, tenemos que seguir adelante. Mañana saldremos con dirección al Norte para unirnos a los campesinos de Vendel. ¡Lo haremos sin vacilar! Sin embargo, yo creía que la guerra era otra cosa, puedes creerme.
Al día siguiente, emprendieron la marcha. Miguel se fue con ellos. Juanito se quedó al lado de su madre y al cuidado de la casa.
Ellos querían realizar sus aspiraciones de un modo pacífico. Al menos, éste era el criterio de Niels. Lo hubieran hecho si todos los señores de la comarca estuvieran muertos. Pero ya que la vida de éstos era un obstáculo y ellos se resistían a morir, ¡adelante! Lo que se hacía, bien hecho estaba.
Ahora los campesinos estaban haciendo razzias por toda Jutlandia. Fue un período de desorden y desenfreno. Las bandas llevaban ya quince días yendo de un lado a otro, quemando fincas y celebrando orgías, y muy pronto no supieron ya qué camino tomar. ¡Hay que ver lo que ocurre cuando los campesinos son arrancados del centro en que viven y lanzados al tumulto y al desenfreno! Mientras se conocen unos a otros, reina entre ellos cierta unión y armonía; pero las gentes pertenecientes a dos comarcas distintas, son ya medio enemigas entre sí. Al unirse dos bandos bajo un solo caudillo, uno de estos bandos no tiene en éste la menor confianza; y si son varios los jefes, éstos no se ponen de acuerdo. Una cosa les falta desde el principio a los campesinos: un caudillo. Cuando se reunieron los bandos de toda Jutlandia, tomó el mando supremo de todos ellos el capitán de barco Klement. El día en que se reunieron en Svenstrup, había seis mil hombres dotados de un número casi igual de armas de diferentes clases. En Svenstrup se encontraron con las fuerzas de los nobles. Éstos sólo contaban con seiscientos hombres, si bien iban a caballo y estaban protegidos por armaduras.
En este encuentro, la victoria fue de los campesinos. Miguel Thögersen, que en aquella mañana de octubre se encontraba en lo alto de una colina, pudo ver lo mal parados que salieron los nobles de aquella lucha. A la salida del sol, los dos ejércitos se aproximaron el uno al otro. Los dos ocupaban muy poca extensión de terreno. Eran como dos grandes manchas negras, desiguales, que marchaban una contra otra sobre aquel paisaje dilatadísimo y bajo la inmensidad del cielo. La misma naturaleza parecía mostrarse indiferente a la lucha. Era una mañana gris. La tierra aparecía fría después de la lluvia. Miguel, mirando por encima de aquellas pequeñas colinas, pensó que la tierra es lo que permanece mientras pasan las razas humanas, deslizándose sobre ella como sombras de nubes.
En esto se produjo el choque entre los dos ejércitos. Pero el número de nobles era demasiado pequeño. Desde aquella larga distancia, Miguel vio cómo los campesinos se concentraban formando un grupo alrededor de cada jinete de los nobles y de un modo fulminante lo arrancaban literalmente de la silla. Había una gran visibilidad. Miguel vio cómo por las rendijas de las armaduras salía una especie de humareda de las ropas de los nobles cada vez que los campesinos golpeaban a placer sobre ellos. Hasta la colina donde Miguel estaba el viento traía en oleadas el lejano ruido de las armas; a sus oídos llegaba el golpe de las hachas sobre las bandas y placas de hierro de los jinetes. Pero los jinetes, antes de darse por perdidos, consiguieron hacer una buena carnicería en las filas de los campesinos. La lucha se fue extendiendo y generalizando. Los raros disparos de mosquete habían cesado por completo. Cuando algún noble era dominado y derribado a golpes, se veía en torno y encima de él una masa de campesinos tan compacta como una capa de moscas sobre un terrón de azúcar. Muchos de los jinetes comenzaron a volver grupas y buscar la salvación en la huida.
Al pie de la colina que servía de observatorio a Miguel, había un hombre arando. El arador ni siquiera detuvo su caballo mientras duró la batalla. Podía cómodamente atender al arado y mirar la escena al mismo tiempo. Al final, los nobles renunciaron a la lucha, como ya era de esperar desde un principio, y huyeron trotando y galopando hacia el Sur. Aquella vez habían confiado demasiado en su invulnerabilidad de hombres superiores y nobles, olvidándose de que todos los hombres son iguales ante la hoja del hacha. Muchos fueron los señores de la nobleza que perdieron la vida en aquel encuentro.
Pero ésta fue también la última vez que los campesinos daneses lucharon con derecho a la beligerancia, ya que por última vez salieron victoriosos de la contienda. Dos meses más tarde perdían todo su derecho de beligerancia, y se convirtieron en facciosos juzgados por tribunales sencillamente porque fueron vencidos. Y en aquella ocasión los daneses dejaron de ser un pueblo escandinavo.
Fue un día tristísimo.
Miguel estuvo presente al drama en aquella ocasión en que los campesinos trataron de defender a Aalborg y fueron derrotados.
Había llegado el invierno. Hacía un tiempo de perros. Juan Ranzau acaudillaba a los nobles, los cuales ahora eran mucho más numerosos. Pero lo peor era que Ranzau tenía a su lado a sus lansquenetes y mosqueteros alemanes.
Y comenzaron el ataque de un modo feroz. Los campesinos pestañeaban aturdidos al ver todo aquel aparato de mosquetes que Juan Ranzau utilizaba contra ellos. Cada bala que llegaba silbando era un enemigo invisible contra el que los campesinos no tenían la menor defensa. Este sistema llevaba una ventaja abrumadora a los que no conocían otra clase de guerra que la lucha de hombre contra hombre. A los campesinos tampoco les habían transmitido sus padres conocimientos de los problemas estratégicos. Cuando al final pudieron llegar al cuerpo a cuerpo como ellos deseaban, era ya demasiado tarde, pues hacía tiempo que tenían la batalla perdida.
La situación, se hizo desesperada; pero los campesinos se lanzaron a la lucha como tejones entre perros. Cuando se dieron cuenta de lo irremediable de la situación, se batieron a la desesperada, desarrollando cada uno la fuerza de tres hombres juntos. Casi puede decirse que cortaban a los nobles en pedazos con sus guadañas y sus machetes cuando conseguían acercarse a ellos hasta tenerlos al alcance de su brazo. Pero pronto fueron dispersados. Estaban cercados. Sus enemigos los atacaban con una gran sangre fría. Estaban perdidos.
Al final quedaron dos mil hombres de Vendel, a los que fue imposible atravesar el fiordo de Lim y volverse a sus casas. Fueron aniquilados: los adiestrados lansquenetes los apretaron en un cerco infranqueable y los nobles los aplastaron. Formaban en la lucha una madeja inextricable: descargaban golpes y cuchilladas en todas direcciones, mientras los señores, victoriosos, los iban matando. Los campesinos lloraban en medio de aquel frío glacial; y sollozando caían patas arriba en la nieve, con la cabeza partida en dos.
El último grupo que quedaba se defendió delirando con gritos furiosos. Lloraban chasqueando los dientes. Pero la espada estaba sobre ellos. El hierro y el plomo traspasaban sus ropas de piel de oveja y penetraban en las carnes. Las aristadas culatas les trituraban las manos, atravesaban sus gorros de piel, les hacían saltar la tapa del cráneo. No hubo cuartel ni piedad: fueron exterminados hasta el último hombre.
Si el rey Cristián hubiera dado muerte a todos los nobles aquel día en Estocolmo, en vez de ajusticiar sólo a unas cuantas decenas, no hubieran quedado tantas lenguas para quejarse y criticar aquel acto justiciero del rey. A lo largo de siglos enteros se vino criticando y condenando y discutiendo el degüello llamado Baño de sangre. Pero, en cambio, no ha habido lamentos por la muerte de aquellas dos mil personas que Juan Ranzau aplastó en Aalborg. Allí los campesinos fueron tan totalmente exterminados, que ni siquiera pudo transmitirse a la posteridad la historia de aquella iniquidad: después de aquella contienda cayó un denso silencio sobre Jutlandia.
No fueron muchos los que, tras aquella lucha, regresaron a Graabölle. Niels Thögersen sucumbió en Aalborg. Su hijo mayor había perecido un poco antes, en los combates de Svenstrup. Miguel buscó el cadáver de su hermano en las afueras de Aalborg y tapó su rostro con tierra. Niels había muerto como un héroe cubierto de gloria, con la espada destrozada por una bala de cañón.
La noticia la trajo Andrés, el segundo de los hijos de Niels, que retornó a su casa envejecido y con el rostro demacrado.
Luego Andrés se hizo cargo del caserío de sus padres, pero ya no en calidad de hombre libre como su padre, sino bajo la dependencia y la férula del nuevo señor de Moholm.